4
FORJANDO LA NUEVA POLICÍA
Madrid se encontraba en estado de alarma cuando estalló la Guerra Civil. Según lo que establecía la Ley de Orden Público de 1933, esto significaba entre otras cosas que la Policía podía imponer restricciones sobre el movimiento del tráfico. Tras la derrota de la rebelión de julio en la capital, la Dirección General de Seguridad prohibió que circularan vehículos por la calle a partir de las diez de la noche, y proporcionó unas claves a sus propios conductores para que pudieran sortear la prohibición. Aunque las milicias no hicieron caso a la orden de la Policía, las consignas nos proporcionan una fascinante visión de la mentalidad dentro de la DGS durante las primeras semanas de guerra. Las primeras consignas reflejan un afán por identificarse con el «pueblo» antifascista y la inevitable rendición de los rebeldes en toda España. Así, durante las noches del 24 al 29 de julio, se ordenó a los conductores de la Policía que, ante una eventual detención, pronunciaran proclamas del tipo: «Acción, Acción»; «Recordemos a los nuestros»; «Adelante, milicias»; «Ofreceremos nuestras vidas»; «Hacia el norte»; y «Somos los amos». Las de los tres días siguientes reflejaban desasosiego, porque aún no se había alcanzado la victoria: «Hay que aplastarlos»; «No se levantarán más» y «Un último esfuerzo». Sin embargo, las consignas para la siguiente semana —del 2 al 9 de agosto— muestran una llamativa radicalización: «Exterminio» (2 de agosto); «A por los frailazos» (6 de agosto); «Jefazos maricas» (7 de agosto); «Preparaos a morir, sacristanes» (8 de agosto)[1]. Esta fue la semana en que nació la nueva Policía.
UNA GRAN LIMPIEZA
La tarde del 5 de agosto, el Gobierno republicano se reunió para aprobar un decreto que reorganizaba el Cuerpo de Investigación y Vigilancia. Aquella mañana, el diario Política, el periódico de Izquierda Republicana, publicaba un editorial que declaraba que «Estos días se está realizando una limpieza a fondo en la retaguardia. Es indispensable. Estamos en guerra, y en la más implacable de las guerras, y sería pecado mortal dejar posibles traidores a nuestra espalda… Sobre esta obligación de velar por la causa de la República no puede haber consideración de ninguna especie. Ni relaciones de amistad ni vínculos familiares. Nada. No hay más que dos bandos en lucha encarnizada, en pugna irreductible, y quien de nuestro lado flaquee, por sentimentalismo o por un prejuicio cualquiera, es un hombre que se nos pasa al enemigo, que pacta con él, que le ayuda». En el contexto de un mensaje tan inflexible, la Gaceta de Madrid publicó el decreto del 7 de agosto. Refiriéndose a «la imperiosa necesidad de proceder a una profunda reorganización de la… Policía gubernativa», no solo autorizaba al director general de Seguridad a realizar una purga del Cuerpo de Investigación y Vigilancia, así como del personal administrativo, sino que le concedía el poder de designar «agentes de tercera clase [el rango de agente más bajo]… para realizar la proyectada reorganización». Estos agentes tenían que ser «personas que ofrezcan las debidas garantías para el desempeño de su misión». En otras palabras, individuos que pudieran demostrar un pasado antifascista.
Los primeros diecisiete despidos fueron llevados a cabo por Manuel Muñoz cuatro días después. Un severo director general de Seguridad le dijo a la prensa que se iba a despedir a muchos más «porque es absolutamente necesaria una gran limpieza». Fue fiel a su palabra: un informe franquista de la DGS de 1940 afirmaba que el 60% de los agentes que componían el Cuerpo de Investigación y Vigilancia habían sido destituidos durante la guerra. Esta purga fue inicialmente supervisada por Lorenzo Aguirre Sánchez. Siendo en aquella época un simple comisario de tercera clase, Aguirre fue nombrado jefe de personal de la DGS por su buen amigo José Alonso Mallol para asegurar la fiabilidad política de la Policía de investigación criminal antes de la guerra (véase el capítulo 1). Aun así, tras su posterior ascenso a jefe superior de la Policía de Madrid el 9 de septiembre, la limpieza política del cuerpo estaba exclusivamente en las manos de un Consejo de Salud Pública dirigido por Fernando Torrijos Pineda. Este comité de diez hombres estaba dominado en número por militantes izquierdistas del cuerpo de antes de la guerra, aunque también se incluían en él representantes de la CNT, la UGT y el PCE.
La labor del Consejo de Salud Pública tuvo su punto culminante durante los primeros días de noviembre de 1936, cuando docenas de agentes fueron formalmente despedidos (véase el capítulo 10). Por supuesto, esto no significa que los que estaban siendo investigados por ser «fascistas» siguieran trabajando tranquilamente. La DGS franquista sacó una lista de 229 policías —el 30% del cuerpo antes de la guerra— que habían sido «asesinados… durante la dominación roja». En términos relativos, los policías de alto rango tenían más probabilidad de morir: por rangos, las víctimas fueron 13 comisarios, 43 inspectores, 52 agentes de primera clase, 63 agentes de segunda clase, 52 de tercera y 6 agentes auxiliares. Este alto índice de mortalidad no sorprende, dado el largo historial de conflictos entre el cuerpo y los sindicatos y organizaciones políticas de izquierda. Desde el 20 de julio algunos sabían que estaban señalados por su labor policial. Emeterio Albiach Mauricio era un veterano inspector de Policía que estaba especializado en operaciones políticas clandestinas. En 1917 recopiló información del interior de la Casa del Pueblo, y a principios de la década de los veinte se infiltró en grupos de estudiantes para conseguir información sobre la actividad subversiva. En marzo de 1933, su superior, Pedro Aparicio de Cuenca, le ordenó que aceptara una invitación para entrar a formar parte de la logia masónica denominada Mutua de la calle Alcalá, con el fin de que informara sobre sus reuniones. Públicamente identificado como derechista que trabajaba en la secretaría particular de José Valdivia, director general de Seguridad en 1934, Albiach no albergaba ilusiones sobre su futuro en el verano de 1936. Refugiándose en la Embajada de Chile el 22 de agosto, justo antes de que se emitiera la orden para su arresto, salió de su escondite en 1939 para descubrir que habían entrado en su piso y se habían llevado artículos valorados en 40.000 pesetas. Por si no le iban mal las cosas, su iniciación en la francmasonería en 1933 —aunque por razones profesionales— significó el fin de su carrera policial después de la guerra. Pero, al menos, sobrevivió: Aparicio de Cuenca y Valdivia, los antiguos jefes de Albiach, fueron sacados de la prisión y fusilados durante el otoño de 1936[2].
El Cuerpo de Investigación y Vigilancia no fue la única fuerza policial que sufrió la ira del «pueblo» antifascista de Madrid. El odio que muchos izquierdistas madrileños sentían por la Guardia Civil no disminuyó por el hecho de que la Benemérita no hubiera participado en la rebelión militar. Numerosos guardias civiles fueron desarmados de inmediato y sus armas distribuidas entre las milicias. A pesar de la apremiante necesidad de hombres adiestrados para defender la ciudad, el recelo popular con respecto a la lealtad de la Guardia Civil implicó que no fuera desplegada en bloque en el frente. Por ejemplo, solamente una minoría de los aproximadamente 800 hombres del XIV Tercio destinados en el cuartel de la calle de Batalla del Salado fueron enviados a luchar después del 20 de julio. El resto fueron retenidos en el cuartel bajo la mirada atenta de un comité izquierdista de la Guardia Civil. Estos guardias civiles desarmados seguían siendo considerados como una amenaza, a pesar de haber sido despojados de sus armas: a principios de agosto, los milicianos rodearon el cuartel como consecuencia de los infundados rumores de que se habían rebelado. Los temores antifascistas sobre guardias civiles que pudieran pasarse al enemigo no eran infundados. Hubo un flujo constante de deserciones desde el frente a lo largo del verano de 1936. La noche del 23 de agosto, por ejemplo, dos comandantes, un capitán, tres alféreces, un sargento, un cabo y tres guardias desertaron en el río Guadarrama. Entre ellos estaba Pedro Barcina del Moral, jefe de las fuerzas de la Guardia Civil de aquel sector, y su predecesor inmediato, Miguel Andrés López. Este último murió más tarde luchando por Franco en la batalla de Belchite, en 1937. Pero la actitud de la Benemérita de la capital con respecto a los rebeldes militares durante las primeras semanas de la guerra es compleja. A priori, la creencia en el carácter traicionero de la Guardia Civil de Madrid ayudó a crear un «efecto Pigmalión». La deserción no era inevitable. No se debe desestimar el éxito de la depuración del Gobierno republicano con respecto a los jefes del Cuerpo antes de la rebelión. Los que estaban al mando al comienzo de la Guerra Civil eran antifascistas comprometidos, como el general José Sanjurjo Rodríguez-Arias, jefe de la cuarta zona de la Guardia Civil —jefe de las fuerzas de la Guardia Civil en la capital—, o bien profesionales con escasa voluntad de desafiar a la autoridad incluso en las circunstancias más extremas. En esta categoría se incluirían el coronel Mario Juanes Clemente, jefe del XIV Tercio, que obedeció órdenes de desarmar a sus hombres a pesar de haber recibido la noticia de que su hijo, un cadete que se había unido a la rebelión del general Fanjul, había muerto defendiendo el cuartel de la Montaña el 20 de julio. Juanes moriría más tarde en Paracuellos en el mes de noviembre.
Así pues, aunque puede que los oficiales de alto rango no siempre hubieran sido izquierdistas, no apoyaron la falta de disciplina entre sus subordinados inmediatamente después del fracaso de la rebelión. El 31 de julio, guardias civiles de Ciudad Real y Cuenca llegaron al cuartel de Bellas Artes, al norte de la ciudad, de camino al frente. Cuando se negaron a seguir adelante, el comandante del cuartel, el teniente coronel Antonio Ferragut Villegas, les dijo que no causaran ningún problema y les ordenó que siguieran su camino. El capitán Pablo Martínez Delgado, un oficial que más tarde fingió demencia para salir de la España republicana, explicó la reacción de su superior haciendo referencia a su «carácter débil». Aquello fue injusto. Ferragut fue uno de los guardias civiles que vieron la emergente Guerra Civil como una pesadilla. Habían jurado fidelidad al Gobierno, pero esa lealtad no solo implicaba entrar en guerra con compañeros que habían apoyado la rebelión en otros lugares de España, sino que también significaba la aceptación de luchar junto a milicianos que detestaban la institución misma de la Guardia Civil.
Aquello suponía un serio dilema, y no solo había carreras en peligro, sino también vidas. La fidelidad a la República no siempre era la opción más segura. La tarde del 25 de julio, el capitán Luis Mata Domínguez partió hacia Arenas de San Pedro (Ávila) con una fuerza mixta de 110 guardias civiles, guardias de asalto y milicianos. La guarnición rebelde de la Guardia Civil del pueblo había declarado que solo estaba dispuesta a capitular ante oficiales de la Benemérita. Sin embargo, antes de que Mata pudiera llegar, aquella noche estalló un intenso tiroteo entre los milicianos y la guarnición de Arenas de San Pedro en el pueblo cercano de Lanzaíta. Como esta última estaba compuesta por guardias civiles de Madrid, Mata pudo negociar un alto el fuego y conseguir la promesa de rendición. Por desgracia, una serie de disparos provocó la confusión y el acuerdo se rompió en medio de la recriminación mutua. Mata estaba decidido a evitar más derramamiento de sangre y llamó por teléfono a la guarnición de Arenas de San Pedro con la esperanza de que, aun así, depusieran sus armas. Como no fue así, decidió conseguir refuerzos al día siguiente desde San Miguel de Valdeiglesias, a unos 50 kilómetros en dirección a Madrid. Para Mata había resultado difícil luchar contra compañeros de la Guardia Civil y, según su chofer, estuvo todo el camino hasta San Miguel de Valdeiglesias gritando: «¡Dios mío, Dios mío!». Lo que Mata no sabía era que su intento de negociar un alto el fuego iba a costarle la vida. La llamada de teléfono de Mata a los rebeldes de Arenas de San Pedro llegó a oídos del teniente coronel —y poco después, general— Julio Mangada, que resultó que estaba en San Miguel de Valdeiglesias con otros de su columna. Mangada lo consideró como una traición y ordenó la detención del «fascista» cuando Mata llegó al pueblo la tarde del 26. A continuación, Mangada salió de San Miguel de Valdeiglesias, dejando a Mata a su suerte. Lo que ocurrió después se describe en un informe oficial de la Guardia Civil escrito el 1 de agosto de 1936: «[Mata fue] juzgado por el pueblo acusado de reclutar milicias en los pueblos, para llevarlas engañadas a Arenas de San Pedro». Fue fusilado a las afueras de San Miguel de Valdeiglesias, a eso de las siete de la tarde del 26 de julio. Posteriormente se llevó a cabo una investigación sobre la «desaparición» de Mata, pero no se tomó ninguna medida, a pesar de la admisión de Mangada de que había ordenado su detención[3].
La implicación de Mangada en la desaparición de Mata es una muestra de que la rebelión militar desencadenó una guerra civil dentro de las fuerzas de seguridad. Oficiales y antifascistas acérrimos tuvieron un papel esencial en la depuración de la Guardia Civil. Mientras su estructura de mando siguió ocupando su lugar tras el 20 de julio, los comités izquierdistas tomaron el control de facto de los cuarteles y destacamentos. Estos son los que proporcionarían el núcleo de la nueva Guardia Civil que el Gobierno de Giral deseaba crear. El 26 de julio, el ministro de la Gobernación, Sebastián Pozas, comenzó a destituir a aquellos de la Benemérita «que hubieran tenido participación en el movimiento subversivo o fueran notoriamente enemigos del Régimen». Aun así, tal era la animadversión popular contra la institución que el Gobierno decidió poco después abandonar todos los intentos de transformarla en una fuerza policial digna del «pueblo». El 31 de agosto se anunció que la Guardia Civil sería sustituida por una Guardia Nacional Republicana. Aquello suponía algo más que un simbólico cambio de nombre: tal y como La Voz lo describía ese mismo día, «la Guardia Civil está en un momento de transición. Va a ser transformada radicalmente… [la Guardia Nacional Republicana] será una institución popular… que ha de contar con la absoluta confianza del pueblo».
Dicho con otras palabras, las organizaciones del Frente Popular tendrían una influencia decisiva en la Guardia Nacional Republicana (GNR). Su primer director fue Manuel Uribarri, comandante de la columna Fantasma que por entonces estaba luchando en Extremadura. Como capitán de la Guardia Civil que había formado a las milicias del Partido Socialista antes de la guerra, Uribarri presidiría después el SIM, la policía militar secreta republicana, antes de huir de España con bienes confiscados en la primavera de 1938 (véase el capítulo 11). La organización de la Guardia Nacional Republicana fue puesta en manos de un Comité Central situado en el Ministerio de la Gobernación. Aunque la pertenencia a este comité estaba limitada a policías profesionales, también se designarían en el comité «asesores… de los partidos y organizaciones sindicales implicadas en el Frente Popular» para garantizar que la Guardia Nacional Republicana «responda a las orientaciones que el pueblo, con visión clara de las realidades, va imponiendo a las instituciones armadas». Lo que esto significó en la práctica puede verse en el subcomité que se estableció para continuar con la depuración de guardias civiles. Esta Comisión Depuradora estaba presidida por José Luzón Morales, un miembro de la CNT que actuaba como asesor del Comité Central y que fue comandante honorario de la GNR. Luzón, comandante de una milicia anarquista, convirtió el cuartel de la calle de Santa Engracia —un antiguo convento transformado en centro de reclutamiento de la Guardia Civil— en una prisión de guardias civiles. Aunque la Comisión Depuradora no ordenó ejecuciones —al menos, hasta el mes de noviembre (véase el capítulo 11)—, sí que pasó listas de agentes despedidos a los tribunales revolucionarios, sobre todo al Comité Provincial de Investigación Pública. Al menos 144 miembros de la Benemérita fueron ejecutados en Madrid en 1936.
Así pues, las carreras —e incluso las vidas— de los guardias civiles dependían de las decisiones de un tribunal presidido por anarcosindicalistas. Esto apenas pondría freno a la huida a las «fuerzas del orden» del otro bando. Un ciclo de depuración/deserción pudo verse con otras fuerzas de seguridad. El Cuerpo de Seguridad y Asalto sufrió también un torrente de deserciones: por ejemplo, el 4 de octubre de 1936 una cuadrilla de nueve guardias de asalto, comandados por los cabos Cecilio Cuesta Antón y Teodoro Rodríguez Zamora, abandonó sus puestos en el frente de Guadarrama y se pasó al otro lado. Para entonces, la transformación política del cuerpo prácticamente había terminado. Aunque la lealtad de su jefe, el teniente coronel Pedro Sánchez Plaza, era incuestionable (véase el capítulo anterior), a los guardias de las comisarías y cuarteles de toda la ciudad se les obligó a abandonar sus armas y quedaron bajo vigilancia de sus compañeros izquierdistas. Enseguida se establecieron comités del Frente Popular dentro de todas las formaciones del cuerpo para proporcionar información a un Comité Depurador que, a su vez, daba los nombres de los guardias despedidos a la Dirección General de Seguridad. Los despidos iban, por tanto, acompañados de un arresto, y algunos de estos antiguos agentes terminaban inevitablemente en manos de tribunales revolucionarios, como el CPIP. Después de la Guerra Civil, la DGS franquista informó de que 88 miembros del Cuerpo de Seguridad y Asalto habían sido asesinados tras las líneas republicanas en 1936.
El Instituto de Carabineros también sufrió un proceso de purificación política. El 18 de julio, la Policía aduanera y fronteriza, al mando del teniente coronel Daniel González y González, tenía entre 600 y 800 hombres distribuidos por las riberas, presas y centrales eléctricas que rodeaban la capital para evitar ataques durante la huelga de la construcción. «Desde luego», declaró Claudio Santamaría Artijita, jefe de Carabineros de la ciudad en junio de 1940, «ni con las Fuerzas de Carabineros de Madrid ni con la Jefatura se contó para nada en la preparación del Alzamiento Militar». González y González aseguró que el instituto permaneció siendo fiel al Gobierno los días 19 y 20 de julio, aunque el control pasó inmediatamente a los comités de oficiales izquierdistas tras el fracaso de la rebelión. A los carabineros de la ciudad no se les ordenó que acudieran al frente en masa, tal y como les ocurrió a sus compañeros de Alicante, Valencia, Murcia y Castellón que volvieron a desplegarse para luchar contra los rebeldes en Somosierra y Guadarrama. Pero sí hubo un llamamiento para que acudieran voluntarios al frente el día 26 de julio, y esto puso en evidencia la inquietud que había dentro de la institución en cuanto a la participación en una emergente Guerra Civil. Al menos veintitrés carabineros de base declararon por escrito su negativa a presentarse como voluntarios. Tal y como declaró el cabo Vicente Fernández Aranda, «no desea asistir voluntariamente a las columnas que se forman para reducir a los sediciosos, pero sí lo haría muy gustoso mediante una orden». Esta actitud —obediencia a la autoridad establecida más que una adhesión entusiasta a la causa republicana— no tenía cabida en el nuevo Instituto de Carabineros antifascista. Los primeros despidos tuvieron lugar el 3 de agosto y continuarían realizándose a lo largo de todo el verano y el otoño de 1936[4].
EL ANTIFASCISTA CUERPO DE INVESTIGACIÓN Y VIGILANCIA
Concomitante con esta limpieza de «fascistas» fue el ingreso masivo de izquierdistas en la Policía. El 3 de agosto, el general Sanjurjo Rodríguez Arias ordenó que todos los nuevos reclutas de la Guardia Civil de la capital presentaran certificados «de conducta, bien de organismos oficiales o de entidades particulares que no ofrezcan duda alguna respecto a su adhesión y fidelidad al régimen». En total, 7.000 hombres ingresaron en la Guardia Civil —más tarde Guardia Nacional Republicana— en la zona republicana en los cuatro primeros meses de guerra. El doble de ellos (13.935) fueron admitidos en el Cuerpo de Seguridad y Asalto en 1936. El Instituto de Carabineros tuvo una inyección similar de sangre antifascista. El 27 de septiembre, Juan Negrín, entonces ministro de Hacienda, anunció 8.000 puestos más dentro del Instituto. Todos los posibles reclutas debían «acreditar, mediante certificado u otros documentos, su adhesión al régimen republicano». Un mes después, el número de puestos había aumentado a 20.000.
Un proceso análogo se dio en el Cuerpo de Investigación y Vigilancia. La columna vertebral de la nueva fuerza de investigación criminal de Manuel Muñoz la constituía una minoría de policías que eran considerados leales antifascistas. Estos disfrutaron de rápidos ascensos. El 5 de agosto, el director general de Seguridad sustituyó a los jefes de las comisarías de Madrid por agentes izquierdistas de rangos inferiores. En la Comisaría General, por ejemplo, Aparicio de Cuenca fue sustituido por el agente de segunda Félix Carreras Villanueva, quien más tarde recibió el rango de comisario general de su predecesor. Otro agente de segunda, Javier Méndez Carballo, era miembro del Consejo de Salud Pública de la DGS y se convirtió en jefe de la Brigada de Investigación Criminal de la capital aquel mes de noviembre. En el otoño de 1937 fue ascendido a comisario general y se le concedió el control de todos los «detectives» de la República. El ascenso de Vicente Girauta Linares fue aún más meteórico: aunque era también agente de segunda cuando se hizo cargo de la División Social, en el verano de 1936, se convirtió en el director adjunto de Muñoz aquel mes de octubre y fue el último director general de Seguridad republicano en marzo de 1939.
Estos cambios significaron mucho más que la destitución de la plana mayor. Los nuevos jefes se rodearon de personas de confianza en el plano ideológico y pocos de ellos habían pertenecido a la Policía antes de la guerra. Tras su designación como jefe de la comisaría de Buenavista, en el adinerado barrio de Salamanca, Luis Omaña Díaz reservó la tarea de detenciones y registros de casas a sus compañeros socialistas Domingo Tornel Calderón (cincelador), Moisés Cercadillo Muñoz (sector del comercio), Santiago García Imperial, (actor) y Enrique Rufo Asenjo (mecánico). Sin embargo, sus adjuntos más cercanos fueron sus dos hermanos, Alfredo y Ángel, lo cual indica la importancia de los lazos familiares en la nueva organización. Con el apoyo de la UGT, Luis y Alfredo se convirtieron en comisario general y agente de segunda, respectivamente, de Valencia en 1938. La carrera en la Policía de Ángel, sin embargo, se truncó repentinamente cuando fue capturado por las fuerzas franquistas tras haber cruzado accidentalmente el frente en el invierno de 1936-1937[5].
Los amigos y familiares de Luis Omaña están incluidos entre los 1.143 agentes de tercera clase designados por decreto del 5 de agosto que aparecen en un registro de la DGS de 1937. Esta cifra debería considerarse como una minoría de los que ingresaron en el Cuerpo de Investigación y Vigilancia desde agosto de 1936, puesto que en ella no se incluyen los que habían muerto, los que se habían marchado o estaban planeando marcharse de Madrid, los que habían dejado la Policía ni los que estaban en prisión. Por ejemplo, Ramón Torrecilla Guijarro ingresó en la comisaría del distrito de Universidad el 19 de agosto. Antes de la guerra, Torrecilla era un comisionista de productos químicos y entró en el PCE en febrero de 1935, en cuya Comisión Organizadora trabajaba. Torrecilla, que más tarde desempeñó un papel fundamental en la organización de las masacres de Paracuellos de aquel otoño, no aparece en la lista, puesto que el por entonces delegado de Orden Público de Murcia se encontraba en la cárcel desde abril de 1937, tras las acusaciones de tortura por parte de sus subordinados anarquistas. Aun así, pudo retomar su ambiciosa carrera policial tras su liberación en febrero de 1938 (véanse los capítulos 10 y 11).
Sin embargo, el registro de la Dirección General de Seguridad nos brinda la oportunidad de examinar al detalle la naturaleza del nuevo Cuerpo de Investigación y Vigilancia. Antes de hacerlo, debe tenerse en cuenta que las comisarías de distrito no constituyeron en sí mismas centros de asesinatos: solamente una, la comisaría de Buenavista, fue etiquetada como «checa» por parte de la Causa General debido a su actividad durante el invierno de 1936-1937, cuando quedó bajo el control de los miembros del disuelto CPIP. Por supuesto, las comisarías casi nunca constituyeron un refugio para los «fascistas» perseguidos. Cada una contaba con un comité del Frente Popular que garantizaba su fiabilidad política. Incitadas por la central de la DGS, las comisarías tuvieron un papel importante en la identificación y detención de «desafectos». Es característico un informe de la Dirección General de Seguridad de octubre de 1936, encontrado en el expediente del tribunal popular de Ángel Sánchez Albadalejo, capellán castrense, en el que describe las circunstancias de los arrestos de veintiuna personas encerradas en prisión por orden de la DGS. A Sánchez lo detuvieron en una pensión el día 31 de agosto unos agentes de la comisaría de Inclusa, al sur de Madrid, por «intención de conspirar» con carlistas; sería liberado en 1937. Entre los detenidos ese mismo día por parte de agentes de la comisaría de Palacio, al oeste de Madrid, estaba Manuel Sánchez Cuesta, funcionario de Hacienda, «por ser elemento de derechas y colaborador de Siglo Futuro [el periódico carlista]»; fue condenado a dos años de trabajos forzados en julio de 1937 por ser carlista. No todos los que aparecen en aquella lista y que fueron traslados por las comisarías a la Dirección General de Seguridad sobrevivirían. Manuel Tomás López, relojero y militante de Acción Popular, fue arrestado en su trabajo el 17 de agosto por policías de Buenavista, acusado de haber proporcionado un arma a un pistolero de derechas durante la revolución de octubre de 1934. Una vez en la cárcel, Tomás fue fusilado en Paracuellos el 24 de noviembre.
También debe hacerse hincapié en que el nuevo cuerpo no reflejaba la supremacía de ninguna clase social. Se trataba del «pueblo» antifascista de Madrid en acción. Los obreros, aunque tenían un papel destacado, no constituyeron una mayoría entre los participantes. De los 1.057 agentes cuya anterior ocupación se conoce, 280 (el 26,5%) tenían un oficio manual mientras que 342 (el 32%) trabajaban en el sector de los servicios; 171 (el 16%) eran funcionarios o administrativos; 137 (el 13%) eran profesionales —entre ellos se incluye a 45 estudiantes universitarios—; 85 (el 8%) miembros de la Policía o el Ejército —normalmente en los rangos uniformados—; 26 (el 2,5%) eran industriales; y 16 (un 1,5%), trabajaban en el campo. Dicho de otro modo, Manuel Muñoz designó a 94 dependientes (el 9%); 75 empleados (el 7%), 49 chóferes o conductores (el 5%) y 36 camareros (el 3,5%). Los obreros no cualificados, sobre todo los del sector de la construcción, apenas estaban representados. Había casi tantos peluqueros como albañiles (25 frente a 27). Los jornaleros eran casi inexistentes: solamente se admitió a seis, el mismo número que de actores. Aquello no fue el triunfo de los socialmente marginados sobre la sociedad «civilizada»[6].
La pertenencia al nuevo cuerpo estaba determinada principalmente por la militancia política o sindical, o por su apoyo: menos de 75 (un 6,5%) no tenían antecedentes izquierdistas. La CNT-FAI apenas estaba representada, con tan solo 32 nombramientos (el 3%). Esto no se debía a una política deliberada de exclusión de anarcosindicalistas. Los jefes de la Policía se esforzaron por establecer relaciones cordiales con sus antiguos adversarios. El 1 de septiembre, Manuel López Rey y Arrojo, jefe superior de la Policía, escribió al Comité Nacional de la CNT elogiando «los limpios deseos y fines que persigue la CNT». El jurista de Izquierda Republicana continuó subrayando que «Yo, como Vds., procedo del pueblo y creo que es este Pueblo el capacitado para hacer surgir toda una creación nueva de una España, en primer lugar antifascista». No fueron palabras vacías: López Rey y Arrojo había entablado una íntima relación con Avelino Cabrejas Platero, camarero y uno de los pocos anarcosindicalistas que habían entrado en la Policía de investigación criminal. Activista de la CNT desde 1929, Cabrejas se convirtió en líder del Sindicato Gastronómico un año después. En el verano de 1936 controlaba las milicias de retaguardia del sindicato que estaban situadas en el palacio confiscado al duque de Tovar en la calle de Monte Esquinza. Mientras Cabrejas entró en la guardia personal del jefe superior de Policía, sus milicianos —o «Grupo de Cabrejas»— se convirtieron en guardias de prisiones tras la designación de López Rey y Arrojo como director general de Prisiones en septiembre. La respuesta del Comité Nacional de la CNT a la alabanza de López Rey y Arrojo fue cálida: «Aceptemos, pues, en lo mucho que vale su ofrecimiento de amistad y compenetración —tanto en el terreno particular como en el oficial». Pero aquella amistad no implicaba sumisión a la autoridad policial, sino más bien «colaboración» para garantizar «el total aniquilamiento del fascismo feroz y asesino». Así, la relativa ausencia de la CNT-FAI en el nuevo cuerpo fue autoimpuesta, ya que reflejaba un remedio ideológico deliberado para evitar organismos del Estado. A estas alturas, el liderazgo nacional requería la creación de una nueva milicia de seguridad de retaguardia basada en el Comité Central de Patrullas e Investigación dentro del Comité de Milicias Antifascistas, el organismo controlado por anarquistas que había suplantado de facto a la autoridad de la Generalitat en Barcelona.
Más sorprendente es, quizá, el escaso número de comunistas: solamente 54 (un 5%) eran miembros del PCE, aunque la influencia comunista dentro del nuevo cuerpo era mayor si añadimos los 53 agentes propuestos por las Juventudes Socialistas Unificadas. Un número tan pequeño de reclutas de un partido que no solo exigía una depuración completa de la vieja Policía, sino que también se describía a sí mismo como el bastión del antifascismo republicano, se hace más entendible si consideramos las exigencias de la política extranjera soviética, especialmente la necesidad pública de presentar una imagen de moderación ante la propaganda prorrebelde internacional que insistía desde el principio en que el comunismo se había hecho con el control de la España republicana. El 26 de julio, la Secretaría del Comintern de Moscú telegrafió a los líderes del PCE de Madrid, ordenándoles que «publicaran una declaración del partido que dijera que este, en su lucha por aplastar la rebelión, dirige su orientación a la defensa de la república democrática y no al establecimiento de una dictadura del proletariado». Tres días después, el Comité Central del Partido Comunista emitía una proclama en la que reafirmaba el apoyo del partido a la República, haciendo hincapié en que «Es la revolución democrática burguesa que en otros países, como Francia, se desarrolló ya hace más de un siglo, la que se está realizando en nuestro país». Claramente, la entrada masiva de comunistas en la Policía de Investigación Criminal no habría auspiciado esta tesis de una «revolución democrática burguesa». En cualquier caso, la influencia del PCE en la DGS era más fuerte de lo que su número de agentes sugería: Ramón Torrecilla fue miembro del Consejo de Salud Pública de la Dirección General de Seguridad[7].
Había muchos más agentes del partido de Manuel Muñoz. Al menos 173 (un 15%) de ellos eran de Izquierda Republicana, cifra que excedía con mucho a los 23 de la Unión Republicana de Diego Martínez Barrio, lo que sugiere que el director general de Seguridad no pasó por alto la oportunidad de favorecer a sus correligionarios políticos. La persistencia de prácticas de clientelismo puede verse en la designación de Nazario Arenas Arriaga para la comisaría de Hospicio el día 29 de agosto. Dos días antes, José Salmerón, secretario general de Izquierda Republicana, escribió a la DGS apoyando la solicitud de Arenas para entrar en el cuerpo. Aunque subrayaba que «Este muchacho ha tomado parte muy activa en los actuales movimientos, a favor de la causa que todos defendemos, siendo uno de los que más activamente han luchado por la toma de Toledo» y que «era un buen idealista», también apuntaba que Arenas era «hermano del mecanógrafo de esta Secretaria General» y que «toda su familia es afiliada al Partido desde hace mucho tiempo». Transferido a Valencia en julio de 1937, Arenas ascendió a agente de segunda en abril de 1938 y terminó la guerra en Ciudad Real. Fue encarcelado en 1939, pero un tribunal militar franquista lo declaró inocente de crímenes de sangre.
En lo que a los nombramientos se refiere, el nuevo Cuerpo de Investigación y Vigilancia estaba dominado políticamente por el movimiento socialista. De los nuevos agentes, 190 (el 17%) pertenecían al PSOE, mientras que 355 (el 31%) eran militantes de UGT. El Partido Socialista era también la única organización del Frente Popular que tenía sus propias brigadas de investigación y vigilancia dentro de la DGS. El 23 de julio, Julio de Mora Martínez, secretario de la Comisión de Información Electoral Permanente (CIEP) de la Agrupación Socialista Madrileña, confiscó el palacio del conde de Eleta, en la calle Fuencarral número 103. Con delegaciones en cada Círculo Socialista, el CIEP constituía el servicio de información e investigación de la Agrupación Socialista Madrileña, creado antes de la guerra para garantizar «la ilustración constante del Censo Electoral», así como para «Auxiliar con sus elementos al Secretariado de Propaganda y a los que de él necesiten. Informar las peticiones de ingreso, etc.».
El palacio del conde de Eleta se convirtió en la sede central del CIEP, y Mora siguió ocupándose de las tareas rutinarias del partido tales como la emisión de carnés de afiliados a los militantes recién llegados de las provincias. Como reflejo de la expansión de las actividades del Partido Socialista en la capital tras el fracaso de la rebelión, Mora trató también de centralizar —no siempre con éxito— la administración de las propiedades confiscadas por los círculos socialistas. A partir del mes de agosto de 1936, el palacio se convirtió también en la sede de la brigada de la Agrupación Socialista Madrileña, comandada al principio por Anselmo Burgos Gil, policía profesional, y poco después por David Vázquez Valdovinos, un miembro del partido que había sido agente de tercera clase del Cuerpo de Investigación y Vigilancia antes de la guerra. Aun así, la autoridad de Manuel Muñoz no se extendió a la brigada, que permaneció en manos de Julio de Mora, quien, a pesar de no haber ingresado formalmente en la Policía, actuaba como intermediario entre Vázquez y el director general de Seguridad. Aunque la Causa General etiquetó a la brigada de Vázquez con el nombre de «Checa de Fuencarral 103», existen pocas pruebas de que ejecutara prisioneros. Esta brigada contaba con celdas de detención en la bodega, pero los detenidos eran transferidos a otros lugares y no eran sentenciados a muerte en el palacio. Aun así, aunque el destino habitual era la Dirección General de Seguridad, parece ser que algunos eran entregados a los tribunales revolucionarios, en concreto al CPIP. Las posteriores actividades de sus agentes dentro de los servicios de seguridad republicanos indican que, en realidad, los procedimientos policiales habituales no siempre serían respetados en 1936. El agente de la brigada más tristemente conocido fue Fernando Valentí Fernández, un empleado de 35 años que dirigía una brigada especial antiquintacolumnista en la DGS en 1937 (véase capítulo 11)[8].
Una brigada de la Policía socialista que, sin duda, actuó como tribunal revolucionario fue la Brigada de Investigación Criminal de Agapito García Atadell. Tal es la posterior notoriedad de Atadell que con frecuencia se pasa por alto que el 18 de julio de 1936 era un personaje respetado en el movimiento socialista de Madrid. Atadell desempeñó un papel activo en la política izquierdista desde una temprana edad. Nació en el pueblo de la costa gallega de Vivero (Lugo) el 28 de mayo de 1902. Cuando era adolescente se mudó al cercano puerto de El Ferrol, donde trabajó como tipógrafo para El Obrero, un periódico sindical. En 1922, dos años después de establecerse en Madrid, Atadell se unió al gremio de imprentas la Asociación del Arte de Imprimir, una de las filiales más antiguas de la UGT. También fue militante del Partido Socialista, pero se salió para unirse al joven Partido Comunista. Fue en las filas del PCE, como líder de su federación de juventudes a partir de la segunda mitad de los años veinte, cuando Atadell dejaría su primera impronta. A mediados de 1926, Atadell trabajó con Jesús Hernández, el futuro ministro de Educación republicano, en la producción de propaganda del partido. Esta actividad, cuando los comunistas fueron fuertemente reprimidos por la dictadura de Primo de Rivera, le acarrearía un alto precio personal: Atadell pasó buena parte del periodo comprendido entre los años 1924 y 1928 en prisión o exiliado en París. Desde su celda en una cárcel de Madrid, escribió su solicitud para volver a entrar en el Partido Socialista en 1928. En su carta, que fue publicada en El Socialista, hacía hincapié en que el PCE lo había decepcionado. Tras su liberación y su regreso al redil socialista, Atadell desempeñó un pequeño pero no insignificante papel en el intento chapucero republicano-socialista del 15 de diciembre de 1930 de derrocar a la monarquía. Se le asignó el control de una brigada de socialistas —en la que se encontraba Santiago Carrillo, el futuro dirigente comunista, que por entonces era un joven periodista que trabajaba para El Socialista— que apoyaría el esperado levantamiento de la guarnición del cuartel de Conde Duque de Madrid. Se esperaba que un pronunciamiento militar, acompañado de una huelga general en la capital dirigida por los socialistas, decidiría el destino del rey Alfonso XIII. Al final —como ocurrió en toda España— la guarnición no se movió.
Tras la proclamación de la República en abril de 1931, Atadell emergió como un prominente socialista madrileño. En la primavera de 1934, era presidente de su sindicato, la Asociación del Arte de Imprimir, y miembro del consejo administrativo de la Casa del Pueblo de la capital. No sorprende que Atadell participara en la insurrección de octubre de 1934 y fuera sentenciado a tres años de prisión y a pagar una multa de 1.000 pesetas. En la cárcel, Atadell fue interrogado por el juez instructor del caso contra Largo Caballero y reveló que el líder de la UGT le había encargado que destruyera documentos tras el fracaso de la insurrección. Después de salir de la cárcel tras la victoria del Frente Popular en las elecciones de febrero de 1936, Atadell tomó partido públicamente por Indalecio Prieto, en contra de Francisco Largo Caballero, en la cuestión del control del movimiento socialista. En marzo de 1936 se presentó al puesto de vicesecretario en las elecciones de la Junta Directiva de la Agrupación Socialista Madrileña formando parte de la candidatura de Ramón González Peña. Atadell, al igual que otros integrantes de la lista de candidatos, entre quienes estaba Juan Negrín, fue derrotado por Largo Caballero y sus partidarios, quienes obtuvieron un 75% de los votos. No dejándose desanimar por la derrota, Atadell siguió haciendo campaña públicamente contra lo que llamaba el «infantilismo» revolucionario de Largo Caballero hasta el estallido de la Guerra Civil. El aislamiento político de Atadell dentro de la Agrupación Socialista Madrileña quedó más que compensado por la existencia de una Comisión Ejecutiva prietista con Ramón Lamoneda como secretario general desde junio de 1936. Excomunista y antiguo presidente de la Asociación del Arte de Imprimir, Lamoneda fue el protegido de Prieto y el elegido por González Peña para el puesto de secretario en las elecciones de la ASM de marzo de 1936. El nuevo jefe de la burocracia del Partido Socialista no tardó en recompensar a Atadell por su lealtad, y el 3 de julio lo nombró adjunto de Manuel Albar, miembro de la Comisión Ejecutiva y diputado por Zaragoza en el Consejo de la Gráfica Socialista, la editorial del partido[9].
Atadell demostró sus credenciales antifascistas el 21 julio de 1936 al liderar un pelotón de milicianos socialistas durante la lucha contra los rebeldes en Alcalá de Henares. A su regreso a Madrid, los milicianos de Atadell participaron en la caza de espías: entre sus primeros prisioneros estaba el padre José Gafo, el célebre reformista social dominico —o «fraile fascista», según los informes de prensa de su detención—. Gafo fue conducido a prisión y, más tarde, fue asesinado por agentes del CPIP, el 4 de octubre de 1936. Atadell se convirtió así en la opción lógica para ingresar en el Cuerpo de Investigación y Vigilancia como candidato socialista. Tal y como publicó El Heraldo de Madrid el 20 de agosto, «Días después [de la rebelión] el partido socialista estimó la conveniencia de la formación de brigadillas que, de acuerdo con los órganos directivos de la Policía, realizaron investigaciones, en relación del movimiento desencadenado por la reacción. Entonces es cuando se designó al compañero Atadell».
La influencia de Atadell fue más allá de asegurar simplemente un nombramiento para ingresar en la Policía criminal. Durante el verano de 1936 actuó como representante de la Comisión Ejecutiva con Manuel Muñoz para facilitar la admisión de socialistas en la DGS. El 8 de septiembre, el pintor Carlos Rodríguez Villarín escribió a Muñoz para informarle de que su nombre se encontraba en la lista de candidaturas enviada por la Ejecutiva del Partido Socialista a la DGS. Rodríguez quería ingresar en la Policía «para limpiar [España] de espías, gente maleante, criminales y en bien de la nación». La Dirección General de Seguridad aprobó después la candidatura garabateando las palabras «Recomendado de Atadell» en una nota adjunta a la solicitud. Al final, Rodríguez nunca ocupó su puesto debido a que estuvo en el frente durante la guerra[10]. Dada la talla política de Atadell, es lógico que no fuera enviado a una comisaría, sino a trabajar bajo las órdenes de Antonio Lino Pérez en la prominente división policial dedicada a erradicar el crimen organizado, la Brigada de Investigación Criminal. El comisario general Lino fue uno de los pocos altos cargos de la Policía que mantuvo su puesto en agosto de 1936. Para garantizar la lealtad de Lino, Muñoz designó a Javier Méndez Carballo como su ayudante. Mientras que Lino permaneció en la sede de la brigada, en la calle Víctor Hugo, con un pequeño grupo de confidentes, Méndez dirigió una nueva subsección de la brigada —popularmente conocida como la «brigada de Méndez»— en la Gran Vía. La otra subsección, que no contaba con ningún policía de antes de la guerra, estaba liderada por Atadell —la «brigada Atadell»— y tenía su sede en el palacio confiscado a los condes de Rincón de la calle Martínez de la Rosa.
La brigada de Atadell estaba dominada por militantes socialistas. Su adjunto, y enlace con Lino y Muñoz en la DGS, fue Ángel Pedrero García. Profesor de primaria y candidato socialista al Parlamento por Zamora en las elecciones de 1933, Pedrero trabajaba en la burocracia del partido por invitación de Ramón Lamoneda antes de entrar en la brigada. Las detenciones las realizaron dos grupos dirigidos por Antonio Albiach Chiralt y Luis Ortuño. Poco se conoce de Ortuño, excepto que fue el único agente que huyó de Madrid con Atadell en un intento por llegar a Cuba. Albiach, por otra parte, fue linotipista en El Socialista, miembro de la Asociación del Arte de Imprimir de la UGT desde 1923 y del PSOE desde 1931. Fue también compañero cercano de Ramón Lamoneda. Los demás subordinados de Atadell mantenían lazos profesionales, personales e incluso familiares con los socialistas de la capital. Había al menos seis impresores en la brigada, incluido su líder. También había una pareja de hermanos: Ovidio y Abelardo Barba Yuste. Atadell designó también a conocidos suyos de Galicia, sobre todo a personas de su pueblo de Vivero. Entre ellos estaba Pedro Penabad Rodríguez, sin duda su mejor amigo en la brigada. Atadell era popular entre los izquierdistas gallegos que vivían en Madrid y aquel mes de agosto lo nombraron secretario general de honor del recién formado batallón de las milicias gallegas[11].
Dada la persistente confusión entre los historiadores, debe hacerse hincapié en el hecho de que la brigada de Atadell no era la brigada Amanecer. Esta brigada de Policía —también conocida como la escuadrilla Amanecer— tenía su sede en la central de la DGS en la Secretaría Técnica, una sección de la Comisaría General que contenía los registros confiscados de organizaciones políticas de derechas bajo el mando del socialista José Raúl Bellido, un agente de primera que fue ascendido a comisario general el 27 de agosto. La sección de registros de Bellido contaba con 32 agentes, de los cuales solamente ocho habían trabajado en la DGS antes de la guerra. El resto eran agentes provisionales —entre quienes se incluía el anarquista Benigno Bergantiños Iglesias—, lo cual sirve para explicar por qué las organizaciones del Frente Popular podían tener fácil acceso a expedientes policiales durante el año 1936. La brigada Amanecer era la sección investigadora de Bellido bajo el control del antiguo guardia de asalto Valero Serrano Tagüeña. Los orígenes de la brigada pueden situarse en un grupo de doce guardias de asalto antifascistas que habían participado en los primeros enfrentamientos contra las fuerzas de Mola en Somosierra, pero que regresaron rápidamente a Madrid para eliminar a los espías. Varios informes de prensa de principios de agosto aseguraban que estos asaltos, dirigidos por Serrano Tagüeña, habían terminado con unas 500 detenciones que contaron con la aprobación de la DGS. Formalmente incorporada al Cuerpo de Investigación y Vigilancia a mediados de agosto, la autoproclamada brigada Amanecer aumentó a 35 agentes con antecedentes, sobre todo, socialistas. El recluta más importante era Eloy de la Figuera, empleado. Este participó en la insurrección de octubre de 1934 en Madrid en calidad de jefe de milicia socialista y fue condenado a doce años y un día de prisión en enero de 1936. Un mes después, la víspera de las elecciones parlamentarias, firmó un manifiesto del Frente Popular con otros reclusos socialistas de la Cárcel Modelo de Madrid, como Enrique de Francisco y Amaro del Rosal, pidiendo una victoria antifascista para evitar «el espectáculo de la España medieval, deshonrada por la tiranía hambrienta y depauperada que nos prometen Gil Robles y los suyos». Liberado junto a otros prisioneros de izquierdas tras la victoria del Frente Popular, Figuera fue nombrado secretario del Ayuntamiento de Pozuelo de Calatrava (Ciudad Real). Seguidor del detective británico de ficción Sherlock Holmes, fue destinado a la brigada Amanecer el 19 de agosto «a propuesta de la Comisión Ejecutiva del Partido Socialista Obrero Español».
Otro escuadrón de la Guardia de Asalto convertido en brigada policial fue el ya citado de Los Linces de la República. En el capítulo 2 dejamos al guardia de asalto Marcos García Redondo formando a voluntarios de la columna Mangada antes del asalto al cuartel de la Montaña del 20 de julio. Después de que la rebelión fuese aplastada en la capital, permaneció con la columna mientras avanzaba hacia el interior de la provincia de Ávila. Continuaba en el frente cuando se le ordenó que se presentara en la Dirección General de Seguridad el 6 de agosto para dirigir una brigada de investigación de asalto dependiente de la secretaría particular de Manuel Muñoz. Sus subordinados inmediatos eran el teniente Juan Tomás Estalrich, que había estado en prisión por posesión de uniformes falsos de la Guardia Civil durante la insurrección del mes de octubre de 1934, y Emilio Losada, socialista y empleado de estadística del Ayuntamiento de Madrid. La brigada de Marcos García Redondo pasó a ser conocida como Los Linces de la República por sugerencia de un periodista de El Heraldo de Madrid. A pesar de estar destinados en la DGS, Los Linces llevaron a cabo operaciones de contraespionaje cerca del frente para la columna Mangada. A finales de agosto Redondo concedió una entrevista de prensa en el puesto de Mangada en Navalperal de Pinares, en la que habló de manera entusiasta de los éxitos de la brigada a la hora de localizar a fascistas. A mediados de septiembre, Los Linces habían cambiado su sede desde la Dirección General de Seguridad al cuartel de Mangada en la Casa de Campo. Cuando Marcos García Redondo fue ascendido a teniente un mes más tarde, fue por «servicios especiales en vanguardia y retaguardia, que solamente conoce el D[irector].G[eneral]. de S[eguridad]. y Jefe de mi Columna [Mangada]».
Que Los Linces de la República realizaran «servicios especiales en vanguardia» era completamente lógico, dado que el fin inmediato de la nueva policía de Muñoz era facilitar la victoria republicana rastreando la subversión «fascista». Muchos de los nuevos integrantes de la DGS contemplaron esta labor desde un punto de vista explícitamente revolucionario. Juan Gregorio Montes, empleado socialista, entró en el Cuerpo de Investigación y Vigilancia con el apoyo del partido «por el deseo de cooperar a la limpieza de la sociedad». Un socialista más conocido, García Atadell, terminó la inauguración oficial de la sede de su brigada a mediados de agosto de 1936, asegurando a la clase trabajadora que «los que aquí trabajamos solo tenemos una aspiración común: servir enteramente al marxismo contra un capitalismo fracasado». En su servicio al «marxismo», la brigada de Atadell actuaba con impunidad. El número exacto de arrestos y ejecuciones nunca se sabrá, pero Atadell y sus subordinados les dijeron a los interrogadores franquistas que estaban entre 500 y 800 los primeros y entre 50 y 200 las segundas. Está claro que la brigada actuaba de manera autónoma: un informe interno de la Comisaría General de junio de 1937 concluía que «la llamada “Brigada de Atadell” que, aunque dependiente de esta Dependencia, actuaba autónomamente». Una conclusión sorprendentemente similar es la que declaró el jefe de la Brigada Especial de la DGS franquista en febrero de 1940, quien apuntó que «En este local [Martínez de la Rosa, 1], [los agentes de Atadell] actuaban con entera independencia y libertad, y sin control de nadie… Este régimen de independencia, hacia posibles asesinatos y desmanes, sin freno ni control oficial». Pero la brigada de Atadell también operaba con la convicción de que disfrutaba de la confianza de los líderes del partido socialista. El superior nominal de Atadell en la Brigada de Investigación Criminal, Antonio Lino, escribió desde Francia, en agosto de 1937, que «Atadell no solo no estaba a mis órdenes, sino que actuaba con tal independencia y tal poder que él hacía y deshacía a su asntojo [sic], sin consultar sino con los amigos que en el Gobierno [de Largo Caballero] tenía». Tales amigos no parecían reacios a mostrar en público su apoyo a Atadell: la revista semanal Crónica publicó el 13 de septiembre una fotografía de Atadell con el secretario general del partido, Ramón Lamoneda, y los diputados prietistas Anastasio de Gracia, Jerónimo Bugeda y Manuel Albar. El artículo que la acompañaba revelaba que Atadell había cenado con Lamoneda y Anastasio de Gracia horas antes del nombramiento de este último como ministro de Trabajo del Gobierno de Largo Caballero de septiembre de 1936[12].
Interrogado en 1942, Manuel Muñoz aseguró también que «la brigada Atadell… estaba exclusivamente al servicio del Partido Socialista», e hizo hincapié en que funcionaba sin remitirse a él como director general de Seguridad. Esto formaba parte de un argumento más general en el que decía que él simplemente era una cifra en una fuerza policial dominada por sindicatos y partidos políticos de la izquierda. Así pues, Muñoz «siempre había creído que esta brigada Amanecer, era una de tantas brigadas como entonces se formaban por los Partidos, dando esto idea de la falta de control que había entonces». Aunque es comprensible en el contexto de un hombre que lucha con desesperación por evitar su ejecución, la representación retrospectiva que Muñoz hace de sí mismo como figura carente de poder e ignorada por el personal de libre designación no refleja la realidad del verano de 1936. Muñoz estuvo siempre al tanto de las actividades de la brigada de Atadell mediante reuniones informativas diarias mantenidas con su cabecilla o su segundo, Ángel Pedrero. Desde un punto de vista más general, cualquier valoración que de Muñoz se haga como director general de Seguridad debe reconocer que mostró «falta de energía». Preocupado por el destino de su familia en Cádiz, Muñoz se enfrentó a una gran presión en su trabajo. A pesar de sus antecedentes como militar, Muñoz carecía de una personalidad imponente y firme, y tenía un comportamiento poco decidido en situaciones estresantes: en 1942 declaró que «se sentía tan abrumado por su responsabilidad, dado el cargo que desempeñaba». Dada su personalidad, no es de extrañar que Muñoz demostrara ser un director general de Seguridad pasivo. Aun así, fue extraordinaria la medida en que permitió que otros actuaran en su nombre. Los secretarios personales de Muñoz aseguraban tras la guerra que, a menudo, en su despacho entraban policías y milicianos para pedir una firma para una detención o una orden de liberación, y rara vez se les dio una negativa.
Muñoz decidió, por su parte, no escudriñar las actividades de sus subordinados con demasiada atención. Con frecuencia firmaba órdenes procedentes de la Secretaría Técnica —la sede de la brigada Amanecer— sin leerlas. Muñoz trató de evitar familiarizarse demasiado con lo que sus agentes hacían. Los Linces de la República, por ejemplo, siempre rendían cuentas ante los ayudantes de su secretaría particular en lugar que hacerlo directamente ante él. Muñoz se comportaba igual de laxo, si no más, a la hora de tratar con su subordinado directo (hasta octubre de 1936), Carlos de Juan. Nombrado subdirector de Seguridad unas semanas antes de la guerra, De Juan estaba bien versado en cuestiones de mantenimiento del orden como abogado-fiscal de la Audiencia de Madrid, y Muñoz acudía a él en busca de consejo y orientación. El antifascismo de De Juan era irreprochable: antes de su ingreso en la DGS, era el juez especial de la investigación oficial del Frente Popular sobre la represión de la revolución de octubre de 1934. En septiembre, De Juan transfirió su secretaría particular de la sede central de la DGS a las dos primeras plantas de la calle Marqués de Cubas número 19, un edificio que había pertenecido al conde de Ruiz de Castilla. La razón que argumentó fue que necesitaba más espacio, pero, en realidad, De Juan quería su propia brigada de Servicios Especiales. El hombre elegido para dirigir su brigada de investigación personal fue su amigo Elviro Ferret Obrador, nombrado para entrar en el Cuerpo de Investigación y Vigilancia por el Partido Sindicalista. El catalán Ferret contaba con antecedentes pintorescos: entre 1919 y 1931 vivió bajo un nombre falso para evitar la persecución criminal. Aprovechándose de la protección de De Juan —incluida la capacidad de firmar órdenes de arresto por decisión propia—, Ferret organizó sus propias operaciones de contraespionaje hasta que lo destinaron al servicio de Ángel Pestaña, el líder del Partido Sindicalista, en noviembre de 1936. Citando a Carlos de Juan en abril de 1938, la labor policial de Ferret representaba «servicios importantísimos que reportaron al Tesoro incalculable valor, al mismo tiempo que defendían la causa antifascista». Quizá De Juan estuviera pensando en las redadas de Ferret en el pueblo de Navalcarnero (Madrid) antes de su captura por las fuerzas franquistas a finales de octubre. Con estas redadas se acumuló un botín inmenso que, probablemente, ascendiera hasta unas 600.000 pesetas en oro y plata, requisado a los «fascistas» del pueblo. Ferret también tomó prisioneros, entre ellos un legionario herido que fue ejecutado después de que tratara de escapar de la calle Marqués de Cubas número 19.
Muñoz recibió quejas relativas a las actividades de Elviro Ferret por parte de otros agentes, pero, como era habitual en él, no hizo nada al respecto. Sin embargo, el estilo retraído de Muñoz en su labor de gestión no era solo una cuestión de personalidad: quería evitar a toda costa cualquier conflicto con los representantes del «pueblo» que formaban parte del Cuerpo de Investigación y Vigilancia. Entre otras cosas, esto implicaba que Muñoz tolerara claros desafíos a su autoridad por parte de sus nuevos subordinados antifascistas. Por ejemplo, en septiembre de 1936, el CIEP socialista prestó un aval a Eusebio Yanes Sánchez, un inspector de Policía al que habían despedido, basándose en que, como comisario general en Vigo durante la huelga general de agosto de 1917, «fue para nosotros [los socialistas] un hombre que procedió noblemente, no persiguiendo a nadie y facilitando en muchos casos la huida de algunos de nuestros camaradas que se encontraron entonces en trance apurado». Un mes después, Muñoz ordenó a la brigada de Javier Méndez que arrestara a Yanes en su domicilio. En lugar de salir en silencio, el antiguo inspector insistió en que lo llevaran a la sede de la brigada del CIEP de la calle Fuencarral, 103. No es casualidad que apareciera un coche del CIEP con su jefe de Policía, Vázquez Valdovinos, e informara a los hombres de Méndez de que Yanes quedaba bajo su protección. Según la posterior investigación de la DGS, Vázquez «tuvo frases de dureza hacia la Autoridad que ordenaba la detención, manifestando: “este director general de Seguridad nos está mofando mucho y va a haber que sustituirlo”». En este punto, y «para evitar un choque», a Yanes se le permitió refugiarse en el CIEP. Lo que ocurrió después es muestra del poder que los socialistas podían ejercer dentro de la nueva Policía. Aunque la investigación interna concluía que las actividades de Vázquez podían encontrar explicación en sus «relaciones amorosas con una hija del Sr. Yanes» y recomendaba su arresto por falta de disciplina, los agentes del CIEP, entre quienes estaba Fernando Valentí, escribieron indignados a Enrique de Francisco, jefe de la Agrupación Socialista Madrileña, sobre cómo era «posible que personas enemigas nuestras de toda la vida tengan la avilantez de procurar por todos los medios estropear la labor de saneamiento público que estamos realizando, y que esta ORGANIZACIÓN SOCIALISTA pueda admitir este desafío de los fascistizoides». Manuel Muñoz puso fin a la disputa con la ASM cediendo: Vázquez fue ascendido a comisario general de Investigación y Vigilancia de Madrid en enero de 1937.
Así pues, siempre sería poco probable que Muñoz ordenara abiertamente o animara subrepticiamente a los policías a que pusieran freno a las detenciones arbitrarias en Madrid. Las comisarías sí que actuaron para evitar las detenciones o liberar a prisioneros, pero se trató de iniciativas a nivel local y no coordinadas. Enfrentándose a las violentas consignas anticlericales que salían de la sede central de la Dirección General de Seguridad, tales como «A por los frailazos» y «Preparaos para morir, sacristanes», Teodoro Illera Martín, agente que ascendió desde la Secretaría de la División de Fronteras a comandar la comisaría de Chamberí, liberó a varias monjas arrestadas por agentes provisionales que habían sido destinados a su distrito. Estas acciones acarreaban un enorme riesgo personal. El hecho de que consiguieran librarse de ser despedidos no significa que los policías profesionales quedaran fuera de sospecha. José Jimeno Pacheco, un agente de primera, fue nombrado delegado jefe de la comisaría de la Estación del Norte el 6 de agosto. Menos de tres semanas después, pasó 72 horas escondido en el despacho de Félix Carreras, el comisario general, después de que su nombre fuera descubierto entre los registros de su amigo, Manuel del Sol Jaquetot, arrestado por el Comité Provincial de Investigación Pública «por haberle encontrado un sello de F[alange] E[spañola]». Aunque Jimeno se reincorporó a su trabajo, Sol fue condenado en noviembre de 1936 a dieciocho meses de prisión[13].
LA CREACIÓN DEL COMITÉ PROVINCIAL DE INVESTIGACIÓN Y VIGILANCIA (CPIP)
Mientras apaciguaba al «pueblo» antifascista, Muñoz debilitaba su propia autoridad. Algunos de los nuevos agentes provisionales combinaban sus obligaciones oficiales con actividades policiales extrajudiciales. Santiago Álvarez, El Santi, por ejemplo, lideró la brigada de investigación «¡No pasarán!» que respondía ante el tribunal revolucionario del PCE de la calle San Bernardo, 72. Pero Álvarez, junto con sus subordinados Álvaro Marasa Barasa, un calefactor de 30 años, Andrés Urresola Ochoa, albañil, y Manuel Tallado Bertoli, panadero de 23 años, habían sido nombrados por su partido para entrar en la DGS y trabajaban juntos en la sección de Personal. La poca nitidez en la distinción entre las formaciones de Policía y de milicias también puede verse en la composición de algunas formaciones de la Dirección General de Seguridad. Muñoz permitió la creación de secciones de milicias socialistas dentro de la comisaría del CIEP y de la brigada de Atadell.
Hasta cierto punto, la incursión de milicianos en la Policía era otro indicativo de las fluidas líneas divisorias entre la retaguardia y el frente. De hecho, las columnas de milicias colaboraron en las labores policiales. El 8 de agosto, el Gobierno creó la Inspección General de Milicias (IGM), al mando del coronel Luis Barceló, como un modo de ejercer control sobre las milicias que se enfrentaban a los rebeldes. Aunque su papel principal era el de hacer llegar dinero, provisiones y órdenes a los combatientes, la IGM también contaba con una Sección de Investigación, bajo el mando del capitán ayudante de Barceló, Justiniano García. Con sede en la Inspección General de Milicias, situada en la calle Ríos Rosas número 37, García organizó unos 35 puestos en puntos estratégicos de la ciudad para preservar el orden público. De media, cada puesto tenía veintidós hombres —incluyendo a dos conductores—, divididos en dos grupos que trabajaban en turnos alternos de 24 horas. Al menos 1.004 hombres ocuparon estos puestos antes de que la IGM fuera disuelta en noviembre de 1936. Fueron formados por hombres adscritos a los batallones de las milicias y recibían la misma paga diaria de diez pesetas que sus camaradas del frente. Por ejemplo, el puesto número 3, en la Plaza de Colón, lo componían principalmente hombres provenientes del políticamente mixto Batallón de Funcionarios de la cercana calle Serrano número 12. Conocemos los antecedentes ocupacionales de 315 de estos milicianos y de ellos se extrae que procedían de niveles socioeconómicos tan diversos como los que entraron en el Cuerpo de Investigación y Vigilancia. Una estrecha mayoría —318, o el 52%— habían sido peones u obreros, aunque la profesión más común era la de chófer (48), como consecuencia del hecho de que todos los puestos eran motorizados. Había más estudiantes —quince— que peones —catorce—, lo cual indica una vez más la naturaleza de distintas clases sociales del «pueblo» antifascista.
Los puestos de retaguardia de la IGM eran menos diversos políticamente. De los 768 milicianos de cuyos antecedentes políticos o sindicales existen registros, 517 —el 69%— eran miembros de la UGT, mientras que tan solo 33 —el 4%— eran militantes de la CNT-FAI, lo cual refleja la antipatía del movimiento antifascista hacia el Estado o las agencias auspiciadas por el Estado. Había casi tantos miembros del PCE como del PSOE —142 del primero y 159 del segundo—, lo que indica que no solo existía un liderazgo comunista de la IGM, sino también la total participación del quinto regimiento en la Sección de Investigación de García. Aunque pocos de estos puestos se convirtieron en instrumentos de terror, también parece que los controlados por los comunistas tenían más probabilidad de estar implicados en ejecuciones extrajudiciales. El puesto número 1, situado en el Pasaje de las Bellas Vistas número 7, a tiro de piedra de la sede central del quinto regimiento, en la calle Francos Rodríguez, colaboró con los tribunales revolucionarios del PCE. De igual modo, el puesto 6, situado en la calle Ramón y Cajal, en el distrito del Congreso, envió a muchos de sus prisioneros al Comité Provincial de Investigación Pública[14].
Por supuesto, fue el CPIP, más que la Inspección General de Milicias, el que se convirtió en sinónimo de terror en Madrid. Su creación formaba parte de la estrategia de Manuel Muñoz de mantenimiento del orden con el consentimiento y la participación del «pueblo» antifascista. El 3 de agosto las organizaciones políticas y sindicales respondieron a la invitación de la DGS de crear una Comisión Central para registros y detenciones de amplio espectro, enviando a varios representantes a una reunión en el Círculo de Bellas Artes al día siguiente. En esta reunión, Muñoz subrayó que el objetivo de la Comisión Central debía ser temporal. Tal y como recordaba en una entrevista Benigno Mancebo, uno de los representantes anarcosindicalistas, en enero de 1937, la nueva organización iba a «suplir la misión que debían desempeñar la Dirección [General] de Seguridad y las diferentes Secciones y Comisarías, ya que todas estas dependencias de Orden Público no eran eficaces, por responder a las antiguas normas establecidas por el régimen burgués [y por estar compuestas por] funcionarios habituados a la convivencia cordial con el capitalismo explotador». Se acordó públicamente que este nuevo Comité —llamado Comité Provincial de Investigación Pública— «tiene por objeto comprobar y facilitar las autorizaciones para realizar los registros domiciliarios y las detenciones… Estos servicios no se podrán realizar en ningún [sic] caso sin el control de este Comité». Sin embargo, desde el principio se reconoció en privado que el CPIP no se limitaría a trasladar prisioneros a la jurisdicción de la Dirección General de Seguridad, sino que, en ocasiones, podría actuar como tribunal revolucionario. Durante las negociaciones, Muñoz —fiel a su política de contemporización de la izquierda obrera— admitió el principio de que «fascistas» especialmente peligrosos pudieran ser fusilados por el CPIP, decisión que condujo a la inmediata dimisión de Julio Diamante Menéndez, uno de los representantes de Izquierda Republicana en el Comité.
En vista de la macabra tarea que el CPIP se había autoasignado, su estructura enfatizaba el liderazgo colectivo. Tal y como explicaba Mancebo en la misma entrevista, «El Comité de Investigación Pública se constituyó con la representación de tres delegados por cada organización sindical y tres por cada uno de los partidos políticos antifascistas, teniendo también representación las Juventudes Libertarias y las marxistas. La labor que este Comité ha realizado en Madrid, e incluso fuera de Madrid, ha sido eficacísima. A esta formidable obra del exterminio del fascismo han contribuido incansablemente y con gran eficiencia los Grupos de Investigación, dependientes siempre de los acuerdos y decisiones del Comité. Ni un solo Grupo ha actuado jamás sin aceptar las decisiones del Comité». Los comentarios de Mancebo en tiempo de guerra son reveladores. Su referencia a la presencia de Juventudes Libertarias indica la medida en que Manuel Muñoz estaba decidido a garantizar la participación del movimiento anarcosindicalista en el CPIP: de un Comité de treinta miembros, aseguró nueve puestos, a partir de la decisión de destinar tres para la CNT, tres para la FAI y otros tres para los jóvenes anarquistas de las JJLL. Esta cifra aumentaría hasta doce si incluimos los tres miembros de la ramificación política del movimiento, el Partido Sindicalista. Por el contrario, el PSOE-UGT solamente contaba con seis representantes, lo mismo que los comunistas (PCE-JSU) y los partidos republicanos burgueses (IR y UR obtuvieron tres miembros cada uno).
La influencia anarcosindicalista en el CPIP también era evidente en el grupo de investigación. En octubre había 77 grupos de cinco miembros cada uno, entre los que se incluía un responsable. Con la excepción de dos de ellos —uno con sede en la Escuela Superior de Guerra y dedicado a investigar los antecedentes de los militares—, los grupos no estaban mezclados políticamente. El movimiento anarcosindicalista (CNT-FAI-JJLL) dominaba: contaba con 31 grupos (el 40%), mientras que el Partido Sindicalista tenía cinco (el 6,5%). Los socialistas (PSOE-UGT) y los comunistas (PCE-UGT) tenían quince (un 19,5%) cada uno, mientras que solamente seis (el 8%) y cinco (el 6,5%) pertenecían a Izquierda Republicana y Unión Republicana, respectivamente. Aun así, y para hacer hincapié en la responsabilidad compartida de las decisiones, los tribunales del CPIP estaban cuidadosamente organizados para evitar el dominio de cualquier partido político u organización. Había seis tribunales compuestos por tres miembros —sobre todo, aunque no exclusivamente, por miembros del Comité— que, como dijo Mancebo, no dejaban de trabajar por el «exterminio del fascismo».
El CPIP se convirtió rápidamente en una organización enorme. Debido a la expansión de sus actividades y al aumento de personal, el 26 de agosto se trasladó desde el Círculo de Bellas Artes hasta unas instalaciones mucho más grandes en la calle Fomento número 9. Además de miembros de tribunales y de grupos de investigación, contenía un buen número de cocineros, limpiadores, guardas y administrativos, entre quienes se encontraba un cajero-pagador, Leopoldo Carrillo Gómez. Una muestra de su verdadero tamaño es la que brinda la lista de miembros proporcionada por el CPIP para ingresar en las Milicias de Vigilancia de la Retaguardia en octubre de 1936 (véase el capítulo 7). Si incluimos solamente a guardias y miembros de tribunales y grupos, al menos 585 personas trabajaban para el CPIP en sus dos primeros meses de actividad. Solamente conocemos los antecedentes socioeconómicos de 175 (el 30%), por lo que las conclusiones son necesariamente provisorias, pero es evidente que el CPIP, al igual que el antifascista Cuerpo de Investigación y Vigilancia y las milicias de retaguardia de la Inspección General de Milicias, no mostraba el dominio de ningún grupo social en particular. Si bien es cierto que 95 de sus integrantes (un 54%) procedían de la clase obrera, incluyendo aquí a obreros cualificados, no cualificados y semicualificados: otros 51 (un 29%) trabajaban en el sector servicios de la capital, incluyendo a 18 chóferes. Los restantes 29 (el 17%) tenían otras ocupaciones de diverso rango, que abarcaban los campos administrativo, legal y de contabilidad, lo que indica que sirvieron para proporcionar los conocimientos especializados necesarios para que cualquier organización moderna funcionara con eficiencia[15].
La magnitud del CPIP indica la legitimidad de la que disfrutaba en el Madrid antifascista. Por una parte, se trataba de una expresión institucionalizada de la izquierda. Como se observaba en una nota del CPIP del 25 de agosto, «El Comité Provincial de Investigación Pública… tiene representación [de] todos los partidos de izquierda y las organizaciones sindicales de carácter revolucionario». Por otra parte, colaboraba estrechamente con la nueva Dirección General de Seguridad en el fin común de erradicar el fascismo. La colaboración entre las dos agencias la facilitaba la presencia de policías de la DGS en el CPIP. Muñoz designó oficiales de enlace para que le mantuvieran informado de la labor del CPIP. El primer delegado especial de la DGS fue Ramón Bargüeño, agente de segunda clase, quien acompañó a los miembros del Comité del CPIP a sus reuniones diarias con el director general de Seguridad. Cuando el CPIP se mudó a la calle Fomento, fue sustituido por Constantino Neila Valle, perfumista y representante de IR en el Cuerpo de Investigación y Vigilancia. Por otro lado, no estaba prohibido pertenecer a ambas agencias, el CPIP y la DGS. Por ejemplo, Luis Vázquez Téllez, socialista responsable de grupo, era también agente provisional de tercera clase. De hecho, para el CPIP servía una tarjeta de identificación de la DGS para sufragar algunos de los costes asociados con su trabajo. Pedro Cabrera Timoner, una anarquista de 34 años, ingresó en la DGS a finales de agosto recomendado por el CPIP. Un mes después, los administrativos del CPIP enviaron a la DGS una factura por las actividades realizadas por Cabrera en Alicante, Albacete y Valencia «al servicio del Comité Provincial de Investigación Pública». La sección de Personal de la Dirección General de Seguridad pagó diligentemente. A principios de noviembre, el CPIP volvió a facturar a la DGS por el tiempo que Cabrera había pasado en Cebreros (Ávila), Hoyo de Pinares (Ávila), Valencia, Alicante, Castellón y Barcelona durante el mes de octubre y recibió el pago a las 48 horas.
Hacia mediados de agosto de 1936, el director general de Seguridad había instituido cambios revolucionarios en el mantenimiento del orden en la capital. El objetivo global de estas medidas, según insistió Manuel Muñoz ante sus captores franquistas en septiembre de 1942, era el de «contener los asesinatos y acesos [sic] que venían cometiéndose en Madrid, a causa de la falta de autoridad y control sobre las masas armadas»[16]. Sin embargo, tratando de ganarse la confianza del «pueblo» antifascista, Muñoz había creado un monstruo que no haría más que intensificar el terror.