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Igne abrió la puerta del despacho. Juan Carlos Galí concentró sus ojos en ella y al instante su visión tuvo un doble efecto. Por un lado la paz que emanaba, y la serenidad de un rostro del cual bebía todo su amor; por otro lado el mismo peso de las cartas que sostenía entre las manos, un peso que iba más allá de lo material y físico.

—¿Es todo lo que hay hoy?

La mujer dejó el montón de cartas sobre la mesa. El servicio de correos había sido abolido a comienzos de siglo, sustituido por los ordenadores, hasta que la condensación y masificación obligó a un nuevo reordenamiento de los métodos de comunicación. Las cartas escritas, o las grabadas en vídeo, holograma o disquete, se utilizaban esencialmente para envíos publicitarios, textos o mensajes especiales, o como en aquel caso, para emitir una opinión sin respuesta a un desconocido.

—Sí —dijo ella.

—Creía que de semana en semana irían a menos —suspiró él.

—¿Quieres que las abramos ahora?

—Si no te importa.

—Ya sabes que no, aunque sigo pensando que es excesivo.

—Quiero oír todas las opiniones, favorables y desfavorables. Será importante en la vista.

—Lo sé, lo sé —convino Igne.

Se sentó al otro lado de la mesa, en un módulo alto, y fue abriendo las distintas cartas y envíos, realizando una primera selección, separando textos o videogramas a derecha e izquierda. La parte derecha pronto tuvo una mayor envergadura que la izquierda, aproximadamente el doble. El hombre lo apreció.

—¿Alguna novedad? —preguntó.

La mujer negó con la cabeza. Tomó media docena de hojas impresas del montón de la derecha y leyó algunas frases:

—Una comisión de hospitales españoles dándote su apoyo, y brindándote la posibilidad de que des una conferencia en su aula magna. Un hombre de noventa y cinco años que quiere saber en cuánto tiempo entraría en vigor una nueva ordenativa de hibernación. Una mujer con tres hijos, todos víctimas del SIC en segundo o tercer orden, que te envía su aliento. Otra mujer con un SIC de primer orden…

—¿Y los hibernados?

—Apenas hay referencias. Todos apoyan la lucha para poner fin a la ley de hibernación, y la mayoría procede de enfermos o asociaciones médicas, científicas, colectivos de enfermos…

—A nadie le importan esos seres humanos —lamentó—. Puede que Pauli tuviese razón. Es descorazonador.

Igne dejó las cartas.

—Sabes que sólo escriben aquéllos que se sienten personalmente involucrados en el tema. No sé de qué te sorprendes, ni comprendo por qué estás tan pesimista.

Juan Carlos Galí apoyó su cabeza entre las manos.

—Puede que esperase algo más, no sé, comenzando por una mayor rapidez en el Tribunal.

—Ha pasado un mes, y disponen de otros dos como mínimo si lo desean. Pueden apurar el plazo y ya sabes que opino que así lo van a hacer. Llegarán al máximo de seis meses antes de contestar.

El hombre señaló el otro montón de envíos.

—¿Algo ahí?

—Sociedades religiosas, espirituales, eutanásicas defendiendo el derecho a morir… ¿Qué esperas? Es lo de cada día. Me gustaría saber qué te preocupa en realidad.

—No lo sé —confesó él—. Ésa es la verdad: no lo sé. Puede que sean esas cartas, la tergiversación del problema, el auténtico sentido que tienen la vida y la muerte, que probablemente no sea el de la mayoría. ¡Sociedades eutanásicas! Lucharon durante años por una muerte digna y ganaron, y ahora se oponen a la hibernación o a que deshibernemos a esos seres. ¿Qué sentido tiene eso? ¡Estamos hablando de vida, de algo que no tiene nada que ver con su derecho a morir! Lo que se debatirá en Estrasburgo es la consumación o no de un ciclo, el fin de una peripecia en el tiempo, mantenida por dos mil ciento cuarenta y siete personas que un día confiaron en nosotros, en nuestro tiempo.

—Esas personas, para la mayoría, son únicamente la puerta del más allá, la llave de la vuelta a la hibernación o su sentencia por espacio de otras décadas más.

—Es aterrador.

—Es algo más que eso: es la gran incógnita.

Juan Carlos Galí cogió de un ángulo de su mesa un informativo escrito. Extendió el suave plástico frente a sus ojos.

—¿Quieres oír lo que dice hoy la prensa? —Comenzó a leer sin esperar una respuesta—. Titulan el artículo «La falsa esperanza» y dice así: «La hibernación se abolió en un momento histórico en el cual nuestro mundo sufría el primer gran cambio de este siglo, un cambio que en muchos aspectos no ha cesado, a tenor de los graves acontecimientos que marcan la guerra de África y el desbordamiento asiático pese al elevado índice de mortandad en aquella Confederación. Europa era, y es todavía, la Confederación con un índice de edad más alto. Éste debería ser, por tanto, un tema cerrado, superado en la historia y en la evolución de la humanidad, aceptado en su día por el mundo que halló en la razón el mayor y mejor de los caminos. Es por ello que la propuesta del doctor Galí es algo más que un sí o no a la deshibernación y recuperación de los hombres y mujeres del Instituto de Hibernación. Es un reto a nuestras conciencias, y también una propuesta difícil, de evaluación ardua, y a través de la cual ahora mismo agradecemos ser tan sólo unos periodistas y no los jueces que deban pronunciarse al respecto. No se debate el sí a la vida o a la muerte. No se debate el rasgo de humanidad que permita devolver a dos mil ciento cuarenta y siete personas la categoría de “seres vivos” que un día perdieron… o estuvieron a punto de perder, lo cual constituye de por sí otro importante tema a considerar. No se debate, o al menos no se debiera de permitir que se debatiese, la hibernación como fondo, que es la gran resultante de la tentativa del doctor Galí: se debate sobre conceder la vida a esas dos mil ciento cuarenta y siete personas, lisa y llanamente, poniendo con ello, sobre nuestras cabezas, la responsabilidad de tal decisión, una decisión que no pedimos, que gratuitamente forzaron aquéllos que un día desearon ser hibernados, y que esta sociedad nuestra deberá adoptar y asimilar. Una responsabilidad para con ellos y para con nosotros».

Dejó de leer y miró a Igne. Su esposa tenía la cabeza caída sobre el pecho y la mirada perdida en alguna parte del espacio que la envolvía. Al producirse el silencio recobró la conciencia.

—Trascendente —opinó.

—Es trascendente, en efecto —dijo él—, pero no en el sentido que le da ese articulista, ni en el que tienen esas cartas —apuntó el montón de la derecha de Igne—. De no ser por el SIC no habría ni la cuarta parte. Es el miedo a la epidemia total, a la plaga de las plagas, lo que hace mover a los escépticos y los miedosos, los que buscan otra clase de trascendencia. La ley dijo no a la incierta puerta de la hibernación, por temor a no dominarla y que ella nos dominase a nosotros, por temor a forzar el cataclismo natural, sin embargo durante cincuenta años cada ser humano ha pensado en ella, al ver morir a un ser querido, al morir ellos mismos. Se han dicho: ¿y por qué no? Y eso es parte de la naturaleza humana, algo que nunca podrá ser detenido ni cambiado: el hombre es curioso. Somos niños constantes, que ante cada puerta sentimos el deseo de abrirla, aun sabiendo que detrás habrá otra, y otra más. No estaríamos aquí si no fuésemos así.

—Los científicos siempre hemos estado muy por delante de nuestro tiempo —sonrió cansada Igne.

—Y para el mundo, la humanidad, es más sencillo —aceptó él—; mucho más sencillo, lo sé.

—Sin embargo, estás logrando un apoyo tácito.

—Apoyan la esperanza, no esa «falsa esperanza» de que hablaba el informativo, sino su pequeña y secreta esperanza, individual, la que dicta la pequeñez humana, y que nadie sabe en qué se basa, porque es tan incierta como el futuro o la dimensión del infinito.

—No es lo que buscas, de acuerdo. Pero es algo, una base.

—Es como darles la razón a los que se oponen a la hibernación, a los Pauli y compañía, o a los jueces que mantienen la prohibición o congelan el tema de los hibernados. Es como decirle que la humanidad, además de no saber de dónde viene ni saber a dónde va, tampoco sabe lo que quiere.

—Deberemos contentarnos con ello.

Juan Carlos Galí miró a su esposa, y lentamente la acompañó en su sonrisa, cansado pero reactivado por ella. La luz de una vaga comprensión se abrió paso en su mente.

—¿De dónde sacas tanta fuerza? —exhaló.

—Me baso en la imperfección para intentar mejorar el entorno. Tú en cambio esperas demasiado, una clase de perfección… No, espera, me he expresado mal, es más bien una clase de orden lógico que si bien existe no es fácil de canalizar y mucho menos dirigir. Yo parto de la desesperanza y tú de la esperanza total. Eres escéptico pero aún crees en algo, en muchas cosas.

—Supongo que por ello has hecho mucho más que yo, hasta ganar el Nobel. Debería saberlo.

—¿Lo dices en serio?

—Eres mucho mejor científico que yo, y no lo digo como un lamento, ya lo sabes: estoy orgulloso de ti.

—¿Debo recordarte quién era cuando nos conocimos hace veinte años?

—Te lo recordaré dentro de otros veinte, cuando te recuerde quién soy yo.

Igne hizo ademán de tirarle por encima un pliego de cartas que cogió bruscamente. Cuando él se cubrió, ella se levantó y rodeando la mesa le abrazó con amor. No solían reír demasiado desde el descubrimiento de la enfermedad de Jan, y el propio eco de sus voces les despertó y les devolvió a la realidad. Permanecieron abrazados, él sentado y ella inclinada envolviéndole con sus brazos, durante un espacio de tiempo indefinido. Más allá de sí mismos la noche cumplía un ritual eterno.

—Ven —le susurró ella al oído.

Y él la obedeció.