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¿UNA QUINTA COLUMNA?

ORIGEN DE LA EXPRESIÓN «QUINTA COLUMNA»

En 1938, se publicó la primera y única obra de teatro de Ernest Hemingway. Escrita durante la estancia del autor estadounidense en el hotel Florida de Madrid en 1937, no tuvo ningún éxito: «irregular y confusa», se quejaba el crítico de la revista Time, que esperaba que en el futuro Hemingway «evitara escribir teatro». Con el título de La Quinta Columna, el escenario de la obra es el Madrid sitiado y trata el tema de la lucha entre el héroe, Philip, y una organización fascista asesina y clandestina tras las líneas republicanas. En el prólogo, Hemingway escribió que «El título se refiere a la declaración de los rebeldes españoles en el otoño de 1936 de que tenían cuatro columnas que avanzaban sobre Madrid y una Quinta Columna de simpatizantes dentro de la ciudad, para atacar a sus defensores desde la retaguardia. Si muchos de los componentes de la Quinta Columna están ahora muertos, hay que tener en cuenta que fueron asesinados en medio de una guerra en la que tenían tanto peligro y determinación como cualquier otro de los que murió en las otras cuatro. Las cuatro columnas que avanzaban sobre Madrid mataron a sus prisioneros. Cuando los miembros de la Quinta Columna fueron capturados dentro de la ciudad durante los primeros días de la guerra también murieron… Merecían morir, según las leyes de la guerra, y se esperaba que así fuera».

La afirmación de Hemingway de que un enemigo interno, despiadado y organizado operaba en Madrid desde el comienzo de la Guerra Civil supuso, por supuesto, un dogma de fe entre los madrileños antifascistas. Pero su referencia a «la declaración de los rebeldes españoles» es una explicación típicamente ambigua del origen de la expresión más —tristemente— célebre del conflicto. La primera utilización pública del término que se conoce en la zona republicana fue la que hizo Dolores Ibárruri en Mundo Obrero el 3 de octubre de 1936. En un artículo de primera página, escribió que «cuatro columnas dijo el traidor Mola que lanzaría sobre Madrid, pero que la “quinta” sería la que comenzaría la ofensiva. La “quinta” es la que está dentro de Madrid; la que a pesar de las medidas tomadas se mueve en la oscuridad… a este enemigo hay que aplastar inmediatamente…». Una semana después, ampliaba la información en Milicia Popular, el órgano del quinto regimiento comunista, el comisario del regimiento, el italiano Vittorio Vidali (Carlos Contreras): «En una entrevista que tuvo el general Mola con ciertos periodistas extranjeros, parece que se permitió declarar que “las columnas que marchaban sobre Madrid eran cuatro”. Al preguntarle uno de los periodistas cuál de ellas entraría primero en la capital, dicho general —que parece estar dispuesto a gastar bromas— le contestó que “la quinta”». Esta sería la explicación oficial comunista: en diciembre de 1938, Y Bosinov, del Ministerio de Defensa Soviético, escribía que «El verdugo fascista —el ex general Mola— declaró cínicamente a los corresponsales de la prensa burguesa que la ofensiva contra Madrid fue obra de las cuatro columnas nacionalistas, mientras que la “quinta columna” les esperaba dentro de la propia ciudad».

Lo cierto es que la expresión «quinta columna» surgió después de la caída de Toledo, el 28 de septiembre. Un editorial de Mundo Obrero escrito dos días antes habla solamente de «espías, agentes del fascismo y facciosos emboscados» que «solo esperan el momento propicio de lanzarse abiertamente a la lucha». A primera vista, el general Mola sí que podría ser su autor lógico. Dirigió el Ejército del norte, que en su sector sur incluía las cuatro columnas de Asensio, Barrón, Serrano y Castejón que avanzaban sobre Madrid desde Toledo. Además, el «director» de la rebelión militar fue considerado el responsable de la primera ocupación militar de la ciudad tras su esperada captura. Muchos historiadores han llegado, por tanto, a la conclusión de que esta expresión debería atribuirse a Mola. De hecho, Hugh Thomas, en su magistral Historia de la Guerra Civil escribió que Noel Monks, corresponsal del The Daily Express londinense, le habló de aquella rueda de prensa. Pero la autoría de Mola sigue sin haber sido demostrada. Cuando estudiaba los orígenes de la expresión para su estudio sobre la «quinta columna» alemana durante la Segunda Guerra Mundial a principios de los años cincuenta, el historiador holandés Louis de Jong no consiguió encontrar ninguna referencia a Mola en la prensa franquista. Yo no pude encontrar referencias a la supuesta conferencia de prensa de Mola entre las páginas de la prensa internacional; el The Daily Express, por ejemplo, se refiere solo a la «Quinta Columna del general Franco» en los artículos de aquel mes de octubre. De hecho, una parte de la prensa republicana no comunista de Madrid aseguraba que la expresión había sido pronunciada por otros, como el general Queipo de Llano. Además, otros escritores aceptan la autoría de Mola, pero proporcionan un contexto diferente a su declaración: el periodista franquista e historiador Manuel Aznar, por ejemplo, declaró en 1968 que el general lo anunció por Radio Burgos[1].

Aún más importante es el hecho de que un telegrama que envió Hans-Hermann Völckers, el encargado de negocios alemán en la zona republicana, a Berlín el día 30 de septiembre de 1936 viene a decir que Mola no pronunció las palabras «quinta columna». Transmitido desde Alicante antes del artículo de Ibárruri en Mundo Obrero, hablaba de la situación militar después de la ocupación de Toledo por parte de Franco. Refiriéndose a la posibilidad de una revuelta interna en la capital, escribió: «El acercamiento de las tropas blancas [franquistas] y la reacción contra el dominio de la fuerza roja están animando a los que apoyan a la derecha a elaborar planes de alzamiento y resistencia dentro de Madrid. Se está haciendo circular una supuesta declaración de Franco según la cual, respondiendo a la pregunta de cuál de sus cuatro columnas tomaría primero Madrid, dijo que sería la quinta columna, que espera dentro de la ciudad». Völckers estaba en Levante para asegurar la liberación de José Antonio Primo de Rivera de la cárcel, pero citó la supuesta existencia de la quinta columna para apoyar su argumento de que «La caída de Madrid es segura». Se puede ver que el diplomático nazi identifica como autor a Franco, no a Mola. También utiliza la ambigua frase de «Se está haciendo circular» para explicar la fuente de su información. Por tanto, cabe preguntarse si simplemente estaba transmitiendo estos rumores a sus superiores. Y puesto que dichos rumores tomaron forma impresa por primera vez en Mundo Obrero, no se puede descartar la teoría de que la expresión «quinta columna» fuese acuñada por los comunistas inmediatamente después de la caída de Toledo para proporcionar un arma de propaganda eficaz en la lucha contra espías. Lo cierto es que no puede descartarse la influencia soviética. El término «quinta columna» surgió en una época en la que había en Madrid adiestrados periodistas y policías soviéticos. Los periodistas Mijail Koltsov e Ilya Ehrenburg, así como los directores de cine Roman Karmen y Boris Makaseev llegaron a la capital a finales de agosto; el jefe del NKVD en España, Lev Lazarevich Nikolsky —mejor conocido como Alexandr Orlov—, aparece como agregado político el día 16 de septiembre.

La autoría comunista ayudaría a explicar el misterio de por qué Mola —o cualquier otro líder rebelde— iba a asegurar que había una «quinta columna» en Madrid. El estudio de Javier Cervera sobre la quinta columna de la capital demuestra que no hubo ninguna organización clandestina en contacto con los franquistas hasta finales de 1936. Morten Heiberg y Manuel Ros Agudo han asegurado que con la supuesta declaración de Mola se estaba «jugando el juego de la guerra psicológica con el fin de sembrar la desconfianza y hundir la moral de los madrileños». Es cierto que los rebeldes acudían sistemáticamente a la guerra psicológica mientras los aviones lanzaban con regularidad panfletos que advertían a los habitantes de la capital de los peligros de una mayor resistencia. La aviación rebelde también lanzaba llamamientos a la población para que «se alzaran contra el “Terror Rojo”». Así pues, aunque se puede poner en duda el argumento de que la expresión «quinta columna» fue acuñada por Mola, es perfectamente plausible que él creyera que los rebeldes tenían un ejército clandestino de seguidores en Madrid. El 7 de noviembre, con las tropas de Franco en las puertas de la capital, Mola ordenó que se realizara una investigación para saber si existían en la ciudad «servicios organizados para atender las primeras necesidades cuando se ocupe Madrid»[2].

SUPERVIVENCIA, NO RESISTENCIA

La resistencia activa fue poco probable durante los primeros meses de la Guerra Civil. Esto puede explicarse, en parte, con un análisis de la conspiración antirrepublicana más importante que tuvo lugar en Madrid tras el fracaso de la rebelión militar. El 18 de agosto, la Policía de la División de Investigación Criminal de Lino, junto con unos milicianos de Izquierda Republicana, detuvieron a ocho falangistas, entre los que se encontraban Fernando y Federico Primo de Rivera y Cobo de Guzmán, primos de José Antonio. Se habían refugiado en casa de otro primo, José María Arriaga Cobo de Guzmán, horas después de la rendición del cuartel de la Montaña. En aquella casa se urdió un complot para tomar Unión Radio y dicha conspiración se amplió enseguida para incluir un asalto al Ministerio de la Gobernación. Sin embargo, no se estableció ninguna fecha para esta operación: los conspiradores solo debían actuar cuando las columnas del general Mola estuvieran a punto de entrar en la capital. La idea era que un pequeño grupo de veinte a veinticinco hombres armados solamente con pistolas se hicieran con el control de los centros de seguridad y comunicación de la República y sembraran el pánico y la confusión entre los defensores, facilitando así una rápida ocupación militar de la ciudad. Los conspiradores actuaban de manera independiente. Ni siquiera el fiscal republicano los acusó de estar en contacto con Mola durante su juicio de la Cárcel Modelo entre los días 23 y 26 de septiembre. Cuatro de aquellos ocho hombres fueron sentenciados a muerte —posteriormente las sentencias serían conmutadas—, aunque al final todos, excepto uno de ellos, morirían en sacas extrajudiciales, cuatro de ellos en Paracuellos.

En última instancia, el complot falangista dependía de un inminente avance de las tropas de Mola desde las sierras de Guadarrama y Somosierra. La proximidad de los rebeldes, que en la imaginación antifascista estimulaba el trabajo del enemigo interno en Madrid, actuó en realidad como un potente freno para la actividad clandestina antirrepublicana. Para muchos simpatizantes de los rebeldes, era axiomático que las fuerzas de Mola, dirigidas por militares, vencerían a las indisciplinadas e inexpertas milicias rojas en cuestión de semanas, si no de días. Rosario Queipo de Llano, hermana del «virrey de Andalucía», vivía en una residencia en julio de 1936 antes de tomar la decisión de refugiarse con unos amigos después de que dos milicianos llamaran para hablar con la hermana de «el de Sevilla». Recibida con cariño, le dijeron que podía quedarse con ellos «unos días, hasta ver si pasaba el peligro. Esperamos que sería cosa de pocos días…». El primer fracaso de Mola para tomar Madrid en agosto no acabó con el optimismo del fin del Madrid rojo; la liberación vendría de mano del rápido avance de los Ejércitos de Franco en el sur y en el oeste. El escritor y dramaturgo Abelardo Fernández Arias, el «Duende de la Colegiata», escribió en 1937, tras salir de la España republicana con la esposa de Ramón Serrano Suñer, que «se sentían en Madrid las tropas “nacionales”» en octubre de 1936. Pocos pensaban que los republicanos podrían defender Madrid. El falangista David Jato recordaba en 1976 que «pensar que se iba a prolongar más allá de las Navidades no lo pensaban ni los más pesimistas».

Por tanto, los que estaban fuera de la cárcel percibían la oposición activa como algo sin sentido. ¿Por qué arriesgar la vida si la victoria rebelde era inevitable? Así, el fracaso del ataque de Franco sobre Madrid el invierno de 1936-1937, que hizo añicos las esperanzas de una rápida conclusión de la guerra, fue lo que precipitó la actividad antirrepublicana clandestina y organizada. Las trayectorias de los que pertenecían a la quinta columna sigue un patrón muy similar —encarcelamiento, ocultación o fingida lealtad a la República en 1936 y, después, pertenencia a alguna de las distintas organizaciones quintacolumnistas en 1937 o 1938, siendo la más importante la Falange clandestina—. No fue atípica la experiencia del comandante de Carabineros Manuel Albarrán Ordóñez. Tras su fallido intento de escapar a la zona nacional el verano de 1936, Albarrán se vio obligado a organizar las fuerzas republicanas en el frente de Somosierra para garantizarse una liberación después de fingirse enfermo en noviembre de 1936. Después de unirse a la organización quintacolumnista «Antonio» en otoño de 1937, fue pronto detenido por la Policía republicana. Aunque un tribunal lo condenó a muerte, la sentencia fue conmutada y pasó el resto de la guerra en una cárcel de Madrid.

El terror en sí implicaba que la mera supervivencia era la principal prioridad en 1936. Jato asegura que «la inmensa mayoría de los nacionales que vivían en Madrid estaban paralizados por el terror, incapaces de reaccionar, ni siquiera en su defensa personal». Sin embargo, confunde la ausencia de una verdadera amenaza interna al régimen republicano con pasividad. Los que tenían miedo a la «justicia popular» no estaban paralizados por la inacción; la determinación para evitar una bala en la nuca condujo a la adopción de estrategias que solo servían para intensificar los temores antifascistas a un poderoso enemigo oculto. Esto puede verse si se examinan las propias experiencias de Jato en 1936. Él fue uno de los 8.798 hombres a los que habían dado asilo en distintas misiones diplomáticas hasta 1937. Con las importantes excepciones de los británicos, los soviéticos y los norteamericanos, representantes de estados extranjeros —especialmente latinoamericanos— concedieron asilo a gran escala y acogieron a refugiados en edificios que estaban bajo su control por toda la ciudad: la bandera de la República Dominicana, por ejemplo, ondeaba por encima de 68 pisos.

Pero el simple hecho de buscar asilo era considerado como prueba de subversión por los antifascistas, y los edificios que se encontraban bajo control o protección extranjera eran vistos como nidos de espías. En una reunión del cuerpo diplomático del 25 de septiembre, el representante de Guatemala se quejó de que las milicias habían tratado de registrar su consulado basándose en que «se está produciendo una conspiración fascista en Madrid» y que «si tuvieran la seguridad completa de que los asilados no son conspiradores ellos no tienen nada que objetar». A un nivel más formal, el ministro del Estado, Julio Álvarez del Vayo, se quejó en una de sus primeras reuniones con el diplomático británico Ogilvie-Forbes, el día 8 de septiembre, de que «no solo se estaba albergando a los españoles hostiles al Gobierno, sino que se les estaba permitiendo desarrollar actividades en contra del estado al abrigo de esas misiones. El Gobierno español estaba planteándose tomar medidas muy serias». El temor a que no se respetara la extraterritorialidad condujo a la acumulación de pequeñas cantidades de armas en algunas embajadas y legaciones como medida defensiva en caso de asalto, a pesar del claro riesgo de confirmar sin querer las sospechas de que los refugiados formaban el núcleo armado de un alzamiento de la «quinta columna».

Conseguir protección extranjera no era fácil. La mayoría de los refugiados o bien conocía personalmente a algún diplomático o representante extranjero o tenía la recomendación de alguien que ya había conseguido asilo. Y, por lo general, tenían dinero. No siempre era una cuestión de pagar los costes inevitables de una estancia prolongada. Hubo quienes claramente se aprovecharon de la desesperación de otros por huir de la persecución. Uno de los ejemplos más notorios es el de la red del consulado peruano. En septiembre de 1936, el Gobierno de Perú dio la orden de evacuar su consulado y, como consecuencia, los diplomáticos, junto con unos veinte refugiados que estaban a su cargo, entre quienes se encontraba la hermana del general Mola, salieron de la capital. Antes de su salida, el ministro Juan de Osma y Pardo aceptó la oferta de Enrique Chenyek Sánchez, un estudiante de medicina peruano, para actuar como cónsul temporal durante su ausencia. Durante las siguientes semanas, Antonio Ibáñez Gutiérrez y Rafael Gerona Martínez, dos españoles que declararon falsamente tener credenciales diplomáticas peruanas, instalaron a refugiados en dos pisos alquilados bajo la bandera de Perú. En total, más de 400 de ellos pagaron grandes cantidades de dinero para quedar bajo la dudosa protección de Ibáñez y Gerona; aparte del dinero de la «entrada», los refugiados también apoquinaron por la comida que nunca recibieron, al ser un dinero que se desviaba al mercado negro. Aunque las autoridades peruanas se enteraron enseguida de la operación de Ibáñez y Gerona, no hicieron nada por miedo a exponer a los refugiados al peligro de ser detenidos. Sin embargo, tras el regreso de Osma y Pardo en abril de 1937, Ibáñez y Gerona salieron de Madrid con destino a Francia después de verse implicados en una redada de la Policía republicana en los locales del consulado aquel mes de mayo y que llevó a la detención de 300 españoles y 60 peruanos por presunta actividad quintacolumnista, dentro de la que se incluía el uso de una emisora clandestina. El Gobierno peruano negó rotundamente las acusaciones y las relaciones entre Perú y la República española se cortaron en marzo de 1938[3].

Las perspectivas no eran buenas para aquellos que carecían de conexiones o de recursos económicos. Quedarse en casa no era una buena opción: no solo se convertían en una presa fácil, sino que la simple renuencia a salir era considerada sospechosa. De esta forma, Norberto Guerra Martín, militante antiguo del Partido Radical y empleado de una compañía de seguros, fue detenido por la Policía de la comisaría de Chamberí el 26 de octubre, por no aparecer en su trabajo desde el día 16 de julio. Algunos buscaron los escondites más inusuales: aunque los cementerios eran lugares elegidos para llevar a cabo ejecuciones, la Policía acorraló a doce «fascistas» que se habían escondido en nichos del cementerio municipal a principios de agosto. Aquel fue también el mes en que fusilaron a Felícito Izquierdo Benito, un hombre de 28 años que trabajaba en una frutería. El 21 de julio, unos milicianos entraron en la tienda y rápidamente detuvieron al dependiente; regresaron el 10 de agosto para avisar al dueño, Augusto Blanco, de que no debía dar trabajo a fascistas como Izquierdo. Al escuchar la amenaza, Izquierdo —que era de un pueblo de la provincia de Soria y no tenía familia en Madrid— decidió no regresar al trabajo y dejó su piso. Aun así, su cuerpo fue encontrado el día 15 de agosto en la Dehesa de la Villa.

La decisión de Izquierdo de dejar su casa no le salvó la vida, pero se trataba de una reacción bastante común ante las amenazas o ante un peligro potencial. Muchos decidieron alquilar habitaciones en las pensiones de la ciudad con la esperanza de que pronto volviera la «normalidad». Pero, de nuevo, el repentino abandono de la casa para ir a alojarse en otro lugar que la mitad de las veces también albergaba a otros que se encontraban en la misma situación, levantaba inevitablemente sospechas de traición. El 31 de agosto, por ejemplo, Ángel Sánchez Albaladejo, capellán castrense, fue detenido en la pensión Kiko por agentes de la comisaría de Inclusa por mantener reuniones secretas en su habitación «con intención de conspirar». Aunque los trabajadores de la pensión defendieron su inocencia, Sánchez fue internado en la cárcel de General Porlier, hasta que finalmente lo dejaron en libertad en 1937. De igual modo, la brigada de Atadell detuvo el 6 de octubre en una pensión al abogado Francisco Javier Galiana Rives «por reunirse con otros elementos fascistas que comentaban la entrada de los facciosos en Madrid». Habiendo negado enérgicamente los cargos, Galiana fue también liberado más tarde de la cárcel de Porlier, en 1937, al no encontrarse pruebas de un pasado político de derechas. Es el caso de algunos que se hallaban escondidos y que se reunían periódicamente para intercambiar noticias sobre la guerra: Arturo Cuadrado Alonso, un presbítero que estaba a punto de examinarse de oposiciones para convertirse en catedrático de instituto cuando estalló la guerra, escribió tras huir de la España republicana en 1937 que solía reunirse con amigos en distintos lugares y escuchar los boletines rebeldes por la radio. Los refugiados que se encontraban en el relativo refugio de las embajadas y legaciones extranjeras también sintonizaban las emisiones de la radio rebelde para informarse. No es de extrañar que esta actividad fuera considerada subversiva por parte de los republicanos. El 31 de octubre, el ministro de la Gobernación, Ángel Galarza, emitió un decreto en el que decía: «La mera tenencia de estaciones de emisoras de radio sin autorización alguna» y la difusión de «noticias, informaciones o comentarios que produzcan notoriamente alarma o depresión en el espíritu público» serán consideradas delitos de «adhesión de la rebelión militar» potencialmente penados con la muerte[4].

Esto no implica que aquellos que gustaban de intercambiar noticias que escuchaban en los boletines de guerra rebeldes se movieran fácilmente por las calles de Madrid. El comunista César Falcón escribió con orgullo que en una ciudad en la que «El “mono” proletario es el traje único… Madrid tiene ya su normalidad propia; una normalidad distinta de la anterior: la normalidad de los trabajadores libres que hacen victoriosamente la guerra contra quienes intentan arrebatarles la libertad». Esta «normalidad» quedaba circunscrita a aquellos que podían demostrar su antifascismo. Para quienes no tenían antecedentes de izquierdas antes de julio de 1936, la adquisición de un carné del partido del Frente Popular o de un sindicato era una forma de valor incalculable de entrar en la comunidad antifascista. Como observó el médico republicano Gregorio Baquero en su diario el día 16 de septiembre, «Desde el comienzo de la Guerra Civil la cotización de los “carnés” sindicales puede decirse que es sin duda alguna la más alta que ha conseguido en su ya larga vida de valores públicos… el hombre que muestra el “carné”, escribe con él su condición de proletario, su carácter de presunta víctima de los poderes que se sublevaran y, por último, su temperamento de héroe…». Los líderes del Frente Popular no eran ajenos a esta situación y hemos visto que, a menudo, atribuían los «excesos» a fascistas infiltrados. Esto se hizo más patente tras la declaración de la «quinta columna». En una conversación con el diplomático británico Ogilvie-Forbes, Álvarez del Vayo sostuvo que «muchos casos [de asesinatos] eran obra de agentes fascistas, provocadores que estaban dentro de la CNT». Culpar al movimiento anarcosindicalista de esta contaminación política no era nada nuevo, pero este argumento lo empezaron a sostener con mayor frecuencia los rivales de la CNT de la izquierda, especialmente los comunistas. Tras salir de Madrid el 2 de octubre, el francés André Marty, delegado del Comintern, informó a Moscú de la existencia de «fascistas provocadores que se hacían llamar anarquistas. Descubrimos en Madrid un almacén secreto de armas que pertenecían a estos “fascistas-anarquistas”… Estamos luchando contra los anarquistas demostrando públicamente que entre ellos hay muchos provocadores fascistas».

Es cierto que algunos de los que temían ser detenidos se aprovecharon de los poco estrictos controles dentro de la CNT para conseguir un carné del sindicato. Uno de ellos fue Antonio Cuadrado, el presbítero que escuchaba la radio rebelde, quien aseguró que «la fama de que la CNT era un nido de fascistas es más que justificada». Algunos incluso ocuparon puestos de influencia en la República de España gracias al auspicio de la CNT. Pablo Sancho Romero, maestro nacional, se adhirió al Movimiento en 1936 y se convirtió en concejal anarcosindicalista del Ayuntamiento en 1937 con el fin de proteger a los simpatizantes franquistas. En marzo de 1939, consiguió ser subsecretario de Hacienda y Economía en el Consejo Nacional de Defensa de Casado a las órdenes del Servicio de Información y Policía Militar (SIPM) de Franco. A pesar de ser un héroe de la quinta columna, Sancho fue juzgado por un tribunal militar franquista el 9 de noviembre de 1942 por el delito de «adhesión a la rebelión militar». El caso fue desestimado, pero a Sancho lo despidieron de su puesto de profesor y lo sometieron a investigación porque existían sospechas de que se trataba de un masón. Sin embargo, la actividad de Sancho no debería tomarse como prueba de sedición organizada dentro de la CNT durante el terror. Formó parte de la quinta columna desde 1937. Dicho de otro modo, aunque hay ejemplos de personas aisladas que utilizaban el carné de la CNT para protegerse a ellos mismos y a otros, los intentos coordinados de socavar el esfuerzo republicano durante la guerra infiltrándose en la CNT solo se dieron tras el fracaso de la toma de Madrid por parte de Franco. Esto puede ilustrarse con la carrera quintacolumnista de Álvaro Aparicio López, técnico industrial falangista apresado como muchos otros de sus camaradas el 13 de julio tras el asesinato de Calvo Sotelo. Liberado de la cárcel por error aquel mes de noviembre, Aparicio se ocultó «sin ninguna persona que le amparase». Hasta la primavera siguiente no se puso en contacto con sus correligionarios políticos, e ingresó en la CNT para «sembrar discordias en las filas rojas» y conseguir una comisión en el Ejército popular en la que apoyaba «a las personas y soldados afectos a la causa Nacional» y pasaba planes militares a los servicios de inteligencia militar franquistas[5].

En cualquier caso, todas las organizaciones del Frente Popular admitían a individuos que más tarde se verían envueltos en actividades de la quinta columna. El PCE, que alegó en 1938 que su número de afiliados en Madrid había aumentado de 8.300 desde el principio de la guerra a 12.358 durante los tres primeros meses de la guerra, no estaba en absoluto exento. El falangista Manuel Arias Méndez, estudiante de 23 años en 1936, entró en las MVR y luego en la Policía por aval del PCE. Sería otro quintacolumnista castigado por el régimen de Franco por un supuesto «servicio» a la República, siendo condenado a seis años y un día de cárcel por «auxilio a la rebelión militar» en febrero de 1940. Aunque uno de los temas tratados en este libro ha sido el hecho de que antifascistas «corrientes» colaboraron en la identificación y localización del enemigo interno, es también cierto que los miembros de todos los partidos y organizaciones izquierdistas ayudaron a madrileños perseguidos. Francisco Núñez Alonso, secretario de una de las células de distrito del PCE madrileño, proporcionó documentos falsos a derechistas. Francisco Figuerola Torres, secretario de UGT en Telefónica en 1936, apoyó, conforme a su sentencia de inocente de mayo de 1939, «a numerosas personas de derechas, sin que haya realizado ningún hecho que pueda considerase delictivo». Las amistades sobrevivieron a la rebelión militar, aunque la ayuda a estos amigos no siempre resultaba según los intereses a largo plazo de la República. Agustín Álvarez Toral fue un carlista que trabajaba en una herboristería regentada por Carlos de la Fuente, militante del Partido Socialista. Después de que Álvarez fuera amenazado por las milicias, De la Fuente utilizó sus contactos dentro del partido para garantizar la entrada de Álvarez en las MVR en otoño de 1936. Más tarde, el carlista sirvió como agente en la comisaría de Hospicio, donde estableció contacto con la quinta columna y trabajó bajo las órdenes de los falangistas Felipe Lozano Monjil y Fernando Suárez de la Dehesa. Reconocido por salvar la vida de Francisco Rodríguez Puente, secretario del cardenal Segura, Álvarez entró en la Policía militar franquista al terminar la guerra.

Sería un ejercicio interminable tratar de enumerar todos los ejemplos de ayuda prestada por los afiliados al Frente Popular a aquellos que otros consideraban «fascistas» en 1936. Cualquiera que dude de su magnitud puede consultar las sentencias militares que muestran cómo los consejos de guerra de Madrid declaraban de forma rutinaria dichos actos como «hechos probados» después de la guerra. Sin embargo, como ya se dijo en el capítulo 6, sería erróneo colegir que la ayuda o la protección prestadas a estas personas necesariamente implicaba una oposición general a la limpieza ideológica de Madrid. Agapito García Atadell salvó vidas y también acabó con otras. Como jefe de una brigada de investigación criminal de la DGS y destacado socialista que disfrutaba de la confianza de la Ejecutiva del partido, Atadell fue capaz de abrirse camino en los tribunales revolucionarios y asegurar la puesta en libertad de sus prisioneros. Especialmente favorecidos fueron los gallegos y, sobre todo, aquellos que eran de su pueblo, Vivero. Emilia Donapetri López pertenecía a una familia de Vivero conocida por su antipatía hacia la izquierda. Su marido, ingeniero de minas, había sido asesinado durante la revolución asturiana de octubre de 1934. En Madrid, cuando estalló la guerra, los familiares de Donapetri se escondieron y milicianos del Sindicato de Transportes de la UGT llevaron a Donapetri al cementerio del Este y la sometieron a una ejecución simulada para que ella les dijera dónde se encontraban. Después la soltaron y Donapetri acudió a su paisano Atadell, quien «la recibió muy bien… Inmediatamente la extendió un amplio aval [sic] que puso él mismo a máquina, [y] le dio el número del teléfono y le dijo que si algunas milicias la molestaban le llamase inmediatamente, porque quien mandaba en Madrid era él». Para probar este hecho, cuando volvieron a detener a Donapetri los mismos milicianos, «se telefoneó a Atadell, quien respondió en absoluto por la dicente [Donapetri], que tuvo que ser puesta en libertad».

La «liberación» más alabada de Atadell fue la de la joven de 17 años Lourdes Bueno, hija de un comandante de Infantería retirado. El 22 de septiembre, unos miembros de la brigada comunista ¡No Pasarán! detuvieron a Bueno en su casa y la llevaron ante el tribunal revolucionario de la calle San Bernardo número 72. Una carta que le escribió cuatro días antes desde Berlín el hijo de Aurelio Núñez Morgado, el embajador chileno en Madrid, había sido interceptada y Lourdes Bueno fue acusada de espionaje. Mientras la interrogaban, su padre suplicó públicamente su liberación al «raptor». También acudió a Atadell, que rastreó Madrid hasta que localizó a Lourdes el 28 de septiembre, el día en que iban a fusilarla. Tal era el poder de Atadell que Bueno fue transferida a la Dirección General de Seguridad y puesta en libertad. En una escena coreografiada ante la prensa, el agradecido padre fue a saludar a Atadell «desarrollándose una escena conmovedora. Las autoridades han felicitado nuevamente a [Atadell] por el triunfo que supone la realización de este servicio».

El caso de Lourdes Bueno es importante por diversas razones. Desató una rara guerra pública de declaraciones entre la brigada de Atadell y el tribunal revolucionario de San Bernardo a través de la prensa socialista y Mundo Obrero. Esto dejó al descubierto que ambos contaban con sus respectivas organizaciones. El 30 de septiembre, Mundo Obrero elogiaba «la admirable actividad en beneficio de la República de la brigada “No pasarán”» y recordaba a Atadell que ya que «la lucha es tan importante en la retaguardia como en el frente», «la vigilancia popular [de los comunistas] no puede verse truncada por un estéril afán de popularidad, que se intenta conseguir a base del trabajo de los demás». El Socialista respondió expresando en su primera página dos días después su «perplejidad» ante el hecho de que «Mundo Obrero abandone su buen juicio para combatir a nuestro camarada García Atadell, hasta el extremo de desconocerle los grandes servicios que está prestando a la causa de los trabajadores». La disputa sobre Bueno también revela cómo la rivalidad dentro del Frente Popular intensificaba el terror. Poco dudaban del peligro general que suponía el enemigo interno, pero su develamiento era tremendamente contestado con las mutuas acusaciones de traición. Para los comunistas, el padre de Bueno fue un esquirol en octubre de 1934 y la intervención de Atadell, que estropeó una importante operación de contraespionaje, «es un episodio típico de la ofensiva fascista en retaguardia». Por otra parte, Ángel Pedrero, lugarteniente de Atadell, declaró que, puesto que el padre de Bueno era un «republicano solvente», solo los enemigos deseosos de «nuestra demoralización… recurren al artificio de apartar del seno de las familias a los familiares más queridos en ellas». Esos eran los límites de la generosidad de la brigada de Atadell: solo protegería a quienes fueran considerados «inocentes». Emilia Donapetri descubrió esto cuando trató de conseguir la ayuda de Atadell para garantizar la puesta en libertad de su tío, que estaba en prisión. Al oír su nombre, «contestó Atadell, que en eso, él no hacía nada» y más tarde fue muerto.

La línea divisoria entre la protección y el fusilamiento podía ser extremadamente fina. El 9 de agosto, Joaquín Palacios, vendedor de coches, fue detenido en un bar y juzgado por el tribunal revolucionario de la CNT en la calle Ferraz número 16. Cuando Palacios se negó en firme a dar a conocer el paradero de un amigo cercano, el presidente del tribunal, Carmelo Iglesias, le ordenó que reparara los coches del tribunal que estuvieran estropeados. Tras realizar esta tarea, un encantado Iglesias lo puso en libertad y le prometió acudir en su ayuda en el futuro. El anarcosindicalista no le defraudó: unos días más tarde, el sobrino político de Palacios, José Álvarez Guerra, fue detenido por unos milicianos del CPIP. Como era consejero del Banco de España, la sentencia a muerte emitida por un tribunal del CPIP no tenía nada de especial. Más sorprendente fue el hecho de que Iglesias —por solicitud de Palacios— entrara en el CPIP y rescatara a este símbolo del capitalismo financiero, devolviéndolo a su casa y poniendo su piso bajo custodia armada de la CNT. Los protectores de Álvarez frustraron no menos de catorce intentos, llevados a cabo por las milicias de otras organizaciones del Frente Popular, de registrar el piso antes de que Álvarez buscara refugio en una embajada con la connivencia de Iglesias.

Álvarez fue un privilegiado al contar con protección armada. A tal punto llegaba el nivel de inseguridad personal en Madrid que algunos madrileños sin acreditación de izquierdas se limitaron a entregarse a la Policía con la esperanza de recibir mejor trato que en un tribunal revolucionario. Luis Mariscal Rodrigo, por ejemplo, un sastre de 48 años que trabajaba para el convento de Montserrat de la calle San Bernando, 79 antes de la guerra, se presentó ante la Dirección General de Seguridad el 16 de octubre sin documentos diciendo que se negaba a luchar por la República. Aunque aquello era poco creíble debido a su edad, fue llevado a prisión y sentenciado a cinco años de trabajos forzados en 1937. Era más probable que acudieran a la Policía aquellos a quienes sus antecedentes sociopolíticos los convertía en principales objetivos de las detenciones. Pero como el Frente Popular era quien controlaba ahora a la Policía, no siempre merecía la pena correr el riesgo. El 26 de septiembre, Jaime Maestro Pérez, redactor jefe de la publicación carlista El Siglo Futuro, se enfrentó a un serio dilema. Aquel día policías y agentes del CPIP llegaron a su casa para detenerlo. Puesto que Maestro se había ido para esconderse, amenazaron a sus familiares con matarlos a menos que revelaran su paradero. Aconsejado por un amigo, Maestro decidió presentarse ante la brigada de Atadell. Sin embargo, este lo pasó a la jurisdicción del CPIP y, dos días después, se encontró su cuerpo abandonado en las afueras de Madrid. La fatídica decisión de Maestro de acudir a Atadell en busca de seguridad no es tan irónica como parece: puesto que este último comandaba una unidad policial «oficial» de la DGS, parecía menos arriesgado que rendirse ante un tribunal revolucionario. Otros pensaron lo mismo. A finales de septiembre, tras casi dos meses eludiendo su detención, Rosario Queipo de Llano no pudo más; decidió acudir en persona a la Dirección General de Seguridad con la esperanza de que su hermano organizara su intercambio por un preso republicano. Al igual que Maestro, telefoneó a Atadell, quien la llevó al cuartel general de la calle Martínez de la Rosa y la sometió a una rueda de prensa. El Heraldo de Madrid publicó que Queipo le dijo a Atadell: «Mátenme, pero no me hagan sufrir», a lo que el socialista contestó: «Señora, nosotros no matamos, no fusilamos. Somos más humanos que aquellos que fusilan a los obreros en masa». Para el periódico, la lección moral era evidente: «Bien patentizado queda el contraste de las dos conductas: la conducta de los facciosos y la conducta de los leales. ¿Qué hubiera hecho QUEIPO DE LLANO con los familiares del Sr. GARCÍA ATADELL?»[6]. Diez meses después habría una especie de respuesta cuando Queipo de Llano aprobó la ejecución del policía socialista en Sevilla.

Sin embargo, no todos se sometieron fácilmente, aunque solo fuera porque la realidad de los tribunales revolucionarios era un secreto a voces en Madrid. El 26 de octubre, se ordenó a un grupo pelotón del CPIP, dirigido por Ricardo Mirayo, de las JSU, que fuera a una fábrica de caucho a aprehender a un «fascista peligroso», el propietario de la misma, Agustín Díaz Gueves. Los cargos contra Díaz no se basaban en su clase social per se, sino más bien en un inmoral abuso de poder. No solo le acusaron de tratar de coaccionar a sus empleados para que se afiliaran a Acción Popular antes de la guerra, sino que también había ideado una conspiración para envenenar la comida y la bebida de uno de ellos. Pero Díaz no se rindió sin luchar. Hizo falta la ayuda de policías uniformados simplemente para hacerle entrar en el coche. Cuando Mirayo le dijo que se dirigían a la calle Fomento número 9, Díaz rompió de un golpe el parabrisas y huyó al interior de un bar. Cuando lo arrestaron de nuevo, obligó a sus captores a caminar, puesto que se negaba a volver a entrar en el vehículo. Finalmente, un exasperado Mirayo llevó a su prisionero a la DGS después de que otro intento fallido de huida provocara algún disparo[7].

PROTEGIENDO A LA FAMILIA

Aun así, el ejemplo del carlista Jaime Maestro Pérez indica hasta qué punto las estrategias de supervivencia —por no hablar de la resistencia activa— estaban limitadas en 1936 por la preocupación por los miembros de la familia. Y, de hecho, algunas familias sí que padecieron un gran sufrimiento durante el terror. Eduardo Agustín Serra, coronel de la Guardia Civil, denunció la suerte de sus familiares ante las autoridades franquistas el 20 de abril de 1939. Mientras se encontraba preso en la Cárcel Modelo, su esposa, una cuñada, otra cuñada más con su madre y dos sobrinas fueron detenidas el día 28 de octubre y posteriormente desaparecieron; su hermano, comandante de Infantería, y su cuñado fueron asesinados en Paracuellos menos de dos semanas después[8]. Ese mismo día, Juan Ponce de León también describió lo que le había ocurrido a su familia tres años antes. En septiembre de 1936, en apenas una semana, su padre, Juan, de 72 años, y sus hermanos Alfonso y Guillermo habían sido detenidos y fusilados por el CPIP; en noviembre, otro hermano de Juan fue fusilado en Paracuellos. No se trataba de una familia corriente: como falangista y oficial del Ejército, Juan hijo había participado en la organización y ejecución de la fallida rebelión militar y fue arrestado en el cuartel de la Montaña el 20 de julio; Alfonso era un célebre pintor falangista y Guillermo fue miembro de Renovación Española. Pero el asesinato del padre es indicativo del modo en que el parentesco podía tomarse como prueba de «culpabilidad»; algunos apellidos eran placas de identificación peligrosas. Aurelio Cal Lerroux fue despedido de su trabajo en la Compañía Transmediterránea y encarcelado por ser sobrino del líder radical y antiguo presidente. Aunque alegó tener poco que ver políticamente con su tío, Cal Lerroux no fue puesto en libertad hasta marzo de 1938. Otros apellidos pudieron tener consecuencias fatales. El 26 de agosto, Álvaro León Queipo de Llano, teniente de Infantería, fue detenido por milicianos de las JSU «por tenerse la evidencia moral de que es culpable de los delitos de alta traición y espionaje». A pesar de afirmar que no tenía relación con el líder rebelde de Sevilla, fue fusilado en Paracuellos en noviembre.

Existen también muchas pruebas que indican que la adversidad reforzó los lazos familiares. Familias se movilizaban cuando sus miembros eran detenidos. La Causa General está llena de testimonios de cómo los familiares querían acompañar a los detenidos o insistían en que los llevaran a una comisaría o a la Dirección General de Seguridad. También inundaban el despacho de Manuel Muñoz, el director general, en la calle Víctor Hugo número 1, para pedir información o la liberación de sus seres queridos. Tal era el número de solicitantes que en octubre la DGS anunció que en el futuro cualquier solicitud debía dirigirse a su Secretaría Técnica, en la calle Alcalá, 82, para evitar «aglomeraciones del público» que interrumpe «el trabajo de los funcionarios». Quienes tenían contactos dentro de la Policía y de los tribunales revolucionarios hacían un uso total de los mismos con frecuente éxito. Pero otros familiares menos afortunados aunque igual de desesperados acudían a los tribunales revolucionarios, en los que a menudo les daban información errónea o engañosa. Tras negarse a ir al frente, Enrique García-Calamarte fue detenido en la Gran Vía el 22 de agosto. Después de que un testigo presencial les informara de su detención, sus dos hermanos, Luis y Adolfo, visitaron de inmediato varios tribunales revolucionarios, incluido el CPIP y el anarcosindicalista de la calle Ferraz, 16, sin éxito. Pero aquella noche, mientras atravesaba con su coche el centro de Madrid, Luis vio otro vehículo en el que iba su hermano con tres milicianos, entre quienes se encontraba Carmelo Iglesias, el presidente del tribunal de la calle Ferraz, dirigiéndose a las afueras de la ciudad. Al intentar detener el vehículo provocó un tiroteo. Enrique García-Calamarte fue ejecutado en el cementerio de Aravaca aquella misma noche.

Aun cuando a los familiares se les confirmara que sus parientes estaban retenidos en un tribunal revolucionario, pocas veces se les permitía hacer más aparte de llevarles comida y ropa. De hecho, la repentina negativa a aceptar un paquete significaba que la ejecución ya se había llevado a cabo. Por ejemplo, Pilar Matienzo y Fernández iba a diario al CPIP a llevar cestas de comida a su marido, Lucio Benito Galán, tras su detención del día 4 de octubre. Cuando la tarde del día 11 el guardia del CPIP le devolvió un almuerzo sin tocar se dio cuenta de que lo habían matado. A veces —pero no siempre—, la confirmación llegaba cuando se consultaban los álbumes fotográficos de los cuerpos de las víctimas que la DGS tenía en su Servicio de Información de la calle Santo Domingo[9].

Los familiares femeninos tenían un papel importante en estas actividades, aunque solo fuera porque era menos probable que las detuvieran y asesinaran antes que a los hombres. Pero la actuación de las mujeres en la lucha contra el terror fue más allá que el de ayudar a padres, hermanos o hijos. Una de las paradojas del terror es que las mujeres «rojas», dedicadas a empleos tradicionales como el de cocineras y limpiadoras en las brigadas de la policía y en tribunales revolucionarios, encarnaban un papel subalterno en la lucha contra el enemigo fascista, mientras que sus homólogas «azules» ponían en funcionamiento las redes de apoyo que facilitarían el surgimiento de la quinta columna desde 1937. La Sección Femenina tuvo un papel clave en la actividad clandestina de la Falange de la preguerra tras su ilegalización en marzo de 1936 (véase el capítulo 1). Después del estallido de la guerra, las mujeres falangistas trabajaron en el Auxilio Azul para salvar a sus camaradas de partido. Su dirigente era la joven de 19 años María Paz Martínez Unciti, entre cuyas notables proezas está la de poner a salvo en la Embajada argentina a Pilar Primo de Rivera, jefa de la Sección Femenina. Hay que tener en cuenta que el Auxilio Azul no era una organización exclusivamente falangista en el verano de 1936; como asegura Cervera, muchas mujeres que se adhirieron a él eran «simples derechistas sin afiliación» decididas a ayudar a aquellos que estaban en peligro. Una de ellas era la compañera más cercana de Paz, su hermana Carina. Y el Auxilio Azul no englobaba a todas las mujeres que se habían organizado para prestar ayuda: el grupo carlista Socorro Blanco incluía a una sección activa de «Margaritas» (mujeres tradicionalistas). Sin embargo, la primera creció hasta convertirse en la organización más grande e importante dentro de la quinta columna (véase el capítulo 11).

Aparte de proporcionar comida, refugio y documentación falsa para quienes trataban de eludir el arresto, las activistas del Auxilio Azul y el Socorro Blanco visitaban con regularidad las prisiones para llevar paquetes e información a sus correligionarios. Con mayor frecuencia, las parientes mujeres llevaban suministros básicos de comida y ropa a los prisioneros, a pesar del maltrato verbal que recibían por parte de los milicianos[10]. Pero desde octubre de 1936 las colas de visitantes que esperaban para entrar en las cárceles de la capital se hicieron más largas que nunca. En el siguiente capítulo veremos por qué.