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SOBRE EL LEGADO DEL TERROR
TRABAJOS FORZADOS PARA LOS FASCISTAS

El verano de 1937, la prensa republicana estaba inundada de artículos sobre el primer aniversario del comienzo de la Guerra Civil. Aunque la mayoría celebraban los doce meses de resistencia heroica en la capital, otros hacían una reflexión sobre el terror de 1936. La opinión «oficial» la presentaba Ángel Ossorio y Gallardo, embajador republicano en París, en el ABC de Unión Republicana del 27 de julio de 1937: «Se habla de los excesos y crímenes cometidos en el frente de izquierda… [Pero de los asesinatos se debe culpar a] el extremismo de las masas populares y los detritus sociales [quienes] han ejercido su pasión vindicativa contra personas sueltas… menospreciando la autoridad y las órdenes del Gobierno». Esto mismo lo apoyaba un editorial del mismo periódico un mes después: «Hay algunas cosas que nos han dañado enormemente en el extranjero, y —digámoslo todo— con motivo. La primera, la violencia de que se hizo pésimo uso durante los primeros meses. Un uso pésimo, por inmoral y, además, por torpe». Esto provocó una reacción furiosa de José García Pradas, miembro del Comité de Defensa de la CNT-FAI y editor de CNT. Se quejaba de que tales argumentos eran típicos de «aquellos vacilantes burgueses» que, para empezar, han permitido que tuviera lugar la rebelión militar. Su derrota parcial en julio de 1936, recordaba a sus lectores, no fue suficiente: «Iniciada la guerra mediante una sublevación de carácter político y social, en nuestra retaguardia había numerosos aliados del enemigo, numerosos elementos que al menor descuido nos apuñalarían por la espalda… la contienda entre el fascismo y el antifascismo nos obligaba a hacer la guerra en los frentes, a desarrollar una represión de carácter político en la retaguardia y a iniciar decididamente una transformación social en la zona controlada por nosotros. [En esta tarea se incluía a todos los antifascistas, incluso a aquellos] camaradas de Unión Republicana, aquellos correligionarios vuestros que, en el Comité Provincial de Investigación [Pública] participaron con otros luchadores revolucionarios en la tarea de depuración de la retaguardia madrileña. ¡A ver si tenemos más memoria y no pretendemos buscar, para salir de cualquier susto, una cabeza de turco en la clase trabajadora!»[1].

EL CASTIGO SELECTIVO DE LOS «INCONTROLADOS»

Estas rencillas revelan hasta qué punto el legado del terror fue debatido en la zona republicana hasta la derrota de 1939. Por una parte, los miembros de la élite política republicana, conscientes del daño que las matanzas le habían hecho a la imagen de la República en el extranjero, las condenaron públicamente como parte de la obra de «las masas populares y los detritus sociales»; por otra, quienes eran más cercanos al terror aseguraban que había servido para salvar a Madrid en 1936. Este no era simplemente un debate intelectual. Dado que formalmente el terror no tenía base «legal», las familias de las víctimas podían exigir que las autoridades republicanas castigaran a los que lo habían perpetrado. Esta invocación a la justicia rara vez prosperó. El 3 de mayo de 1937, Leopoldo Carrillo, cajero del CPIP y representante de Izquierda Republicana en el comité, fue detenido por la Policía tras la denuncia de los familiares de uno de los antiguos prisioneros del CPIP, un propietario llamado Bernardo Tomás Chelví. Aunque los avales de IR, UR y la CNT garantizaban su liberación tres días después, la agrupación de Madrid de Izquierda Republicana envió una furiosa misiva a Ángel Galarza el 14 de mayo. En ella se exigía saber por qué no se había respetado un acuerdo firmado entre el ministro de la Gobernación y una delegación del comité del extinguido CPIP —en la que se encontraban el mismo Carrillo, Rascón, Vega, Aliaga de Miguel y Carbajo— el 12 de febrero anterior. En él se estipulaba que los miembros del antiguo CPIP solo podrían ser «detenidos por sus Organizaciones respectivas, cuando sobre aquellos se denuncien hechos relacionados con su actuación en el extinguido Comité de Investigación». El propósito de esto, continuaba la denuncia, era precisamente evitar el calvario que Carrillo había sufrido a manos de la DGS. No podían creer que «fue tratado como un vulgar delincuente por el hecho de haber cumplido con una misión impuesta por sus Partidos y el Gobierno y a requerimiento de la Dirección General de Seguridad». Estos hombres, recordaba la carta a Galarza, «que se han sacrificado por la causa y que han contraído una enorme responsabilidad por la misión que les hemos encomendado, deben ser tratados con la consideración que merecen y amparados y protegidos en lo posible por las autoridades legítimas de la República. Por nuestra parte tenemos el más vivo interés en que se procure la atención debida a nuestros representantes, pues comprendemos que no es posible dejarles indefensos al arbitrio de quien desea vengar actuaciones de la justicia de las que no son responsables ninguno de quienes formaban el Comité [Provincial] de Investigación [Pública], ya que este fue constituido y desarrolló su labor bajo la dirección del Gobierno de la República»[2].

Evidentemente, la Izquierda Republicana de Madrid no creía que el CPIP estuviera compuesto por «los detritus sociales» que desafiaban «la autoridad y las órdenes del Gobierno». La detención y la rápida liberación de Carrillo, así como el acuerdo de febrero de 1937 entre Galarza y el comité del antiguo CPIP demuestran que las ambigüedades que caracterizaron la reacción de los líderes del Frente Popular y el Estado republicano ante el terror no se disiparon después de que las matanzas masivas terminaran. Aunque hubo una condena general a la violencia política «inmoral», la difícil tarea de trazar una línea divisoria entre los «excesos» y los «sacrificios por la causa» siguió siendo principalmente responsabilidad de las organizaciones del Frente Popular más que de los tribunales republicanos. Para quienes perpetraron el terror y disfrutaban de la confianza de sus organizaciones, se les dio una carrera en la Policía republicana (véase el capítulo 11). Aun así, las definiciones de actividad «incontrolada» siguieron creando controversia entre las organizaciones de izquierdas. En las peleas internas dentro del Frente Popular, las matanzas de 1936 siguieron utilizándose como arma política para desacreditar a quienes rivalizaban por el poder. Esto puede verse con toda claridad en el asunto de los «cementerios clandestinos» de Cataluña en 1937. Aquel mes de abril, Joan Comorera, líder comunista del Partit Socialista Unificat de Catalunya (PSUC) y secretario de Justicia [o conseller] de la Generalitat de Cataluña, ordenó al magistrado José Bertrán de Quintana que investigara el descubrimiento de una fosa común en el barrio de San Feliú de Llobregat, a las afueras de Barcelona. Bertrán de Quintana amplió posteriormente sus actividades a otras fosas comunes desperdigadas por la región durante el verano de 1937 con la aprobación del líder del PSUC, que era consciente del hecho de que la CNT-FAI estaba muy implicada en el terror catalán, que se cobró la vida de 8.352 personas.

Un anarquista que tuvo un papel destacado en aquellas matanzas fue Aurelio Fernández Sánchez, colega de Comorera en abril de 1937. El faísta había sido un miembro importante del Comité Central de Patrullas e Investigación del Comité de Milicias Antifascista, el órgano controlado por la CNT-FAI que suplantó de facto a la autoridad de la Generalitat durante el verano de 1936. Tras los sucesos de mayo de 1937, Fernández fue arrestado y acusado —entre otras cosas— de extorsionar 200.000 francos franceses de la orden religiosa de los Maristas a cambio de las vidas de 200 hermanos. A pesar de este «acuerdo», se fusiló a 40 de ellos la noche del 8 al 9 de octubre de 1936. Sin embargo, justo cuando la investigación de Bertrán de Quintana iba cobrando impulso, con más de 2.000 exhumaciones ordenadas y habiendo presentado cargos contra 150 personas, se le puso fin de forma efectiva gracias a la intervención, el 7 de septiembre de 1937, de Rafael Vidiella, el conseller del PSUC de Trabajo y Obras Públicas. Vidiella declaró que «los jueces no pueden admitir las denuncias que se formulen sobre hechos de carácter revolucionario acaecidos con motivo del movimiento provocado por los generales facciosos, ya que, de efectuarlo así, sería como procesar la propia revolución… La revolución hace cosas bien hechas y mal hechas, pero que no son precisamente señaladas como delito, ya que todo alzamiento revolucionario rompe los vínculos de las organizaciones existentes, los moldes colectivos anteriores al movimiento, así como también tergiversa las normas del derecho instituidas». Lo que provocó estos comentarios de Vidiella fue la detención por parte de Bertrán de Quintana de militantes del PSUC. También fue bastante coincidencia que el mismo Vidiella hubiera sido designado para trabajar junto a Aurelio Fernández en 1936. Al final, Fernández escaparía también de la justicia: por la presión de la CNT-FAI y, sobre todo, de Juan García Oliver, los fiscales retiraron los cargos de asesinato contra él y quedó en libertad en enero de 1938. Posteriormente, Fernández se exilió en México con el antiguo ministro de Justicia republicano[3].

Así, de la investigación de los cementerios clandestinos surgió un «pacto del olvido» por el que las organizaciones de izquierda acordaban tácitamente no denunciar ante los tribunales las actividades extrajudiciales de sus rivales en 1936, por miedo a que ello «sería como procesar la propia revolución». Un manto de silencio parecido se lanzó sobre Paracuellos mientras duró la guerra. Parece que Manuel de Irujo, como ministro de Justicia en julio de 1937, quería detener a Santiago Carrillo como parte de una investigación del terror de 1936. Sin embargo, las esperanzas de uno de los pocos ministros que expresaron el horror de las masacres en noviembre de 1936 quedaron malogradas, puesto que no se pudo llevar a cabo una investigación de este tipo, debido a que el mismo Gobierno republicano era cómplice de lo ocurrido en Paracuellos. Incluso la CNT-FAI de Madrid prefirió no hacer uso de una política explosiva en sus batallas con los comunistas: uno de sus agentes que estaba en la DGS pasó copias de las órdenes de «evacuación» a la sección de información del Comité de Defensa, pero tuvo la prudencia de omitir cualquier referencia a las masacres en su informe. Estos documentos se introdujeron después en el extenso archivo que detallaba las faltas alegadas de su feroz oponente, José Cazorla, consejero de Orden Público de Madrid durante el invierno de 1936 y 1937, pero no fueron utilizados contra los comunistas[4].

Este «pacto de olvido» con respecto al papel de los partidos políticos y los sindicatos en la represión asesina de 1936 no impidió el castigo ejemplar de «incontrolados» aislados por parte de los tribunales republicanos en 1937. Estas cabezas de turco —utilizando la expresión de García Pradas— eran asesinos que no tenían mecenas políticos. Un estupendo ejemplo lo constituye Luis Bonilla Echevarría, aunque solo sea por el hecho de que los historiadores han citado con frecuencia su ejecución en junio de 1938 como prueba de la determinación del Gobierno republicano de castigar la actividad de los «incontrolados» tras la restauración de la autoridad del Estado. En el capítulo 6 vimos que Bonilla, abogado de formación, ingresó en la Cárcel Modelo antes de la guerra por su inapropiada relación con una adolescente, Julia Sanz López. Liberado en agosto de 1936, fue enseguida considerado un valeroso defensor de la República. En junio de 1937, el antiguo director general de Seguridad, Manuel Muñoz, «juzgó [a Bonilla] como uno de tantos ciudadanos» que fueron «llevados de entusiasmo por la defensa de la causa de la libertad». Tras alistarse en el 14 batallón de la Izquierda Republicana, mostró interés por la labor de contraespionaje o «servicios especiales» y se presentó como capitán de milicia ante el recién nombrado jefe del Ejército Republicano del Centro, el general Asensio Torrado, a primeros de septiembre de 1936, solicitando dirigir una unidad de servicios especiales. Tras la presentación de documentos que confirmaban que dentro del batallón había realizado «buenos servicios», entre los que se incluían el descubrimiento de «algunos agentes provocadores», Asensio le concedió su deseo.

El nuevo rol de Bonilla lo puso en contacto con policías de alto rango y destacados militares. El coronel Enrique Navarro, uno de los jefes de operaciones de Asensio, destinó a varios hombres para que trabajaran a las órdenes de Bonilla. El capitán de milicia recibió también un destacamento de policías por parte de Manuel Muñoz. El campo de operaciones de Bonilla fue la provincia de Toledo. Después de que los rebeldes se hicieran con Talavera de la Reina el 3 de septiembre, el pelotón de Bonilla entró en los pueblos que estaban cerca de las líneas republicanas de un frente que avanzaba rápidamente para investigar denuncias de espionaje enemigo, como las «señales» hechas a aviones enemigos en Valmojado. En ocasiones, Bonilla participó en la lucha: su pelotón interceptó un convoy rebelde en Villar del Pedroso. Esta acción recibió los elogios de sus superiores y el 23 de septiembre Bonilla fue recompensado con la designación de su novia, Julia Sanz, como cabo de asalto honorario en una cena celebrada en el restaurante Achuli de Madrid. Entre los invitados estaban Manuel Muñoz, el general Asensio y Ricardo Burillo Stolle, comandante de asalto y posteriormente jefe de la Policía de Barcelona que firmó él la orden de arresto del líder del POUM, Andrés Nin, en junio de 1937.

El pelotón de Bonilla, compuesto por una mezcla de milicianos y policías, volvió rápidamente al trabajo. Sobre las once de la mañana del martes 29 de septiembre entró en Los Navalucillos, un pueblo a unos 80 kilómetros al oeste de Toledo. Aunque un comité revolucionario dominado por socialistas se había hecho con el control de la administración local en julio de 1936 y los vecinos de derechas se habían ocultado, había habido relativamente poca violencia en el pueblo durante las primeras semanas de la Guerra Civil: la furia popular había estado dirigida principalmente contra las propiedades de la Iglesia, incluyendo la ermita de Nuestra Señora de la Salera, que había sido saqueada. El grupo de Bonilla no había entrado en el pueblo solo. Con ellos iba Julia Sanz, el comandante de artillería Luis Morales, el capitán de milicias Máximo Calvo Cano y más de veinte sospechosos «fascistas» que dos días antes había arrestado Calvo en Los Navalucillos. El capitán de milicias había llevado a sus prisioneros al cuartel del Ejército del cercano pueblo de Los Navalmorales, pero su comandante, el coronel Enrique Navarro, le ordenó que los llevara de nuevo con Bonilla y Morales para que fueran juzgados. El comité revolucionario del pueblo los estaba esperando: los prisioneros iban a ser juzgados por un tribunal creado ad hoc y que estaba compuesto por los oficiales recién llegados y por miembros del comité. Sin embargo, cuando el tribunal se reunió aquella tarde en el Ayuntamiento del pueblo, Bonilla, el abogado, se hizo con el control del proceso. Se ordenó a cada prisionero que hiciera una «donación» inmediata de 11.000 pesetas para la causa de la guerra. Puesto que pocos de ellos contaban con medios para poder pagar semejante cantidad, hubo varias «negociaciones» entre tribunal y víctimas. A algunos se les pondría en libertad tras el pago de una cantidad considerablemente menor. Uno de ellos, Lorenzo Blanco Bonilla, fue liberado, a pesar de no pagar nada, porque Bonilla estaba convencido de que eran parientes. Otros no tuvieron tanta suerte: cuando Manuel Pinto entregó todo el dinero, Bonilla insistió en que tenía más y ordenó a Pinto que se desnudara. Cuando el aldeano protestó, alegando que no quería enseñar sus partes íntimas delante de Julia Sanz, Bonilla amenazó con fusilarlo allí mismo. Al final, Pinto entregó 15.000 pesetas.

Lo peor vendría poco después: el tribunal condenó a muerte a seis sospechosos «fascistas», a pesar del hecho de que al menos uno de ellos, Adolfo Díaz, había «donado» 4.000 pesetas. No hubo apelación: tras la «sentencia», la unidad de Bonilla se llevó a cada «fascista» al cementerio del pueblo en espera de su ejecución. A los seis vecinos se les fusiló a eso de las diez de la noche. Pero estos no fueron los únicos asesinatos que hubo en Los Navalucillos aquel día. Dos días antes, el hermano de Manuel Pinto, Críspulo, había eludido su detención. Cuando el capitán Calvo regresó, descubrió que Críspulo Pinto seguía escondido, ordenó que se llevara a cabo un registro a gran escala en el pueblo y tomaron como rehenes a su mujer y a sus dos hijos. Aunque finalmente Pinto se entregó esa misma tarde, fue demasiado tarde: los cuatro fueron matados inmediatamente. Tras los fusilamientos, Bonilla fue a Los Navalmorales para informar al coronel Navarro y, después, entregó personalmente a Manuel Muñoz 30.000 de las 68.000 pesetas recibidas como «donaciones».

Estas atrocidades tuvieron lugar en el contexto inmediato de la caída de Toledo y en medio de la preocupación de que la resistencia republicana de la zona estaba a punto de quebrarse. La chispa de estos asesinatos —el arresto de los sospechosos «fascistas» dos días antes— la encendió el miedo a que estos vecinos supusieran una amenaza para la supervivencia de los republicanos y el deseo de obligarles a que hicieran «donaciones» económicas a la campaña bélica republicana antes de que fuera demasiado tarde. Cómplice de estas matanzas fue el comité revolucionario de Los Navalucillos, el cual no solo participó en la inicial ola de arrestos, sino que también garantizó que no hubiera posibles complicaciones legales en los «juicios» del 29 de septiembre. Aprovechándose del hecho de que el juez del pueblo, Julio Rey Caja, estaba ausente ese día, el comité ordenó la detención de su secretario, Jesús de la Rocha Muñoz, encerrándolo hasta que terminó la matanza. El mismo juez se mostró poco dispuesto a abrir una investigación a su regreso al pueblo. Tal y como declaró en septiembre de 1937, «en aquellos momentos de exaltación y desenfreno, como el pueblo se estaba tomando la justicia por su mano y los comités locales se habían constituido en autoridades supremas… le pareció [que las ejecuciones fueron] justicia legal revolucionaria, la que se había llevado a efecto y por ello no se creyó obligado a dar más carácter oficial al asunto evitándose rozamientos y complicaciones entre las distintas jurisdicciones que estaban actuando». El hecho de que Bonilla hubiera llevado a cabo «justicia legal revolucionaria» en Los Navalucillos no molestó a sus superiores de Madrid. De hecho, Bonilla fue públicamente elogiado por las acciones de su pelotón durante las dos semanas siguientes. Tras la liberación del Alcázar de Toledo el 28 de septiembre, las fuerzas rebeldes, bajo el mando de Varela, reanudaron su marcha hacia la capital española y tomó el pueblo de San Martín de Valdeiglesias, en la provincia de Madrid, el 8 de octubre. Bonilla, que operaba en ese sector, se vio rodeado de tropas republicanas desmoralizadas. Lo que ocurrió después lo describió el general Asensio: «[Bonilla] prestó muy buenos servicios de índole militar conteniendo tropas que se replegaban en desorden y procurando castigar al enemigo, hechos por los que fue felicitado sobre el propio terreno».

A medida que las tropas de Varela se acercaban a Madrid, el destacamento de Bonilla siguió requisando bienes de los pueblos antes de que cayeran. A mediados de octubre, sus hombres vaciaron un almacén de Navas del Rey bajo fuego enemigo. A Bonilla le preocupaban cada vez más las actividades de contraespionaje en la capital. A finales de octubre fue destinado al Ministerio de la Guerra, y pasó a trabajar para Fernando Arias Praga y Prudencio Sayagüés Morrondo en la «Segunda Sección (Información)» del Estado Mayor General. El 19 de octubre de 1936 aseguró haber descubierto una grave conspiración «fascista» en la que estaba implicada una aristócrata, la duquesa de Peñaranda, un jefe de espías del bando nacional, Emilio Bautista, y Fernando Chávarri, tesorero de Acción Popular. Bonilla creía que la duquesa, una «confidente» de Chávarri, guardaba los documentos de la última ayuda económica a las operaciones de Bautista. Esto condujo a la detención y desaparición del duque de Peñaranda y a la detención de la sirvienta de la duquesa, Encarnación Lacunza, su hermano Jesús Lacunza y su amiga Beatriz Domínguez, y a la huida al extranjero de la propia duquesa.

La detención de los hermanos Lacunza fue un grave error que marcó el comienzo del fin de la labor de Bonilla en los servicios especiales. Al contrario que el resto de sus prisioneros, los dos eran militantes del Partido Comunista, y Jesús era editor de Mundo Obrero. Cuando Bonilla los dejó en libertad un par de días después, lo denunciaron de inmediato ante la Dirección General de Seguridad, y el 28 de octubre de 1936, Bonilla y su amante —y entonces secretaria— Sanz fueron detenidos en una operación conjunta del CPIP y la brigada de Méndez. Lo que interesaba especialmente a sus captores no era la ejecución de «fascistas» —al fin y al cabo, el CPIP llevaba realizándolas desde agosto—, sino las más de 43.000 pesetas que encontraron escondidas en el despacho de Bonilla. Es decir, que Bonilla no les había entregado a sus superiores todo el dinero confiscado en los pueblos y ciudades de las provincias de Madrid y Toledo. Junto con otras acusaciones contra Bonilla, entre las que estaba el uso indebido de su rango —vestía con regularidad el uniforme de comandante de asalto— y la detención de milicianos del 14 batallón, el expediente policial de otoño de 1936 destacó el fraude y la privación ilegal de libertad, pero no el asesinato, a pesar de conocerse el castigo sumario de «espías» en Los Navalucillos.

Aunque el CPIP ayudó a poner a Bonilla entre rejas por fraude, sus líderes también garantizaron su liberación tres semanas después. El 20 de noviembre, el antiguo jefe de servicios especiales, ahora en la prisión de Porlier, se encontró ante uno de los tribunales de clasificación de Manuel Rascón, compuestos por tres hombres, que decidían si se fusilaba a los reclusos en Paracuellos (véase el capítulo 10). Interrogado por el anarquista Felipe Sandoval y el sindicalista Bruno Carreras, Bonilla los convenció de que ni era un espía ni un ladrón, sino un experto en contraespionaje, y sus inquisidores decidieron darle un trabajo en el consejillo controlado por el CPIP en la comisaría de Buenavista. Fue en aquel puesto donde Bonilla participó en la redada de la Legación finlandesa del 4 de diciembre y en la operación de la falsa embajada de Siam el mismo mes (véase el capítulo 11). Bonilla también continuó con sus propias operaciones contra supuestos quintacolumnistas, y el 29 de noviembre unos hombres que actuaban bajo sus órdenes detuvieron a un comandante italiano del Ejército republicano llamado Ángel Lorito y a su amiga Teresa Polo en una cafetería de Madrid. Lorito fue puesto en libertad enseguida, pero a Polo la fusilaron en el cementerio del Este aquella noche.

Bonilla fue arrestado de nuevo el 18 de diciembre, pero se le siguió acusando de fraude y de suplantación de un comandante de asalto, pero no de asesinato. La primera alegación de esto último era del 15 de abril, cuando Lorito denunció la muerte violenta de Polo ante la DGS. Para entonces, Bonilla había sido destinado a la cárcel de San Antón y su juicio por el Tribunal Popular número 2, creado el año anterior para juzgar «los delitos de rebelión y sedición y los cometidos contra la seguridad del Estado» (véase el capítulo 7), quedó fijado para ese mes de agosto. Es significativo que Bonilla no se enfrentara a múltiples cargos por delitos comunes tales como robo, fraude y asesinato, sino a una única acusación de adhesión a la rebelión. Esto se debe a que el fiscal alegó que «el procesado Bonilla, en una apreciación conjunta de los mismos [sus actos] tendieron a desacreditar la causa legítima y a favorecer por tanto el movimiento rebelde». Dicho de otro modo, los fiscales alegaron que las actividades de Bonilla en 1936 ya no eran, según palabras de Manuel Muñoz, «por la defensa de la causa de la libertad», sino actos delictivos que sirvieron, en realidad, a las campañas de propaganda del «terror rojo» franquista. Nadie pareció notar lo irónico del hecho de que los killers del CPIP hubieran sido los que detuvieron a Bonilla o de que cuando supuestamente cometió la ejecución de Polo estuviera trabajando para una comisaría que mataba diariamente a prisioneros de forma extrajudicial.

La diferencia entre Bonilla y hombres como Carreras y Sandoval (que prestaron declaración en su contra) estaba en que el primero carecía de credenciales antifascistas: no era afilado de ninguna organización de izquierdas en 1936. Por tanto, Bonilla constituía una fácil cabeza de turco por los «excesos» del terror. De hecho, La Voz tituló la cobertura del juicio de Bonilla el 10 de agosto como «Otra edición de García Atadell en el banquillo», una referencia nada sutil al anterior ídolo de la República al que las autoridades militares franquistas habían ejecutado en Sevilla pocas semanas antes, el 15 de julio. Así, cuando incluso los antiguos defensores de Bonilla —Asensio, Muñoz y Navarro— se negaron a responder por él en su juicio entre el 9 y el 16 de agosto de 1937, quedó decidido el destino del antiguo agente de servicios especiales. El jurado, compuesto por ocho representantes de las organizaciones del Frente Popular, lo encontró culpable, mientras absolvía a las autoridades republicanas de complicidad en los delitos de Bonilla, puesto que el capitán de milicias actuó «por la forma arbitraria y al margen de todo control oficial ordinario». Aun así, los tres magistrados del tribunal no lo sentenciaron a muerte, a pesar de dictaminar que Bonilla merecía la ejecución dada «la índole moral del delincuente, la trascendencia de su actuación delictiva y el daño que esta produjo a los intereses de la República». Lo que salvó la vida de Bonilla fue el elogio por parte del jurado de su servicio militar durante el verano de 1936. Como las sentencias necesitaban la aprobación del jurado antes de hacerse efectivas, el tribunal se vio obligado a dictar una sentencia privativa de libertad, puesto que «el Jurado en uso de su soberanía reconoció… los servicios útiles a la causa legítima».

Así pues, los inesperados actos de un jurado frustraron el objetivo de imponer castigos ejemplares a un «incontrolado» en agosto de 1937. Hubo la intención de llevar a cabo una posterior investigación y un segundo juicio para completar esta tarea. Hasta que no quedó claro que no podía ejecutarse a Bonilla, el tribunal no ordenó una investigación pormenorizada sobre las atrocidades cometidas en Los Navalucillos. El segundo caso contra Bonilla se basaba en gran parte en el testimonio que prestaron ante el juez instructor Francisco Bocanegra seis miembros de la élite política del pueblo entre el 10 y el 14 de septiembre de 1937. Una semana después, Bocanegra acusó a Bonilla de adhesión a la rebelión, haciendo hincapié en que sus actos «de tipo criminales e incontrolados» contribuyeron a la renuencia por parte de Estados extranjeros a la hora de reconocer que en la España republicana imperaba la ley. Hasta aquí, el juez instructor reiteraba la narrativa «oficial» del terror. Sin embargo, Bocanegra sabía que había otros implicados, como el comité revolucionario socialista del pueblo. Con su decisión de considerar a Bonilla como único responsable de las matanzas, Bocanegra admitía que no todas las matanzas extrajudiciales de 1936 fueron obra de «incontrolados». Los otros antifascistas de Los Navalucillos, decía, eran también cómplices de la masacre, pero actuaron «en momentos extremadamente peligrosos, en que se encontraba casi interrumpida la legalidad vigente y en que estaban de hecho sin actuar los Tribunales de Justicia, siendo por tanto necesarios suplirlos con la atropellada colaboración de los elementos antifascistas, que en la defensa del orden y del régimen Republicano, tan seriamente amenazado en aquellos primeros meses, tuvieron que improvisar los resortes del poder del Estado, mediante procedimientos expeditivos, en que sin legalismos entorpecedores se adoptaron ciertas medidas asegurativas». A pesar de la insistencia de Bonilla en que en Los Navalucillos él simplemente obedecía órdenes, su segundo juicio en el Tribunal Popular número 1 de Madrid, el 1 de mayo de 1938, no tuvo las inesperadas complicaciones que sí sufrió el celebrado el agosto anterior. Sentenciado a muerte, Bonilla fue trasladado a la cárcel de Alcalá de Henares en espera de la confirmación del veredicto por el Gobierno republicano en Barcelona. Esta llegó el 23 de junio de 1938, pero la ejecución se retrasó porque las autoridades militares no podían proporcionar un pelotón de fusilamiento. Bonilla fue por fin fusilado a las seis y media de la mañana del viernes 27 de junio de 1938 en un campo de tiro del ejército situado a las afueras de la ciudad. De este modo terminó la vida de un «héroe» convertido en «incontrolado»[5].

LA CREACIÓN DE CAMPOS DE TRABAJO

No debe suponerse que la justicia popular republicana dedicara mucho tiempo a luchar contra el legado ambiguo del terror desde 1937. El castigo de los «fascistas» era una preocupación mucho mayor. La introducción de justicia popular por parte del Gobierno de Giral a partir de agosto de 1936 fue un intento de hacer que la justicia estatal cobrara relevancia en el «pueblo» antifascista. Se basaba en dos principios. El primero era la subordinación de los jueces profesionales a jurados compuestos por representantes de organizaciones del Frente Popular. El segundo era que la investigación y la sentencia serían rápidas: los trámites judiciales se basaban en lo que establecía el Código Penal de 1882, el Código de Justicia Militar de 1890 y la Ley de Orden Público de 1933 que facilitaba la justicia sumaria. De todos modos, el desarrollo de los tres pilares de este sistema —tribunales populares, jurados de urgencia y de guardia— fue lento y no consiguió tener mucho impacto antes de la llegada de las tropas de Franco a las puertas de Madrid (véase el capítulo 7).

Esto cambiaría en el invierno de 1936-1937. Javier Cervera ha calculado que alrededor del 44% de las condenas dictadas por tribunales republicanos por desafección política a lo largo de la Guerra Civil tuvieron lugar entre octubre de 1936 y marzo de 1937. Principalmente, fueron obra de jurados de urgencia que, como hemos visto, castigaban «hechos que, siendo por su naturaleza de hostilidad o desafección al Régimen, no revisan caracteres de delito». En noviembre de 1936, ocho jurados entraron en las abarrotadas cárceles de Madrid para juzgar a prisioneros. Los Jurados de Urgencia número 1 y 4 —presididos por Eduardo Ruiz Carrillo y Francisco Manzanares Izquierdo— actuaron en San Antón; los Jurados de Urgencia números 2 y 5 —de Leoncio Rodríguez Aguado y José Sánchez Guisande— estaban en Porlier; el Jurado de Urgencia número 3 —de Julio Uceda Arce— estaba en Ventas; el número 6 —de Esteban Puras Sierra— en Duque de Sexto, y los números 7 y 8 —de Ricardo Guerra Blanco y Vicente Manzanares Sampelayo— estaban en la cárcel de mujeres de San Rafael, en Chamartín. Además, había un Jurado de Urgencia Especial en la cárcel central de Alcalá de Henares —presidido por Rafael Marín Bonilla— para juzgar a reclusos transferidos desde la capital. En esta etapa transitoria entre ejecuciones extrajudiciales y represión institucionalizada, estos Jurados de Urgencia actuaban en paralelo con las mesas de la DGS que seleccionaban víctimas para Paracuellos. A veces, los primeros descubrían que las segundas ya habían ejecutado a sus acusados. Jesús Oñate Zaragoza fue encarcelado en Porlier después de que lo detuviera la brigada de Atadell por ser falangista. Cuando el Jurado de Urgencia número 2 lo llamó a juicio, se dijo que había desaparecido de la cárcel en la última saca del 4 de diciembre. De igual modo, el Jurado de Urgencia número 1 de San Antón descubrió ese mismo mes que Eduardo Ordóñez Barriacua Flores, de 25 años y acusado también de ser falangista, había sido «evacuado». En estos casos, los presidentes archivaron oficialmente los casos hasta que se encontrara a los acusados, pero seguramente todos sabían la verdad; así, aunque su superior Mariano Gómez, presidente del Tribunal Supremo, estaba intentando acabar con las masacres, los mismos jurados no dificultaron la operación policial.

Puesto que tanto los Jurados como los tribunales de la Policía estaban compuestos por tres miembros —los Jurados tenían un presidente y dos hombres del Frente Popular— y los juicios eran superficiales, los prisioneros a veces no veían la diferencia entre los dos. Es cierto que los Jurados de Urgencia empleaban similar información y criterios para determinar la «culpabilidad». Los informes de los tribunales revolucionarios, tales como el CPIP, eran importantes a la hora de establecer si un acusado era un desafecto político. De este modo, Dolores Ortega Núñez, un ama de casa [«sus labores»] de 40 años, fue detenida por el CPIP «por estar afiliada a AP y propagar esas ideas» y el Jurado de Urgencia número 8 la condenó el 10 de febrero de 1937 en base a su acusación. Pero, por supuesto, existía una enorme diferencia entre los Jurados de Urgencia y los tribunales de clasificación de la Dirección General de Seguridad. No hay duda de que los primeros, que criminalizaban con carácter retroactivo actos cometidos antes de la guerra, constituyeron un desalentador ejemplo de la justicia politizada durante la guerra: Mariano Gil Ballesteros, un encuadernador de ABC de 21 años, fue declarado desafecto por el Jurado de Urgencia número 2, el 29 de noviembre de 1936, porque había trabajado durante una huelga en 1934. Sin embargo, estos tribunales solo podían dictar sentencias de un máximo de tres años. Y a pesar del hecho de que los miembros del Jurado procedentes del Frente Popular superaban en proporción de dos a uno a los jueces profesionales, los Jurados de Urgencia concedían con frecuencia a los acusados el beneficio de la duda. Por ejemplo, José Aragonés del Campo, de 21 años, cayó en las garras del CPIP porque «tanto él como su familia son de ideología reaccionaria. Era soldado de artillería y ha sido detenido sospechándose de que ejerce el espionaje». Aun así, el Jurado de Urgencia número 2 de Porlier lo absolvió el 4 de febrero de 1937 porque concluyó que no había pruebas definitivas de que fuera un reaccionario. En ocasiones, la indulgencia de los Jurados de Urgencia sorprendió hasta a los mismos acusados. A pesar de sus obstinados desmentidos de que fuera falangista, Esteban Justo sabía que la Policía tenía evidencias. Pero el 16 de junio de 1937 fue declarado afecto a la República por el Jurado de Urgencia número 5 porque «si bien figura una ficha de Falange Española a nombre del inculpado en la Dirección General de Seguridad, tal ficha no responde a la filiación autentica del mismo, quien acreditó cumplidamente su condición de antifascista».

Esto es sintomático del hecho más general de que la justicia popular, no era monopolio de un partido político, ni de un sindicato en particular ni el triunfo de una clase sobre otra. Al igual que el terror en sí, expresaba la voluntad del «pueblo» antifascista. A pesar de las denuncias franquistas de «Madridgrado» (Francisco Camba), los tribunales republicanos no estuvieron controlados por los comunistas en ningún momento durante el conflicto. De los 116 miembros del Jurado cuyo pasado político se conoce, 14 —un 12%— pertenecían al PCE; 39 —un 34%— a IR o UR, y 24 —un 21%— eran anarcosindicalistas. Del mismo modo, Cervera ha rechazado con razón la idea de que «se condenaba por sistema al “señorito” y se absolvía al obrero». Tras un examen detallado de las sentencias dictadas por los tribunales republicanos por desafección política, incluso concluyó que los madrileños de clase media tenían más probabilidades de ser absueltos que los de clase trabajadora[6].

Pero si los enemigos del «pueblo» eran ejecutados sumariamente en 1936, su reeducación por medio de los trabajos forzados fue el objetivo declarado por el Gobierno republicano en 1937. Un decreto emitido aquel mes de febrero estipulaba que todos los condenados por crímenes políticos tenían que entrar en campos de trabajo, no en cárceles. El arquitecto de esta política fue el ministro de Justicia García Oliver. No solamente creó el sistema de campos de trabajo por decreto el 26 de diciembre de 1936, sino que también proporcionó la perspectiva de una nueva sociedad antifascista construida sobre el esfuerzo de sus enemigos ideológicos. En un discurso que pronunció en Valencia el 31 de diciembre de 1936, en el que explicó las «nuevas orientaciones de la Justicia», García Oliver argumentó que el «gran problema que tenemos planteado, el de la delincuencia políticofascista, lo vamos a resolver con campos de trabajo, que aunque parezca paradójico, que de ello habló un ministro anarquista, no hay tal, porque nuestros campos serán muy diferentes de los del extranjero. No hay ninguna razón humana que impida que trabajen los militares, los curas, los hijos de los millonarios como trabajamos los demás. Se realizarán obras productivas o de producción no inmediata, como repoblación forestal… Esa cohorte de fascistas, trabajando, nos ayudará a transformar nuestro país en un vergel». Para García Oliver, los trabajos forzados no eran simplemente un castigo, sino un medio de redención; servirían para rehabilitar al «políticofascista». Lleno de orgullo, le explicó al público congregado en el teatro Apolo de Valencia el 30 de mayo de 1937 que en la entrada del primer campo de trabajo del Gobierno en Totana (Murcia), «encontramos este lema: “Trabaja, y no pierdas la esperanza”». En sus memorias explicaba que esta consigna «estaba basada en la idea de recuperar, por el trabajo de los fascistas condenados, elementos esenciales como las vidas de los condenados, salvados de los piquetes de ejecución a que inexorablemente eran conducidos antes en los “paseos”…».

La creencia en el poder transformador de los trabajos forzados era moneda común entre la izquierda española. En agosto de 1933, el Gobierno socialista republicano de Manuel Azaña aprobó la Ley de Vagos y Maleantes. Mediante esta, se permitía el arresto y la detención administrativa de, entre otros, «vagos habituales», «rufianes y proxenetas», «mendigos profesionales», «ebrios y toxicómanos habituales» y «los que observen conducta reveladora de inclinación al delito». Estos individuos «peligrosos» eran potencialmente propensos a ser internados en un «establecimiento de régimen de trabajo» o en «colonias agrícolas» por un periodo de hasta tres años. Esta ley draconiana la fraguó el jurista socialista Luis Jiménez de Asúa y se trataba de una respuesta española al asunto debatido a nivel internacional de los acusados «incorregibles». Seguía el ejemplo de Inglaterra, que permitía que los «delincuentes habituales» condenados fueran detenidos durante un periodo adicional entre cinco y diez años a partir de 1908, y que precedió Alemania, donde una ley de noviembre de 1933 autorizaba a los tribunales a detener de manera indefinida a «delincuentes habituales peligrosos»[7].

Así pues, más que tratarse de una medida retrógrada, la Ley de Vagos y Maleantes formaba parte del programa del Gobierno socialista republicano para «modernizar» la ley y el orden en España. Aunque en realidad no se crearon campos de trabajo antes de la Guerra Civil, la relación entre trabajos forzados y modernidad ayuda a explicar por qué el sistema de campos de trabajo de García Oliver se expandió bajo los Gobiernos de Negrín a partir de mayo de 1937. De hecho, el sucesor del anarquista como ministro de Justicia, Manuel de Irujo, inauguró el campo «modelo» en Albatera (Alicante) el 24 de octubre de 1937. En su estudio de viabilidad sobre Albatera, llevado a cabo el verano anterior, Simón García de Val, anterior director de la prisión de Porlier y funcionario de mayor rango responsable de los campos de trabajo, hizo hincapié en que los campos propuestos no hacían más que continuar la política penal de otros Estados europeos, citando las prisiones coloniales británicas y francesas en Australia y Guyana y el recientemente terminado Canal Mar Blanco-Báltico de la Unión Soviética. Así, los campos de trabajo constituían una fuente de orgullo. Tal y como decía un militante de Izquierda Republicana en un discurso de propaganda radiado la noche del 13 de septiembre de 1938, «Los campos de trabajo, visitados en cualquier momento, por su organización humanitaria y científica, sitúan nuestro sistema penitenciario al nivel del de los pueblos cultos y en el ritmo de los postulados de la ciencia penal moderna».

Aun así, fueron los anarcosindicalistas los más fervientes defensores de los campos de trabajo durante los primeros meses de la Guerra Civil. Como miembro de un tribunal del CPIP, el faísta Benigno Mancebo se quejaba a menudo ante Gregorio Gallego de que habría preferido poner a las víctimas a trabajar. Esta actitud, tal y como explicó el líder de las juventudes anarquistas en sus memorias, «respondía a la concepción ácrata de reeducar más que castigar». Y sería la FAI la que crearía el primer campo de trabajo en la España republicana, en Valmuel (Teruel). La información con respecto a este campo es bastante escasa, pero sí contamos con un testimonio sobre ella de Agustín Souchy Bauer, antiguo jefe de la Asociación Internacional de los Trabajadores (AIT), el movimiento anarcosindicalista internacional. Souchy, junto con la anarquista estadounidense Emma Goldman, viajó por Aragón entre 1936 y 1937 para ver la revolución en acción.

Valmuel contaba con muchas de las características que posteriormente serían típicas de los campos de García Oliver. La primera era que los mismos prisioneros lo construyeron. La segunda era la ubicación del campo y su objetivo: establecido en una zona árida de Aragón, fue diseñado para construir un canal que permitiera el riego y, por tanto, los cultivos. En tercer lugar, había una estrecha colaboración con las autoridades locales: no solo aportó fondos el Ayuntamiento de la cercana Alcañiz, sino que el colectivo local también envió a 125 hombres libres para que trabajaran con los 180 condenados a trabajos forzados. Para Souchy no era paradójico que los militantes anarquistas crearan un campo de trabajo. «¿Por qué hay campos de concentración todavía? Aún no está terminada la lucha contra el fascismo. Los anarquistas han de protegerse contra los fascistas». Pero el uso de trabajos forzados de «fascistas» era algo más que simple autodefensa. El trabajo tenía una cualidad redentora que transformaría a los «fascistas». Idealizando sin duda alguna la realidad del trabajo duro en condiciones difíciles, Souchy escribió que «Prisioneros y guardianes son compañeros». Esto hace que sea más fácil comprender por qué Juan García Oliver, al ser nombrado ministro de Justicia del Gobierno de Largo Caballero el 4 de noviembre, les dijo a los periodistas que su prioridad era la creación de «campos de concentración para los detenidos facciosos, haciéndoles trabajar». Estableció una clara distinción entre delincuentes políticos y comunes. El 23 de diciembre ordenó la destrucción del registro de antecedentes penales anterior a la guerra. Ocho días después, García Oliver declaró que «Cúmpleme a mí, que he sido presidiario» llevar a cabo «la transformación de la Justicia». Prometió que la justicia «necesita ser caliente, viva». El «delincuente común», dijo, «no es un enemigo, sino una víctima de la sociedad, lo que hay que hacer es tomarle por la cultura». De este modo, la «ciudad penitenciaria a que se envíe habrá acumulado los elementos más importantes del progreso: teatros, deportes, universidades y bibliotecas». Los delincuentes políticos, por otra parte, necesitaban trabajar para no volver a delinquir. Los campos de trabajo iban a ser el destino, «que no es reclusión ni privación de la libertad», en el que serían los beneficiarios de un sistema judicial «humanizado»[8].

La naturaleza fundamentalmente política del sistema de campos de trabajo estaba reflejaba en su estructura administrativa. Los campos de la DGS quedaban bajo la supervisión general de un Patronato Nacional de los Campos de Trabajo del Ministerio de Justicia. La composición de este comité reflejaba la realidad del poder político: además de García Oliver y el director general de Prisiones, Antonio Carnero Jiménez, ambos anarcosindicalistas, había ocho representantes de todos las demás sindicatos y partidos políticos del Frente Popular, con excepción del antiestalinista Partido Obrero de Unificación Marxista (POUM). El Patronato Nacional gestionaba el sistema de campos. Además de inspeccionar los campos y ordenar la creación de otros nuevos en los territorios recién liberados, tenía que proporcionar «tutela a los prisioneros tras el cumplimiento de la sentencia», vigilándolos en su «incorporación a la nueva sociedad», minimizando así el riesgo de reincidencia política. Pero el principal incentivo era un plan de «bonos» que reducía la sentencia según la cantidad y calidad del trabajo de los condenados. García Oliver se deshizo en elogios al hablar de este mecanismo para reintegrar a los enemigos políticos dentro de la sociedad republicana. «Cualquier condenado a treinta años de Campo de Trabajo», declaró el 30 de mayo de 1937, «sin ser apaleado, trabajando normalmente y viviendo dignamente, podía extinguir esa pena de treinta años en seis, siete, ocho, nueve o diez años, según su conducta. ¡Nada en el mundo de tan avanzado, aun cuando tiene sus antecedentes!».

De hecho, tal y como el mismo García Oliver reconoció, este plan de puntos no era original: se basaba en el que ideó para los condenados a trabajos forzados Alexander Maconochie, comandante de la prisión colonial establecida en la isla de Norfolk, en Australia, en la década de 1840. Tenía también la influencia de Manuel Montesinos y Molina, un jefe del Ejército que fue pionero en la redención a través de un programa de trabajo cuando estaba a cargo de las prisiones de Valencia durante la primera guerra carlista. Por tanto, los campos republicanos no estaban solamente influenciados por modelos extranjeros, sino también por la propia experiencia histórica de España en trabajos forzados. Esto último fue fundamental para la decisión de colocar el campamento más grande en Albatera (Alicante) en septiembre de 1937, puesto que su objetivo —el drenaje de 30.000 hectáreas de marismas saladas en la orilla izquierda del río Segura y el reasentamiento de cientos de agricultores en el terreno recuperado— ya lo había conseguido previamente el cardenal Beluga en una zona colindante, utilizando a condenados a trabajos forzados en el siglo XVII. El primer campo de Totana (Murcia) estaba también basado en un proyecto agrícola que venía de antiguo. En 1566 se diseñó un plan para regar el valle de Guadalentín por medio de un embalse y un canal procedentes del río Segura. Aunque se abandonó a finales del siglo XVIII debido a la falta de inversión extranjera, el plan fue retomado en 1936 basándose en los datos económicos de que los trabajos forzados ahorrarían al Estado republicano diez millones de pesetas[9].

Para finales de 1937, los campos de trabajos forzados del Ministerio de Justicia funcionaban en su totalidad. Por las puertas de Totana, que abrió el 24 de abril, pasaron un total de 1.799 prisioneros hasta el fin de la Guerra Civil. Su vecino mayor, Albatera, se construyó con una capacidad de 2.000 prisioneros y recibió a unos 1.000 a principios de 1938. Hubo al menos otros siete campos permanentes en la España republicana, principalmente en Levante, aunque eran mucho más pequeños que los de Totana y Albatera. Tras los horrores que habían presenciado, la perspectiva de ser realmente transferidos a un campo de trabajo no afligía necesariamente a los prisioneros. En diciembre de 1936, al tener noticias de la pronta apertura de Totana, los reclusos de la cárcel de Porlier escribieron en las paredes: «¡Viva Totana, que es mi destino!». Pero las condiciones de los campamentos dejaban mucho que desear. Se trataba de campos de trabajo, no de exterminación, pero hubo doce víctimas mortales en Totana y cinco en Albatera. Hubo serios problemas de transporte y suministro que provocaron escasez de uniformes, herramientas y medicinas, así como falta de higiene. La escasez de comida supuso un especial problema en Totana, en donde se esperaba que los prisioneros cavaran un canal de veinte kilómetros y construyeran una carretera de la misma longitud durante el invierno de 1937 y 1938. En Albatera, la recuperación de 150 hectáreas de terreno para cultivo para 1938 supuso un enorme coste para la salud de los prisioneros. Las estadísticas de la enfermería del campamento indican que en una población que osciló entre 783 y 960 presos en diciembre de 1937, el personal médico realizó 3.224 consultas. De estas, 2.507 —lo que representaba un 11,3% de la población del campamento— tuvieron como resultado la incapacidad temporal del prisionero para trabajar. Las principales causas fueron problemas respiratorios y digestivos, reumatismo y accidentes laborales[10].

EL FINAL DEL SUEÑO DE GARCÍA OLIVER

A pesar de las malas condiciones laborales, el Gobierno de Negrín tenía previsto crear más campos de trabajo durante el año 1938. El 29 de diciembre de 1937, el director general de Prisiones, Vicente Sol, escribió al jefe del Ejército republicano en Extremadura solicitando su permiso para establecer un campo en Cijara (Cáceres). Este campamento, en una zona que había sido designada como zona bélica, habría albergado a más de mil prisioneros y construiría un pantano y enlaces de comunicación. Seis semanas después, llegó la orden de Mariano Ansó, sucesor de Irujo como ministro de Justicia, de construir un nuevo campamento en Calpe (Alicante). Aun así, estos campos nunca llegaron a materializarse y, en cuanto a cifras se refiere, el sistema de campos existente se estancó: la población de Albatera llegó a un máximo de 1.039 en febrero de 1938. Esto no se debió a una repentina repulsión por el uso de trabajos forzados, sino que más bien fue consecuencia de la deteriorada situación militar de la República, sobre todo por la ofensiva franquista en Aragón, que dividió en dos la zona republicana ese mes de abril. A medida que el curso de la guerra se volvía en contra de la República, se iba produciendo una evolución decisiva desde trabajos forzados legitimados judicialmente a trabajos forzados administrativos y militarizados que quedaban bajo el control del Servicio de Investigación Militar.

En cierto sentido, la primacía de imperativos militares en la utilización de los condenados a trabajos forzados fue evidente en Madrid en 1937. En el invierno de 1936-1937, José Cazorla creó un batallón de fortificaciones con más de 400 presos políticos con el total apoyo de su jefe, el general Miaja, quien recalcó que «soy enemigo de tener en la cárcel al hombre porque el trabajo y las cárceles envilecen». Los mismos prisioneros se mostraban menos entusiastas. En Porlier hablaban de «dos clases de libertades: “la del sobre verde” y “la libertad buena”. Llamábamos del sobre verde porque esta libertad no era tal libertad. En un camión celular, completamente cerrado y pintado de verde, eran los detenidos llevados a un cuartel de fortificaciones, y de este cuartel a las trincheras». Este trabajo para el Ejército republicano era peligroso, aunque la amenaza no siempre procedía del frente: cuando construían carreteras al norte de la capital, en Peñagrande, los prisioneros fueron abordados por mujeres del pueblo que exigían a sus guardias que les dispararan.

El batallón de fortificaciones de Cazorla era indicativo de un mayor uso de condenados a trabajos forzados por parte del Ejército mientras la corriente militar se iba poniendo en contra de la República. El 19 de febrero de 1938, un decreto del Ministerio de Defensa Nacional que codificaba la utilización de batallones disciplinarios de «trabajo», estipulaba que el trabajo manual pesado debían realizarlo los desafectos políticos en edad militar, puesto que eran demasiado peligrosos como para que los enviaran al frente. En el escenario bélico madrileño, el batallón disciplinario de «trabajo» más —tristemente— conocido estaba situado en Nuevo Baztán, al este de la provincia. Una de sus víctimas fue Francisco del Castillo Collado, un vendedor ambulante de Madrid que fue arrestado en octubre de 1936 bajo la sospecha de ser miembro del protofascista Partido Nacionalista Español. Tras ser enviado directamente desde la cárcel a Nuevo Baztán en marzo de 1937, sufrió meses de malos tratos antes de desplomarse y morir en diciembre de 1938. Al menos siete guardias y oficiales de campamentos fueron condenados a muerte por tribunales militares franquistas por su trato inhumano a prisioneros[11].

En un intento por conservar cierto control sobre la utilización de condenados a trabajos forzados, el Ministerio de Justicia se asoció con el de Defensa Nacional. En diciembre de 1937, el director general de Prisiones, Vicente Sol, anunció que el Ejército había acordado llevar prisioneros de guerra que estaban bajo su jurisdicción a trabajar en la construcción de una línea ferroviaria entre Torrejón de Ardoz (Madrid) y Tarancón (Cuenca) que mejoraría las conexiones estratégicas y de suministros con la asediada capital española. A finales de mayo de 1938, 8.000 prisioneros trabajaban en la línea ferroviaria. Estos sufrieron también las malas condiciones y la escasez de comida. En febrero de 1938, el ingeniero jefe del proyecto escribió a Sol quejándose de que 160 trabajadores forzados del subcampamento de El Carrizal sufrían malnutrición y no podían trabajar. Puesto que esto provocaba «trastornos de consideración» en «la marcha de los trabajos», el ingeniero jefe se vio obligado a ordenar un envío de naranjas desde Tarancón a cargo de su propio presupuesto de producción.

Sin embargo, el Ministerio de Justicia tuvo poca influencia sobre los campos de trabajo controlados por los servicios de seguridad republicanos. En la provincia de Madrid, el DEDIDE, que como vimos en el capítulo anterior fue creado por el ministro de la Gobernación, Julián Zugazagoitia, en junio de 1937 para combatir la quinta columna, tenía un campo de trabajo a menos de diez kilómetros de distancia de Nuevo Baztán, en Ambite. Mientras estaba bajo control comunista, este campo albergaba a 380 personas que se encontraban en arresto administrativo, entre los que había prisioneros transferidos desde su tristemente célebre cárcel de Segorbe, en Castellón. Cuando este campo pasó a estar bajo el control del SIM de Ángel Pedrero tras la disolución del DEDIDE, en marzo de 1938, se descubrió que los internos «carecían de ropa, e incluso habían sido sometidos a malos tratos». Sin embargo, no es de sorprender que aquellas condiciones no mejoraran bajo el control de la Policía secreta militar: para aquel mes de diciembre, al menos tres prisioneros habían muerto.

Ambite constituía solo una parte de la creciente red de campamentos del SIM en Madrid. Al final de la Guerra Civil, su administración de los campamentos, dirigida por Julio de Mora (antiguo jefe del CIEP, el servicio de información de la Agrupación Socialista Madrileña), controlaba también los campos de Pozuelo del Rey (Madrid), Yepes (Toledo) y Belmonte (Cuenca). Sin embargo, el imperio de Pedrero era poca cosa comparado con la red de campos del SIM en Cataluña. Mientras que el frente de Madrid estaba estancado, Cataluña se enfrentaba a una crisis militar después de que la República se dividiera en dos en abril de 1938, y el SIM supervisaba una amplia extensión de campos de trabajo en la región. Estableció una red de seis campos que contenían entre 7.000 y 8.000 prisioneros, muchos de los cuales habían sido llevados desde las cárceles de la zona. Estos campamentos base estaban situados en el complejo del Pueblo Español de Montjuic (Barcelona), con sucursales en los municipios de Hospitales de l’Infant, Falset (Tarragona), Omells de Na Gaia, Concabella y Ogern (Lleida). Cada uno de ellos contaba a su vez con subcampamentos: Falset, por ejemplo, tenía otros tres destacamentos en el distrito local. Estos campos de trabajo fueron ideados para ayudar en la construcción de seis líneas defensivas ordenadas por el general Rojo, el jefe del Estado Mayor republicano. Administrados por Manuel Astorga, un comunista madrileño, las condiciones de estos campos de trabajo eran brutales: por ejemplo, veintiún prisioneros de Omells de Na Gaia (Lleida) fueron asesinados por declarar que estaban demasiado enfermos o hambrientos como para trabajar.

La emergencia militar aplastó la perspectiva de García Oliver de «Trabaja y no pierdas la esperanza». Los proyectos de infraestructura a largo plazo que realizaban los campos del Ministerio de Justicia quedaron subordinados a la defensa militar de Valencia a partir de 1938; Totana sirvió cada vez más como campamento de tránsito para el batallón disciplinario del Ejército de las minas de mercurio de Almadén (Ciudad Real). Por último, la derrota de la República supuso el fin de las esperanzas antifascistas en que los trabajos forzados no solo reformarían a los «fascistas», sino que «transformarían nuestro país en un vergel». Pero esto no ocultaría la importancia de campos de trabajo como los de Totana y Albatera: fueron diseñados como parte integrante de la justicia republicana tras la victoria. Por supuesto, Albatera no ha sido recordada por su fundamento original de proporcionar terrenos recuperados a campesinos de izquierdas; actualmente, una placa que se exhibe en su emplazamiento, dedicada a los «seres humanos que sufrieron y murieron por un mundo más justo y más libre», no hace referencia a quienes entraron en el campo durante la guerra, sino a los que llegaron después. Unas 30.000 personas estuvieron internas temporalmente en Albatera en condiciones horribles desde primeros de abril de 1939[12]. Muchos eran madrileños, cuyo viaje a Levante había comenzado entre el 27 y el 28 de marzo.