20
Paal Struer no formuló palabra alguna.
Se acercó a la cabina de los testigos, donde Christine Popescu esperaba, y la estudió atentamente, hasta conseguir que ella parpadease. Después regresó con igual lentitud a la proximidad de su núcleo modular, al cual acababa de incorporarse de nuevo Magrit Zebler, con un disco de anotaciones, y allí fingió meditar algo.
Hans Dieter Kochel cortó su representación.
—Señor Struer —articuló.
El fiscal no se movió. Hizo su primera pregunta de espaldas a la viuda de George McGohan.
—¿Qué edad tenía usted cuando conoció a su marido, señora Popescu?
—Veintitrés años.
—¿Cómo se definiría usted a esa edad?
Ella consideró la pregunta.
—No le entiendo —acabó diciendo.
Paal Struer giró en redondo. Su voz se elevó un poco más, por encima del tono con que había iniciado el interrogatorio.
—¿Diría usted que era… romántica?
Christine Popescu deslizó una dudosa mirada en dirección a Juan Carlos Galí.
—¿Espera alguna señal del ponente defensor, señora Popescu?
El latigazo verbal de Paal Struer la sobresaltó.
—No —musitó.
—¿No a lo de ser romántica o no a mi última observación?
El médico recavó la atención del Tribunal.
—Protesto, señoría —dijo—. El fiscal está desarrollando una táctica de intimidación de la testigo.
—Se acepta —especificó Hans Dieter Kochel—. Formule de nuevo la pregunta, señor Struer.
El representante de la Administración avanzó por segunda vez hacia la mujer.
—¿Era usted romántica a los veintitrés años, señora Popescu? —profirió remarcando cada palabra y dejando evidentes vacíos entre ellas.
—Lo era entonces y lo soy ahora, si por romanticismo se entiende desear la felicidad.
—¿Soñadora?
—Quien no lo es está muerto.
—¿Soñadora? —repitió Struer.
Ella enderezó la espalda y se acomodó mejor, como si estuviese dispuesta para una batalla, o reaccionase ante algo que comenzaba a irritarla.
—Sí —afirmó.
—¿Sentimental?
—Sí.
—¿Idealista?
—Sí.
—¿Sabía usted que George McGohan era rico antes de casarse con él? —preguntó de pronto, cambiando el tono y el ritmo de sus palabras.
—Por supuesto que…
—¿Y antes de que se enamoraran?
—Una de las condiciones de la hibernación era que los hibernados dejaran el suficiente dinero para su mantenimiento y posterior…
—¿Lo sabía usted?
—Sí, como todo el mundo.
—¿Qué hubiera hecho usted en caso de no haber conocido a George McGohan?
—Supongo que… acabar la carrera de medicina y regresar a Grecia, con mi familia.
—¿Su familia era acomodada?
—No. Pagaron mis estudios con un gran sacrificio por parte de todos. Al menos tuve la suerte de ser hija única.
—¿Qué fue de su familia?
—Tanto mis padres como mis tíos y tías, con sus mujeres e hijos, viven en Wyoming.
—¿Cerca de usted?
—Antes no. Al morir mi marido mis padres sí, se trasladaron a mi casa.
—¿Cuándo viajó su familia a la Confederación Americana?
—Un año después de casarme.
—¿No eran felices en Grecia?
—Queríamos estar juntos.
—¿No era mejor que se moviese una sola persona, a que lo hicieran muchas?
—Eso no es de su incumbencia, señor fiscal.
Paal Struer dejó de caminar en torno a la cabina de los testigos.
—¡Pero lo es para este caso su personalidad, señora de George McGohan! ¡Lo es cuando no sé todavía si calificarla de dulce y tierna soñadora, capaz de amar a un hombre de cincuenta y seis años sólo por el hecho de ser un deshibernado… o por el contrario calificarla de astuta y decidida casamentera, capaz de todo para asegurarse no sólo su vida sino la de todos…!
La voz, fuera de tono, de Paal Struer se confundió con la protesta de Juan Carlos Galí, y los dos, intentando dominarse el uno al otro, crearon un caos que sólo los reiterados golpes de Hans Dieter Kochel en su eco acústico logró detener. El Honorable Juez les abarcó a ambos con una irritada mirada.
—Un nuevo combate verbal, señores, y aplazaré la encuesta para tomar medidas en su contra. —Miró primero al médico y agregó—: Doctor Galí. Basta una simple protesta para que yo decida en su favor o en su contra. —Hizo lo mismo con el fiscal—: Señor Struer. Acosar a los testigos con violencia no forma parte de la ética legislativa. Le ruego modere su incontinencia y reserve sus apreciaciones para el alegato final. Ahora, si uno quiere sentarse y el otro continuar…
Juan Carlos Galí obedeció a un tirón de Elio Azzi. Al sentarse, el abogado aproximó sus labios a su oído.
—¿Está loco? —le recriminó—. Kochel iba a detener a Struer igualmente. Era innecesario incomodarle.
El médico todavía respiraba con fatiga. Paal Struer estaba de nuevo frente a Christine Popescu.
—Dígame, señora. ¿A qué dedicó su tiempo George McGohan entre su curación y su muerte?
—Escribió su experiencia, sus memorias.
—¿No volvió a desarrollar su trabajo como físico nuclear?
—No. Era evidente que llevaba demasiados años de retraso.
—¿Pasaban todo el tiempo juntos?
—Sí.
—¿Todo, las veinticuatro horas del día?
—No, por supuesto.
—¿Abandonó usted la medicina?
—Sí.
—¿Para estar a su lado?
—Sí.
—¿Pensaba que podía morir?
—No.
—¿Nunca se quejó, nunca protestó, nunca le vio llorar?
—No.
—¿Cree usted que alguien, por más que le ame, puede meterse en la piel de otra persona hasta poder asegurar cómo pensaba, qué sentía o cómo era, y en tan sólo siete años de vida en común?
—Protesto, señoría —interpeló Juan Carlos Galí.
—Se acepta la protesta del ponente defensor—decidió Hans Dieter Kochel tras una leve meditación—. ¿Desea el señor fiscal variar la forma de su pregunta?
—No, señoría —dijo Struer como si estuviese a punto de anunciar una verdad incuestionable—. Me temo que he hecho una pregunta que se contesta por sí misma.
—A este Tribunal le interesa saber el alcance de su reflexión —dijo el Honorable Juez.
Juan Carlos Galí hizo intención de ponerse en pie. Elio Azzi le detuvo en seco.
—Está en su derecho —le susurró—. No puede ejercer ninguna protesta.
Paal Struer se acercó al estrado donde se sentaban los siete magistrados.
—Mi reflexión, señorías —manifestó—, es muy simple: el ponente defensor ha presentado testimonios como el del profesor Bawdsey, la señora McGohan… perdón, la señora Popescu, y todos han dicho maravillas de los hibernados. No es que este ministerio fiscal dude de tan importantes personas, por supuesto, pero sí creo que su entusiasmo tiene poco que ver con la realidad. Ellos hablan de seres que ya no existen, defienden sus deseos posiblemente por encima de sus realidades o de la realidad de lo sucedido entre los deshibernados de Los Ángeles. Lamentablemente… ellos no están aquí, y esta encuesta pública se ve así privada de lo que podría ser una declaración directa, un testimonio pleno y válido. Siendo de esta forma, y sin ánimo de menospreciar la labor de mi colega, como tampoco está en mi ánimo hacer de esta reflexión que su señoría me ha solicitado un intento de alegato, temo que éste y cuantos testigos afines presente la ponencia, serán tan inútiles como estériles, prolongando así una vista que de otra forma podría quedar dispuesta para sentencia mucho antes.
Hans Dieter Kochel pasó su mirada de Struer a Juan Carlos Galí.
—¿Doctor Galí? —invitó.
El médico también se puso en pie.
—Podría decir en este punto, señoría —arguyó—, que las razones de la defensa son lo bastante claras como para continuar y que el fiscal no es quién para ejercer ningún tipo de razonamiento en torno a ellas. Sin embargo, pienso que esto, ahora, ha pasado a un segundo plano de importancia, en virtud a algo que el señor Struer acaba de citar. Algo que podrá ser despejado con mi próximo y último testigo.
Elio Azzi le ofreció el desconcierto de su expresión. Entre el público y la prensa, la tensión por los últimos enfrentamientos dio paso a un revuelo de expectación.
El Honorable Juez, presidente del Tribunal, se dirigió a Paal Struer.
—¿Ha terminado usted con la testigo, la señora Popescu, o desea continuar su interrogatorio? —quiso saber.
El fiscal hizo un esfuerzo por apartar su vista del núcleo modular de la defensa. Una mezcla de incertidumbre y duda dominó sus facciones.
—He terminado, señoría —profirió inseguro.
—Puede usted retirarse, señora Popescu —dijo Kochel.
Su marcha fue tan serena como antes lo había sido su entrada. Envió una sonrisa de ánimo a Juan Carlos Galí, y proyectó su barbilla, furiosa, hacia delante, al pasar frente a Struer y Magrit Zebler. Cuando la puerta correspondiente a la sala de los testigos se cerró, el Honorable Juez habló de nuevo.
—Su siguiente testigo, doctor Galí.
Mientras se ponía en pie una vez más, depositó una mano sobre el hombro de Elio Azzi, y la ligera presión que sus dedos ejercieron fue todo un símbolo, una muda comunicación que encerraba la trascendencia del misterio final.
Mirando directamente a los ojos de Hans Dieter Kochel, solicitó:
—Llamo a declarar a Róminos Keitel.