26

Elio Azzi le pasó una anotación, hecha a mano en una pequeña hoja de plástico.

—Me la ha dado un periodista —advirtió—. Me ha dicho que es amigo suyo.

Juan Carlos Galí leyó las dos líneas: «Lamento lo sucedido este fin de semana con su hijo Jan. Admiro su valor por no haber solicitado un aplazamiento de la vista. Estaremos en contacto». Y firmaba únicamente A. G.

Giró la cabeza hasta localizar a Arthur Goliwosky en la segunda fila. Bastó una pequeña inclinación por su parte y la misma respuesta por parte del otro. Inmediatamente se reintegró al proceso, al responder Malcolm Callingham a la segunda pregunta de Paal Struer.

—… como director del Hospital General de Londres.

—Siendo éste el centro médico más grande de la Confederación Europea, es presumible decir que usted conoce sobradamente toda la amplia problemática sanitaria, no ya de su país o nuestro continente, sino del mundo entero, ¿es así?

—En efecto.

—Entonces, doctor Callingham, vamos a trabajar sobre supuestos reales, sobre evidencias, no ilusiones o fantasías: evidencias en torno a unos hechos concretos. Imaginemos, por un momento, que la ley de prohibición de hibernación queda derogada, y que una nueva normativa, florece en su lugar. No vamos a decir si esa nueva normativa es amplia e ilimitada o restringida, porque no es el caso. ¿Cuál es, según su experto criterio, lo que puede suceder?

—Los partidarios de la hibernación exigirían medidas inmediatas que no tenemos, ni estamos en disposición de tener al menos hasta dentro de unos años, y aun así…

—¿A qué se refiere con partidarios de la hibernación, en primer lugar?

—La mayoría de las personas sólo piensan en ello cuando son conscientes de que van a morir, o va a hacerlo un ser querido.

—En segundo lugar, ¿a qué se refiere con medidas inmediatas?

—Si bien el proceso de hibernación es sumamente sencillo, su costo es elevado, y más su mantenimiento. No hay centros de hibernación, y deberían destinarse amplios fondos estatales para construirlos. Eso llevaría un tiempo importante, con un agravante: un hospital tiene un flujo de gente que entra y sale, mientras que los centros de hibernados serían como gigantescas colmenas que estarían ocupadas diez, veinte… cien años, a medida que prescribieran las nuevas enfermedades.

—Usted acaba de citar la expresión «costo elevado». ¿Puede cualquier persona pagar su hibernación?

—Únicamente una capa social elevada puede permitírselo, y dentro de esa capa, sólo una minoría tiene medios para lo esencial: garantizar el mantenimiento.

—¿Es de suponer que al igual que hace unas décadas la gente reclamara una igualdad en tomo a la hibernación, para que no fuese un privilegio de ricos y estuviese al alcance de todos?

—Los comités ciudadanos ya han advertido que en caso de un cambio en la legislación sobre la hibernación, exigirán de las autoridades su inclusión en la Seguridad Social.

—¿Es ello viable?

—No sólo es viable y justo, sino democrático. Los derechos del hombre se basan en la igualdad como primer don.

—Siguiendo con la suposición, y llegando a su límite, ¿podrían las autoridades absorber esta demanda, si no de forma inmediata, sí planificando una total operatividad en un plazo a estudiar que podría ser de unos pocos años?

—Sinceramente, no lo creo.

Juan Carlos Galí pareció dispuesto a protestar. Elio Azzi le detuvo. Hans Dieter Kochel y sus seis colegas estaban muy pendientes de la declaración de Callingham.

—¿Por qué? —instó Paal Struer.

—Tomemos el caso de mi país, Gran Bretaña, con sus ochenta millones de habitantes. Sólo en Londres mueren al día alrededor de trescientas personas. Trazando una línea divisoria, muy relativa, en torno a quienes deseasen una hibernación y quienes prefiriesen una muerte natural, es más que probable que tuviese que construirse un centro diario de hibernación. Esto en cuanto a método, porque si abordamos otros aspectos, tales como situación y emplazamiento… el problema adquiere otras proporciones: ¿Dónde construir esos centros?

—¿Son los únicos problemas que usted advierte?

—No, ni mucho menos.

—Cítenos el más singular.

Malcolm Callingham se tomó unos segundos para responder.

—Imaginemos —continuó— un matrimonio integrado por un hombre y una mujer de ¿cuarenta años? En realidad la edad es lo de menos, pero supongamos que sea ésa. Tienen una hija de veinte años. La mujer tiene el SIC y por tanto es hibernada. Como todos sabemos hay amplias esperanzas de que el SIC pueda ser controlado en un plazo máximo de diez años. Así que dentro de diez años miles de médicos, que estarán ya ocupados las veinticuatro horas del día deshibernando y operando enfermos, la devuelven a la vida. Han pasado diez años y no es demasiado tiempo. Su marido tendrá cincuenta y su hija treinta. Quizá sea soportable. Pero… ¿y si en lugar de diez años hibernada está veinte? Entonces su marido será un hombre ya mayor, de sesenta años de edad, mientras que ella continuará teniendo cuarenta preciosos años, los mismos que su hija… o puede que su hija sea ya mayor que ella. Eso con veinte años. Si elevamos el listón… todo se desborda: el marido es un anciano, la hija puede llegar a doblar la edad de su madre… Todo ello por no hablar de la situación legal de ese hombre: ¿Qué es? No puede volver a casarse y rehacer su vida porque su mujer vive. Si se divorcia, ¿qué pasará al despertar ella, y encontrarse con la nueva mujer de su esposo, otros hijos? El problema es que hablamos siempre de la hibernación como si los enfermos fuesen a permanecer en sus sarcófagos cien años, y no es así. Con los actuales avances estamos hablando de períodos muy limitados de tiempo. Sería como almacenar una enorme y pesada carga y depositarla sobre nuestro futuro, hipotecándolo.

—Pero ¿se salvarían miles de vidas?

—A cambio de la muerte de otras muchas miles.

—¿Quiere explicarse, por favor?

—La actual legislación dice que todo ser humano muerto, salvo que sea por causa de una enfermedad todavía no controlada, contagiosa o considerada como peligrosa en primer grado, ya no es dueño de su cuerpo, y que éste podrá ser destinado a trasplante de órganos. Como saben, hace años sólo eran aprovechables órganos jóvenes, tales como corazón, hígados, riñones, córneas de ojo, etcétera. En cambio hoy no importa la edad para que un brazo o una pierna pueda ser injertado a una persona que haya perdido los suyos. Entre la microbiología, los trasplantes plenos y la integración de ordenadores y circuitos, mitad orgánicos mitad inorgánicos, se ha llegado a un cien por cien de salvamento de víctimas de traumatología. Si los seres humanos se hibernan, descendiendo con ello el índice de mortalidad, nuestro mundo, hoy casi perfecto en el aspecto médico, volverá a ser víctima de un claro retroceso. De nuevo se verán por las calles tullidos, mancos, ciegos… y muchas personas morirán por no habérseles podido hacer unos trasplantes a tiempo. De hecho, y a causa de las prevenciones que obliga el SIC, ya que sus víctimas han de ser incineradas, la falta de órganos y miembros se está dejando sentir en algunas grandes poblaciones.

Paal Struer permanecía inmóvil, apartado del escenario, dando paso a las miradas cruzadas de todos los involucrados en el tema.

—Doctor Callingham —dijo en forma muy suave—. ¿Está usted a favor de la vida o de la muerte?

—Siempre de la vida, por supuesto.

—La hibernación es vida —matizó el fiscal.

—La hibernación fue el hallazgo… mejor dicho, el paso lógico más abrumadoramente importante y decisivo de fines del siglo pasado. Sin embargo una cosa es la ciencia, la realidad médica, incluso la fantasía de poder vivir a pesar de la adversidad, y otra muy distinta la asimilación de esa realidad, su adecuación. Nuestra responsabilidad siempre será buscar el bienestar, proporcionar lo mejor a la raza humana, pero es responsabilidad muestra mirar hacia el futuro partiendo del presente, y el caso de unos posibles hibernados siempre sería un pasado constante y latente, arrastrado a lo largo de la historia. En otro nivel hay que encuadrar las consideraciones morales, éticas… ¿Qué sería de un hombre que viviera setenta años en el siglo XX, otros treinta en el XXI, una decena en el XXII unos meses en el XXIII? ¿Cuál sería su tiempo, su dimensión? ¿Sería uno o varios? Es demasiado extraordinario siquiera para imaginarlo o intentar razonarlo debidamente, porque carecemos de la suficiente perspectiva para ello.

—¿Diría que esto es miedo a lo desconocido?

—Yo lo llamaría respeto, nunca miedo. El hombre ha demostrado que puede llegar muy lejos, quizá donde nadie del universo haya llegado, pero en esa ilimitada fuerza y capacidad, debe de albergarse siempre el necesario equilibrio para no convertir el progreso en una aberración, y el futuro en una incertidumbre. ¿Hibernar para conquistar las estrellas más lejanas? Sí. ¿Hibernar para dominar espacio y tiempo? Sí ¿Hibernar como parte de una progresión científica? Sí. Pero hibernar por una falsa esperanza, una ilusión temporal, con la que satisfacer nuestros ridículos deseos de eternidad e inmortalidad, lamentablemente… no.

Paal Struer se acercó a él.

—¿Tiene un posible resumen, breve, cuanto usted acaba de decirnos, doctor Callingham?

—Lo tiene —asintió el hombre—: Caos.

El fiscal hizo una especie de cumplida reverencia en dirección al Tribunal, dando a entender que su intervención había concluido, y se retiró a su núcleo modular. Magrit Zebler le recibió con una sonrisa y un apretón de manos victorioso y triunfal. Juan Carlos Galí se puso en pie en el momento de preguntarle Hans Dieter Kochel:

—¿Desea interrogar al testigo el señor ponente defensor?

El médico se acercó a su colega. Se conocían sobradamente bien, y se respetaban, a pesar de sus muchas discusiones por aquel mismo tema. El daño de su declaración era incuestionable, y restañarlo algo verdaderamente difícil, por no decir imposible. Malcolm Callingham no era un testigo impresionable, manipulable o que pudiese responder bruscamente a sus preguntas.

—Doctor Callingham —dijo—. Nos ha hablado usted de todo lo negativo de la hibernación, y ha sido extenso y minucioso. Sin embargo no ha dicho una sola palabra de lo positivo de la misma, y evidentemente en toda cuestión, y más en temas científicos, hay siempre una parte positiva.

—He citado muy claramente algunos aspectos positivos —recordó Callingham—, tales como hibernar para conquistar las estrellas…

—Hay otros aspectos, mucho más reales e inmediatos —le cortó Juan Carlos Galí—, y no sólo como oposición a su muy negro panorama del futuro en caso de una regulación del derecho de hibernación. Para comenzar, su exposición ha sido un poco drástica, y estoy capacitado para rebatírsela, aunque para no llenar esta encuesta de datos, cifras, porcentajes y estadísticas, me limitaré a presentar mis pruebas en forma directa y ahondar en lo que verdaderamente importa.

Elio Azzi le entregó ocho disquetes. Depositó siete en la mesa del Tribunal, para que cada juez estudiara su contenido en su ordenador de trabajo, y ofreció el octavo a Paal Struer, que lo cogió sin demasiado convencimiento. De nuevo en el centro de la sala y mirando a Hans Dieter Kochel, agregó:

—Estos informes dan cuenta exacta y pormenorizada de la actual situación sanitaria en nuestra Confederación, y de la incidencia que un plan de hibernación, asimilado a la Seguridad Social, tendría en cada uno de los países que la integran. Establece también una relación-evaluación de las muertes por el SIC, trasplantes de miembros y órganos, tantos por ciento de enfermos que se pasarían a la hibernación como sistema de prolongación de sus vidas y también un estudio previo de tratamiento, almacenamiento de cuerpos y ocupación de espacio vital, sin olvidar algo que el doctor Callingham ha destacado especialmente: el trabajo médico que ello representaría. Con esto en sus manos —se volvió hacia el médico británico—, mi primera pregunta es muy simple: ¿Cree tan ignorante a la raza humana como para no saber llevar a cabo una ordenativa en materia de hibernación, y adecuarla a un futuro ni siquiera de largo plazo, sino de medio plazo, con el fin de solventar todos y cada uno de los posibles problemas que surgiesen en todos los sentidos?

—Lanzar un disparo a ciegas, y luego buscar la forma de dirigirlo… me parece suicida, doctor Galí.

—No ha respondido a mi pregunta, doctor Callingham.

—Yo diría que sí lo he hecho. Todo es posible, pero ¿para qué correr riesgos? Siempre que el hombre se ha salido de su papel natural ha…

—¿Cuál es el papel natural del ser humano? ¿Acaso vivir y morir? ¿Le niega cualquier otra alternativa?

—Disponemos de una inteligencia racional, sin embargo siglos de evolución han demostrado que no hay otra alternativa.

—Usted lo limita todo al «¿quién soy?, ¿de dónde vengo?, y ¿a dónde voy?». ¿Qué me dice de otros XXI siglos de evolución, y de XXI más? ¿Cree que los seres de esa nueva dimensión aún estarán jugando a ser mayores, como nosotros, moviendo el ajedrez de la vida?

Paal Struer intervino rápidamente. Elio Azzi no tenía ninguna mano a la vista, en señal de «peligro y retirada», pero Juan Carlos Galí no había mirado en ningún momento en su dirección.

—¡Protesto, señoría! —dijo con sequedad—. El ponente defensor no está interrogando al testigo, sino debatiendo con él.

Hans Dieter Kochel asintió con la cabeza.

—Deberá variar el tono de su intervención, doctor Galí —recomendó.

El médico no ocultó su furia.

—¿Cree usted que el futuro de millones de personas depende del tono de mi intervención, señoría?

Elio Azzi cogió una pluma con la mano derecha.

Juan Carlos Galí continuó sin mirar hacia él.

—Doctor Galí —dijo el Honorable Juez—, por las excepcionales características de esta encuesta pública, he sido muy paciente, tanto con usted como con el fiscal señor Struer. Sin embargo no toleraré un nuevo desacato que menoscabe nuestra autoridad. ¿Quiere seguir interrogando al testigo?

El médico puso ambas manos sobre la barandilla de la cabina, de espaldas a todos, mirando únicamente a Malcolm Callingham.

—A su juicio, ¿qué es más importante, doctor, la burocracia o la vida?

—Es una pregunta…

—¿Qué debe de hacer, según usted, un científico? ¿Investigar sea cual sea el camino o hacerse caso a «la razón», aun cuando esto sea un ente abstracto?

—Un científico es al…

—¿Desde cuándo ser árbitros de la vida nos concede el derecho de…?

Los gritos de Paal Struer y la voz de Hans Dieter Kochel se confundieron con el sonido del eco acústico y el revuelo levantado entre el público de la Sala de los Espejos. La confusión se mantuvo durante varios segundos hasta que el presidente del Tribunal, puesto en pie, respirando agitadamente, ordenó con voz muy grave:

—Doctor Galí, señor Struer, reúnanse conmigo en mi despacho ahora mismo, por favor.

Y se retiró avanzando con todo el peso de su ira, sin esperar a sus colegas.