30

La mirada de Paal Struer constituyó la revelación inicial, a modo de prueba de que, después de todo, algo estaba sucediendo y algo iba a suceder. Fue una mirada penetrante y fría, pero al mismo tiempo llena de admiración y respeto, resentimiento y furia, ira y ansiedad, fuerzas coexistentes en un punto situado detrás de los ojos, firme en la capacidad de raciocinio del fiscal. Magrit Zebler ya ocupaba su asiento, con trazas de no haber dormido en toda la noche.

En este sentido, Juan Carlos Galí no se sentía mejor.

—Le esperaba anoche, para comentar algunos aspectos de lo que hoy pueda… —comenzó a decir Elio Azzi, y al ver el aspecto del médico acabó preguntándole—: ¿Dónde estuvo? ¿Se encuentra bien?

—Sucedieron cosas que…

No continuó. Era inútil hablar de ello, ni siquiera con Azzi. Había hecho cuanto estaba en su mano. La siguiente jugada no le correspondía a él.

—¿Algo privado, de su casa? —insistió el abogado.

—Sí, de mi casa —aceptó.

Paal Struer se sentó en su núcleo modular. No dijo nada. No respondió siquiera a algo que Magrit Zebler le comentó al oído. Se limitó a colocar su barbilla sobre ambos puños, cerrados, y a esperar, con la vista sumergida en la tarima donde la mesa y los siete módulos del Tribunal esperaban a sus ocupantes.

Juan Carlos Galí observó el reloj por enésima vez. Faltaban unos segundos para las diez de la mañana. Luego centró su atención en la puerta de la sala de jueces.

Saber si Paul Bouviere aparecería o no por ella, era la clave.

Una larga noche meditando, los pros y los contras, para llegar una y otra vez a un callejón sin salida. No tenía nada contra Bouviere, salvo el escándalo, que siempre podía ser interpretado como un arma de doble filo por parte de los candidatos de la hibernación y por parte de los que la repudiaban como método de supervivencia. No tenía nada y sin embargo intuía algo, un componente oculto que le hería todavía más. Cada vez que pensaba en la actitud del juez francés la noche anterior, se desconcertaba, intentando memorizar cada palabra, cada inflexión. Habían hablado de suicidio político, de suicidio físico, de todo menos de la posibilidad de que Janos Pauli quedase atrapado en las redes de su propio poder. ¿Y si Paul Bouviere era miembro del Club de los Cien? ¿Un absurdo? Nada lo era ya. Francia representaba mucho, como uno de los cinco países clave de la Confederación Europea y uno de los doce que en la actualidad regían el mundo. Si el juez formaba parte de un plan, nadie iba a permitir que él lo echase por la borda. Nadie, salvo que…

El reloj había rebasado las diez de la mañana. Por primera vez la puntualidad quedaba relegada a un segundo término. Paal Struer hundió su cara entre las manos, de forma que Juan Carlos Galí pudo percibir la densidad de su amargura, el soterrado desánimo que le envolvía, lo mismo que una sombra furtiva. Su incomodidad creció en forma paralela. Toda una noche era mucho tiempo, el suficiente para que Bouviere, Pauli quizás el mismo Struer, tomaran medidas protectoras. Pensó en Igne, sola con Jan en su casa de Zurich, y en Zoiwe, también sola, en algún lugar remoto del otro lado del Océano Atlántico. Soledades compartidas.

Islas a la deriva en mitad de la tormenta.

Las diez y un minuto.

La puerta se abrió en el mismo momento en que los dígitos del reloj marcaban el primer segundo del nuevo minuto. Ni siquiera escuchó la voz del Ordenador. Fue lo mismo que si se adentrara en un vacío absoluto a través del cual todo se movía en cámara lenta. Hans Dieter Kochel… Anni Kinnarp… Marie Vollegele… Marco Indona… Johan Baak… Patrick Ixworth…

Paul Bouviere era el último.

Estaba allí.

Miró a Paal Struer, y vio que el fiscal miraba también al francés, aunque en sus ojos no existía la menor sombra de sospecha, sorpresa o recelo. Mantenía el mismo tono, la misma sensación de derrota. Eso lo hacía todo aún más complicado.

—¿Qué está pasando aquí? —murmuró en voz alta.

Elio Azzi no le oyó. Todos estaban ya de pie para oír el himno. Juan Carlos Galí esperó que Bouviere mirara en su dirección, pero el juez, ausente y totalmente sereno en sus acciones y su comportamiento, tenía sus ojos fijos en el infinito de la música, con la mano derecha puesta sobre el corazón, como la mayoría de los presentes. Al concluir el himno se sentaron y sólo entonces, por una breve fracción de segundo, el hombre del Tribunal y el ponente defensor, se encontraron visualmente.

Ninguna emoción en Bouviere.

Ansiedad en él.

Ninguna respuesta.

—Elio, hay algo que quizá debiera de saber —susurró el médico.

Hans Dieter Kochel estaba hablando, interpelando al fiscal de la encuesta.

—¿Qué es? —se interesó el abogado acercándose.

—Anoche…

Paal Struer se hallaba de pie. De pronto dejó de hablar, al sentir una vez más el peso de su mirada en él. Azzi trató de apremiarle.

—Siga —dijo— Struer va a comenzar.

—Espere —pidió. Y repitió más débilmente—: Espere.

El fiscal se adelantó hasta mitad de la audiencia, un punto equidistante entre su puesto y el Tribunal. Navegando en su silencio de olas quietas, su voz fue un latigazo.

Especialmente porque no siguió el ritual.

—Señoría, señorías —anunció—, por la potestad que me ha sido conferida, y haciendo uso de mis atribuciones en tal sentido, solicito del Tribunal un aplazamiento de medio día en virtud a nuevas pruebas que han llegado a mis manos y deben de ser debidamente consideradas y valoradas.

Hans Dieter Kochel no pareció sorprenderse.

Elio Azzi sí.

—¡Proteste! —cuchicheó al oído de Juan Carlos Galí—. ¡Él tiene derecho a solicitar un aplazamiento, lo mismo que usted, es legal, pero usted puede oponerse, argumentar sus propias razones o exigir…!

—El ponente defensor tiene la palabra —indicó el Honorable Juez.

El murmullo procedente de Azzi se apagó.

—No hay ninguna objeción, señoría —dijo Juan Carlos Galí.

Kochel volvió a dirigirse a Struer.

—El Tribunal accede a la petición de aplazamiento del señor fiscal —golpeó su eco acústico y sentenció—: ¡Se suspende la vista hasta las cuatro de la tarde!

Los siete jueces iniciaron el camino de regreso a su sala. Paal Struer se dejó caer en su módulo. Era como si lo que acababa de decir le hubiese producido un mayor agotamiento que todas las sesiones previas en su conjunto. Fue a través de él que Juan Carlos Galí se reafirmó en su creencia.

Ya no podía controlar los acontecimientos.

Dependía de ellos, igual que todos, aunque hubiese sido su pequeña bola de nieve en la vertiente de la montaña la que provocase esos acontecimientos.

—¿Por qué ha hecho eso? —le preguntó un Elio Azzi exhausto—. ¿Por qué ha dejado…?

—Algo va a suceder, y quiero saber qué es.

—¿Cómo…?

El médico se levantó. En la Sala de los Espejos únicamente quedaban ellos y Paal Struer, que permanecía inmóvil.

—Por favor, Elio —dijo—, necesito estar solo si no le importa. Espero poder contarle lo que sucede cuando…

Iba a decir «cuando todo esto haya terminado», pero no estaba seguro de que fuese a terminar nunca. Ahora ya no. El abogado se quedó momentáneamente serio, hasta que consiguió exhibir una sonrisa de comprensión y ánimo.

—Confío en que sepa lo que se hace —manifestó.

Le vio alejarse y vaciló entre seguirle, en dirección a la puerta que comunicaba con las dependencias del Palacio de Justicia, o quedarse en su sitio, compartiendo el vacío impresionante y el silencio de la Sala de los Espejos con el fiscal. Igne le dijo que tarde o temprano, antes o después, tendría que hablar con él.

Y quizá fuese así.

Pero decidió que no ahora.

Recogió sus anotaciones, sus disquetes de información, sus cintas y su equipo, con deliberada lentitud, por si de todas formas se producía un contacto por parte de Struer, y acabó siguiendo los pasos perdidos de Azzi dejando tras de sí la misma inmovilidad en su rival. Fue al cerrar la puerta, en la antesala de la sección de abogados, con pequeños despachos para reuniones improvisadas emplazados a ambos lados, sin saber qué hacer exactamente o a dónde ir, cuando un hombre con el uniforme del personal interno del Palacio de Justicia se le acercó.

—¿Doctor Galí?

—¿Sí?

—Tiene una llamada, doctor —informó el hombre con solícita amabilidad—. Puede usted recibirla aquí mismo.

Señaló una pequeña cabina de comunicación individual.

—¿Sabe de dónde?

—Zurich, señor.

No lo esperaba, ni le gustaba. Se suponía que estaba en plena sesión. Entró en la cabina y lo último que escuchó del hombre fue:

—La clave es IPJ-97, doctor Galí, naturalmente después de pulsar el botón de apertura y el de enlace con la central del Palacio.

Pulsó ambos dígitos y tecleó la clave, nervioso, antes de dejar todo lo que llevaba a un lado y sentarse delante de la pantalla del visor videofónico. Los segundos de intervalo, para estabilizar las conexiones, fueron un infierno de dudas, hasta que la pantalla se iluminó en azul, luego en verde, y finalmente el rostro de Igne apareció nítidamente en ella.

Verla sonreír, igual que un amanecer después de la tormenta, le serenó.

—Igne —dijo—, ¿qué…?

—Hemos oído por el boletín informativo lo del aplazamiento de la sesión de hoy y ha decidido no esperar hasta la noche para llamarte. ¿Estabas ocupado?

Pensó en Jan, en coma.

—¿Hemos? —preguntó—. ¿Quién ha decidido…?

—Tengo aquí alguien que quiere hablarte, cariño.

Fue inmediato, apenas un cambio de plano. Igne desapareció de la visual del sistema y en él entró Zoiwe.

Su hija.

Tardó en reaccionar, por efecto de la sorpresa. Y no lo hizo definitivamente hasta que la muchacha pronunció la primera palabra.

—Hola, papá.

—Zoiwe —musitó.

Ella bajó los ojos, como si tuviese vergüenza de algo. Volvió a subirlos a medida que su sonrisa inundaba su rostro.

—He llegado hace unos minutos —dijo—, en el transoceánico de la mañana.

—Nos dijeron que estabas en algún lugar perdido. ¿Por qué has vuelto a casa?

—Quería…

Vaciló, incómoda, o inquieta consigo misma. La voz de Igne, fuera de campo, dijo:

—Dile lo mismo que me has dicho a mí, ¡vamos! Es tu padre y el que necesita oírlo.

Zoiwe ladeó la cabeza, para apartarla. Cuando volvió a centrarse en la pantalla ya no sonreía. Su expresión era dulce, indefiniblemente triste pero dulce.

—¿Cómo va todo, papá? —preguntó.

—Por favor, Zoiwe, ¿y a ti? ¿Dónde estabas estos días pasados?

—Tenía que pensar —concedió ella—. Necesitaba darme cuenta de algunas cosas, como quién soy, cuál era mi sitio.

—A veces un poco de soledad es buena —dijo Juan Carlos Galí—. ¿Tienes ya las respuestas que buscabas?

Zoiwe sostuvo su mirada unos segundos.

—Estoy aquí, contigo y con mamá —refirió a modo de reconocimiento tácito.

—¿Por qué no me cuentas qué pasó? —pidió él—. Bueno, si es que quieres hablar de ello ahora.

—No hay mucho que contar —manifestó intentando ser indiferente, fuerte, sin conseguirlo en realidad—. Todos me hacían preguntas, mis compañeros, y los periodistas me acosaban día y noche. Yo… en fin, ya lo sabes, me sentía furiosa, contigo, con mamá, conmigo misma. Y luego estaba lo de Jan, así que…

—Era un lío, ¿verdad?

—Lo era.

—¿Ya no lo es?

Zoiwe negó con la cabeza.

—Anoche convoqué una rueda de prensa para las seis de esta mañana en el aeropuerto transoceánico de Nueva York, poco antes de tomar el vuelo. Para lo que necesitaba decir, bastaban cinco minutos. He dicho que estaba totalmente de acuerdo contigo y con mamá, con la lucha del comité para la deshibernación y en favor de la anulación de la ley de prohibición. No podía hablar en nombre de millones de jóvenes pero sí he manifestado que se trataba de nuestro futuro y del progreso de la humanidad, y que por tanto no podíamos mantenernos al margen.

Juan Carlos Galí intentó penetrar en sus ojos.

—Zoiwe —expresó—, no quiero saber lo que has dicho, aunque te lo agradezco. Lo que quiero y necesito saber es lo que sientes.

La muchacha se inundó de una extraña luz.

—Pude haber hecho estas declaraciones sin necesidad de volver, ¿no crees, papá? Si estoy aquí es por…

Igne retornó al campo visual de la pantalla, por detrás de su hija. La rodeó con los brazos y ocultó su rostro en la nuca de ella. El hombre supo que estaba llorando, en silencio.

Zoiwe cerró los ojos.

Alguien golpeó la puerta de la cabina. El médico se sobresaltó por la interrupción. Giró la cabeza, molesto, y vio a Elio Azzi. Le hizo señas indicándole que no podía salir, ni quería hacerlo. El abogado le apremió, con gestos nerviosos. Juan Carlos Galí dijo que no con la cabeza, señalando la pantalla.

—Papá —susurró de pronto Zoiwe.

—Sé que habrá sido difícil, hija —suspiró él—. Por ello te agradezco mucho más el esfuerzo que has hecho.

—Papá —repitió la muchacha—. No fuiste tú, ni mamá… incluso dudo de que fuese la causa, lo que ahora puedo entender. Fue… Jan, ¿entiendes? Fue la sensación de ver de cerca la muerte, lo que me hizo sentir… egoísta.

—Todos somos egoístas, y probablemente muy cobardes ante la muerte, Zoiwe, pero si has llegado a una conclusión, el camino importa menos. Me siento tan…

No encontró la palabra, ni pudo buscarla porque de nuevo los golpes en el cristal de la cabina le obligaron a girar la cabeza. Elio Azzi no era visible. En el cristal, sujeto por sus manos, vio una gran hoja plástica con unas letras garabateadas a toda prisa.

Su sorpresa esta vez no tuvo límites.

—¿Qué diablos…? —exhaló.

—Te quiero, papá —oyó decir a Zoiwe.

La nota de su ayudante decía:

«Janos Pauli quiere verle en privado. Ahora».