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EL PROBLEMA DE LAS PRISIONES
EL PÁNICO DE LA QUINTA COLUMNA
El destino definitivo de los prisioneros se convirtió en un problema aún más apremiante en octubre, tras la caída de Toledo y el subsiguiente avance de las fuerzas franquistas hacia la capital. Incluso antes de que apareciera la noticia de la quinta columna en la prensa republicana, los antifascistas estaban convencidos de que los recientes desastres militares podrían ser en parte obra del enemigo interno. Algunos creían que a través de un elaborado sistema de señales luminosas se transmitían los secretos militares a los rebeldes. El 29 de septiembre, tras el apagón de las diez de la noche, comunistas pertenecientes al puesto 1 de las milicias de retaguardia de Barceló, situado en el Pasaje de Bellas Vistas número 7 (Dehesa de la Villa), se dirigían en coche por la Gran Vía cuando se les acercó un grupo de personas que decían haber visto luces que salían de las plantas superiores del edificio Adriática, situado en la calle Pi y Margall, cerca de la plaza de Callao. Decididos a investigar aquello, entraron en el bloque de apartamentos y registraron el piso de Tomás Llopis Roig. Pese a que no encontraron nada sospechoso, detuvieron a Llopis y a Juan Laguía, un activista del Sindicato Libre de Barcelona que se hallaba escondido, bajo la acusación de comunicarse con el enemigo, y los llevaron a su puesto de mando en la Dehesa de la Villa. Ambos fueron después asesinados, siendo descubierto el cadáver de Llopis cerca de allí el día 6 de octubre, con una tarjeta de presentación en su pecho que decía: «Era miembro de la quinta columna», lo cual indicaba que los asesinos habían tomado nota del tristemente célebre artículo de Ibárruri en Mundo Obrero publicado tres días antes. Cuando, tras la Guerra Civil, un incrédulo policía franquista preguntó a uno de los implicados en el arresto «si cree que desde el edificio de la Adriática era posible hacer señales luminosas a las fuerzas Nacionales, que… se encontraban en la provincia de Toledo», la respuesta fue «Que desde luego no cree que tales señales, caso de ser intencionadas, pudieran ser captadas por las fuerzas Nacionales, dada la distancia a que por aquellos días se encontraban, pero que pudiera muy bien tratarse de un sistema de comunicación luminosa escalonado y que tales señales fueran retransmitidas por este procedimiento hasta la sierra de Guadarrama, donde, según sus noticias, se encontraba el Ejército nacional»[1].
La aparentemente extraordinaria capacidad de organización de los enemigos de la República fue un asunto que se trató también en las más altas esferas del Gobierno. El día 5 de octubre, Carlos Hernández Zancazo informó al Comité Nacional de la UGT sobre una reunión a la que había asistido en el Ministerio de la Guerra el 27 de septiembre anterior con el presidente Largo Caballero y representantes de todas las organizaciones del Frente Popular. Advirtió de que se había acordado enviar militantes izquierdistas al frente para «evitar que agentes provocadores, bastantes de loscuales [sic] han sido cogidos en el Frente, den lugar a retiradas cuando se está copando al enemigo como ha sucedido en el Alcázar de Toledo o den orden de retirada cuando el enemigo está en situación difícil como ha sucedido en Talavera [a comienzos de mes]». La noticia de estas «lecciones» de derrota militar se acentuó en los discursos que tuvieron lugar por toda la ciudad durante el mes de octubre. El día 9, Enrique Líster, jefe del Quinto Regimiento comunista, advirtió de que «En Toledo hemos visto las consecuencias de abandonar la vigilancia. Hemos visto cómo los fascistas que quedaban después de dos meses tiroteaban desde las ventanas. Esto no se ha de repetir en Madrid».
El objetivo de evitar una puñalada por la espalda era, por tanto, un aspecto importante de la movilización de la población para la defensa de la ciudad. El 3 de octubre, un manifiesto del Frente Popular que proclamaba «¡Madrid debe ser y será la tumba del fascismo!» se comprometía a apoyar «a los organismos que dirigen… la vigilancia de la limpieza de los elementos emboscados, espías y traidores que todavía andan por la ciudad». La necesidad de atacar inmediatamente a la quinta columna se convirtió en un tema recurrente en la prensa. Tal y como dejaba claro el diario Informaciones de Prieto el día 9 de octubre, «es preciso convenir que la defensa de Madrid hay que hacerla también dentro de los propios límites de la ciudad, procurando reducir a la impotencia al enemigo interior, que suele ser el más peligroso, pues se sirve de la emboscada y la traición. ¿Cómo? Limpiándola, en el más puro sentido de la palabra». Lo que de verdad constituía la actividad de la quinta columna seguía siendo impreciso por naturaleza. Política, el órgano de la Izquierda Republicana, advertía el 7 de octubre de que un «posible miembro de esa “quinta columna”… es todo aquel que no rinde una utilidad al pueblo en armas».
Como trasfondo de estas exigencias de acción decisiva contra la quinta columna había un temor a las consecuencias de la derrota. Un anterior llamamiento del Frente Popular a la movilización total de Madrid emitido el 23 de septiembre avisaba de que el fascismo implicaba «los asesinatos más horrendos, la explotación más inicua, el crimen desatado y sin piedad [y] la incultura más bestial». Las seis semanas siguientes estuvieron plagadas de noticias de terror fascista. A finales de septiembre, la depurada Junta de Gobierno del Colegio de Abogados de Madrid alzó «su voz ante el Mundo civilizado para protestar de tan sangrienta y feroz conculcación de los más elementales derechos de humanidad» que estaba teniendo lugar en la España ocupada por los rebeldes. Proporcionando un informe por lo general muy preciso de las atrocidades rebeldes —aunque permaneciendo en silencio en lo que respecta a las que ocurrían en el bando republicano—, afirmaba que la «consigna de los insurrectos… es la del más impío exterminio y terror». No cabe duda, pues, de que el 28 de octubre Largo Caballero sugirió a Willie Forrest, del The Daily Express londinense, que morirían 100.000 personas si los rebeldes tomaban Madrid; «Cien mil» apuntó el periodista inglés «es la cifra aproximada de vidas que repetidamente se dice que están en juego en la batalla por Madrid».
Apenas sorprendió, por tanto, que la capital presenciara una ola de posteriores arrestos durante el mes de octubre. El día 4, The Daily Telegraph londinense informaba sobre una redada en la Biblioteca Nacional que condujo a la detención de unas 300 personas. Según se aseguraba, las salas de lectura eran centros de espionaje fascista. Cuatro días después, un aparentemente inocente aviso del Gobierno en la prensa declaraba que todos los oficiales jubilados del Ejército que desearan recibir sus pensiones tendrían que presentarse en persona en la Casa de la Moneda de la plaza de Colón ese mismo día. Fue este un intento de dejar al descubierto a aquellos que se habían acogido a la jubilación anticipada bajo la Ley Azaña de mayo de 1931 pero que hasta entonces no habían declarado su adhesión a la República. Como escribía Manuel Chaves Nogales en ¡Masacre, Masacre!, uno de los nueve relatos cortos sobre el terror en la Guerra Civil, publicado después de salir de España, «La afluencia fue tal que los milicianos no daban abasto a prenderlos y a meterlos en las camionetas en que los conducían a las prisiones»; el entonces editor de Ahora calculó que se apresó a 500 de ellos, aunque la prensa extranjera aseguraba que fueron 1.000. Los que no cayeron en aquella trampa fueron acorralados por los policías de la DGS una semana más tarde. Los antifascistas de base también pusieron su granito de arena para destapar a la quinta columna. El 6 de octubre, el militante 5.031 del Partido Socialista denunció que un tal Luis Opage, alias El Chileno, era «fascista… Un día antes del último ataque de Toledo se apostaba cinco pesetas a que los rebeldes entraban en Toledo». La cacería de la quinta columna amenazaba con descontrolarse. En su reunión del 15 de octubre, los miembros de la Comisión Ejecutiva de la UGT se quejaron de las molestias que sufrían durante las redadas policiales y enviaron a Galarza una lista de sus direcciones con el objeto de evitar futuros inconvenientes.
Avezados observadores internacionales denunciaron este pánico con temor. El día 5 de octubre, George Ogilvie-Forbes escribía a Álvarez del Vayo para quejarse sobre el artículo de la Pasionaria en Mundo Obrero de dos días antes. Este no solo anunciaba la existencia de la quinta columna, sino que exigía medidas radicales contra la misma. «A este enemigo», declaraba Ibarruri, «hay que aplastar inmediatamente… La ley de la guerra es dura, pero hay que aceptarla… Pero ha de hacerse rápidamente, para tener limpia la retaguardia, para que… el enemigo no pueda asestarnos una puñalada trapera por la espalda». El diplomático británico escribió que aquello no era sino «una incitación al asesinato». Sin embargo, parece ser que no hubo un brusco aumento en las ejecuciones durante aquel mes de octubre. El mismo Ogilvie-Forbes telegrafió a Londres el día 14 diciendo que la cifra de cadáveres nuevos que llegaban a la morgue de la ciudad había bajado desde los 50 o 60 por día a tres o cuatro. Periodistas extranjeros como William Carney del The New York Times también apuntaron que «el número de cadáveres encontrados en las afueras de Madrid ha disminuido considerablemente». Esta evidencia anecdótica queda corroborada en las estadísticas de Cervera realizadas a partir de fuentes judiciales. Descubrió que en octubre solamente 300 cuerpos fueron recogidos de las calles de Madrid y denunciados a un juez. Esta cifra representaba un 16% de la cantidad total mensual desde el 18 de julio de 1936, una notable reducción respecto al 27% registrado el mes anterior. Sin embargo, algunos contemporáneos sospechaban que la disminución de cadáveres recogidos en la capital simplemente indicaba que los asesinatos se habían trasladado a las ciudades y pueblos cercanos. Existe en esto cierta verdad. Manuel Cean Bustos, enterrador de uno de los emplazamientos de ejecución favoritos del CPIP, el cementerio de Aravaca, testificó en 1941 que los fusilamientos fueron esporádicos hasta finales de septiembre; a partir de entonces, había una media diaria de entre quince y veinte víctimas[2].
LA VIDA EN LA PRISIÓN
Aun así, era más probable que los sospechosos de ser quintacolumnistas terminaran en la cárcel que en un cementerio. El pánico contribuyó a un significativo aumento de la población carcelaria en la capital hacia la primera semana de noviembre. El enemigo oculto parecía ser en mayor medida de sexo femenino: el número de mujeres que ingresaron en la cárcel de Conde de Toreno aumentó de 337 y 393 en agosto y septiembre respectivamente —una media diaria de once y trece— a 877 en octubre —una media diaria de veintiocho—. En total, había probablemente 1.500 presas en la capital hacia finales de ese mes. Y lo que es más interesante, la probabilidad de que las detenidas fueran monjas era entonces mucho menor: la noche del 14 de octubre hubo una redada masiva de mujeres laicas en el barrio de Salamanca. Estas redadas iban precedidas de un editorial en Mundo Obrero en el que se avisaba de que «las mujeres elegantes y ricas y las mujeres fascistas y monárquicas obran en contra nuestra de diversos modos y constituyen un peligro supremo». A finales de mes, Julio Álvarez del Vayo les dijo a los británicos que el «Gobierno consideraba a las mujeres [prisioneras] que había encarceladas peores enemigos que los hombres».
Como hemos visto, la percepción de que las mujeres constituían un mayor riesgo para la seguridad no era del todo fantástica: las féminas trabajaban activamente para proteger a los hombres del peligro. Dicha actividad era potencialmente delictiva dada la vaga definición de la quinta columna. Por ejemplo, el 27 de octubre, Gervasio Rodríguez Herria, jefe socialista de un grupo de investigación del CPIP, arrestó a María del Pilar Puerta Alonso, una mujer divorciada de 42 años que vivía cerca de la estación de Atocha; por ser «desafecta al régimen, tuvo en su casa escondido al juez Alarcón» y, por si fuera poco, «constantemente hace manifestaciones de alegría cuando aparecen los aviones fascistas, diciendo en esos momentos “ya están los nuestros”». La oleada de detenciones de mujeres se debió también a una mayor sensibilidad ante cualquier signo de desafección política. El 14 de octubre, Paulina Bárcena Díaz de la Guerra, empleada del Ministerio de Comunicaciones, fue detenida por orden directa de la Dirección General de Seguridad. Pese a que se la había considerado sospechosa durante mucho tiempo —era miembro de Acción Católica y fue acusada de colaborar con un fondo para la Policía después de la insurrección de octubre de 1934—, su detención la desencadenó un comentario que hizo en el trabajo: «Antes había en Madrid dos mil bandidos y ahora hay más de diez mil y vestidos de autoridades». Esto no indica que la «peligrosidad» en octubre de 1936 se juzgara únicamente según actos o comentarios. También hubo un escrutinio más intenso de las listas confiscadas de miembros pertenecientes a organizaciones políticas para mujeres fuera del Frente Popular. El 10 de octubre, Magdalena Pla Riquelme, jornalera de 53 años, fue detenida por el CPIP por «peligrosa y desafecta [al] régimen» después de que su nombre apareciera en los registros de Acción Popular que había en la Secretaría Técnica de la Dirección General de Seguridad. Pla no negó que había ingresado en AP porque «corresponde a su ideología católica y frecuenta la iglesia muy a menudo» y el 16 de febrero de 1937 fue sentenciada a tres años en un campo de trabajo.
A pesar de este mayor temor a las mujeres quintacolumnistas, el grueso de los prisioneros seguía siendo masculino. A mediados de octubre, la Dirección General de Prisiones informó a la Cruz Roja Internacional de que «más de diez mil» se pudrían entonces en las cárceles madrileñas. A lo largo de todo el mes, muchos artículos de la prensa extranjera proporcionaban cálculos que oscilaban entre los 8.000 y los 15.000 reclusos. Pese a que las informaciones que han perdurado son incompletas, es probable que hubiera al menos 10.000 hombres y mujeres tras las rejas durante la primera semana de noviembre de 1936. Los registros de la cárcel más grande de Madrid, la Cárcel Modelo, fueron destruidos durante la guerra, pero Francisco Sánchez Bote, uno de sus oficiales de prisiones en 1936, estimó que en ella había 5.400 hombres el 7 de noviembre. Un mínimo de 385 fueron encarcelados entre julio y noviembre de 1936 en Ventas, antigua cárcel de mujeres, y en la Prisión Provisional número 1. Se ha conservado el registro completo de San Antón, la Prisión Provisional número 2, e indica que en ella había 1.156 hombres el día 1 de noviembre, un aumento global de 250 en octubre. La noche del 7 de noviembre, los funcionarios de prisiones de Porlier, la Prisión Provisional número 3, contaba con 1.227 presos a los que se pasaba lista.
La ola de arrestos que siguió a la caída de Toledo provocó la creación de dos nuevas cárceles a mediados de octubre. La Prisión Provisional número 4 se abrió en la calle Mario Roso de Luna —ahora calle del Buen Suceso—, en el oeste de la ciudad, con Alfredo Estrella como director. No existen cifras de prisioneros, aunque sí se sabe que el 15 de noviembre numerosos presos políticos se refugiaron en los sótanos de la cárcel durante un bombardeo aéreo antes de que fueran evacuados y la prisión quedara permanentemente clausurada. Por último, se inauguró la Prisión Provisional número 5 en una antigua iglesia franciscana de la calle Duque de Sexto el día 19 de octubre bajo la dirección de Patricio Gimeno con 332 presos. El 1 de noviembre, Duque de Sexto albergaba a 662 prisioneros[3].
Una relativa ausencia de movimiento en las cárceles fuera de la capital también contribuyó al aumento de la población reclusa en octubre. En San Antón ingresaron 363 personas, pero solamente 113 fueron liberadas o trasladadas a otros lugares. A pesar de la masacre de la Cárcel Modelo del día 22 de agosto, la cárcel siguió siendo un lugar relativamente seguro para los «fascistas» madrileños hasta el mes de noviembre. Las sacas irregulares eran poco frecuentes, si no del todo excepcionales. A partir de la información dada en testimonios orales después de la guerra, parece poco probable que se matara a más de cien reclusos de la Cárcel Modelo. Las sacas fueron más reducidas en otros sitios. A finales de octubre sacaron a 41 presos de Ventas para ejecutarlos. Las listas incompletas disponibles en la Causa General indican que al menos veinticinco presos de San Antón fueron fusilados fuera de la cárcel entre el 3 de septiembre y el 29 de octubre. Parece ser que no hubo excarcelaciones mortales en Porlier, aunque el 10 de septiembre los antiguos ministros del Partido Radical Gerardo Abad Conde y Fernando Rey Mora, así como el sacerdote Leoncio Arce Urrutia, fueron fusilados por los guardias. Ninguna de las reclusas de Conde de Toreno fue «liberada» para su ejecución.
Esto no quiere decir que la vida en la prisión fuera cómoda. En noviembre, el control efectivo de las cárceles lo llevaban a cabo comités y milicias de izquierdas. Tras la «sublevación» de la Cárcel Modelo del 22 de agosto, el nuevo director del penal más grande de Madrid, Jacinto Ramos Herrera, fue sometido a un comité de control interior de la cárcel compuesto por siete hombres del Frente Popular bajo la presidencia del socialista Pablo del Valle. Los oficiales de prisiones quedaron al margen puesto que las tareas de guardia fueron principalmente confiadas a milicianos que representaban a las principales organizaciones políticas y sindicales de izquierdas de Madrid. La primera galería quedó bajo el control de los anarquistas del Ateneo Libertario de Vallehermoso; el segundo bajo los miembros del batallón socialista «Largo Caballero»; el tercero fue entregado a milicianos de Unión Republicana e Izquierda Republicana; la cuarta ala estaba en manos de las Milicias Ferroviarias de la UGT; y el quinto fue destinado a hombres de la brigada de la Victoria y el batallón de acero del quinto regimiento. Para mantener un equilibrio político estricto, la enfermería se iba alternando entre las distintas brigadas de milicianos.
En la cárcel de Ventas siguió habiendo durante más tiempo una administración convencional. No había un comité permanente de la prisión, aunque se crearon dos temporales para organizar sacas los días 3 y 27 de octubre. Sin embargo, la seguridad dentro de la cárcel se basaba en gran parte en la entrada de guardias anarcosindicalistas procedentes del grupo de Cabrejas del Sindicato Gastronómico. Como hemos visto, Avelino Cabrejas Platero no fue un anarcosindicalista incontrolado corriente. La poco probable relación que este camarero y líder sindical entabló con Manuel López Rey, jefe superior de Policía en agosto de 1936, no solo garantizó a Cabrejas un puesto en el Cuerpo de Investigación y Vigilancia, sino también el nombramiento de sus milicianos como oficiales de prisiones en Ventas cuando el catedrático de Derecho Penal y político de Izquierda Republicana se convirtió en director general de Prisiones en septiembre.
Los militantes anarcosindicalistas del grupo de Cabrejas también prestaron servicios en Porlier. Como Cabrejas tenía contactos con el Ateneo Libertario del Retiro, los prisioneros del grupo de investigación de este último terminaron en Porlier en lo que se conocería como el «tranvía de la Guindalera». Pero la Prisión Provisional número 3 no estaba dominada por la CNT-FAI. Aunque Simón García Martín de Val era el director de Porlier, esta prisión estaba bajo el control de facto de un comité de cuatro hombres del PCE desde que se inauguró el 17 de agosto (véase el capítulo 6). En Porlier, al igual que en el resto de Madrid, la tensión entre los anarcosindicalistas y los comunistas que había en la cárcel dio lugar en ocasiones a conflictos abiertos a pesar del discurso público de unidad antifascista. Hacia finales del mes de septiembre, Porlier quedó bajo la hegemonía del PCE. Otra cárcel que quedó bajo el control de un partido fue la de San Antón. Sorprendentemente, estaba bajo el poder del Partido Sindicalista de Ángel Pestaña, probablemente porque su noveno batallón fue el primero en ocupar la cárcel que en principio fue creada por la DGS a finales de julio. Al mando de un destacamento de entre 30 y 40 milicianos estaban los sargentos Victoriano de la Paz y Gonzalo García Beltrán, este último conocido como «Tartaja» por ser tartamudo[4].
Con independencia del color político de las milicias de las prisiones, la encarcelación en Madrid constituyó para los «fascistas» una experiencia extremadamente desagradable y deshumanizadora. El hacinamiento daba lugar a condiciones de vida incómodas. Para finales de octubre había al menos cinco prisioneros por celda en la Cárcel Modelo; en San Antón, el número de reclusos era tan enorme que algunos dormían en los pasillos. En una información enviada a Londres el 21 de octubre, Ogilvie-Forbes describía las condiciones de la cárcel de mujeres como «deplorables», sobre todo teniendo en cuenta los «muchos casos de mujeres con niños en sus brazos». A los reclusos se les desposeía a menudo de sus pertenencias con el pretexto de que constituían «donaciones» para la causa republicana. Un tribunal popular de Madrid, cuando sentenció a los cuatro miembros del comité del PCE de Porlier a diez años de trabajos forzados en mayo de 1938, consideró probado que «cometieron toda clase de violencias y expoliaciones». Aunque solamente el comité de Porlier se enfrentó a un tribunal republicano, los robos no se limitaron exclusivamente a la Prisión Provisional número 3. En Ventas, se robaba con regularidad los paquetes que llegaban para los prisioneros; en San Antón, los guardias de la milicia sindicalista «nos requirieron para que, voluntariamente, diéramos el dinero… así como el tabaco».
Otro tema constante en los testimonios tras la Guerra Civil fue el de la regularidad de las amenazas e insultos por parte de los guardias de las milicias. Un nombre que se citaba de forma repetida por exprisioneros de la Cárcel Modelo es el de Francisco Vergara Maroto, responsable de las Milicias Ferroviarias de la UGT que tomó posesión de la cuarta galería. Considerado como «el verdadero terror de todos los presos», lo apodaron «Papá Pistolas» porque «llevaba constantemente, haciendo un gran alarde, una pistola ametralladora en el cinto y otra en la mano, con la que amenazaba frecuentemente a todos los detenidos, a los que decía frases por este estilo: “Sois unos fascistas hijos de…”». Al menos, la agresividad de Papá Pistolas hacia los detenidos no provocó muertes. No se puede decir lo mismo de un grupo de guardias milicianos de Porlier, entre los que se encontraba Nicolás Aragonés. El 10 de septiembre mataron a Gerardo Abad Conde, a Fernando Rey Mora y a Leoncio Arce Urrutia en la leñera. Según Manuel Lázaro, del comité del PCE, «estos [las víctimas] agredieron a unos milicianos y al repeler esta agresión fueron muertos por estas milicias». El argumento de que dos políticos del Partido Radical de mediana edad y un sacerdote atacaran a unos guardias armados es poco convincente. Aun así, estas muertes constituyeron un incidente aislado.
Menos trágica, pero más frecuente, fue la humillación sistemática de sospechosos de desafecto. Los prisioneros comunes izquierdistas disfrutaban de un trato preferente, sobre todo en las comidas. En Conde de Toreno, siempre se servía primero a las no políticas, aunque esto no hizo que dejaran de protestar por la calidad de la comida. También disponían de flexibilidad para poder acosar a sus compañeras de prisión «fascistas». El 2 de septiembre José Olmeda Pacheco, junto a otros veintiún anarcosindicalistas, ingresó en Porlier tras ser detenido por ocupar la iglesia del Carmen (véase el capítulo 6). Fuera del control de los guardias de las milicias, «se reapartaban y cogían lo que ellos querían» hasta octubre, cuando liberaron a todos excepto a Olmeda. Algunos se convirtieron en reclusos de confianza y eran más temidos que los mismos guardias de la milicia. Un prisionero común especialmente peligroso que estaba encargado de la limpieza en San Antón se divertía ordenando a sus subordinados «transportar espuertas de ladrillos de un local a otro, para volverlos, al día siguiente, al mismo sitio». Se escogía a militares y, especialmente, a generales para las tareas de peor categoría dentro de la prisión: el general López Dóriga, más tarde gobernador militar franquista en Vizcaya, fue obligado a limpiar los baños de la prisión y barrer el patio durante un mes. El mismo caso pareció darse en los demás sitios, especialmente en la Cárcel Modelo, donde los intentos de los oficiales más jóvenes por realizar las tareas de limpieza se enfrentaban al castigo de los guardias de la milicia.
Los directores de las cárceles no ignoraban lo que ocurría alrededor de ellos, pero su respuesta fue similar a la de los republicanos de izquierdas ante el terror: la no confrontación con el «pueblo». Esto lo expresó mejor Simón García Martín de Val, director de Porlier desde agosto hasta diciembre de 1936. Cuando en febrero de 1937 un juez instructor republicano le preguntó por qué trabajaba con el comité de la milicia del PCE, respondió que «el Responsable de este Comité [Manuel Lázaro Ramos] manifestaba proceder siguiendo órdenes e instrucciones de procedencia más alta y aun del Partido Comunista a que dicho Comité pertenecía». Declaró no tener conocimiento detallado sobre los delitos que el comité estaba cometiendo, puesto que «la intensidad y delicadeza de otros servicios absorvian [sic] casi enteramente la atención». García Martín de Val no fue acusado nunca de ningún delito relacionado con su periodo como director de la prisión de Porlier en 1936 y posteriormente trabajó como jefe de la sección de campos de trabajo del Ministerio de Justicia (véase el capítulo 12). Las autoridades franquistas fueron menos indulgentes. En febrero de 1942, García Martín de Val pidió a sus interrogadores de la Causa General que entendieran que «la intensidad del trabajo que en aquellos momentos pesaba sobre el que declara y la tragedia espiritual en que vivía por la época de terror desencadenada sobre la capital, le impedían llevar un control riguroso de todas sus decisiones, como se lleva en una época de normalidad, en que se aplica rigurosamente el Reglamento del Cuerpo de Prisiones». Para entonces, ya había sido expulsado del servicio carcelario[5].
Hay que ser conscientes del peligro de hacer generalizaciones a la hora de tratar sobre el comportamiento de las milicias en las cárceles en 1936. Algunos presos de Porlier elogiaron la actitud «humana» de sus guardias de la CNT-FAI y lamentaron su marcha. Los avales de los ex prisioneros de la Cárcel Modelo salvaron la vida a Pablo del Valle cuando fue juzgado en Madrid el 29 de octubre de 1941, y hacia enero de 1945 estaba fuera de la cárcel y trabajando en Madrid. Como «fascistas» que trataban de sobrevivir en el exterior, los reclusos también podían aprovecharse de sus amistades anteriores a la guerra. Por ejemplo, Julio Elías Seselles, comandante de Infantería, recordaba que su compañero de celda de la Cárcel Modelo, el capitán de Aviación Augusto Rodríguez Caula, disfrutaba de la protección del responsable socialista de la segunda galería gracias a un amigo común. Además, hay que ver las acciones de las milicias de las prisiones en el más amplio contexto de la guerra. Eran muy conscientes de los fracasos militares de la República, aunque solo fuera porque muchos de ellos fueron trasladados desde las unidades del frente. El acercamiento del enemigo a Madrid provocaba inquietud entre los guardas de las milicias. «Al principio no fue malo», apuntaba un ex prisionero al hablar de Francisco Vergara Maroto, «Papá Pistolas», pero «después… cambió su manera de proceder». Una anécdota de octubre de 1936 nos proporciona una clave con respecto a las razones que se escondían detrás de este cambio de actitud. Alejandro Fernández Melado, funcionario de la Cárcel Modelo, recordaba que Papá Pistolas «sacó de sus celdas a unos cuantos presos haciéndoles llevar sacos de arenas con los que construyeron parapetos para defenderse por todos los medios de la entrada de las tropas nacionales»[6].
CONSPIRACIONES EN LA PRISIÓN: ACCIÓN DEL CPIP
No era solamente el acercamiento de las tropas de Franco a Madrid lo que provocaba la alarma. La mayor pesadilla era siempre una revuelta de los prisioneros destinada a prestar apoyo al asalto de los franquistas sobre la capital. La supresión de la «sublevación» de la Cárcel Modelo en agosto no calmó los nervios por mucho tiempo. El 25 de septiembre Mundo Obrero publicó que la Policía había descubierto una trama entre los prisioneros, los funcionarios de la prisión y unos «fascistas» del exterior que trataba de organizar una fuga masiva de la cárcel de San Antón. Aquella conspiración implicaba la amenaza de introducir bombas, rifles y ametralladoras. Un editorial del día siguiente en el mismo periódico tomó esto como una prueba más de que «los emboscados siguen trabajando en la sombra y disponen de una red de contactos entre ellos y de sutiles ramificaciones aun en los sitios menos sospechosos». La «declaración» de Mola sobre la quinta columna parecía confirmar el peligro que acechaba en el interior de las cárceles. El 8 de octubre Álvarez del Vayo aseguró que «todos los prisioneros eran miembros en potencia de aquella [quinta] columna».
No se trataba de temores irracionales. Era cierto que existían planes de un levantamiento armado en San Antón en el que estaban implicados funcionarios de la prisión. La Prisión Provisional número 2, al igual que otras cárceles, estaba llena de hombres con antecedentes militares. Por ejemplo, de los 332 que ingresaron en Duque de Sexto cuando fue inaugurada el 19 de octubre, 117 fueron militares en activo o retirados. Los reclusos, igual que sus captores, devoraban las noticias del frente. Serrano Suñer recordaba que en la Cárcel Modelo, «La propaganda subterránea era demasiado optimista. Todos los días se oía que los militares estaban ya en Madrid, pero pasaban los días y no llegaban». El cuñado de Franco contó que a finales de septiembre se eligió a un comité de cada galería para que organizara una fuga masiva de la prisión llamada «la machada». Aunque se habían introducido algunas armas en la cárcel, se esperaba que aquella evasión provocaría muchas bajas entre sus participantes.
También se introdujeron armas en secreto en la cárcel de Ventas, donde una agrupación del Socorro Blanco permanecía activa en el mes de octubre. Entre sus líderes se encontraban Enrique y Alfonso de Borbón y León, oficiales del Ejército retirados y parientes lejanos de Alfonso XIII. Los dos fueron detenidos el 28 de julio por ser «enemigos del régimen» y fueron llevados a la Prisión Provisional número 1. Como en San Antón, esta organización tenía contactos con funcionarios de prisiones que contaban con su simpatía y que introdujeron armas e información, aunque, según parece, aquellas armas tenían el propósito de ser usadas en defensa propia ante un temido asalto por parte de las milicias; se esperaba que la liberación llegara desde el exterior. Lo que era nuevo en el caso de Ventas fue el grado de actividad religiosa clandestina. En su historia sobre persecución religiosa durante la Guerra Civil, Antonio Montero escribió que «Es aquí donde, por primera vez y casi en exclusiva, encontramos algunas prácticas culturales poco menos que públicas, promovidas por los hombres de iglesia y secundadas solidariamente por los demás reclusos». Bajo la mirada benevolente del jefe de servicios Salvador Raúl Ramos, «sincero amigo y protector», los sacerdotes y religiosos de los sótanos de la prisión realizaban servicios religiosos.
Pero mientras los prisioneros no permanecían pasivos y esperaban colaborar de alguna forma en su propia salvación, las posibilidades de éxito en otra cosa que no fuera la resistencia espiritual eran pocas. Esto mismo lo reconocieron muchos militares. La propuesta de «la machada» en la Cárcel Modelo quedó abortada debido a la resistencia de los jefes, entre los que se encontraba Agustín Muñoz Grandes, el futuro comandante en jefe de la División Azul. Además, las autoridades de la prisión se sirvieron de soplones para destapar conspiraciones e identificar a los cabecillas. En la Cárcel Modelo «se mezclaron entre nosotros elementos indeseables, algunos en calidad de espías». En Ventas, los guardias de la CNT-FAI reclutaron a varios informadores, entre los cuales se encontraba Fernando Freire de Andrade, que era —oportunamente— actor. Detenido en El Escorial a finales de julio como sospechoso monárquico, proporcionó información hasta octubre, cuando sus compañeros de cárcel le dijeron que le habían descubierto. Después, fue liberado el 18 de octubre con un aval de la CNT, y en el verano de 1937 estaba actuando en el teatro de la Comedia, donde era delegado del Sindicato de los Actores anarcosindicalistas.
Pero el espía más famoso de Ventas no era Freire de Andrade, sino un estudiante de 22 años llamado Alberto Pajuelo Caravaca. Su extraordinaria historia es difícil de catalogar. No solo puede describirse a Pajuelo como víctima tanto de la represión republicana como de la franquista, sino que también fue un héroe de ambos bandos. Pajuelo fue un camisa vieja falangista al que detuvo el CPIP acusado de ser «fascista y de tener relaciones con elementos facciosos» a comienzos de septiembre de 1936. Entregado a la Dirección General de Seguridad, fue llevado a Ventas, donde permaneció hasta su liberación aquel mes de diciembre. Lo que Pajuelo hizo en Ventas no está del todo claro. La Causa General contiene numerosas declaraciones de antiguos prisioneros y funcionarios de la prisión que lo calificaron como un traidor falangista que se convirtió en el líder de facto de las milicias de la CNT-FAI de la prisión gracias a su incansable persecución de sus antiguos camaradas. Estas declaraciones fueron consideradas como probadas por un tribunal militar franquista que sentenció a muerte a Pajuelo el 13 de abril de 1940. Pajuelo siempre negó estas alegaciones y pudo aportar testigos que apoyaban su historia de que se convirtió en informador de los «rojos» con el fin de proporcionar información falsa y proteger a sus correligionarios políticos. También pudo alegar el hecho de que el 24 de abril de 1937 un jurado de urgencia lo declaró falangista y, como tal, «desafecto al Régimen», condenándolo a cuatro años y seis meses en un campo de trabajo. Pajuelo no aceptó el castigo republicano de forma sumisa: aprovechándose del deficiente alumbrado, escapó aquel noviembre de Albatera (Alicante), el mayor campo de trabajo republicano. Vuelto a capturar el siguiente mes de febrero, el intrépido estudiante escapó de nuevo de Albatera en agosto de 1938. Cuando la Policía republicana dio de nuevo con él dos semanas después, tuvieron la prudencia de llevarlo a una cárcel convencional, donde permaneció el resto de la guerra. La victoria de Franco no terminó con la carrera de nuestro escapista. Trasladado a Madrid para enfrentarse a las acusaciones de traición, Pajuelo demostró que la seguridad de las instituciones penales franquistas era ligeramente mejor que la de las republicanas. Escapó y fue vuelto a capturar por tercera vez en diciembre de 1939, cuando su caso estuvo a punto de ser presentado ante los tribunales. Trató de huir por cuarta y última vez el siguiente mes de febrero, pero su documentación falsa fue descubierta antes de que pudiera salir de la cárcel. Sin embargo, Pajuelo demostró ser todo un superviviente. La Falange lo repudió, acusándole durante la investigación militar de que había aconsejado a las milicias de la CNT-FAI que pusieran veneno en la comida de la prisión «para quitar de en medio a los presos de derechas», pero el camisa vieja escapó de la muerte y en junio 1944 estaba cumpliendo una sentencia de veinte años y un día.
¿Cómo se pueden valorar las acciones de Pajuelo? Lo más seguro es que cualquier conclusión que se saque no será la definitiva, pero está claro que puso su propia supervivencia por encima de su ideología política. Con este propósito, es perfectamente posible que Pajuelo protegiera a algunos prisioneros mientras identificaba a otros para que fueran castigados. Pero quizá lo más significativo de su carrera como informador es su relación con el CPIP. Un informe interno de la CNT-FAI de 1937 indica que trabajó directamente para Manuel Rascón, el líder anarcosindicalista del CPIP. Pajuelo fue recompensado por sus servicios siendo liberado a principios de diciembre de 1936, pero volvió a ser detenido por policías comunistas a finales de enero de 1937. Hay que resaltar que Rascón trató después sin éxito de obtener su liberación antes de que Pajuelo fuera finalmente trasladado a la cárcel de San Antón dos meses después[7]. Sin embargo, Pajuelo no fue el único espía de la cárcel. Desde septiembre, el CPIP comenzó a organizar una red de informadores dentro de las cárceles de Madrid. Entre los infiltrados en Ventas se encontraba también Fidel Losa Petite, maestro nacional, activista de la CNT y ayudante de Benigno Mancebo en el CPIP. Tanto Pajuelo como Losa trabajaron estrechamente con el comité formado ad hoc dentro de la prisión para organizar la saca del 3 de octubre. Este comité, compuesto en su totalidad por figuras del CPIP, entre quienes se incluía Rascón, su compañero anarcosindicalista Mancebo y el comunista Arturo García de la Rosa, elaboró finalmente una lista negra de quince reclusos que fueron sacados de la prisión y fusilados a las afueras de Madrid.
La saca del CPIP del 3 de octubre fue inusual solamente en el sentido de que sus líderes se dirigieron directamente a la cárcel con el propósito de sacar a los prisioneros para ejecutarlos. El pequeño número de excarcelaciones irregulares en Madrid hasta noviembre apenas fue la consecuencia de bandas incontroladas que exigían venganza. Se trataba de un ritual macabro en el que participaban el CPIP y la Dirección General de Seguridad, que en teoría preservaban los requisitos legales en lo concerniente a las liberaciones de prisioneros. A grandes rasgos, los jefes de los tribunales del CPIP informaban a la sede central de la DGS de la calle Víctor Hugo número 1 sobre los nombres de los reclusos que querían trasladar a su jurisdicción. Estas solicitudes se presentaban a veces directamente a Manuel Muñoz, director general de Seguridad, aunque parece que la práctica habitual era enviarlas a José Raúl Bellido, el jefe de la Secretaría Técnica. Los administradores de Bellido mecanografiaban las órdenes de liberación y las colocaban sobre el escritorio de Muñoz o del subsecretario general de Seguridad, Carlos de Juan —y más tarde, Vicente Girauta—, para su firma. Después, eran enviados a los agentes del CPIP, quienes presentaban la orden de «liberación» al director de la prisión.
Un ejemplo específico tomado de los registros de la Dirección General de Seguridad constituye una buena muestra de cómo las sacas instigadas por el CPIP funcionaban en la realidad. El 26 de julio, Carlos Cordoncillo García, capitán de asalto, fue encarcelado en San Antón. El 26 de septiembre, Tomás Carbajo, socialista perteneciente al Comité del CPIP, escribió a Manuel Muñoz que «Teniendo este Comité que realizar unas diligencias con relación a los detenidos Gumersindo de la Gandara, Carlos Cordoncillo, y Manuel López Benito que están a disposición de la Dirección General de Seguridad en la prisión de San Antón, se interesa sean entregados al portador de la presente para realizar dichas gestiones». Ese mismo día, Carlos de Juan emitió una notificación —con sello de la Secretaría Técnica de la DGS— dejando a Cordoncillo «en libertad», porque «lo avala Comité Provincial de Investigación Pública». Cordoncillo, junto a sus compañeros los oficiales de asalto Gandara —que había participado en la masacre de Casas Viejas de enero de 1933— y López Benito, fueron inmediatamente «liberados» —o más bien trasladados bajo la custodia del CPIP— y fusilados esa misma noche.
Cordoncillo fue asesinado porque el CPIP creía que se trataba de una figura clave de la conspiración de San Antón[8]. La convicción de que las cárceles eran nidos de subversión también subyacía detrás de la intervención del CPIP en Ventas el 3 de octubre. Tras los sucesos de San Antón, Antonio Garay de Lucas, director de Ventas, ordenó un registro total pero infructuoso de la prisión para buscar pruebas de delitos de traición. En este contexto de creciente tensión durante las primeras horas de la mañana del 3 de octubre las afueras de Madrid sufrieron un pequeño ataque aéreo. Esa misma mañana, la delegación de jefes del CPIP antes mencionada llegó a Ventas. No se trataba de una simple represalia; el CPIP dedicó la mayor parte del día a registrar la cárcel y a interrogar a los prisioneros. El grado de sospecha era tan elevado que los reclusos solo podían usar las letrinas a punta de pistola. Se acusó a los prisioneros de hacer señales a los aviones con cerillas. Como hemos visto anteriormente, el CPIP se marchó con quince prisioneros para ser ejecutados; volverían con más fuerza tres semanas después.
Hasta entonces, sin embargo, las incursiones del CPIP en las cárceles de Madrid siguieron siendo para fines específicos. Las pequeñas sacas no podrían eliminar la supuesta amenaza que suponía la población de la prisión más grande de la capital. Tras la caída de Toledo, hubo críticas de que el gobierno de Largo Caballero estaba haciendo caso omiso a este problema. Con la creencia de que los quintacolumnistas eran en parte responsables de la caída de la ciudad, Mijail Koltsov, corresponsal soviético del Pravda, escribió en su diario el 30 de septiembre que era esencial que Largo Caballero reconociera que para una exitosa defensa de la capital se imponía la inmediata evacuación de las prisiones de Madrid. Menos de dos semanas después, Vladmir Antonov-Ovseenko, cónsul general soviético en Barcelona, se quejaba en un informe enviado a Moscú de que «en Madrid, hay hasta diez mil oficiales en prisión bajo la supervisión de varios miles de hombres armados. En Madrid no hay evidencia de una seria purga de elementos sospechosos… Los espías blancos que hay en la ciudad son extraordinariamente fuertes». Pero no eran solamente los soviéticos los que estaban preocupados por esta falta de acción. Durante la reunión de un comité catalán de la CNT-FAI celebrado en Barcelona el 22 de octubre, Federica Montseny, futura ministra de Sanidad, expresó su consternación por el hecho de «Que en Madrid hay doce mil fascistas detenidos [sic] se les conserva en vida seguramente, para que cuando cambien las cosas poderlos soltar, y sumarse a sus HERMANOS».
El Gobierno republicano también se enfrentó a la presión de diplomáticos occidentales y latinoamericanos temerosos de que una ocupación nacional de Madrid estuviera precedida de una masacre de prisioneros. Desde finales de septiembre, oficiales extranjeros visitaban con regularidad las cárceles para frenar las sacas. Hubo peticiones de que las milicias se retiraran de las cárceles, que debían volver a estar bajo el control de funcionarios de prisiones. Quizá la intervención extranjera más significativa llegó el 20 de octubre por parte del Gobierno británico. Inducido por los partes de Ogilvie-Forbes y convencido de que Madrid estaba a punto de caer, el ministro de Asuntos Exteriores Anthony Eden lanzó una petición pública tanto a Largo Caballero como a Franco para que se respetaran las vidas de los rehenes políticos que estaban en prisión. Suplicó, «basándose en motivos puramente humanitarios», que ambas partes acordaran un intercambio de prisioneros para evitar en la capital una «masacre a gran escala» y ofreció los servicios de la Royal Navy para el transporte[9].
La reacción del Gobierno republicano ante el problema de las cárceles se caracterizó por la vacilación y la autocomplacencia. Esto se contradecía grandemente con su dinámica política en lo concerniente a la evacuación de Madrid de los no combatientes. Ya el 6 de octubre se creó un Comité de Refugiados en conjunción con los partidos del Frente Popular y los sindicatos para organizar la salida de refugiados, mujeres y niños de la ciudad. Ese mismo día, Ángel Galarza, ministro de la Gobernación, informó a los británicos de que «el Gobierno estaba considerando establecer fuera de Madrid un campo de concentración en el que se alojaría a los prisioneros y se les pondría a trabajar a cambio de un salario justo bajo el control de guardias de confianza». A finales de mes, con las fuerzas franquistas a apenas treinta kilómetros al suroeste, Galarza le dijo a Félix Schlayer, cónsul honorario noruego, que «ante el riesgo de aproximarse el Ejército [franquista] a Madrid», el Gobierno «pensaba trasladar ciertos presos». Todavía el 2 de noviembre, con el sordo estruendo de la artillería que ahora se oía por las calles de Madrid, el problema de las prisiones fue sacado a colación en una reunión de los comisarios del Frente Popular en el Comisariado General de Guerra, creado por decreto dos semanas antes para «ejercer un control de índole político-social sobre los soldados milicianos y demás fuerzas armadas al servicio de la República». Según el diario de Koltsov, en aquella conferencia presidida por el comisario general Julio Álvarez del Vayo, el Gobierno fue criticado por permitir en «Madrid, en un momento peligrosísimo, a una columna fascista de ocho mil hombres, reunida y organizada, en realidad, aunque haya sido en la cárcel, por las propias autoridades de la República». Del Vayo suspendió entonces la reunión y fue a ver al presidente. «Volvió veinte minutos más tarde tranquilizado», escribió Koltsov, puesto que «Caballero reconoce la importancia del problema y ha encargado evacuar a los detenidos al ministro del Interior, Galarza». Pero cuando el periodista soviético le preguntó a Álvarez del Vayo dos días después por qué Galarza no había hecho nada, el comisario general —y ministro de Asuntos Exteriores— respondió: «Todo a su tiempo».
Se pueden ver las razones de la inacción del Gobierno republicano en el rechazo por parte de Álvarez del Vayo de la petición humanitaria del Gobierno británico planteada el 20 de octubre. Publicada en la prensa cinco días después, comenzaba con una negativa categórica: «Se habla en ella de rehenes políticos, expuestos por su propia calidad a supuestas represalias. No cabe señalar hoy día en la capital de España a nadie que entre en dicha clasificación». Estaban encarcelados por haber participado en la rebelión, o bien «por sus actividades de siempre, hostiles a la República». Su liberación constituiría un serio riesgo e instigaría a «una población justamente indignada contra aquellos que, gracias solo a la ayuda armada extranjera, siguen sembrando en el propio territorio nacional el exterminio y la desolación». Álvarez del Vayo continuó lamentando que esos prisioneros, «aun en estado de reclusión, no han vacilado en amotinarse», puesto que han desatado «hechos que el Gobierno se ha apresurado a corregir y sancionar». Aun así, esto no justifica «que se [los británicos] atribuyan al noble pueblo de Madrid propósitos desmesurados de venganza colectiva». El ministro del Estado lanzó después una diatriba contra la política de no intervención auspiciada por los británicos, culpándoles de negar «los medios de que debe disponer todo Gobierno para su función de velar por el orden público», así como obligar al Gobierno a «contener las reacciones explicables de un pueblo sometido a un trato del que difícilmente se hallaría un ejemplo parecido en la Historia moderna de Europa».
La respuesta contradictoria de Álvarez del Vayo a los británicos es indicativa de la mentalidad gubernamental que permitiría las masacres de Paracuellos del Jarama y Torrejón de Ardoz que tendrían lugar en las siguientes seis semanas. Por un lado, culpa de la no intervención a la incapacidad del Gobierno de imponer orden en la retaguardia, mientras, por el otro, rechaza airadamente cualquier sugerencia de que el noble «pueblo» tuviera intenciones malévolas con respecto a los prisioneros. Y lo que es más importante, expresaba la convicción de que en una guerra por la supervivencia había poca diferencia entre combatientes y no combatientes. Tal y como escribiría George Mounsey, funcionario británico, tras leer una traducción del mensaje de Álvarez del Vayo, «nos enfrentamos a un conflicto nacional completamente salvaje en el que mujeres, niños, civiles y, por tanto, rehenes son todos combatientes por igual y las habituales limitaciones son dejadas de lado». Esto lo dejó también claro Eden durante una conversación con el embajador republicano Pablo de Azcárate el 26 de octubre. El británico expresó su decepción y pidió que el Gobierno republicano «reconsiderara si no podríamos empezar con algunas mujeres que están actualmente en prisión en Madrid. El embajador se comprometió a informar a Madrid de lo que le dije, pero siguió manteniendo que, políticamente, algunas de esas mujeres estaban entre los más peligrosos de los prisioneros»[10].
LA HUIDA DE AGAPITO GARCÍA ATADELL DESDE MADRID
La prensa republicana se hizo eco de la desafiante respuesta de Álvarez del Vayo a los británicos. El 27 de octubre, el diario comunista Milicia Popular sugería que la nota británica no reconocía que «la intervención de espías, confidentes y demás traidores de retaguardia viene costando al pueblo español tanta sangre, quizás, como el empleo por los facciosos de armas y municiones importadas del extranjero a despecho de “pactos de no injerencia”». Pero a pesar de los continuados titulares optimistas sobre el curso de la guerra, había indicios de que algunos periodistas compartían la idea británica de que la caída de la capital era inevitable. A mediados de octubre, el periódico anarcosindicalista Solidaridad Obrera de Barcelona expresaba su disgusto porque los corresponsales de Madrid hubieran corrido a la capital catalana y estuvieran difundiendo «cuentos de miedo… Según ellos, Madrid está virtualmente en poder de los fascistas; en Madrid no se come por carencia de alimentos». La escasez de alimentos no era ningún «cuento de miedo». La llegada de refugiados a la capital y los problemas de distribución suponían que las largas colas constituyeran un aspecto habitual de la vida diaria. Las interrupciones en el suministro de agua agravaba la sensación de crisis. El 4 de octubre, El Socialista condenaba «el rumor de los facciosos emboscados» de que los embalses de los Canales de Lozoya estaban «en poder del fascismo sublevado». Pero aunque ese rumor en particular era falso, una semana después, Willie Forrest, del The Daily Express londinense, informaba de que el suministro de agua quedaba cortado de cuatro a ocho de la tarde y de diez de la noche a ocho de la mañana.
También era indicativo de la creciente tensión en la ciudad el retorno de los tiroteos por parte de milicianos nerviosos. A su regreso de Madrid, el anarcosindicalista Nemesio Gálvez contó en una reunión del Comité de la CNT-FAI catalana, celebrada en Barcelona el 22 de octubre, «que por la noche muy temprano se cierran las luces y en cuanto suena un tiro, hay mar de pánico y mucho tiroteo». Gálvez había ido a Madrid a negociar con Largo Caballero las condiciones según las cuales la CNT-FAI se uniría a su Gobierno y está claro que la continua incertidumbre política, así como la crítica situación militar, intensificaron el conflicto entre las principales organizaciones de trabajadores. En aquella reunión Gálvez describió cómo un acto para recaudar fondos para las Juventudes Libertarias había sido clausurado a la fuerza y contó cómo los ferroviarios anarcosindicalistas habían decidido arrestar al «granuja de Galarda [sic]», mientras que el ministro de la Gobernación era «un protector, encubierto y descubierto de los facciosos».
En última instancia, la proximidad del enemigo a la capital y el reconocimiento de que era esencial una unidad antifascista para la victoria militar hicieron que la CNT-FAI tomara la decisión histórica de entrar a formar parte del Gobierno el 4 de noviembre. Y al igual que en los meses anteriores, los conflictos de baja categoría quedarían contenidos gracias a la convicción común de que, bien pensado, la amenaza que suponían los enemigos externos e internos era mayor que la de los rivales políticos de la izquierda. Sin embargo, en noviembre, algunos madrileños habían llegado a la conclusión de que era imposible el éxito de una defensa antifascista de Madrid. Alexandr Orlov, jefe del NKVD en España, era consciente de que el derrotismo se propagaba. El 20 de octubre informó a Moscú de que la gente salía de la capital ante la expectativa de la ocupación rebelde. Pero no todos huían de las columnas de Franco. Cuatro días después, Francisco Ortega Martínez, capellán de las Madres Escolapias, decidió dejar la relativa seguridad del piso de un sobrino en el centro de Madrid para volver a su casa de Carabanchel Alto, porque «era sabedor de los avances de las tropas Nacionales». Aunque llegó a su destino final sano y salvo, parece ser que desapareció antes de que pudiera darle la bienvenida a sus libertadores[11].
Al igual que en el caso del infortunado capellán, la decisión de Agapito García Atadell de salir de Madrid le costó la vida. El aclamado «joven luchador de la democracia española» siguió el avance de la guerra con creciente preocupación. Incluso antes de la caída de Toledo, Atadell había elaborado planes de emergencia para salir de la capital. A principios de septiembre le ordenó a su más cercano subordinado y compañero de Galicia Pedro Penabad que hiciera los preparativos necesarios. Como muchos gallegos, Penabad había vivido en Cuba antes de la Guerra Civil e hizo uso de sus contactos con el consulado cubano en Alicante para hacerse con pasaportes falsos. Atadell huyó de Madrid unos días antes de que las tropas nacionales alcanzaran la capital. El último encuentro que se le conoce en la ciudad tuvo lugar la tarde del 28 de octubre, cuando vio a George Oglivie-Forbes. Durante una larga conversación con el «jefe de [la] brigada principal de asalto que llevaba a cabo arrestos nocturnos», el diplomático británico «le habló de la dolorosa impresión que aquellos asesinatos estaban causando en la Commonwealth británica y que este comportamiento era la peor propaganda posible para la causa del Gobierno legítimo de España». Atadell «se mostró bastante de acuerdo» y, como otros socialistas, «culpó a los anarquistas».
El dirigente socialista salió hacia Alicante con su esposa, Piedad Domínguez Díaz —una antigua monja de su pueblo natal de Vivero—, Luis Ortuño —miembro del comité de control de la brigada—, Pedro Penabad, las esposas de estos, una enorme cantidad de dinero en efectivo y una bolsa de diamantes y anillos robados. Cuando llegaron al puerto, el grupo de Atadell se dirigió al consulado de Argentina para conseguir pasajes en el Veinticinco de Mayo, un buque de guerra enviado por el Gobierno argentino aquel mes de agosto para evacuar a extranjeros y refugiados. Con el fin de evitar el puesto de aduanas controlado por la milicia, el astuto Atadell había convenido con el guardacostas de Santa Pola —a doce kilómetros de Alicante— la cesión de una lancha con el pretexto de que se trataba de un asunto oficial de la Policía. Aunque Barreda, el cónsul argentino, reconoció a Atadell a pesar de su falso pasaporte cubano, hizo que su grupo pudiera embarcar en el Veinticinco de Mayo tras acordar compartir la lancha con la viuda de un piloto ejecutado y su hijo. Por tanto, gracias a la cortesía de las autoridades republicanas, Atadell, sus compañeros y la familia de un «fascista» ejecutado pudieron salir de España en dirección a Marsella entre el 11 y el 12 de noviembre de camino a La Habana, sin riesgo de ser detenidos. A su llegada al puerto marítimo francés, Atadell llamó al consulado cubano y consiguió visados de entrada para la isla. El grupo pasó después la semana siguiente en Marsella viviendo de los 84.000 francos que habían obtenido con la venta de los diamantes a un joyero. El 20 de noviembre, a las cinco de la tarde, embarcaron en el buque francés Mexique, en Saint Nazaret, esperando disfrutar de un confortable crucero transatlántico hacia la capital cubana.
Lo irónico es que en 1936 Atadell cayó en manos de los rebeldes mientras que Madrid no lo hizo. El modo en que arrestaron a Atadell sigue siendo en cierto modo un misterio, puesto que el barco que lo llevaba a Cuba, el Mexique, hizo una breve parada sin incidentes en La Coruña y Vigo antes de que Atadell fuera detenido en Santa Cruz de la Palma. Pero parece ser que la casualidad tuvo un papel importante en el episodio. Se encontraba en la popa del barco con Pedro Penabad cuando atracó en Santa Cruz de la Palma el 26 de noviembre. La Policía subió entonces a bordo del buque francés y arrestó a varios pasajeros, incluidos Atadell y Penabad. En ese momento, un pasajero falangista llamado Vivo, que había hecho amistad con Atadell y que, por supuesto, desconocía la verdadera identidad de este, intervino para que los liberaran a los dos. Tanto Atadell como Penabad todavía podrían haber huido a Cuba si no llega a ser por otro pasajero arrestado, Manuel Rafart, periodista madrileño, que alrededor de una hora más tarde informó a la Policía de que Atadell estaba a bordo. Atadell y Penabad volvieron a ser arrestados y detenidos en la isla. Sin embargo, Piedad Domínguez Díaz, la esposa de Atadell, y Luis Ortuño salieron de las islas Canarias a bordo del Mexique. Con ellos, al menos según contó Atadell, llevaban 35.000 mil pesetas y alrededor de 1.600 dólares, lo que quedaba de lo conseguido por la venta de los diamantes.
La traición de Atadell a la República era conocida incluso antes de que pasara a custodia de los franquistas. Mientras el antiguo jefe socialista de la Policía navegaba hacia Marsella el 12 de noviembre, su brigada de investigación criminal, que ahora se encontraba bajo el liderazgo de un comité compuesto por Ángel Pedrero, Antonio Albiach, Ovidio Barba y Fermín Blázquez, emitió un comunicado de prensa en el que condenaba la traición de Atadell y aseguraba a los antifascistas que su «entusiasmo para exterminar el fascismo» bajo «las órdenes de la Junta de Defensa [de Madrid] y la Dirección General de Seguridad» seguía en pie[12].
EL CPIP TOMA EL MANDO
Pese a que Albiach, Barba, Blázquez y, especialmente, Pedrero contaban con una importante carrera policial en la lucha por «exterminar el fascismo» hasta que la República fue derrotada en 1939, no tuvieron un papel significativo en la lucha contra la quinta columna durante el periodo inmediatamente anterior a la llegada de las fuerzas de Franco a las afueras de Madrid el 7 de noviembre. La vanguardia fue ocupada por el CPIP. En la última semana de octubre, el CPIP intensificó su trabajo por evitar que los defensores de la capital sufrieran una puñalada por la espalda. No sorprende que las cárceles fueran consideradas como una fuente probable de revueltas. En aquellos días, los aviones franquistas que operaban desde sus bases cerca de Talavera de la Reina y Toledo bombardeaban Madrid casi a diario como apoyo de lo que se conocía como el «asalto final» de la ciudad por parte de las tropas de Infantería. Estos aviones no lanzaban simplemente bombas, sino también panfletos en los que amenazaban con disparar a diez «rojos» por cada prisionero muerto.
Este aviso, además de refundir en la mente antifascista a los prisioneros políticos con el Ejército franquista, era tan burdo como el «Manifiesto» emitido en nombre del duque de Brunswick, el jefe de las fuerzas contrarrevolucionarias que marchaban sobre París desde Renania en agosto de 1792, que prometía venganza contra la población de la capital francesa si Luis XVI sufría algún daño. Tras el asalto aéreo del 27 de octubre, una muchedumbre de unas 500 personas, entre las que se incluían miembros del cercano Ateneo Libertario de La Elipa, rodearon la prisión de Ventas. Lo que provocó a esta congregación de personas fueron los rumores de que los prisioneros, siguiendo las señales dadas por los aviones rebeldes, habían empezado una revuelta. Los milicianos anarcosindicalistas, liderados por Luis Poves, delegado de abastos del Ateneo, y Julián Abad, delegado de defensa, entraron a la fuerza en la cárcel y exigieron que se les entregara a los reclusos. Sin embargo, la oposición del director de la prisión, Garay de Lucas, así como el interés del CPIP por la seguridad de la cárcel provocaron que una delegación de este, conducida por el anarcosindicalista Manuel Rascón y el socialista Félix Vega, se hiciera cargo de la situación. Siguiendo la pauta de la anterior intervención del CPIP en Ventas el día 3 de octubre, se recopilaron los informes de los soplones Alberto Pajuelo Caravaca y Fidel Losa Petite, y se llevó a cabo un minucioso registro e interrogatorio de los prisioneros en las oficinas del director de la cárcel. Conscientes de lo que probablemente iba a ocurrir después, los reclusos «llegaron a cantar una canción humorística en la que se anunciaba que la llegada de la aviación nacional suponía su muerte».
Entre los interrogados se encontraban Ramiro de Maeztu Whitney y Ramiro Ledesma Ramos. Maeztu, líder intelectual e ideólogo de la derecha antirrepublicana, fue detenido a las siete y media de la tarde del 31 de julio por una brigada mixta de milicianos y policías. El editor de Acción Española fue llevado a Ventas el 2 de agosto «por fascista, se le ocupó un recibo a sus [sic] nombre de la jefatura de FE como miembro de la misma». Maeztu, que no era militante de Falange ni había participado en la rebelión militar de julio de 1936, se mostró al principio optimista con respecto a sus posibilidades de supervivencia. Supo por su esposa de origen británico, Mabel Hill, que la Embajada británica y varios contactos de Londres estaban esforzándose por conseguir su liberación. El 26 de septiembre, Maeztu escribió a Ogilvie-Forbes expresándole su agradecimiento «por cuanto ha hecho Vd. por nuestra familia… Estas cosas no se olvidan». También le contó al diplomático que «El miércoles último se me tomó declaración por vez primera y espero no ser procesado, por no haber intervenido en la sublevación militar, cuyo estallido me cogió de sorpresa. En fin, dentro de pocos días sabré yo lo que se haya decidido». El optimismo de Maeztu se evaporó pronto. Pese a que era cierto que prestó declaración ante un juez instructor tres días antes, el 23 de septiembre, su investigación por rebelión militar siguió abierta hasta marzo de 1937, cuando fue archivada. Sin embargo, el juez instructor reconoció que Maeztu fue uno de los 32 prisioneros «trasladados» por el CPIP a la prisión de Chinchilla en Aragón a finales de octubre[13].
Otro que no apareció ante un tribunal republicano por estar en la lista negra del CPIP fue Ramiro Ledesma Ramos. En julio de 1936, la vida política de uno de los primeros fascistas de España pareció haber acabado. Quien en el otoño de 1931 fundara las Juntas de Ofensiva Nacional-Sindicalista (JONS) se vio superado por José Antonio Primo de Rivera tras la fusión de las JONS con Falange Española en febrero de 1934, y fue expulsado del nuevo partido once meses después. Tras varios intentos infructuosos por volver a formar las JONS, Ledesma quedó políticamente aislado en Madrid en julio de 1936, aunque sí consiguió publicar una revista de seis páginas, Nuestra Revolución, justo antes de que estallara la Guerra Civil. Una de las muchas ironías de lo que se conoce como rebelión «fascista» de julio de 1936 es que Ledesma, uno de los pocos verdaderos fascistas de España, no formara parte de ella. De hecho, fue detenido el 2 de agosto mientras tomaba un café en un bar de la Glorieta de Iglesia, cerca de su casa. Por supuesto, las protestas de Ledesma diciendo que no estaba implicado en la rebelión no hicieron mucha mella en el tribunal del CPIP. Este informó al director general de Seguridad de que se trataba de un «Enemigo del Régimen desde su Glorioso Advenimiento. Dirigente fascista de cuantos actos de terror se han cometido en Madrid. Responsable de una Organización para fugarse de la Prisión a determinada señal de los aviones facciosos. POR SU EXTREMA PELIGROSIDAD se aconseja su traslado a un penal alejado de Madrid[14]».
Dicho de otro modo, se anunció el traspaso de Ledesma no solo por su pasado fascista, sino también porque se declaró que era el líder de una organización que pretendía huir de la cárcel. Lo que se sabe de los otros 31 reclusos elegidos por el CPIP para «ser trasladados» por su peligrosidad indica que era real el temor a una gran evasión en Ventas y no meramente un pretexto oportuno para eliminar a los enemigos de clase. Catorce de ellos eran militares, pero el resto eran civiles, entre quienes se encontraba Domingo Miranda Abad, un sastre de 17 años. Entre los seleccionados estaba Francisco Sáez de Burgos, impresor del periódico ABC, de 21 años. Fue detenido el 15 de agosto por ser miembro de las milicias de Renovación Española. El tribunal del CPIP lo encontró culpable de ser «Instigador, con varios más, de un plan de fuga en combinación con otros elementos de la calle… Autor de graves amenazas para el momento en que los facciosos entraran en Madrid». No tenemos las «sentencias» del CPIP contra el resto de las víctimas, pero entre los muertos se encontraban Enrique y Alfonso de Borbón, líderes del Socorro Blanco en Ventas.
El único obstáculo para la realización del plan del CPIP de «trasladar» a 32 prisioneros de Ventas era el director de la prisión, Antonio Garay de Lucas. En junio de 1939 declaró que el 28 de octubre de 1936, el tribunal del CPIP exigió que los prisioneros quedaran bajo su custodia, «cosa a la que se negó el declarante en tanto no le fuera entregada a él la orden de la Dirección General [de Seguridad]». Garay de Lucas tuvo después una violenta discusión con Manuel Rascón, que se vio obligado a llamar a Ángel Galarza «para obtener de este que le fueran entregados los reclusos, a lo que contestó el Ministro [de la Gobernación] que que [sic] accedía a la entrega que debía efectuarse a virtud de su orden verbal hasta tanto llegaran las oportunas ordenes escritas que seguidamente reclamaba del director general de Seguridad. Con tal, orden [sic] del ministro, el que declara se vio en la obligación de entregar los presos…».
El testimonio de Garay de Lucas es convincente por diversos motivos. En primer lugar, no trata de argumentar que su resistencia a la evacuación tuviera una base moral o política; el director de la prisión solamente quería que el CPIP siguiera el procedimiento correcto en lo relativo a traslados de presos. En segundo lugar, el informe de Garay de Lucas nos ayuda a entender por qué ha habido tanta confusión en lo que respecta a la fecha del fusilamiento de estos prisioneros de Ventas. Con el fin de seguir dando la impresión de normalidad, la orden retrospectiva de Manuel Muñoz de «trasladar» a los 32 hombres de Ventas a Chinchilla llevaba fecha del 31 de octubre. El registro de la salida de los prisioneros de la cárcel es de las primeras horas del 1 de noviembre. En realidad, se ordenó a las víctimas que empaquetaran sus pertenencias para irse a Chinchilla la noche del 28 al 29 de octubre. Unos milicianos del Ateneo Libertario de La Elipa, junto con el grupo de investigación anarcosindicalista del CPIP «Brigadilla Relámpago», bajo el mando de Mariano Cabo Pérez, hicieron de escolta. Los reclusos no tenían dudas sobre cuál era su destino. Francisco Sáez de Burgos se negó a salir de la cárcel y murió de un disparo lanzado por un guardia de la milicia. A los demás los llevaron entonces al cementerio de Aravaca, uno de los lugares preferidos del CPIP para las ejecuciones, y allí los fusilaron.
El fracaso del CPIP a la hora de conseguir la habitual orden de liberación o traslado de la DGS antes de la saca del 28 al 29 de octubre indica que estaban reaccionando ante los hechos. Dicho de otro modo, el 27 de octubre el CPIP, al igual que el Gobierno de Largo Caballero, no tenían ninguna solución para el problema de las prisiones. Sin embargo, la deteriorada situación militar y el hecho de que Ángel Galarza no fuera un obstáculo para las acciones del CPIP en Ventas animó a este último a adoptar un enfoque más sistemático para sus actividades dentro de las prisiones. Entre el 1 y el 6 de noviembre —es decir, antes de las masacres de Paracuellos del Jarama y Torrejón de Ardoz— al menos otros 158 prisioneros fueron «trasladados a Chinchilla» por el CPIP desde Ventas, San Antón, Porlier y la Cárcel Modelo, y fusilados en los cementerios de Aravaca o Rivas-Vaciamadrid. El modus operandi de estas sacas era idéntico al de las que tuvieron lugar el 7 de noviembre. El 1 y 2 de noviembre Manuel Rascón volvió a convocar al tribunal del CPIP en Ventas y eligió a 76 prisioneros para su «evacuación». Fueron fusilados en dos tandas de 37 y 39 hombres cada una en Aravaca por la brigada del CPIP de Mariano Cabo durante las noches del 1 al 2 y del 2 al 3 de noviembre, respectivamente[15].
Los heterogéneos antecedentes de las 37 víctimas de la saca del 1 al 2 de noviembre indican que los criterios que seguía el CPIP para dictar sus sentencias eran similares a los que siguió la noche del 27 al 28 de octubre. Había ocho militares y siete industriales, pero también un albañil (Francisco Monzón Cuerdas), un chófer (Ernesto Barguillo Tierra) y un vendedor de pescado (Eduardo Martín Medina). Es de resaltar que el número de militares fusilados en la saca del 2 al 3 de noviembre era mucho mayor: 29 de 39 víctimas. Esto indica que el principal objetivo del tribunal del CPIP no era ya la identificación de los líderes de una organización para fugarse de la prisión, sino eliminar a los prisioneros más «peligrosos» antes de la ya inevitable batalla por Madrid. Afortunadamente, se puede probar esta hipótesis examinando la correspondencia intercambiada entre el CPIP y la Dirección General de Seguridad relativa al «traslado» de 19 de los 39 prisioneros fusilados esa noche. La confusión que existiera antes había desaparecido: Manuel Rascón envió a Manuel Muñoz para que aprobara formalmente una lista de «detenidos en la prisión de Ventas, que, después de juzgados por el Tribunal, han sido destinados a que se les traslade de prisión, en vista de su comportamiento y de sus antecedentes». La Dirección General de Seguridad dio después al director de la prisión la orden de traslado a Chinchilla. Puesto que esta lista iba acompañada de las resoluciones del tribunal del CPIP, no solo podemos confirmar que 16 de las 19 víctimas tenían antecedentes militares, sino también que se había reunido previamente a los militares y se les había ofrecido la posibilidad de servir a la República en el campo de batalla. Pocos, si es que hubo alguno, aceptaron este camino hacia la libertad. Por ejemplo, el teniente coronel de Caballería Antonio Fernández Heredia, de 61 años, «… no dio un paso al frente cuando se preguntó quiénes estaban dispuestos a defender voluntariamente al régimen, primero por su edad, y segundo, porque no se sentía dispuesto a aceptar ningún cargo activo, ni pasivo por [no] estar conforme con el régimen constituido y mucho menos con el Gobierno que lo representaba después de las elecciones de feberero [sic]». El tribunal del CPIP vio con desagrado cómo los oficiales y cadetes más jóvenes seguían el ejemplo de sus superiores. Así, cuando se le preguntó a Fernando Bringas Molera, alumno de la Escuela de Ingenieros, por qué se negaba a luchar por la República, respondió que «porque no lo estimaba conveniente y, además [sic] porque se solidarizaba con los demás compañeros de prisión». En un sentido más amplio, estas «sentencias» también reforzaban el argumento de que el CPIP basaba sus resoluciones de vida o muerte en la relación de las víctimas con las organizaciones del Frente Popular. De este modo, José Malcampo González de Quevedo, agente comercial, era peligroso porque «Por sus declaraciones puede apreciarse que se trata de un aventurero y que al llegar a Madrid no procuró organizarse ni sindical ni políticamente».
A última hora de la tarde del 3 de noviembre, el tribunal del CPIP se trasladó a Porlier. El procedimiento que se adoptó en la Prisión Provisional número 3 tomó como modelo el adoptado en Ventas el día anterior. Se identificó a los militares y se les ordenó que escucharan a Rascón. Según Jesús Sánchez Posada, entonces auxiliar subalterno del Ejército, de 34 años, el jefe del CPIP les apeló para que lucharan, ya que «la Patria está en peligro, porque el fascismo invasor se encuentra a las puertas de Madrid». A pesar de esta petición patriótica, solamente «cuatro… de los ciento sesenta y dos» dieron un paso al frente y Rascón «gritó furioso: ¿Pero es que no hay más? ¿Os negáis a luchar en defensa de la Patria?». De entre los que se negaron a cumplir su deber con la República, el tribunal del CPIP seleccionó al menos a 34 militares para su «traslado». La escala de rangos variaba desde el de cabo —Jaime Bermúdez Suárez— al de teniente coronel —José María de la Torre—. La mañana del 4 de noviembre, se concedió a los reclusos seleccionados otra oportunidad de redimirse en el frente, pero la oferta fue rechazada y la noche del cuatro al 5 de noviembre fueron formalmente entregados a la custodia del CPIP por el subdirector de Manuel Muñoz, Vicente Girauta. Es significativo que la persona que se hizo cargo de los prisioneros fuera Octavio de Zaldívar Solís, un policía profesional que entonces estaba destinado en la comisaría de La Latina. Esto indica que la DGS no solo permitía las sacas de comienzos de noviembre, sino que también prestaba apoyo logístico. Sin embargo, en lugar de a Aravaca, los prisioneros fueron conducidos al cementerio de Rivas-Vaciamadrid para su ejecución porque se consideró que el anterior se encontraba muy cerca del frente[16].
Mientras los militares escogidos esperaban su «traslado» el día 4 de noviembre, el tribunal del CPIP —aún presidido por Manuel Rascón y Félix Vega— entró en la Prisión Provisional número 2, la de San Antón, a última hora de esa misma mañana. La visita de Salvador Rojo Jover a la cárcel un par de días antes les había facilitado el trabajo. Rojo Jover era una figura bastante misteriosa, a quien no se le conocía relación alguna con el CPIP, aunque su pasado anarcosindicalista —era miembro de la CNT desde 1916— indicaba que podría conocer a Rascón y a otros líderes de la CNT-FAI. Fotógrafo de la Comandancia de Tropas de Intendencia de Madrid antes de la guerra, Rojo se convirtió en capitán de milicias en la columna anarquista de Del Rosal el verano de 1936 y fue con este rango con el que ordenó a los militares de San Antón que escucharan su arenga sobre por qué debían luchar por la República. Al igual que en otras prisiones de Madrid, la reacción fue extremadamente decepcionante y Rojo tomó nota de los nombres de los que se mostraron recalcitrantes antes de salir de San Antón. Estas listas formaron la base de las actividades del CPIP en esa cárcel el día 4 de noviembre: los prisioneros pertinentes fueron llamados ante el tribunal de forma individual para pedirles que confirmaran su decisión. En total, se seleccionó a 31 militares para ser «trasladados a Chinchilla» y se les envió junto con sus compañeros de Porlier al cementerio de Rivas-Vaciamadrid la noche del 4 al 5 de noviembre. Los prisioneros de San Antón fueron formalmente entregados a Agapito Sáez de Pedro, nombrado por el PCE para la Brigada de Investigación Criminal, confirmando así no solo la ayuda de la Dirección General de Seguridad al CPIP, sino también el amplio apoyo político que había detrás de las actividades del CPIP. No fue esta una operación anarcosindicalista aislada.
Esto puede verse también en la organización de las ejecuciones de Rivas-Vaciamadrid. Las tres fosas, de una profundidad de dos metros, fueron previamente cavadas en el cementerio por los empleados del Ayuntamiento controlado por la UGT siguiendo las instrucciones del gobernador civil socialista de Madrid, Carlos Rubiera. Lo que ocurrió después en el cementerio fue parecido a lo que pasó en Paracuellos 48 horas después. Los condenados llegaron en dos autocares escoltados por miembros de las Milicias de Vigilancia de Retaguardia y la «Brigadilla Relámpago» del CPIP. Obligados a dejar todos sus efectos personales sobre una sábana colocada en el exterior del cementerio, se les apremió para que entraran y fueron fusilados en masa. Se recogieron después las pertenencias de las víctimas para llevarlas a la calle Fomento número 9, mientras los sepultureros enterraban los cadáveres.
Aquella noche no solo murieron en Rivas-Vaciamadrid reclusos de Porlier y de San Antón. También se sacó a otros dieciséis de la Cárcel Modelo para fusilarlos. La identidad de los autores no está clara, pero el método —una orden de liberación o de evacuación dada por la Dirección General de Seguridad— y el lugar de la ejecución son un claro indicativo de que los culpables pertenecían al CPIP. Las víctimas fueron elegidas de entre los prisioneros más destacados de la cárcel y, entre ellos, se encontraban líderes falangistas —Juan Canalejo Castells, jefe provincial de La Coruña, y Alejandro Salazar Salvador, jefe de la sección de estudiantes, la SEU, de Madrid—, un magistrado del Tribunal Supremo —Eugenio de Arizcun y Carrera—, el editor de La Nación, órgano portavoz del Bloque Nacional de José Calvo Sotelo hasta la destrucción de sus imprentas por un incendio provocado en marzo de 1936 —Manuel Delgado Barreto— y el antiguo delantero del Atlético y del Real Madrid, Ramón «Monchín» Triana. Sus muertes violentas son indicativo de la naturaleza selectiva, pero aun así arbitraria, de las sacas masivas de otoño de 1936, puesto que aquella mañana once prisioneros fueron evacuados de la Cárcel Modelo con dirección a la prisión central de Alcalá de Henares. Raimundo Fernández Cuesta era el más conocido de aquel traslado, pero había otros cuyos «peligrosos» antecedentes políticos o militares debían haberlos llevado a perecer en Aravaca, Rivas-Vaciamadrid, Torrejón de Ardoz o Paracuellos. Entre los que acompañaban al secretario general falangista en su salida de Madrid estaba Guillermo Ojeda Monje, un falangista encarcelado justo antes de la guerra y que posteriormente sería condenado por un jurado de urgencia en Alcalá de Henares a cuatro años en un campo de trabajo[17].
La saca del 4 al 5 de noviembre de la Cárcel Modelo tuvo lugar en medio de un creciente pánico en el interior de la prisión. Unos proyectiles de artillería habían alcanzado la cárcel y los guardias de la milicia hacían pedazos sus carnés. En ese contexto, es significativo que «varios Oficiales de la Dirección General de Seguridad» o «un grupo de milicianos que decían pertenecer a la sección de INFORMACIÓN DE LA DIRECCIÓN GENERAL DE SEGURIDAD» comenzaran a recopilar listas de evacuación del viernes 6 de noviembre. Según la Policía franquista, en este grupo se encontraban los líderes del CPIP Manuel Ramos y Félix Vega[18]. Sin embargo, la única saca verificada que tuvo lugar ese día en la Cárcel Modelo fue la de Luis Calamita Ruy-Wamba, propietario y editor de El Heraldo de Zamora. Pese a que, en principio, Calamita había recibido con agrado la proclamación de la República en abril de 1931, su posterior crítica a la izquierda desde las páginas del periódico y, sobre todo, hacia el diputado de la ciudad, Ángel Galarza, lo convirtió en una figura odiada por los antifascistas. El 27 de mayo de 1936, una manifestación izquierdista degeneró en un asalto a las instalaciones de El Heraldo de Zamora y Calamita tuvo que irse precipitadamente a la capital de España. Así pues, se encontraba en Madrid cuando estalló la Guerra Civil y, a mediados de septiembre, fue detenido con su hermano Rosendo según órdenes directas de Galarza dadas a su compañero zamorano socialista Ángel Pedrero. Ingresado en la Cárcel Modelo y «Siendo necesario el traslado… a la Prisión de Chinchilla» según orden de la DGS, fechada el 6 de noviembre y firmada por Manuel Muñoz, Calamita fue entregado a Vicente Rueda Fernández, otro zamorano, para su fusilamiento[19].
El asesinato de Calamita fue un acto de venganza política llevado a cabo con la complicidad del ministro de la Gobernación. No estuvo relacionado con las evacuaciones del CPIP de las cárceles de Madrid. El resultado final de la operación del CPIP seguía estando poco claro aquel viernes, a pesar de los preparativos llevados a cabo en la Cárcel Modelo. Las grandes zanjas de Paracuellos del Jarama tenían que cavarse todavía. No obstante, los peligros de la inacción parecían mayores que los de la acción. Tal y como decía un editorial de La Voz tres días antes, aquel era «el momento crítico… Se calcula que Madrid, si es vencido, será teatro espantoso de cien mil inmolaciones… [y las víctimas serán] todos aquellos que las gentes de la quinta columna denuncien como izquierdistas o sospechosos de serlo. Madrid será diezmado». La Voz terminaba su descarnado mensaje con una máxima atribuida a Napoleón Bonaparte: « Las batallas, principalmente, se pierden por la imaginación».
Nadie pudo acusar al CPIP de abandonar la lucha. Sus sacas de las cárceles de Madrid formaban parte de un esfuerzo más general por evitar una puñalada por la espalda por parte de individuos «peligrosos» cercanos al avance rápido del frente. El 28 de octubre, a pesar de la imprudente declaración pública de Largo Caballero sobre la inminente ofensiva dirigida por tanques y aviones soviéticos recién llegados a Seseña —a 36 kilómetros de Madrid—, los operativos del CPIP comenzaron una limpieza política de los barrios populares de Carabanchel Alto y Bajo. Algunos sospechosos fueron llevados directamente a la sede central del CPIP para ser investigados. Por ejemplo, el día 2 de noviembre, un grupo anarcosindicalista del CPIP llevó a Antonio Martínez Delgado, industrial y miembro de AP, desde su casa en Carabanchel Bajo hasta la calle Fomento número 9, donde lo juzgó un tribunal presidido por el socialista Agustín Aliaga de Miguel. Lo fusilaron aquella noche en el cementerio de Vallecas. Otros fueron temporalmente retenidos en el Reformatorio de Menores de Carabanchel Bajo —el convento de Santa Rita—, que sirvió como base de una brigada de investigación del Frente Popular a las órdenes de José García Gálvez, presidente local de Unión Republicana. Así, Juan Pérez Pérez, empleado del Ayuntamiento de Carabanchel Bajo y militante de AP, fue encarcelado en Santa Rita durante 48 horas tras su detención el día 28 de octubre, antes de que lo enviaran a la calle Fomento, 9, donde desapareció. La noche del 4 al 5 de noviembre, con las tropas franquistas en Alcorcón, apenas a doce kilómetros de distancia, al menos veinte prisioneros de Santa Rita, entre quienes estaba Julio Torres París, juez municipal de Carabanchel Alto, y sus dos hijos, fueron asesinados y sus cuerpos abandonados en una fosa común cercana.
Los fusilamientos continuaron en Carabanchel Bajo hasta la evacuación de civiles del día 6 de noviembre. Fue algo caótico y violento. José Teresa Rodríguez, mecánico, recordaba en 1939 que «los milicianos rojos entraban por todas las casas obligando a salir a sus habitantes y disparando sobre los que se negaban». Los milicianos desmoralizados que se retiraban con dirección a Madrid siguieron racionalizando su apremiante situación culpando a los traidores que había tras ellos. Ya el 30 de octubre casi fusilan por espía a Geoffrey Cox, el corresponsal británico recién llegado del News Chronicle de Londres, cerca del frente de Valdemoro, porque su utilización de un pañuelo parecía sugerir que estaba haciendo señas a los aviones franquistas. Así, uno de los motivos por los que las tropas encargadas de la evacuación de civiles de Carabanchel Bajo eran tan agresivas fue la creencia de que estaban siendo atacados. Aquella mañana, algunos componentes del Regimiento de Voluntarios de Cuenca detuvieron a Eulogio Romero Redondo en su tienda de vinos con otros diez hombres «porque aquellos habían disparado con armas cortas a la fuerza leal». Afortunadamente, Romero y otros no fueron fusilados allí, sino conducidos a la Casa del Pueblo y, desde allí, a la Dirección General de Seguridad de Madrid. Fueron liberados dos meses después.
Las noticias de la «lucha» en Carabanchel Bajo llegaron pronto a Madrid. El 11 de noviembre, Willie Forrest, corresponsal del Daily Express londinense en la capital de España, telegrafió a sus jefes desde París con noticias dramáticas. La tarde del 6 noviembre, en el Ministerio de la Guerra, los ministros republicanos estaban debatiendo si permanecer en Madrid cuando «se recibió un mensaje desde el frente de batalla de Carabanchel. Aquello precipitó la decisión. La famosa Quinta Columna había atacado… La Quinta Columna había inaugurado el reino del terror. En cualquier momento podía pasar a la última fase. El Gobierno vigilaba con preocupación. Y mientras los ministros continuaban en su sesión del viernes por la tarde, sus peores temores se hicieron realidad. Llegó la noticia de que un grupo de hombres vestidos con uniformes de las milicias había tratado de dar un golpe en Carabanchel. Habían fracasado, pero el Gobierno sabía que se repetiría —no podían decir cuándo ni dónde— posiblemente esa misma noche, quizá en el mismo Ministerio de la Guerra. Se sabía que todos los ministerios estaban llenos de espías y agentes insurgentes»[20].
Como Forrest había huido de Madrid con el Gobierno republicano esa misma tarde, no conocía las medidas que se habían tomado al día siguiente para anticiparse a la quinta columna en el mismo Madrid. Se había adoptado una solución radical para el problema de las prisiones.