17

El rostro de Igne fue un sedante para él.

—¿Cómo está Jan?

Ya no era una pregunta, sino un ritual. También lo era la respuesta, aunque ella se la envolvió en una sonrisa de ánimo y calor.

—Bien —dijo—. Ha tenido un día tranquilo.

—¿Sigue en cama?

—Sí. El dolor de cabeza… Ahora está dormido.

Juan Carlos Galí no ocultó su desencanto, ni su furia.

—Kochel debe de tener prisa —razonó—. Ha apurado el horario completo de la sesión, sin una sola pausa, frío e impertérrito. No he podido llamar antes. Lo siento.

—Jan te ha visto en los boletines informativos. No ha perdido detalle. Está orgulloso de ti.

—¿Por qué ha tenido que coincidir este juicio, tan esperado, con estos días tan críticos?

—Por favor, Juan Carlos… —la voz de Igne era suplicante—, no te atormentes más. Las cosas ya no pueden cambiarse.

—¿Y hemos de conformamos por ello?

—La imperfección de la perfección, y la perfección de la imperfección, ¿recuerdas? Ahora mismo, Jan está viviendo a través de ti en la batalla de Estrasburgo, como la llama él. Creo que ni siquiera piensa en su problema.

—Es extraordinario: llevo tres días aquí y ya me parece una eternidad. Sería capaz de odiar esto de no ser porque…

—De no ser porque es toda tu vida —advirtió ella.

El hombre bajó la cabeza.

—No sé si estoy más violento que deprimido —reconoció.

—Y es absurdo que lo estés —dijo Igne—. Tú estás ahí y yo aquí, y podremos con ello, como otras veces.

No parecía fuerte, todo lo contrario; cuando se enamoró de ella lo hizo impulsado por un primer deseo de protegerla, un atisbo de superioridad masculina frente a una mujer que semejaba estar hecha de cristal. Y luego, la revelación. Se lo había dicho semanas atrás: ¿de dónde sacaba su fortaleza? Porque Igne era la más fuerte de los dos, la resistencia, el temple. Estaba renunciando a casi todo por ser madre, y más aún, por ejercer su papel, justo cuando la tormenta dominaba el barco, y cuando Jan se iba escapando lentamente. Lo acababa de decir: él aquí y ella allí, separados, enfrentados a dos guerras distintas pero unidos por algo más que un vínculo amoroso. Y aún decía que lo conseguirían.

Fracasaba como padre. Si también fracasaba como representante de la causa por la que había luchado tantos años…

—¿Ha llamado Zoiwe? —quiso saber.

—No.

—¿De verdad que ayer daba la impresión de estar animada?

—Sí, por supuesto que sí. Conozco todas y cada una de sus reacciones. Juan Carlos… —Igne tenía el ceño fruncido—. ¿Qué ha pasado hoy en el Tribunal? ¿Qué te sucede?

Era una buena pregunta.

—No lo sé —confesó.

—¿Algo va mal?

—No, o al menos es lo que opina Azzi. De momento es un tanteo, unas tablas. No hacemos más que decir lo que ya se sabe, repetirlo delante de los jueces, buscar el modo de que parezca muy importante para cada cual. Me parece… como una gran pantomima en la que ya está todo expuesto con anterioridad, y con la que gastamos el último cartucho, aunque los jueces tengan ya un veredicto formulado de antemano.

—Entonces…

Igne no terminó la frase. Sus ojos se encontraron sobre el cristal de la pantalla videofónica.

—No voy a tener más remedio que arriesgarme —confesó él.

—¿Lo ves inevitable?

—Sí.

—¿Se lo has contado a Elio?

—No, ni pienso hacerlo. Ése es mi compromiso.

—¿Cuándo…?

—Todavía no lo sé, pero él está allí, en la antesala de los testigos, y dispuesto a contarlo todo.

—Puede ser el fin —tembló ella.

—Sólo sería mi fin —sonrió él por primera vez, aunque sin alegría—, ya te lo dije. La causa sigue siendo más importante que los encausados.

Dejaron pasar unos segundos, los dos, de común acuerdo, y compartieron el silencio igual que si fuese una conversación llena de paz y susurros. Juan Carlos Galí puso las yemas de sus dedos en la pantalla, allá donde quedaba el rostro de su esposa. Ella hizo lo mismo al otro lado.

—Te echo tanto de menos —dijo él.

—Nunca te gustó Estrasburgo, ¿recuerdas?

—Porque no es una ciudad, sino una especie de centro comercial. Nadie parece vivir aquí. Todos vienen y van, hablan y discuten, en comisiones, subcomisiones, comités, subcomités… Rutina, servicios, edificios vacíos, sin sentimientos, llenos de despachos…

—Es la capital de la Confederación Europea.

—Un corazón insensible, incapaz de latir por sí mismo.

Igne manipuló algo, a su derecha.

—Le dejarás un mensaje a Jan, ¿verdad? Ya tengo el grabador holográfico a punto.

—Espera —pidió él—. Quiero seguir charlando contigo.

—Yo también. Me gustaría estar ahí, contigo, ayudándote. ¿Tienes ya una idea de cuánto puede durar la encuesta?

—Tanto Struer como yo podemos presentar mil testimonios, favorables a cada posición, y hacer esto eterno. No nos conviene a ninguno de los dos, ni creo que Kochel lo consintiera. Por mi parte tengo media docena de testigos que considero esenciales… antes de mi gran sorpresa. Luego no sé lo que hará mi rival. Quizá no presente a nadie, para impedir que yo busque la forma de rebatir sus tesis. Eso no lo sabremos hasta que termine mi tumo y comience el suyo. Después de la sesión de hoy, y de la forma en que Kochel la ha apurado, estoy seguro de que no nos llevará más de una semana, posiblemente menos, caso de que Struer concrete al máximo.

—Puede que sea mejor así —aprobó Igne—. Tú tenías miedo de que esto se eternizara.

—Ahora tengo miedo de que termine, y se esfumen mis esperanzas, aunque por otra parte desearía que mañana mismo se emitiese el veredicto para estar en casa, contigo y con Jan. Nos queda tan poco tiempo para acompañarle que…

—Por favor, Juan Carlos —suplicó ella.

Estaba con él, podía verle, tocarle y sentirle, pero también participar más directamente de su dolor, de su lenta agonía, con cada colapso cerebral y el constante miedo de que con uno se adentrara ya en el cuarto orden, el coma absoluto, la antesala de la muerte en el quinto orden. No, no tenía derecho a lamentarse, ni a ser cruel a través de su pena. De día, en la encuesta, podía olvidarse parcialmente de todo, vivir otra lucha. Igne no. Igne estaba con Jan.

Buscó la forma de cambiar de tema.

—¿Qué han dicho los informativos? —preguntó.

Ella se recuperó.

—Todos se han limitado a relatar lo sucedido en la vista. Han puesto imágenes tuyas, de Struer y de los sietes jueces, al entrar en la Sala de los Espejos, y luego otra serie de imágenes retrospectivas, mientras se emitían juicios de opinión… aunque no han sido muchos. Parece como si ahora que el veredicto es inminente, ya nadie quisiera mojarse demasiado. Todos tienen miedo de equivocarse. Ni siquiera sé si es bueno o es malo. ¿Y tú?

—Quiere decir que hay un cincuenta por ciento de probabilidad para cada uno —razonó él—. Legalmente no hay ningún impedimento que retrase la deshibernación, pero siendo la hibernación el gran tema tabú de nuestro siglo…

—¿Sigues temiendo la solución intermedia, otro «aplazamiento» del tema por espacio de cinco, diez, veinte años?

—Sí.

—Los medios de información han dado mayor importancia a la segunda propuesta que a la primera. Los dos mil ciento cuarenta y siete hibernados son como el plato de acompañamiento. Se comenta tu osadía, algunos lo llaman desfachatez, por servirte de una vía legal para derribar la legalidad vigente.

—Al diablo con ellos. ¿Quién dijo aquello de que «la historia me juzgue»?

—¿A quién vas a hacer subir a la cabina de los testigos mañana?

—A Carlsson, Benimann, Portu… A Zambrano Pujol, a Deleure si me da tiempo. Prácticamente mi batería de apoyo a lo que hoy ha dicho Bawdsey. Me guardaré a Christine Popescu para el final y luego…

—El apocalipsis —dijo Igne.

—El apocalipsis —repitió Juan Carlos Galí.

Mantuvieron el tono de su mirada, y sus manos se movieron hacia el centro de la pantalla, hasta coincidir la una sobre la otra. Luego la mujer esbozó una suave sonrisa.

—Será mejor que grabes tu mensaje —indicó—. Iba a ver a Jan cuando me has llamado. Volveré antes de que termines, ¿de acuerdo?

—Sí, claro. Conecta el grabador.

—Cuenta hasta cinco y comienza.

Igne desapareció de la pantalla, y ésta se tomó de color azul. Forzó una amplia sonrisa para entrar en imagen con ella, y mentalmente pronunció la cuenta del uno al cinco. Al rebasar el último acentuó todavía más su sonrisa y comenzó a decir:

—¡Hola Jan! ¿Cómo va todo? Siento haber llamado cuando estabas dormido pero ya habrás visto que…

Completamente solo, en su habitación del hotel, se sintió tan lejos de su casa como de la Luna, aunque a una pudiese verla asomándose a la ventana y a la otra por medio del videófono.

Era otra clase de soledad.