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SI ES LA VOLUNTAD DEL PUEBLO…

REACCIONES AL TERROR

A las diez de la noche del 8 de agosto, Indalecio Prieto dio por la radio un discurso muy anunciado. Comenzó haciendo hincapié en la importancia del fracaso de la toma de Madrid por parte de los rebeldes. El tiempo, recalcó, correría a favor de la República. El Gobierno no solo controlaba los recursos financieros de España, sobre todo sus reservas de oro, sino también sus principales zonas industriales. Sin embargo, Prieto avisó de que aquella victoria, pese a ser inevitable, no la alcanzarían rápidamente. Los republicanos debían prepararse para una guerra larga. Habló de «la ferocidad» del enemigo, pero alegó: «Ante la crueldad ajena, la piedad vuestra; ante la sevicia ajena, vuestra clemencia… ¡No los imitéis! ¡No los imitéis! Superadlos en vuestra conducta moral. Superadlos en vuestra generosidad». Aquel discurso no impresionó a todos los que se encontraban en la zona republicana. El argumento de que «esta guerra es una guerra entre compatriotas… nos parece radicalmente equivocado», declaró Claridad, el órgano portavoz de Largo Caballero. Continuaba despotricando contra «el clero belicoso y anticristiano», que apoyaba la rebelión «con las armas» y contra «los banqueros, que han puesto su capital al servicio de este enorme crimen». Los caballeristas más destacados admitían la necesidad de una drástica depuración sociopolítica. Luis Araquistáin, el gurú ideológico de Largo Caballero, que se convirtió en embajador de la República en París en septiembre de 1936, le escribió a su mujer aquel mes de agosto: «Todavía pasará algún tiempo en barrer de todo el país a los sediciosos. La limpia va a ser tremenda. Lo está siendo ya. No va a quedar un fascista ni para un remedio». Ricardo Zabalza, secretario general del sector más importante de la UGT, la Federación Española de Trabajadores de la Tierra (FETT), consideraba hipócritas las críticas izquierdistas de «la limpia». El 14 de agosto reaccionó con furia ante la noticia de que Francisco Carreras Reura, gobernador civil de la Izquierda Republicana de Madrid, había hecho responsable al alcalde caballerista de Morata de Tajuña (Madrid) por la «desaparición» de derechistas locales. Con un escrito oficial a otros organismos del Frente Popular, denunció este hecho calificándolo de «bastante absurdo», puesto que «todos sabemos que si se le fuese a hacer responsable incluso a los ministros de las desapariciones de muchos elementos derechistas, más habría que hacer a algunos Gobernadores de muchas provincias»[1].

A pesar de esto, o por este motivo, el discurso de Prieto es citado frecuentemente por historiadores, como Reig Tapia y Ranzato, que pretenden demostrar actitudes opuestas entre los líderes rebeldes y los republicanos con respecto al terror. Sin embargo, hay que ser prudente a la hora de considerar a Prieto como un claro defensor de la moderación en el bando republicano. En otros discursos pronunciados aquel mes de agosto, Prieto dejaba clara su convicción de que la Iglesia, el capitalismo y el Ejército eran culpables conjuntamente de la rebelión. En un artículo del día 26 en la primera página de Informaciones, la publicación que hacía las veces de su portavoz, el líder socialista escribió sobre la obligación de hacer desaparecer su poder tras la victoria: «Al triunfar nosotros, ni pueden ni deben quedar las cosas cual estaban el diecisiete de julio… El capitalismo, la Iglesia y el Ejército, que en conjunción innegable han alentado, promovido y sostenido el movimiento, deben ser castigados, privándoles de su poderío… Si desbordamos esa realidad, la victoria no nos habrá servido de nada, como no sea para suicidarnos».

Las ambigüedades de Prieto a lo largo de aquel mes de agosto pueden también ilustrarse con un editorial que apareció en Informaciones tres días después del discurso de «¡No los imitéis!». En él hablaba de que la aplicación sistemática del terror por parte de los rebeldes era un síntoma de su debilidad. En Madrid «sabemos perfectamente que… existen fuerzas considerables que nos atacarán por la espalda en cuanto se creara una coyuntura favorable al triunfo de la subversión. Pero estas fuerzas están agazapadas y prácticamente aterrorizadas». Por tanto, «Terror, no. Y no solo porque nuestra conciencia rechace esos procedimientos, sino por algo que tiene e nestos [sic] momentos importancia superior: porque no es necesario… mientras no sea indispensable, dejemos a nuestros enemigos la triste gloria de los fusilamientos en masa». Los que se encontraban en la vanguardia de la lucha contra el enemigo interno, como García Atadell, no eran tan optimistas. Podría ser que las frecuentes declaraciones de Atadell ante los interrogatorios franquistas, tras su captura en noviembre de 1936, de que era un amigo íntimo de Prieto no fueran más que simples fanfarronadas. Sin embargo, sí es cierto que Prieto creía que los espías suponían una seria amenaza —el 28 de agosto escribió que «en las guerras civiles, suele haber más espías que combatientes»—, y aliados políticos cercanos como Ramón Lamoneda, el secretario general del PSOE, no se mostraban reacios a vincularse a Atadell y sus agentes. Por otra parte, como ministro de Defensa, Prieto nombraría jefe del SIM de Madrid a Ángel Pedrero, sustituto de Atadell (véase el capítulo 11). Las súplicas de clemencia en público pudieron coexistir, por tanto, con el apoyo a los que practicaban el terror. Por supuesto, Prieto no fue el único socialista. Julián Zugazagoitia, aliado político muy cercano y editor de El Socialista, no veía contradicción alguna en publicar el discurso de «¡No los imitéis!» en la misma página en la que aparecía otro artículo que elogiaba la «gran brillantez» de la brigada Amanecer. La disposición a usar el terror en circunstancias excepcionales tampoco fue excepcional dentro del movimiento socialista durante aquel mes de agosto. En un abarrotado campo de Mestalla el día 23, en Valencia, Ángel Galarza, caballerista y futuro ministro de la Gobernación, repitió su tristemente célebre declaración hecha en las Cortes de que «contra Calvo Sotelo era legítimo el atentado personal».

La CNT-FAI da un buen ejemplo de la complejidad de las actitudes mostradas por los líderes de la izquierda con respecto a la limpieza socio-política que estaba teniendo lugar en la capital. Aunque los anarcosindicalistas estaban eliminando activamente a sus enemigos de clase e ideológicos, la primera denuncia pública del terror en la capital que aparece en las páginas del Informaciones de Prieto tomó la forma de un manifiesto emitido por la Federación Local de Sindicatos Únicos de la CNT de Madrid el día 31 de agosto. En él se condenaba el hecho de que «en nuestro nombre, así como en el de otras organizaciones, se vienen cometiendo actos que en ningún momento patrocinamos, ni estamos dispuestos a patrocinar, y tan repudiables que solo merecen el calificativo de monstruosos, tales como registros domiciliarios con miras inconfesables, las detenciones fundadas en antiguas rencillas personales; los fusilamientos, mejor dicho, los asesinatos cometidos por los mismos fascitas [sic] vestidos de milicianos y con nuestros carnés en el bolsillo».

La acusación de que los malvados fascistas estaban desacreditando la causa antifascista mediante su infiltración en organizaciones de izquierdas y la perpetración de delitos nos resulta familiar. Pero el movimiento anarcosindicalista no lanzaba falsas amenazas: el mismo día en que se hizo la proclama, uno de sus milicianos, el capitán José Olmeda Pacheco, fue detenido y expulsado por la confiscación de oro y joyas valorados en 260.000 pesetas y por la detención de un sacerdote. Los delitos no eran las agresiones en sí, sino el intento de conseguir un beneficio personal a partir de ellas: Olmeda fue acusado de embolsarse parte del dinero que el sacerdote había entregado para salvar su vida. Fue condenado a muerte por un tribunal popular de Madrid el día 18 de diciembre de 1936. Fue fusilado seis días después en el cementerio de Chamartín de la Rosa. En su actuación en contra de Olmeda, los anarcosindicalistas de la capital seguían a sus compañeros catalanes, que en repetidas ocasiones habían denunciado excesos y desmanes. Sin embargo, tal y como indicó Joan Peiró, veterano escritor catalán de la CNT y posterior ministro republicano, en Perill a la reraguarda, una recopilación de artículos que habían sido originalmente publicados en Lliberat (Mataró) durante el verano de 1936, la cuestión no era si las revoluciones provocaban derramamientos de sangre; de hecho, «cuanto más profunda fuera la revolución, mayor sería el derramamiento de sangre». Lo importante era garantizar que «en una revolución popular no debía permitirse que el derramamiento de sangre excediera los límites establecidos por la conciencia individual o las verdaderas necesidades de la revolución».

A Peiró le horrorizaba la escala de asesinatos y expropiaciones que estaban llevándose a cabo en nombre de la revolución. Pero, ¿quién podía definir lo que constituía un acto revolucionario o un crimen? En los primeros meses de la Guerra Civil, era la misma CNT-FAI la que decidía si sus milicianos eran héroes revolucionarios o criminales criptofascistas. Los que fueran castigados podían ser víctimas del oportunismo político. Hemos visto en el capítulo 3 cómo el liderazgo de la CNT reconocía que los asesinatos y confiscaciones extrajudiciales conllevaban un riesgo de hostil intervención extranjera. No es una coincidencia que el antes mencionado José Olmeda Pacheco provocara un incidente con posibles consecuencias internacionales para la causa republicana. A finales de julio las milicias de Olmeda confiscaron la iglesia del Carmen, en el centro de Madrid, y pusieron a disposición pública algunos de los contenidos de la cripta —incluidos algunos restos momificados—. El problema no fue la profanación de la iglesia, sino la publicación el día 1 de agosto en ABC de una fotografía del pelotón de Olmeda con sus descubrimientos. Temerosa por el impacto sobre la reputación de la República en el extranjero, la Dirección General de Seguridad retiró todos los ejemplares del periódico de aquel día y la Policía realizó un extenso interrogatorio a su director, Augusto Vivero. Sin embargo, solo Olmeda se enfrentaría a una justicia ejemplarizante; a pesar de que había otros cargos contra él, un informe periodístico de la época sobre su juicio en diciembre de 1936 hacía hincapié en que se le condenaba a muerte por «los hechos… cometidos durante los días que ejerció pleno dominio en la iglesia del Carmen». Lo irónico es que, mientras los líderes de la CNT condenaban los actos criminales de Olmeda ante un tribunal, apoyaban y promovían las carreras de los anarcosindicalistas cuyas actividades represoras eran muy superiores a las de su desafortunado compañero. Un buen ejemplo sería el de Felipe Sandoval, un personaje destacado del tribunal revolucionario del cine Europa y responsable de una brigada del Comité Nacional de la CNT en el CPIP que fue destinado a la comisaría de Buenavista en la época del juicio de Olmeda.

No fue solo la CNT-FAI la que se esforzó por ser consecuente a la hora de distinguir entre las actividades criminales y las revolucionarias de sus militantes en 1936. Para los líderes socialistas, García Atadell solo se convirtió en maleante en cuanto huyó de España. Sus agentes continuaron disfrutando el apoyo del partido hasta la derrota de 1939. El PCE estaba también dispuesto a darle la espalda a los camaradas que, al parecer, habían cumplido con las obligaciones legítimas de su partido. El 17 de agosto, los milicianos comunistas Mariano Gutiérrez, Manuel Lázaro y Avelino Pravia se hicieron con el colegio de los Padres Escolapios de la calle General Porlier convirtiéndolo en prisión. No fue esta una acción «incontrolada», puesto que el edificio fue transferido a la jurisdicción de la Dirección General de Prisiones con Simón García de Val, un funcionario con muchos años de experiencia, en calidad de primer director de la prisión. De todos modos, un comité de cuatro personas, compuesto por los tres militares y Santos de la Fuente, controlaron de facto la prisión hasta diciembre de 1936, fecha en la que fueron detenidos por robo. Este hecho no fue instigado por el partido, sino por Jaime Ballester Baeza, anarquista y antiguo responsable del CPIP que se había presentado allí junto a otros para decidir qué reclusos se enfrentarían al pelotón de fusilamiento en Paracuellos (véase el capítulo 10). Aunque los acusados negaron los cargos y presentaron pruebas de que las «donaciones» de prisioneros iban dirigidas al Socorro Rojo Internacional, el PCE —que hasta la fecha no había expresado inquietud alguna con respecto a las actividades del comité— les negó de manera evidente su apoyo durante la posterior investigación. En mayo de 1938, un tribunal popular de Madrid condenó a Santos de la Fuente, Mariano Gutiérrez, Manuel Lázaro y Avelino Pravia a diez años de trabajos forzados por robo y por la usurpación ilegal de poder en la cárcel de la calle General Porlier; para entonces, Jaime Ballester, que no testificó en la investigación ni en el juicio, era ya agente de tercera clase de la reconstituida Policía de investigación criminal, el Cuerpo de Seguridad (Grupo Civil), y formó parte de la escolta de Juan Negrín durante la última visita del presidente a Madrid en marzo de 1939[2].

DOS EXCEPCIONES: MANUEL DE IRUJO Y MELCHOR RODRÍGUEZ GARCÍA

El reconocimiento de las ambigüedades del terror es esencial si queremos evaluar la importancia de la ayuda que destacadas figuras izquierdistas proporcionaron a ciertos individuos perseguidos. Sin duda, muchos de ellos salvaron la vida gracias a la intervención personal de los líderes del Frente Popular. Las amistades y las conexiones anteriores a la guerra sobrevivieron al estallido de la contienda. Joaquín Ruiz-Giménez, un licenciado universitario de 23 años y posterior ministro franquista, fue salvado no una, sino tres veces en 1936. Durante las primeras semanas de la guerra, este hijo de un antiguo ministro monárquico y alcalde de Madrid fue detenido por primera vez por los milicianos comunistas junto a sus dos hermanos. Retenidos durante ocho días en el tribunal revolucionario de la calle San Bernardo número 72, fueron liberados tras ser avalados por un amigo socialista. A mediados de septiembre los tres hermanos fueron encarcelados en el CPIP hasta que Pedro Rico, el alcalde de Madrid perteneciente a UR y relacionado políticamente con su padre, consiguió que los trasladaran a la Cárcel Modelo. Después, Ángel Galarza —otro que tenía conexión con la familia— los sacó de la prisión pocos días antes de las sacas a Paracuellos que comenzaron en noviembre.

Se dice a menudo que la ayuda que se prestó a los oponentes ideológicos reflejaba una aversión moral hacia las ejecuciones y confiscaciones extrajudiciales. Pero el rescate de «inocentes» de las garras de un tribunal revolucionario pudo coexistir con el apoyo a la limpieza sociopolítica de la España republicana. La Pasionaria, por ejemplo, se jactaba de haber protegido a más de cien monjas de la persecución. Esto no fue óbice para las frecuentes reivindicaciones públicas de la eliminación del enemigo interno o de las visitas al tribunal revolucionario del partido de la calle San Bernardo número 72. En el contexto de la guerra y el terror, por otra parte, se podía ayudar a personas particulares mientras se apoyaba y aceptaba la necesidad de la justicia revolucionaria; podría culparse de «excesos» a rivales ideológicos de la izquierda y/o a fascistas ocultos. Pocos líderes políticos o sindicales de Madrid fueron más allá de los favores personales ad hoc en beneficio de la acción organizada para frustrar el trabajo de los tribunales revolucionarios. Uno de ellos fue Manuel de Irujo, nacionalista vasco y ministro sin cartera del Gobierno de Largo Caballero de septiembre de 1936. Irujo tuvo un papel decisivo en la transformación del Comité-Delegación del Partido Nacionalista Vasco en Madrid, que pasó de ser una entidad diseñada para salvaguardar los intereses de los miembros del partido en la capital a otra dedicada a proteger a católicos de arrestos y ejecuciones. En total, cerca de 3.000 personas recibieron salvoconductos o avales, incluidos muchos sacerdotes y religiosos.

Otro fue Melchor Rodríguez García. Nacido en el barrio sevillano de Triana en 1893, este antiguo torero se adhirió a la CNT en 1920 y fue uno de los miembros fundadores de la FAI en 1927. Escritor infatigable y activista del movimiento libertario, Rodríguez fue, sin embargo, uno de los dirigentes de «Los Libertos», un pequeño grupo dentro de la FAI moralmente opuesto a la acción directa violenta. Entre otros de sus miembros estaban Avelino González Mallada, primer director de CNT, Celedonio Pérez, último director político de la prisión de San Antón, y Francisco Trigo, subsecretario de Sanidad en el Consejo Nacional de Defensa de Miaja, en marzo de 1939. El día 21 de julio, Rodríguez destinó el palacio del Marqués de Viana, en la calle Duque de Rivas, como cuartel para «Los Libertos». Lo curioso de este palacio fue que, pese a tener toda la apariencia de un tribunal revolucionario de la FAI, era en realidad un lugar en el que los que temieran ser perseguidos podían sentirse seguros. Tal y como dijo el juez instructor de la investigación militar franquista de Rodríguez, sus leales subordinados llevaron a cabo «detenciones y registros de personas de derechas de acuerdo con las mismas y con ánimo de salvarlas».

Entre quienes fueron ayudados se encontraban varios sacerdotes, a los cuales se les permitía decir misa dentro del Palacio. Sin embargo, el «prisionero» más destacado fue Salvador Salazar Alonso. No es extraño que el ministro de la Gobernación en octubre de 1934 fuera un hombre buscado. En un artículo titulado «En busca de un canalla», el diario Claridad advertía el 25 de julio que «Salazar Alonso no debe escapar impune». Durante las primeras semanas de la guerra, este político radical se escondió, pero a finales del mes de agosto, y con la Policía siguiéndole de cerca, se ofreció a través de un intermediario para entregarse a «Los Libertos». Una vez que tuvo lugar la «detención», Melchor Rodríguez le ofreció refugio en el palacio del Marqués de Viana, pero Salazar Alonso, convencido de su inocencia, insistió en presentarse ante las autoridades republicanas para enfrentarse al juicio. Esta decisión le costaría la vida. No obstante, la muy publicitada entrega de Salazar Alonso a la DGS el día 1 de septiembre dio la impresión de que «Los Libertos» estaban prestando importantes servicios a la República, facilitando así su trabajo clandestino hasta que Melchor Rodríguez dirigió su atención a las prisiones de Madrid en el mes de noviembre[3].

LOS REPUBLICANOS BURGUESES Y EL TERROR

Este subterfugio era necesario, puesto que sus actividades eran oficialmente consideradas como traición. El 27 de agosto, un editorial publicado en Política, el órgano del entonces principal partido del Gobierno, Izquierda Republicana, explicaba que en «una lucha que forzosamente ha de tener por epílogo el aniquilamiento de una de las dos fuerzas combatientes», los republicanos «que se rinden a ruegos y sugestiones ajenos a la política para solicitar la libertad de delincuentes contra el régimen… Merecen una sanción severa y pública», puesto que han demostrado estar en contra de «la obra de saneamiento y depuración que juzgamos inevitable y urgente. Por encima de todo —amistades, afectos o vínculos de sangre— está la salud de la República». El aniquilamiento no se relaciona normalmente con el discurso de IR de 1936. En muchos aspectos, las dificultades para explicar la reacción de los líderes izquierdistas ante el terror son de lo más graves en lo que se refiere a los republicanos de izquierda. Los extranjeros vieron que muchos de ellos estaban horrorizados ante la matanza que se estaba llevando a cabo a su alrededor. Nadie podía sugerir que Izquierda Republicana o Unión Republicana fueran partidos jacobinos decididos a crear una república virtuosa a través del terror; José Giral no era Maximilien Robespierre. No hubo tribunales revolucionarios de IR ni de UR, y existen pocas pruebas que indiquen que el gran número de militantes de estos partidos que entraron en la Dirección General de Seguridad en calidad de agentes provisionales llevaran a cabo matanzas extrajudiciales. Debido al hecho de que en agosto de 1936 Giral y su ministro de Estado, Augusto Barcia Trilles, dormían en el edificio del ministerio de la Marina, situado en el centro de Madrid, vigilado por guardias armados, es fácil describir al de Giral como un Gobierno indefenso ante el terror «incontrolado» que estaba desarrollándose a su alrededor.

Pero el Gobierno de Giral no fue un espectador pasivo de aquellos hechos. Se había comprometido a forjar un estado antifascista y designó a Manuel Muñoz como arquitecto de su nueva Policía. Creía en la amenaza que suponían los enemigos «fascistas» ocultos y creó el CPIP con la colaboración de otras organizaciones izquierdistas. Y mientras Julio Diamante y Enrique Peinador dimitieron rápidamente como miembros del tribunal de Izquierda Republicana en cuanto fueron conscientes de la verdadera naturaleza de la justicia del CPIP, hubo otros que continuaron en su cargo basándose en que estaban sirviendo a su partido y al Gobierno. Tal y como declaraba la agrupación de IR de Madrid en una carta al director general de Seguridad en mayo de 1937, «el Comité provincial de Investigación Pública ha funcionado bajo la dirección y responsabilidad del Gobierno de la República y de todas las organizaciones del Frente Popular que lo integraban». Los miembros del partido que estaban en el CPIP fueron, por consiguiente, defendidos ante las acusaciones de asesinato y robo. Durante el invierno de 1936 y 1937, Manuel Saavedra de la Peña, responsable del grupo de IR en el CPIP, fue detenido por el robo de bienes de las víctimas. Encarcelado en Porlier, la autoridad revolucionaria de Saavedra no se extinguió de la noche a la mañana: le asignaron una celda individual y tanto los presos antirrepublicanos como los celadores le temían. Pero la presión política no solo garantizó su liberación, sino que también le permitió continuar con su obra antifascista en el SIM de Murcia y Cuenca.

Los militantes de Izquierda Republicana trabajaban también en el CPIP, mientras que sus líderes exigían públicamente medidas radicales para asegurar la supervivencia de la libertad en España. El 17 de agosto, Luis Fernández Clérigo, jefe de la minoría parlamentaria de Izquierda Republicana y vicepresidente del Congreso de los Diputados, pronunció un discurso por la radio sobre los requisitos esenciales para la victoria. En «estas horas críticas», dijo, no era el momento de «invocar, como pudiera creerse, el dolor ni la piedad». Haciendo hincapié en la importancia de una retaguardia fuerte, hizo una analogía patológica: «En el cuerpo social, como en el cuerpo individual, cuando lo invaden los microbios patógenos, estas invasiones vienen muchas veces de dentro, se engendran dentro del propio cuerpo, y para rechazarlas es preciso tanto o más vigor que el que se pone para sacudir un yugo extranjero». Poco más de un mes después, Marcelino Domingo, presidente del Consejo Nacional de Izquierda Republicana, escribió un sincero artículo en el periódico francés L’Oeuvre sobre la naturaleza de la guerra: la República está luchando «en defensa de la democracia y de la libertad» contra «la aristocracia, la iglesia y el ejército [que] concibieron y han ejecutado una rebelión armada». Dada la tradición anticlerical del republicanismo izquierdista, no es de extrañar que Domingo hiciera hincapié en el papel especial de la Iglesia, que repetía el mito de los curas trabucaires: «El Gobierno confirma que casi todas las iglesias se han convertido en fortificaciones; que casi todas las sacristías son ahora depósitos de municiones y que la mayoría de los párrocos, curas y seminaristas actúan como francotiradores de la rebelión. ¿Qué se le puede exigir al Gobierno ante estas anomalías?». Así pues, en el contexto de una lucha a vida o muerte en defensa de los Derechos del Hombre, había que pedirle cuentas sobre el malévolo triunvirato de fuerzas que comenzó la guerra.

La evocación de los Derechos del Hombre fue deliberada, puesto que para Domingo y sus correligionarios políticos, la Revolución Francesa era el modelo del desarrollo histórico. De hecho, Domingo escribiría en el mismo artículo que «la Historia de España no es otra cosa que la Historia de Francia, que continúa, y que, en Madrid, en 1936 se acerca muy débilmente a lo ocurrido en París en 1789». La Historia y el «pueblo» estaban de parte de la República; es más, se invocó el concepto de Rousseau de la infalible «voluntad general» para arremeter contra la rebelión. Diego Martínez Barrio, el dirigente de Unión Republicana, declaró en un discurso pronunciado en Valencia el 1 de agosto que el levantamiento no era más que un intento de «sustituir la voluntad general del pueblo entero por la de una clase social deseosa de perpetuar sus privilegios». Pero si, tal y como Martínez Barrio claramente sugería, el Gobierno de Giral era la personificación de la voluntad general, ¿qué pasaría si el «pueblo» se ponía en su contra? Giral y sus ministros estaban decididos a no ser los girondinos de la revolución española. En términos de orden público, eso quería decir que la política gubernamental en aquel mes de agosto se basaba en la no confrontación con las milicias antifascistas. Como aseguró Manuel Muñoz en septiembre de 1942, «desde luego, el criterio del ministro de la Gobernación [Sebastián Pozas] era evitar en todo caso que la fuerza pública se enfrentase con el pueblo armado»[4]. Este punto de vista lo ilustran los tres ejemplos más tristemente célebres de la violencia popular —frente a la justicia impuesta por los tribunales revolucionarios— que tuvieron lugar en Madrid durante la época del terror. Todos ellos ocurrieron en un periodo de diez días, a mediados de agosto, en un contexto de creciente preocupación por la amenaza que suponían los «fascistas» detenidos. El primero fue la masacre de prisioneros en los trenes que salieron desde Jaén; el segundo, la cruel ejecución del general Eduardo López Ochoa, jefe de las Fuerzas Armadas, que acabó con la revolución asturiana de octubre de 1934; y el tercero, el incendio en la Cárcel Modelo y la subsiguiente matanza de prisioneros.

LOS TRENES DE JAÉN

El 11 de agosto, unos 800 prisioneros ocupaban las naves, las capillas y el coro de la catedral de Jaén. Como sospechosos de ser simpatizantes de los rebeldes, habían sido detenidos por toda la provincia tras el fracaso de la rebelión militar. Había también prisioneros de Adamuz (Córdoba), apresados durante la ocupación del pueblo por parte de las fuerzas comandadas por el general José Miaja. Los presos eran diversos: terratenientes, jornaleros y profesionales estaban entre los que iban a morir en Madrid. Pero todos ellos eran sospechosos de estar implicados en la rebelión. Así como destacadas figuras locales de derechas, como León Álvarez Lara, diputado por el Partido Agrario, y José Cos Serrano, presidente de la Federación Provincial de Labradores de Jaén y antiguo diputado del Partido Agrario por Jaén, había falangistas, como Carmelo Torres Romero, jefe local de Jaén, y miembros del clero, como Manuel Basulto Jiménez, obispo, que fue retenido en la sacristía separado del resto. La prensa republicana informó ampliamente sobre la detención del obispo de Jaén durante los días 3 y 4 de agosto.

La enorme cifra de prisioneros retenidos en la catedral y los temores de que la improvisada prisión fuera asaltada por las milicias provocaron que el gobernador civil, Luis Ruiz Zunón, organizara un traspaso a la prisión central de Alcalá de Henares. Durante las primeras horas del 11 de agosto, la primera expedición, con 324 prisioneros, salía en tren de la provincia de Jaén con dirección a Madrid y hubo programas de radio que anunciaron su partida. Escoltado por unos 40 o 50 policías uniformados, el convoy llegó a salvo a la estación de Atocha aquella tarde, aunque sus pasajeros habían sido objeto de amenazas y ataques al paso del tren por las estaciones de camino a la capital, y unos 70 de ellos necesitaron intervención médica por las heridas sufridas. A pesar de las mismas, tuvieron suerte: hubo once prisioneros que nunca llegaron a su destino final en Alcalá de Henares. El tren arrancó del andén de la estación con normalidad, pero se detuvo antes de salir de la misma. Basilio Villalba Corrales, factor y jefe socialista de las milicias de Atocha, ordenó a sus hombres que sacaran a once prisioneros del tren para que fueran fusilados junto a un muro de la estación. Entre las víctimas se encontraban los anteriormente mencionados José Cos Serrano, León Álvarez Lara y Carmelo Torres Romero. Estos asesinatos no habían sido autorizados por el comité del Frente Popular que controlaba Atocha. No obstante, Villalba no recibió ningún castigo por parte de su sindicato, el Sindicato Nacional Ferroviario de la UGT, ni de su partido político, el PSOE, por actuar por iniciativa propia. Continuó persiguiendo a sospechosos «fascistas» como jefe de milicias de Atocha hasta 1937 y trabajó para la Policía criminal republicana en calidad de agente de segunda clase a partir de marzo de 1938[5].

Los actos de Villalba no pasaron inadvertidos para los diplomáticos extranjeros. Aurelio Núñez Morgado, embajador chileno y decano del cuerpo diplomático de Madrid, se refirió a la ejecución de los once prisioneros de Jaén en una reunión de este último el 13 de agosto. Considerando la sensibilidad del Gobierno republicano en lo referente a las repercusiones internacionales de las masacres, sorprende que Sebastián Pozas no cancelara ni pospusiera la segunda expedición que debía salir de Jaén. La única precaución que se tomó fue la de elaborar una nueva ruta para el tren para evitar la parada en Atocha. A primera hora del 12 de agosto, 245 prisioneros, entre los que se incluían el obispo Manuel Basalto, su hermana Teresa —la única mujer de la expedición— y Félix Pérez Portela, deán de la catedral, salieron de la ciudad con dirección a Alcalá de Henares con un destacamento de no más de 50 guardias civiles bajo las órdenes de Manuel Hermigo Montero. Al igual que el día anterior, los pasajeros del tren recibieron amenazas en las estaciones por las que fueron pasando de camino a Alcalá de Henares. El obispo fue especial objetivo de aquellos malos tratos verbales. A eso de las tres de la tarde fue detenido por una vasta y hostil muchedumbre en la estación de Villaverde, un pueblo cercano a los barrios obreros de Puente de Vallecas y Vallecas. Al parecer, los miembros del Ateneo Libertario del Puente de Vallecas, a las órdenes del jefe de la brigada del CPIP Victoriano Buitrago García, lideraban las exigencias de tomar el control del tren. También estaba presente en la estación de Villaverde una unidad de Guardia de Asalto compuesta por 50 hombres, lo cual indicaba que el Ministerio de la Gobernación esperaba desórdenes y quería evitarlos.

Pero las autoridades republicanas, comprometidas con su política de no confrontación con el «pueblo», les cedió finalmente el paso. Hubo una llamada de teléfono, aunque los nombres de quienes participaron en la conversación y lo que en ella se dijo siguen siendo asunto de debate. La versión más fiable —defendida tanto por fuentes de la época como por otras posteriores a la guerra— es que el teniente que se encontraba al mando de los guardias de asalto comunicó a Sebastián Pozas la determinación de la muchedumbre de tomar prisioneros; la respuesta fue que no se opusiera resistencia —una de las versiones asegura que Pozas ordenó: «Si es la voluntad del pueblo, que se los entreguen»—. La escolta de la Guardia Civil se retiró del tren y ambos destacamentos policiales se fueron para Madrid dejando a los ocupantes del tren abandonados a su suerte[6].

Lo que ocurrió a continuación no fue un linchamiento masivo; la matanza de 193 prisioneros aquella tarde fue, sorprendentemente, un acontecimiento metódico. Los milicianos tomaron el tren en el ramal de Vallecas y lo detuvieron en el apeadero de Santa Catalina, cerca de la hondonada del Pozo del Tío Raimundo. Sacaron del tren a seis vecinos de Adamuz y les interrogaron sobre las actividades de los otros 90 prisioneros cordobeses durante la ocupación del pueblo por parte de los rebeldes. Puesto que Adamuz no cayó en manos de las fuerzas republicanas hasta el 10 de agosto, parece ser que los prisioneros no habían sido sometidos a ningún interrogatorio detallado antes de su salida de Jaén. Quienes hacían las preguntas querían separar a los «inocentes» de los «culpables» que habían luchado con los rebeldes. No fue un esfuerzo en vano: incluyendo a los seis delatores, 46 prisioneros de los 96 de Adamuz salieron con vida, mientras que de los prisioneros de la provincia de Jaén lo consiguieron solo seis de los 149 restantes. Entre estos últimos supervivientes estaban Antonio Trajero Hervás, activista de las JONS de Vilches (Jaén) y antiguo miembro de la CNT, que tuvo el ingenio de guardarse su carné del sindicato y mostrárselo a los guardias de la milicia en el tren; sacaron a Trajero y lo llevaron al lavabo de un vagón para protegerlo. Los prisioneros con menos fortuna, entre quienes estaba el obispo de Jaén, fueron sacados de sus vagones en varias tandas y fusilados por equipos de milicianos, mientras una multitud de puede que hasta 2.000 personas los miraba. Todos los informes concuerdan en que la hermana del obispo, Teresa, fue fusilada aparte por una miliciana, un raro ejemplo de una mujer asesinando a otra durante el terror. Después de la masacre, se llevaron los cuerpos al cementerio municipal de Vallecas para ser enterrados, y al resto de los prisioneros al Ateneo Libertario de Puente de Vallecas para posteriores interrogatorios antes de ser traspasados a las cárceles de Madrid[7].

LA MUERTE DEL GENERAL EDUARDO LÓPEZ OCHOA

Los sucesos acaecidos en el Pozo del Tío Raimundo fueron bien conocidos rápidamente en la capital. Un informe de la Embajada británica diez días después los llamó «el primer crimen colectivo de Madrid». Sin embargo, la prensa guardó silencio. No sería así con la violenta desaparición de Eduardo López Ochoa. El 18 de agosto, El Socialista publicaba una breve noticia que anunciaba que el general «ha fallecido en el hospital de Carabanchel». Otros artículos de aquel día daban más o menos el mismo mensaje conciso, aunque Claridad insinuaba que no había sido una muerte natural al añadir: «no se habrá olvidado la situación de este militar en Asturias».

López Ochoa era un liberal y masón que había estado implicado en varias conspiraciones en contra de la dictadura de Primo de Rivera y de la monarquía anterior a abril de 1931. Sin embargo, en 1936 fue especialmente conocido por el papel que tuvo como jefe de operaciones en la represión militar de la revolución asturiana de octubre de 1934. Pero el general «procuró llevar la campaña con moderación». Los intentos de López Ochoa por contener la represión le llevaron a ciertos choques con su subordinado nominal, el teniente coronel Juan Yagüe, comandante de una columna compuesta sobre todo por legionarios y regulares; Yagüe se quejó ante su buen amigo, el general Franco, director de operaciones del Ministerio de la Guerra de Madrid, de que López Ochoa estaba poniendo en peligro la vida de sus tropas. Mientras que los derechistas consideraban a Yagüe y a Franco, pero no a López Ochoa, los salvadores de Asturias, los izquierdistas no hicieron diferencias ente los tres jefes del Ejército cuando denunciaron los excesos de la represión. Por ejemplo, el socialista Julio Álvarez del Vayo, en unas declaraciones hechas en Barcelona el 15 de marzo de 1936, se refería a López Ochoa como «el alma negra» de la represión y exigía un castigo ejemplar. Para entonces, López Ochoa ya estaba en la cárcel. Tras la victoria del Frente Popular en febrero de 1936, fue despedido de su puesto de inspector general del Ejército y acusado de los asesinatos extrajudiciales de varios civiles en el cuartel de Pelayo en Oviedo durante la revolución asturiana. Después de que lo llevaran a la prisión de Guadalajara, fue trasferido al hospital militar de Carabanchel en abril, debido a su mal estado de salud. Días antes de la rebelión militar, a López Ochoa le desestimaron una solicitud de fianza y, por tanto, se encontraba aún en el hospital cuando estalló la guerra.

El Gobierno de Giral era claramente consciente de que el fracaso del levantamiento en Madrid ponía en gran peligro a López Ochoa y el 20 de julio, el nuevo ministro de la Guerra, el general Luis Castelló Pantoja, envió a su adjunto, el comandante de Infantería Jiménez Arroyo, para que sacara a López Ochoa del hospital. Sin embargo, el control de este había pasado a un comité compuesto por enfermeros y auxiliares que tenían conexión con un grupo cercano de la CNT dirigido por Andrés Calatayud. Así, Jiménez y el entonces director del hospital, el coronel Federico González Deleito, idearon un plan audaz, pero condenado al fracaso, para sacar al general camuflado en una camilla. Durante las dos semanas siguientes y en un contexto de amenazas diarias contra la vida de López Ochoa, Deleito probó en vano con otras estratagemas para liberarlo. Entre ellas, la de llevarse a López Ochoa en un ataúd. El director del hospital pagaría con su vida por estos intentos: el 15 de agosto, Deleito fue interceptado por unos anarquistas locales en dirección a Madrid y lo mataron[8]. En el momento de su muerte, Deleito había dejado de disfrutar de la ayuda personal del ministro de Guerra: el 22 de julio Castelló había sido enviado a Valencia junto a Diego Martínez Barrio para reafirmar la autoridad del Gobierno y no volvió hasta el 6 de agosto, cuando descubrió que había sido sustituido por el teniente coronel Juan Hernández Saravia. Como uno de los compañeros más cercanos a Azaña, Hernández «de hecho mangoneaba en el Ministerio [de la Guerra] desde el día 18 de julio [de 1936]». Adhiriéndose con firmeza a la política de no confrontación con el «pueblo», citó a Deleito en el Ministerio de la Guerra con el fin de «que dejara al prisionero al pueblo, pero él [Deleito] se había negado a hacerlo sin una orden formal de un magistrado o de la Policía». No había posibilidad alguna de que López Ochoa quedara en libertad condicional a pesar del evidente peligro que su vida corría: el 7 de agosto se desestimó otra solicitud de fianza. El asesinato de Deleito una semana después no cambió nada: se designó a Moreno Barbasán, comandante de Sanidad, para que ocupara la repentina vacante.

El nuevo director del hospital acababa de ocupar su puesto cuando una muchedumbre rodeó el pabellón de los presos la tarde del día 17 exigiendo la cabeza de López Ochoa. El motivo de esto sigue estando poco claro, aunque es posible que quisieran vengarse por la masacre de los izquierdistas de Badajoz ocurrida tres días antes. Moreno llamó a Castelló, ahora jefe de la Primera División Orgánica de Madrid, para decirle que una multitud quería matar a López Ochoa. Castelló se puso entonces en contacto con Hernández para ver si el Gobierno debía proporcionar protección armada para el general; supuestamente, el ministro de la Guerra respondió: «Ya se proveerá». Lo cierto es que no llegaron refuerzos armados y que la multitud —entre la que se encontraban algunos miembros del personal del hospital, así como integrantes del comité de la CNT de Calatayud— llevaron a López Ochoa, vestido con su pijama, hasta un altozano que había cerca para fusilarlo. Según el informe británico de la época sobre el asesinato, «le arrancaron después la cabeza, puesto que a alguien se le había ocurrido la idea de enviarla a Asturias como prueba ante los mineros de que “el tirano estaba muerto”». Luego clavaron la cabeza a un palo o machete y desfilaron con ella antes de que volvieran a unirla al torso para enterrarla. La venganza llegaría tras la derrota republicana en 1939. Manuel Alcázar, carnicero del hospital, fue juzgado por un tribunal militar el 30 de marzo de 1939, apenas dos días después de la ocupación franquista de Madrid. Lo declararon culpable de la decapitación del general y fue fusilado tres semanas después[9].

LOS SUCESOS DE LA CÁRCEL MODELO

Mientras que, sin lugar a dudas, los asesinatos de los pasajeros de Jaén y de López Ochoa fueron horrendos, no tendrían las consecuencias que sí alcanzaron los sucesos acaecidos en la Cárcel Modelo los días 22 y 23 de agosto. Se ha gastado mucha tinta en el intento de explicar el incendio que hubo en la principal prisión de Madrid y la posterior matanza de casi treinta prisioneros, casi todos ellos muy destacados. Diversos historiadores, citando en muchos casos las memorias de dirigentes republicanos, generalmente argumentan que se trató de una represalia provocada por el bombardeo rebelde de Madrid o la masacre de Badajoz del día 14. Sin embargo, la primera de estas justificaciones puede descartarse, puesto que el primer bombardeo aéreo sobre la capital propiamente dicha no tuvo lugar hasta la madrugada del día 28 de agosto. La segunda explicación es un factor contextual importante, pero la posibilidad de que la noticia de Badajoz desencadenara la matanza de la Cárcel Modelo es debatible. Existe una laguna cronológica corta pero significativa entre el conocimiento de las ejecuciones de Badajoz y las muertes de la Cárcel Modelo. Sabemos que la noticia de las primeras llegó a Madrid la mañana del 19 como muy tarde, puesto que esa tarde, el diario Informaciones, desafiando la censura del Gobierno, llevaba en su portada un artículo escrito por Prieto sobre esta atrocidad titulado: «Como en la Roma de Nerón-La Plaza de Toros de Badajoz, Circo Romano-Los rebeldes, las fieras». En cualquier caso, la prensa de la época informa sobre los sucesos de la Cárcel Modelo como un intento de revuelta «fascista». También es importante para explicar lo que ocurrió entre el 22 y el 23 de agosto el hecho de que había antifascistas encerrados en dicha cárcel. La muchedumbre que rodeaba la prisión después de que se declarara el incendio la tarde del día 22 no exigía venganza por lo de Badajoz, sino la liberación de los prisioneros de izquierdas. Este hecho se mezcló con la inquietud provocada por la concentración de enemigos «fascistas» en las cárceles, dando lugar al incendio, y determinó la reacción del Gobierno ante el mismo.

El de qué hacer con los prisioneros políticos era un asunto apremiante antes de la ocupación brutal de Badajoz por parte de Yagüe. Se abrieron cárceles ad hoc a lo largo y ancho de toda la zona republicana para albergar a rebeldes o a sospechosos de ser simpatizantes de los rebeldes. En las zonas costeras, por ejemplo, a menudo se retenía a los prisioneros en barcos transformados en cárceles. En Bilbao, entre 1936 y 1937, se distribuyeron hasta 3.000 entre sus cuatro cárceles —incluidos dos conventos— y tres barcos-prisión. En Almería, las bodegas de dos buques mercantes, así como una fábrica de azúcar, un convento y un colegio religioso fueron utilizados para albergar a los detenidos. También había tres barcos-prisión en Castellón y Alicante mientras que en Valencia, los prisioneros eran alojados en cuatro buques. Sin embargo, el barco-prisión más conocido fue el Uruguay, atracado en Barcelona y que no solo servía como sala de justicia para los tribunales militares contra los líderes de la rebelión de la capital catalana, sino que también se convirtió después en una de las más conocidas «cárceles secretas» de la Policía secreta militar, del SIM en Cataluña. La capital española pasó también dificultades para alojar a los detenidos tras el fracaso del levantamiento militar. La Cárcel Modelo excedía con creces su capacidad para 1.200 personas (véase el capítulo 3). Para aliviar la presión en la prisión principal de Madrid, la cárcel de mujeres de Ventas —abierta en 1933 en el barrio del mismo nombre, en el oeste de la ciudad, y con capacidad para 450 reclusas— se convirtió en la Prisión Provisional de Hombres número 1 el día 24 de julio. Las internas fueron trasladas al convento de las Capuchinas de la plaza del Conde de Toreno, detrás de Plaza de España. No obstante, esta capacidad extra no era suficiente y, ese mismo día, la Dirección General de Seguridad convirtió las Escuelas Pías de San Antón, entre las calles Farmacia y Hortaleza, en la Prisión Provisional número 2. Este edificio, de tres plantas y un oratorio, alojaría a 984 reclusos a finales de agosto. Ya hemos visto anteriormente que la de Porlier se convertirá en la Prisión Provisional número 3 el día 17 de agosto.

La apertura de la cárcel de Porlier es indicativa del incremento general de la población reclusa en la capital a principios de agosto. El día 8, Paris Soir publicaba una entrevista con José Giral en la que el presidente del Consejo de Ministros admitía que se había encarcelado a unas 4.000 personas en Madrid desde el 18 de julio. Un día después se declaró oficialmente que 1.800 «fascistas» habían sido apresados en la Cárcel Modelo. Entre ellos se incluían 1.100 militares y 700 «señoritos» o prisioneros políticos. Dentro de la prisión en sí, los internos eran separados según la causa de su encarcelamiento. La Cárcel Modelo era una estructura panóptica con cinco galerías diferenciadas que convergían en un cuerpo central administrativo. En agosto de 1936, este último alojaba también a prisioneros políticos. La primera y segunda planta albergaba a los oficiales militares y a los sospechosos falangistas; la tercera, a sospechosos falangistas; y la cuarta y la quinta, a prisioneros comunes y a los que habían sido detenidos conforme a la Ley de Vagos y Maleantes de 1933[10].

No todos los que estaban en la Cárcel Modelo habían sido encarcelados contra su voluntad, puesto que la cárcel era, irónicamente, uno de los lugares más seguros para los supuestos enemigos de la República durante las primeras semanas de la Guerra Civil. Fernando Suárez-Urbina, empleado de 21 años, de pasado falangista, decidió ponerse él mismo bajo custodia policial siguiendo el consejo de sus familiares «para evitar una confusión». Por suerte para Suárez-Urbina, fue enviado a Ventas, que estaba bajo el control del funcionario de prisiones Antonio Garay de Lucas y que contaba entre su personal con funcionarios que habían huido de la cárcel central de Alcalá de Henares. No sorprende que muchos de estos funcionarios de prisiones se identificaran con sus prisioneros y los trataran bien: no hubo sacas mortíferas de internos de la Prisión Provisional número 1 en el mes de agosto. Algo similar ocurrió en San Antón. En julio, la DGS destinó «a su fuente un comisario cuyo comportamiento fue plenamente favorable para los presos». El control pasó a la Dirección General de Prisiones a principios de agosto, y Luis Llorens, militante de Unión Republicana, se convirtió en director de la prisión. Pero, una vez más, no se realizaron sacas durante ese mes. Pasó también lo mismo en la cárcel más grande de Madrid, la Cárcel Modelo, que mantuvo su personal administrativo anterior a la guerra, encabezado por Anastasio Martínez Nieto (director) y Tomás de Miguel Frutos (director adjunto).

Fue precisamente esta normalidad la que atrajo las críticas tanto desde el interior como desde el exterior de los muros de la Cárcel Modelo. Aunque la amnistía posterior a la elección de febrero llevó a la liberación de prisioneros izquierdistas que habían estado implicados en la insurrección revolucionaria de octubre de 1934, los que habían sido condenados o detenidos por delitos comunes cometidos en nombre de la revolución permanecieron tras los barrotes después del 18 de julio. Los afectados eran principalmente anarcosindicalistas, como Manuel González Marín, que entró en la Junta Delegada de Defensa de Madrid aquel mes de diciembre en calidad de delegado de transportes, y el Comité Nacional de la CNT realizó repetidas tentativas de garantizar la liberación de los mismos. Pero la campaña para liberar a los prisioneros detenidos por lo que se conocían como delitos sociales no se limitaba a la CNT. A finales de julio, El Socialista publicaba dos cartas abiertas de presos antifascistas de la Cárcel Modelo en las que prometían su lealtad a la República y en las que se ofrecían como voluntarios a favor de la causa. El 5 de agosto también publicaba otra petición de liberación «para… podernos incorporar a la lucha del exterminio de la reacción y del fascismo para bien de la República». Esta presión garantizó una victoria menor con la liberación de un puñado de presos «sociales» a la semana siguiente. Uno de ellos fue Felipe Sandoval, anarquista y hombre de acción; otro fue Luis Bonilla Echevarría, un abogado en paro encarcelado por su inapropiada relación con una niña de dieciséis años. Aunque Bonilla tenía un pasado algo errático —había entrado en la CNT y en la Unión Repúblicana, saliéndose posteriormente de ambas—, ofreció, sin embargo, sus servicios profesionales para organizar la liberación del resto de los presos antifascistas de la Cárcel Modelo y se convirtió en el delegado no oficial del director general de Prisiones[11].

Para mediados de agosto, el asunto aún sin resolver de las liberaciones de presos izquierdistas se entrelazó con el creciente miedo a las actividades de los prisioneros «fascistas» de la Cárcel Modelo. El día 14, las milicias socialistas y la Policía llevaron a cabo un registro de la prisión. Se revelaba, al parecer, que los presos políticos estaban conspirando con la ayuda de algunos oficiales de prisión. «La traición fascista», denunció Claridad, «tiene más tentáculos que un pulpo». La investigación indicó que los prisioneros tramaban sus conspiraciones en el interior de la cárcel por medio de mensajes escondidos en patatas y entregados por el personal de la prisión simpatizante. «Así y por otros procedimientos», se quejaba el mismo periódico socialista, «los fascistas se han estado comunicando unos con otros y todos con el exterior mediante complicidades que aún no han sido descubiertas en su verdadera extensión». Peor aún eran los preocupantes indicios de que los celadores estaban haciendo la vista gorda y/o introduciendo armas a escondidas en el interior de la cárcel. Custodio Silva, guardia encargado de vigilar al general Fanjul, fue despedido y detenido durante el registro por introducir una pistola. Según el pliego de acusaciones de la DGS, también «actuaba de enlace del general Fanjul… sacando correspondencia, recados, etc., ocultamente».

Silva fue solo uno de los varios funcionarios de la cárcel detenidos por deslealtad a la República. Entre otros estaba Ramón Donallo, conocido como el Boxeador por su forma de tratar a los prisioneros. Lo arrestaron «por sacar correspondencia y recados de los fascistas, estando haciendo dentro de la Prisión el servicio de espía». Quien acusó a Donallo fue un prisionero encarcelado por la Ley de Vagos y Maleantes de 1933, lo cual indica que al menos parte de la información de supuestas conspiraciones fascistas dentro de la cárcel procedía de delincuentes comunes que deseaban demostrar su antifascismo con el fin de asegurarse su libertad. Tanto Donallo como Silva negaron los cargos que había contra ellos calificándolos de disparates y, de hecho, la nota oficial emitida tras el incendio de la Cárcel Modelo del 22 de agosto concluía que no se había encontrado ningún alijo de armas. Gregorio Gallego, el líder de las juventudes anarquistas, inspeccionó aquel mismo día las celdas ocupadas por «fascistas» e informó en sus memorias lo que los prisioneros derechistas estaban en realidad tramando. Lo único que se encontró, escribió, fueron «algunos centenares de bolas de diferente tamaño hechas con papel de plata de las pastillas de chocolate, correas, vergajos, cucharas y objetos de hierro afilados… En fin, todo un museo de instrumentos artesanos defensivos, pero ningún arma automática». Pero esto no implica que fueran del todo infundados los temores de una conspiración encubierta de los reclusos. Uno de ellos, Ramón Serrano Suñer, recordaba en una entrevista en los años noventa que la mayoría de los presos políticos eran jóvenes convencidos de que la liberación por parte de las fuerzas rebeldes era inminente. En el contexto del avance del Ejército de África hacia Madrid, cualquier acto de rebeldía era considerado como una descarada provocación de los enemigos, que solo esperaban la oportunidad de unirse a sus camaradas en la lucha. La preocupación por alojar a fascistas en un mismo sitio no se limitaba solamente a la Cárcel Modelo. Durante las primeras horas del viernes 21 de agosto, San Antón estaba rodeada por policías y milicianos fuertemente armados, como reacción a las falsas noticias de disparos en el interior de los muros de la prisión.

En estas circunstancias, no sorprende que a última hora de aquel mismo viernes se iniciara otro registro en busca de armas en la Cárcel Modelo. A diferencia de la anterior operación, esta fue ordenada por el CPIP y llevada a cabo por el grupo anarcosindicalista de Felipe Sandoval. Aunque a los prisioneros se les quitaron los objetos de valor, la búsqueda de armas resultó no ser concluyente y Sandoval decidió volver el sábado, cambiando las listas de turnos de la prisión para asegurarse de que los funcionarios considerados izquierdistas estuvieran presentes. Durante la mañana del 22 de agosto, los hombres de Sandoval ampliaron su búsqueda incluyendo las oficinas de la prisión. Esto dio lugar a una queja inmediata y airada por parte del director general de Prisiones, Pedro Villar Gómez, al ministro de Justicia, Manuel Blasco Garzón, en la que avisaba de que «puede temerse muy fundadamente que en estas prisiones [Cárcel Modelo y San Antón] se desarrollen sucesos lamentables y de gravedad de no cortar de plano tales ingerencias y desmanes».

Los mayores temores de Villar se confirmarían ese mismo día. Lo que ocurrió exactamente aquella tarde nunca podrá determinarse con precisión, pero está claro que el registro de Sandoval en busca de armas siguió sin dar frutos hasta eso de las cuatro de la tarde, cuando se declaró un incendio en la tahona de la segunda galería[12]. Algunos aseguraron que fue provocado por prisioneros comunes con la connivencia de Sandoval y sus hombres con el fin de facilitar su huida. Sin embargo, a pesar de que Sandoval confesó numerosos asesinatos ante la Policía franquista en 1939, se negó a admitir que participara en la declaración del incendio. Sus negativas son apoyadas por el testimonio del testigo presencial Francisco Sánchez Bote, un funcionario de prisiones que posteriormente trabajó en Porlier bajo el régimen de Franco. Este declaró que Sandoval se negó a liberar a ningún preso común hasta recibir la orden de liberación. Según Bote, la chispa fue la resistencia entre los presos políticos a ser registrados, incluyendo una acalorada discusión con José María Albiñana, el líder del fascista Partido Nacionalista Español. Mientras esto ocurría, «subieron varios presos, por delitos comunes, para solicitar de Sandoval la libertad que los tenía prometidos y como los contestase que no se podía ocupar de eso por ahora, le increparon y Sandoval ordenó a los milicianos que despejasen con las armas; se retiraron los presos comunes, no sin amenazarle de que se prendería fuego a la prisión; cosa que hicieron, pues unos minutos más tarde se producía un incendio de grandes proporciones en la denominada Tahona Nueva». Dicho de otro modo, el incendio fue un acto de rebeldía provocado por los presos comunes, frustrados ante la insistencia de Sandoval de que la localización de las armas secretas tenía prioridad ante sus peticiones de liberación. De hecho, después de que se llamara al servicio de incendios, los hombres de Sandoval se enfrentaron con violencia a quienes habían provocado el fuego.

Puesto que se esperaba un levantamiento fascista en la Cárcel Modelo, no es de extrañar que el humo visto desde la prisión fuera tomado como una señal de que el temido acontecimiento estaba por fin teniendo lugar. «La noticia del atentado de los fascistas», relataba Claridad el 24 de agosto, «corrió como reguero de pólvora por todo Madrid». La reacción de los antifascistas fue rápida. «Debido a la alarma que se produjo por el fuego, y de que los presos políticos pretendían escapar», afirmaba un informe de la DGS del 12 de septiembre, «muchos cientos de milicianos… inmediatamente subieron a todas las azoteas de las casas colindantes con la Cárcel». Por supuesto, Sandoval era muy consciente de que los presos comunes —y no los políticos— querían escapar. Pero el incendio había provocado «un lío imposible de imaginar». Como precaución de seguridad, todos los militares alojados en la primera galería fueron sacados de sus celdas y llevados al patio adyacente, mientras los hombres de Sandoval montaban guardia sobre ellos. Entre aquellos a los que se les ordenó salir había muchos jefes y oficiales, como Fernando Osvaldo Capaz, comandante general de Ceuta en 1936. La situación se fue deteriorando rápidamente. Ayudados por funcionarios de la prisión simpatizantes, los presos comunes fueron aprovechándose de la confusión para fugarse a través del patio de la quinta galería.

En este contexto caótico, con un incendio declarado y los delincuentes escapándose, no sorprende que la situación en un patio lleno de militares rodeados por milicianos nerviosos y armados acabara en derramamiento de sangre. A las cinco de la tarde, un disparo accidental provocó un tiroteo entre los últimos que duró, por lo menos, cinco minutos. «Fue tal el miedo y la confusión», relataba un informe policial de la época, «que todos atendían solamente a ponerse a salvo del peligro que corrían». Cuando hubo terminado el tiroteo, tres prisioneros —Manuel Chacel y del Moral, Alfonso Espinosa Ferrándiz e Ignacio Jiménez Martínez de Velasco— habían muerto y otros once estaban heridos[13]. Entre las milicias había socialistas de La Motorizada que llegaron a la cárcel desde su cuartel en el palacio de Medinaceli. Helen Graham ha sugerido que estas milicias restauraron el orden en la prisión. Esto es una exageración, aunque sí parece que los milicianos socialistas, a las órdenes de Enrique Puente, lograron evitar que una muchedumbre cada vez mayor que se había congregado en el exterior de la cárcel exigiendo la inmediata liberación de los comunes se abriera paso hacia el interior de la misma. Lo que es evidente es que se había extendido la creencia de que había un levantamiento de prisioneros «fascistas». Mariano Gómez, presidente del Tribunal Supremo, recordó el 7 de noviembre de 1937 su visita a la cárcel a primera hora del día 23 en conversación con el presidente de la República. Azaña anotó las palabras de Gómez en su diario: «El espectáculo era atroz. Interrogó a unos y otros y lo que sacó en consecuencia fue esto: la cárcel estaba abarrotada; gran parte de los presos políticos capitaneados por [Julio] Ruiz de Alda [líder falangista], en actitud levantisca; tenían armas; fraguaron, en combinación con los funcionarios de prisiones, un plan de evasión: se produciría un incendio, y a favor de la confusión se fugarían; se encontró en la cárcel cantidad de leña de la que se gasta en los hornos de pan y algunas escaleras de mano, de la altura de las tapias que cercan la cárcel; entraron los bomberos y algunos milicianos para apagar el incendio; los presos políticos… los recibieron con denuestos y tiros; hubo algunos heridos…».

Debe quedar claro que hubo algunos presos políticos que sí escaparon de la Cárcel Modelo el día 22 de agosto. Leocadio Moreno Páez, jefe del SEU falangista de la Universidad de Murcia al estallar la guerra, era uno de los pasajeros del segundo tren de la expedición de Jaén del día 12 de agosto, pero escapó de la ejecución fingiendo ser miembro de la CNT. Tras ir a parar a la Cárcel Modelo, utilizó su talento para el engaño para huir de la principal cárcel de Madrid momentos después del incendio, pero fue detenido por las milicias de Unión Republicana en la Plaza de España y enviado al CPIP. Lo liberaron la tarde del día 23 tras convencer a quienes le interrogaban de que se trataba de un delincuente común. De todos modos, los principales beneficiados del incendio fueron los aproximadamente mil presos comunes que había en la cárcel. Tras ser informado del incendio, el Gobierno de Giral, fiel a su política de no confrontación con el «pueblo», decidió organizar su liberación. A tal fin, y mientras los milicianos se encargaban del alzamiento de los prisioneros políticos, varios ministros, y entre ellos Manuel Muñoz, su superior, Sebastián Pozas y el director general de Prisiones, Pedro Villar Gómez, llegaron a la prisión. A ellos se unieron Rafael Henche, presidente socialista de la Diputación de Madrid, Anastasio de Gracia, diputado socialista, y Lorenzo Iñigo, secretario del Comité Nacional Pro Presos de la CNT. A su llegada los recibió un comité heterogéneo formado por funcionarios de la cárcel y milicianos izquierdistas que habían reivindicado la autoridad sobre la misma poco después de que se declarara el incendio. Este comité tenía representantes de todas las organizaciones del Frente Popular e incluía al menos a un comunista. En las conversaciones que hubo a continuación sobre cómo se debía liberar a los prisioneros, rápidamente se hizo evidente que la oferta del Gobierno —proceder a la liberación estudiando cada caso de uno en uno— no calmaría la situación. No solo había presos comunes que se aprovechaban de la confusión para escapar, sino que la creciente muchedumbre que rodeaba la cárcel pedía a gritos de manera incesante la inmediata liberación de los otros comunes que seguían al otro lado de los muros de la prisión. En lugar de desafiar al «pueblo», a eso de las siete de la tarde se dio la orden de satisfacer sus reivindicaciones[14].

Si por fin se había solucionado la cuestión de los prisioneros «antifascistas», el asunto de cómo enfrentarse a los reclusos «fascistas» seguía sin resolverse. Aquella tarde, unos milicianos que actuaban en nombre del comité de la Cárcel Modelo aportó una solución: un tribunal revolucionario sumario seguido de una ejecución inmediata. En escenas que recordaban a las masacres en las cárceles de París de septiembre de 1792, una selección de militares, políticos y falangistas fueron llevados a una habitación en la que había «una mesita con paño rojo, un candelabro y dos velas encendidas. También colocaron dos bancos para formar el Tribunal en el interior de la cárcel». Los elegidos eran considerados adversarios especialmente peligrosos para la izquierda obrera. Entre ellos se encontraban líderes fascistas como José María Albiñana, cuyo desafío a Sandoval inició la cadena de sucesos que provocó el incendio; Julio Ruiz de Alda, el famoso aviador falangista al que, como hemos visto, Mariano Gómez identificó como uno de los instigadores de un complot para escapar de la cárcel; y Fernando Primo de Rivera, hermano de José Antonio. Curiosamente, había también dos falangistas de pasado comunista: Enrique Matorral Páez, antiguo secretario de las Juventudes Comunistas de España, y Nicasio Ribagorda Pérez, herido en un tiroteo con la policía en Madrid en agosto de 1931[15].

Los militares fueron también cuidadosamente seleccionados. Entre los que se enfrentaban a aquel tribunal revolucionario estaban el general Rafael Villegas, líder de la rebelión en Madrid; el general Capaz, que era sospechoso —y con razón— de estar implicado en la conspiración militar; y el teniente médico José Ignacio Fanjul, hijo del general que comandó a los rebeldes en el cuartel de Montaña. Entre los políticos se hallaban monárquicos, como Javier Jiménez de la Puente, conde de Santa Engracia, y accidentalistas, como el líder del Partido Agrario José Martínez de Velasco, así como los diputados de la CEDA Tomás Salort y de Olives y Rafael Esparza García. Pero otros políticos que habían sido citados para responder por sus «delitos» eran destacados republicanos centristas del «bienio negro» de 1933 a 1935, como Manuel Rico Avello, ministro de la Gobernación durante el mandato del entonces líder lerrouxista Diego Martínez Barrio en noviembre de 1933. Rico era especialmente odiado por haber organizado las elecciones más limpias en la corta historia de la Segunda República que habían dado lugar a la derrota decisiva de la izquierda. Entre los que fueron obligados a declarar por sus vidas estaban Melquíades Álvarez, dirigente del Partido Republicano Liberal Demócrata, su compañero de partido Ramón Álvarez Valdés y Castañón —ministro de Justicia de diciembre de 1933 a abril de 1934— y Elviro Ordiales Oroz, el director general de Prisiones del Partido Radical en 1934.

En total, al menos veintitrés prisioneros fueron juzgados la noche del 22 al 23 de agosto y fusilados en los sótanos de la Cárcel Modelo. Diez de los cadáveres fueron llevados directamente desde la cárcel al cementerio del Este, pero los demás fueron encontrados abandonados en la Ciudad Universitaria y en la Pradera de San Isidro. La reacción de Pozas y de Muñoz ante la noticia de la matanza que se estaba realizando en el interior de la Cárcel Modelo fue de una pasividad desesperante. En lugar de ordenar que la Policía que ya se encontraba en la prisión pusiera fin a las ejecuciones, el director general de Seguridad se desmayó y no volvió a recobrar la conciencia hasta la mañana siguiente. Los líderes socialistas que estaban en la prisión, como Rafael Henche, estaban disgustados por la inacción de estos, si bien la milicia socialista, La Motorizada, tampoco intervino. Aquella parálisis se extendió hasta el mismo núcleo del Gobierno. Para Azaña, las violentas muertes de tantas figuras públicas destacadas, entre las que se incluían viejos conocidos políticos como Melquíades Álvarez, supusieron un mazazo, hasta el punto de plantearse abiertamente la dimisión: «No le oculté mi abatimiento, mi horror, ni el conflicto de conciencia en que el caso me había puesto». El presidente del Consejo de Ministros, José Giral, se encontraba en un estado emocional parecido.

Frente a un Gobierno que no estaba dispuesto a desafiar la voluntad del «pueblo» de la Cárcel Modelo o que psicológicamente era incapaz de hacerlo, otras figuras más resueltas trataron de obligar a Giral a que tomara medidas mediante la evocación del temor a la intervención extranjera. El 23 de agosto, un informe de la Embajada británica contó a Londres lo que había ocurrido durante las primeras horas de aquel mismo día: «Alrededor de la medianoche… una procesión furtiva se abrió paso hacia la Embajada británica y una pequeña comisión pidió hablar con el consejero. Los dejaron pasar. Se trataba de una delegación de republicanos y socialistas que venían a suplicar al embajador británico, un representante que sigue teniendo una buena reputación entre la mayoría de los españoles, para que interviniera por humanidad y evitara la masacre de los prisioneros. El encargado de negocios señor Ogilvie Forbes… tomó una medida de gran responsabilidad, pero, dadas las circunstancias, humanamente inevitable. Pidió su coche y se dirigió de inmediato al cuartel general del gabinete… Lo que ocurrió en aquella entrevista ocupará en su debido momento una interesante página en la historia». Lo que sucedió en aquella reunión nocturna de emergencia puede deducirse de fuentes españolas. Algunos ministros le dijeron a Mariano Gómez que, si no acababa con aquellas muertes, «el Gobierno teme que pueda desembarcar el Ejército inglés»[16].

Fue aquella amenaza de invasión británica la que despertó al Gobierno de Giral de su atormentado estupor. La solución no consistió en un enfrentamiento armado contra el «pueblo», sino en asegurar a las milicias que estaban al mando de la Cárcel Modelo que el destino de los presos «fascistas» estaría sometido a la voluntad popular en la forma de un nuevo tribunal revolucionario. A tal fin, Gómez —que había aceptado presidir el tribunal—, así como algunos dirigentes del Frente Popular fueron a la prisión en las primeras horas del día 23. Entre ellos se encontraba Indalecio Prieto, quien vio con sus propios ojos la carnicería que se había llevado a cabo en la prisión, incluyendo los cuerpos de las víctimas. La República, declaró, había perdido la guerra[17]. Evidentemente, la posibilidad de que Gran Bretaña cambiara su política de no intervención declarada apenas dos semanas antes parecía lejana tras los sucesos de la Cárcel Modelo. Pero la desesperación de Prieto la provocaba más la sensación de que la República ya no podría alegar una superioridad moral ante los militares rebeldes. Esto puede constatarse en el editorial de aquella mañana en El Socialista, escrito por Julián Zugazagoitia. Bajo el título de «Un imperativo moral indeclinable», el prietista escribió con toda claridad que «nos declaramos enemigos de toda acción de violencia, en las personas y en las cosas, cualquiera que sea el designio con que se acometa. Para juzgar a cuantos hayan delinquido disponemos de la ley. Mientras dispongamos de ella, necesitamos acatarla. Con ella todo es lícito; sin ella, nada…». El artículo de Zugazagoitia debía considerarse como un rechazo apasionado de la inmoral violencia popular en beneficio de una justicia revolucionaria dirigida por el Estado. No se trataba de un llamamiento para obedecer la ley democrático-burguesa. Esto queda evidenciado en otro editorial de la misma página, «Vista al porvenir inmediato y luminoso». En él se declaraba con entusiasmo que «La burocracia, la justicia, la banca, la iglesia, el sistema de propiedad, el sistema jurídico, toda la estructura democrático-burguesa del Estado, están en trance de radical sustitución»; pero avisaba: «Hay que ir pensando en la traza del Estado que ha de surgir de esta gloriosa revolución española» porque «todo lo viejo, caduco, adjetivo y letal» combate de forma inevitable y desesperada «contra todo lo joven, fuerte, sustantivo y vivificador».

Pero no todos en Madrid estaban de acuerdo con la representación que El Socialista hacía de las muertes en la Cárcel Modelo como inmorales y perjudiciales para la República. Durante los días siguientes circularon rumores por la capital que sugerían que las víctimas habían sido asesinadas mientras se enfrentaban a las milicias. La Embajada británica informó el día 28 de agosto de que «un informe dice que algunos de los prisioneros habían conseguido armas sobornando a los celadores y que habían intentado con gran determinación salir de allí con enfrentamientos… Se asegura que el general Capaz murió pistola en mano en un callejón tras haber realizado dos disparos con su pistola automática». El mito de una revuelta fascista persistió a lo largo de toda la Guerra Civil. Por ejemplo, el editor de Mundo Obrero, César Falcón, escribió en 1938 sobre un alzamiento organizado por «los reaccionarios y fascistas detenidos». Incluso algunos de los que habían quedado consternados por las ejecuciones culparon finalmente a las víctimas de sus muertes violentas. En una reunión con Azaña el día 17 de junio de 1937, Ángel Ossorio y Gallardo aseguró que aquella matanza obedecía a «la lógica de la historia. Note usted que muchos de esos hombres, hace dos años, creyéndose los amos del país, hicieron algunas atrocidades… El pueblo no se había olvidado de aquellas atrocidades. Está en la lógica de la historia». De igual modo, Mariano Gómez, que dirigiría el tribunal revolucionario del que se habla en el siguiente capítulo, le dijo al presidente casi cinco meses después que «Una provocación como cinco —dice— produce una reacción como quinientos»[18]. El «pueblo» noble y justo no podía ser considerado responsable.