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El anuncio de conferencia interfederacional zumbó en el pequeño botón transmisor sujeto junto a su placa de identificación visual, en la parte izquierda de su pecho. Disponía por tanto de un minuto para llegar a la pantalla videofónica de comunicación más próxima, teclear su clave y abrir un canal de recepción para la llamada. Hubiera deseado no contestar, y seguir con su trabajo, pero instintivamente esperaba aquella comunicación. Sabía de quién procedía.

Dejó el conejo sobre la mesa, inconsciente, y la jeringuilla en el estante de la derecha. Luego desconectó los medidores y consultó las constantes vitales del animal. Todas eran correctas salvo las que emitía su cerebro, claramente situadas al mínimo a través de una larga y sinusoidal línea sin apertura de arco. Cuando salió de su laboratorio cerró la puerta y menos de diez pasos le hicieron entrar en su despacho. Se sentó frente a la pantalla de videocomunicación, marcó el número que tenía asignado y el canal quedó abierto automáticamente. Una voz impersonal, puesto que procedía de una máquina, le preguntó:

—Conferencia a su cargo desde la Confederación Americana. ¿Acepta? Llama Zoiwe Galí Holmudden, número de identificación Ch-67. 235-53(Zu).

Sonrió recordando sus propios tiempos de estudiante. Todo ahorro era providencial, y a los diecisiete años… ¿para qué gastar pudiendo cargarlo a la cuenta familiar?

—Acepto el cargo —dijo.

—Marque clave AJ-2 y proceda a la apertura de canal de reversión.

Tecleó la clave, cambió el sentido de la llamada, y al momento la pantalla se iluminó con el rostro hermosamente sensitivo de Zoiwe, casi una doble de Igne en joven, con un abundante cabello de color rubio perfectamente modulado según alguna moda. No llevaba el uniforme universitario, sino una cómoda túnica de color verde, a tono con sus ojos.

—Hola, hija —saludó.

La muchacha no pareció muy feliz.

—¡Oh! ¿Eres tú, papá? Estoy muy bien. ¿Y mamá?

—Tenía una reunión en Ginebra, y yo he preferido quedarme aquí, en casa, trabajando en el laboratorio. ¿Sólo querías hablar con ella?

Zoiwe bajó los ojos.

—No, en realidad…

—¿Has oído las noticias? —la ayudó él al verla vacilar—. ¿Es eso?

La muchacha plegó los labios, tan molesta como inquieta. Juan Carlos Galí pensó que en este sentido continuaba igual: le costaba expresar sus sentimientos, al menos en primera instancia. Cuando conseguía atravesar la barrera de sus inseguridades, era distinto.

—Anoche fuiste cabecera en todos los informativos de América —reconoció ella.

—¿Y?

—No lo sé, papá, aún no lo sé —suspiró volviendo a situar los ojos en la horizontal de la pantalla—. Mis compañeros y yo estuvimos hasta las tres de la madrugada discutiendo el tema y yo me sentía…

—Sigues sin tomar partido —aventuró.

—A todos nos gustaría vivir eternamente, dormir un siglo cuando ya es inútil luchar y despertar al siguiente, para ver las nuevas maravillas de la humanidad, y sin embargo… sabemos que la eternidad es imposible.

—La hibernación no es un pasaporte para la eternidad, sólo un camino de supervivencia, el más extraordinario conocido por el ser humano.

—Anoche… ¿sabes? —movió la cabeza intentando expresar cuanto sentía en unas pocas palabras. No conseguirlo la enfureció—… Mientras unos te apoyaban, otros atacaban tu obstinación, y cada vez que me preguntaban no sabía qué… hacer, ni qué decir. Deseaba estar de tu parte, y defenderte como hija, pero cuando lo intentaba algo en mi interior se rebelaba, y simplemente… no podía. Papá, yo… —Pareció a punto de llorar—… Lo siento.

—Nunca he tratado de convencer a nadie salvo por medio de la razón, y siempre he apoyado tu obstinación y tu independencia. Prefiero que sigas siendo así.

—Pero es que no estoy segura de…

—Zoiwe —la interrumpió el hombre— has llamado para decirlo. Es suficiente.

La muchacha apretó las mandíbulas.

—He llamado porque estoy furiosa, me siento estúpida y tengo miedo.

—¿De qué?

—De no saber estar a la altura de las circunstancias, y de fallaros, a mamá y a ti.

—¿Por qué?

—¡Vas a estar en boca de medio mundo durante las próximas semanas, y muy especialmente cuando se inicie la vista en Estrasburgo! —gritó—. Todo lo que tenga relación contigo se convertirá en noticia, ¡y yo soy tu hija! Esta mañana han comenzado ya a llamarme para entrevistarme, pedirme declaraciones. ¡Esto va a convertirse en una pesadilla, y temo que no vaya a ser breve! Pero lo esencial es que si yo, tu propia hija, no está de acuerdo con la anulación de la ley de prohibición… le sacarán toda la punta, te acosarán con ello.

—Diles lo que piensas, honestamente. Lo prefiero.

—¡No es tan fácil!

—Razonémoslo —la invitó él.

—¡Oh, papá! —protestó Zoiwe—. No estamos en casa, hablando cómodamente. Esto es una conferencia, a cinco mil eyus el minuto.

Juan Carlos Galí intentó no traicionarse. En lo material, su hija era el vivo ejemplo de su abuela, aunque ella viviese tiempos más difíciles y tuviese una razón para preservar la economía.

—Crees que Europa es un continente viejo, ¿me equivoco? La Confederación Americana, esencialmente la del Norte, es mucho más joven, mientras que Asia y África se han convertido en el gran peligro, por su superpoblación y por la guerra.

—¡Es que es así, papá! El descenso de natalidad de fines del siglo pasado y comienzos de éste, y la prolongación de la vida… son la causa del problema, ¡y es un problema!

El que bajó ahora la mirada fue él. Estaba seguro de no temerle a nada en la vida, pero Zoiwe y Jan eran distintos, y muy importantes. Deseaba su aprobación, su cariño.

Por su culpa, Zoiwe se sentía distinta, y eso era algo muy grave en la infancia o la adolescencia de un ser humano.

—Quizás sea un quimérico —reconoció—. Puede que no se trate sólo de esos dos mil ciento cuarenta y siete humanos hibernados, sino de una ansiedad mayor, la esperanza de hacer de la medicina la clave de la auténtica revolución universal. El pequeño sueño que cada uno de nosotros tiene dentro de sí.

Se enfrentó de nuevo a ella, al fuego de sus ojos.

—¿Crees que ganarás, papá?

—No lo sé —reconoció—, aunque voy a intentarlo con todas mis fuerzas.

Zoiwe sonrió ahora.

—Al menos de esto sí estoy segura —dijo.

La vio vacilar. Una primera tensión había cedido pero una segunda, más latente, más profunda, continuaba sumergiéndoles en un juego de recelos y huidas, una espiral que nacía al otro lado de la pantalla, pero que era tangible. La conocía y supo de qué se trataba.

También sabía que era capaz de cortar la comunicación sin abordar el tema principal, aquél por el que Zoiwe había llamado, únicamente porque esperaba que lo hiciese él.

—¿No vas a preguntarlo? —pronunció con suavidad.

Ella fingió despertar de un letargo.

—¿Qué?

—No has llamado únicamente para hablar del caso de los hibernados, salvo que en la Confederación Americana la rueda de prensa hubiese sido cortada o…

Se desmoronó, y fue tan evidente que odió la distancia y la frialdad de las comunicaciones. Hubiera dado diez años de su vida o más por estar en aquel momento junto a ella, abrazarla, sentirla, y poder decirle la verdad unidos por ese contacto físico. Zoiwe amaba la vida, ¿y quién no? Pero ella tenía diecisiete años. Le aterraba la muerte y, en parte, ésa era su propia razón en el tema de la hibernación, el ser único e individual o el ser colectivo. A los cinco años, cuando murió su perro, Can, sufrió un shock del que no se recuperó en varios meses. Aún ahora, al ver un perro, le recordaba y era capaz de llorar con facilidad. Por esta razón la pregunta se resistía a saltar, a descolgarse de su mente.

Le temía a la respuesta.

—Siempre te enseñé a afrontar la realidad, Zoiwe —dijo él.

Ella subió y bajó la nuez de su cuello.

—Entonces… ¿es verdad? —tembló.

Juan Carlos Galí forzó un dominio que estaba lejos de sentir.

—Sí.

—¿Grave?

—Momentáneamente es de segundo orden. Eso nos proporciona alguna esperanza, pero el proceso degenerativo no ha cesado y actualmente estamos concentrando todos nuestros esfuerzos en detenerlo antes de que pase a tercer orden. Si lo hiciese…

No continuó. No era necesario. El cuarto orden representaba la antesala de la muerte, y en algunos casos la misma muerte fulminante, tras un quinto orden en el escalafón tan súbito como inmediato.

Zoiwe estaba llorando.

Sola, al otro lado del mundo.

—Papá —musitó—, únicamente una de cada diez personas se salva del Síndrome de Inmunodeficiencia Cerebral. ¿Crees que Jan…?

Apenas nadie lo llamaba por su definición médica. Todos preferían el formulismo elemental, las siglas, como si ellas escondiesen un menor horror. Zoiwe siempre fue distinta, hasta para esto.

—Estamos haciendo lo que podemos, puedes estar segura.

Detuvo las lágrimas pasándose una mano por los ojos. Juan Carlos Galí comprendió que lo único que deseaba a partir de ese momento, era huir, salir de la línea de comunicación, refugiarse en su habitación del campus o unirse a los amigos, con los que olvidar.

—Papá, ¿me llamaréis si hay algún cambio, novedad… bueno o malo?

—Siento que te hayas enterado así, Zoiwe —lamentó él—. No sé cómo lo averiguó ese maldito periodista. Esperábamos detener la progresión en esta fase, o decírtelo si finalmente pasaba al tercer orden. Daría lo que fuese para que no…

—¿Queréis que venga?

—No, no es necesario, tanto por ti y tus estudios como por parte de tu hermano. Sospecharía algo, y creería que está peor de lo que…

—¿Lo sabe?

Juan Carlos Galí asintió con la cabeza.

Zoiwe apretó otra vez las mandíbulas, y sus manos, unidas a la altura del pecho, se blanquearon a causa del esfuerzo mediante el cual se reprimían. El hombre la contempló con densidad, por última vez.

—Debo irme, papá —dijo ella, confirmando sus pensamientos.

—Cuídate. Le diré a mamá que has llamado, y a Jan.

Todavía vio caer dos lágrimas, imparables, antes de que ella misma cerrara el circuito. Fue un «flash» rápido, que se hundió en su mente hasta producirle el peor de los daños: la impotencia. Luego, un bip-bip le indicó que debía cerrar también la conexión desde su mesa de comunicaciones. Lo hizo para sentir el silencio.

La pantalla reflejaba ahora su propio rostro, suspendido en el cristal.

El rostro de un hombre asustado.