11
LA GUERRA SUCIA CONTRA LA QUINTA COLUMNA

La noche del 19 de noviembre de 1936, José Luzón Morales, el dirigente anarcosindicalista de la Comisión Depuradora de la Guardia Nacional Republicana —la antigua Guardia Civil—, llegó al monasterio de las Salesas, en la calle Santa Engracia número 18, acompañado de milicianos de la CNT-FAI. Este edificio religioso había sido convertido en cuartel para las milicias «Spartacus» del movimiento, así como en prisión para guardias civiles. Le entregó a Ambrosio Pasero, el director de la cárcel, una orden en función de la cual 53 reclusos pasaban a su custodia. Luzón pidió un teniente coronel, dos comandantes, cuatro capitanes, ocho tenientes, un alférez, tres brigadas, cinco sargentos, tres cabos y veintiséis guardias. Oficialmente, iban a ser «evacuados a Guadalajara, mientras duran las actuales circunstancias». En realidad, el destino de las camionetas que transportaban a los presos era el cementerio del Este. Todos los prisioneros menos uno —un guardia llamado Severiano Sanz Zamarro, que consiguió escapar a las líneas franquistas— fueron fusilados esa misma noche.

LAS BRIGADAS ESPECIALES

Esta saca de la prisión, que no tiene nada que ver con las masacres de Paracuellos, constituye otra demostración de la continua capacidad de la CNT-FAI para actuar de manera independiente. Estos asesinatos fueron en venganza por la herida mortal de Buenaventura Durruti, el legendario líder faísta catalán que, horas antes, recibió lo que se creyó que era una «bala fascista» en el pecho mientras se encontraba en el frente de Madrid[1]. Aunque el Comité Regional de Defensa de Eduardo Val aceptó la disolución de los tribunales revolucionarios de la CNT-FAI, se esforzó por crear espacios autónomos dentro de las instituciones estatales con el fin de continuar su lucha contra el enemigo interno. Un ejemplo de esto, como hemos visto en el capítulo anterior, fue el consejillo de la comisaría de Buenavista; otro fue su control del servicio de inteligencia del Ministerio de la Guerra. A principios de noviembre, la inteligencia militar era oficialmente del dominio de la «Segunda Sección (Información)» del Estado Mayor General republicano, bajo el mando de Fernando Arias Praga y Prudencio Sayagüés Morrondo. Sin embargo, ambos huyeron de Madrid con el Gobierno republicano, y Eduardo Val, tras ver que la cartera de orden público de la Junta de Defensa de Madrid caía en manos de los comunistas, se hizo con el control de la inteligencia militar poniendo al mando a Manuel Salgado, miembro del Comité Regional de Defensa y líder de grupo del CPIP. Este anarcosindicalista gallego cambió el nombre al departamento por el de «Servicios Especiales del Ministerio de Guerra» y creó dos secciones: «espionaje» y «contraespionaje». La primera la dirigía el periodista César Ordax Avecilla y se encargaba de recopilar información sobre los movimientos del enemigo tras las líneas del Ejército franquista. Con este fin se creó una guerrilla llamada «los Caballistas de Getafe» para llevar a cabo incursiones en la zona franquista, aunque no parece que tuvieran mucho éxito. La segunda estaba dirigida por Bernardino Alonso, alias el Ruso. Tal y como indica su nombre, su competencia era el contraespionaje y, dada la fusión entre espías enemigos y subversión interna, sus actividades reproducían la labor de la Dirección General de Seguridad, desatando una lucha interna con los comunistas (véase más adelante).

Los Servicios Especiales de Salgado dependían de la Consejería de Información y Enlace de la Junta de Defensa de Madrid, bajo el mando del faísta de 21 años Mariano García Cascales, secretario del Ateneo Libertario del Retiro. En realidad, Salgado rendía cuentas ante Eduardo Val y no ante el joven anarquista ni ante la Junta de Defensa de Madrid. Esto se puede ver en el arresto y asesinato del diplomático belga Jacques Borchgrave entre el 20 y 21 de diciembre de 1936. Borchgrave, al igual que otros diplomáticos, proporcionaba protección a derechistas, pero lo que hizo que los Servicios Especiales se fijaran en él fueron sus visitas al frente y las denuncias de que recopilaba información militar y animaba a los brigadistas belgas a que desertaran. Detenido a primera hora de la tarde del 20 de diciembre, lo llevaron a la sede del Comité Regional de Defensa de la calle Serrano número 111, y después fue transferido a Fuencarral y ejecutado por orden de Val al día siguiente en la carretera de Chamartín a Alcobendas. El hallazgo de su cadáver provocó una crisis diplomática con Bélgica que no quedó solucionada hasta diciembre de 1937, cuando el Gobierno republicano pagó una indemnización de un millón de francos belgas con la condición de que los belgas reconocieran que ningún agente gubernamental había estado implicado en su asesinato. Por supuesto, esto no era cierto, pero el Gobierno republicano basó su caso en una investigación policial que concluyó que el diplomático murió a manos de brigadistas belgas.

La inexacta versión del asesinato de Borchgrave la proporcionó Ángel Pedrero, que para entonces trabajaba en los Servicios Especiales. El segundo de García Atadell había sido en principio destinado a la comisaría de Chamberí después de que la brigada se disolviera en noviembre de 1936, pero ingresó en los Servicios Especiales a las órdenes del Partido Socialista con el fin de poner freno al poder de los anarcosindicalistas. Pedrero dirigió una unidad policial independiente compuesta por sus antiguos compañeros de la brigada Atadell, entre quienes se encontraban Ramón Pajares, Antonio Albiach y Octaviano Sousa y se ocupaba de someter a investigación al personal del Ministerio de la Guerra, así como de llevar a cabo misiones especiales ad hoc. Una de ellas condujo a la disolución de una red de espionaje en la iglesia de San Francisco el Grande en mayo de 1937. Liderados por Francisco Ordeig, un arquitecto contratado para custodiar más de 50.000 obras de arte almacenadas en el templo, los conspiradores enviaban información militar al Ejército franquista recogida desde un puesto de observación del Ejército republicano que dominaba el frente en la Casa de Campo y que estaba situado en la iglesia[2].

El grupo de Ordeig fue uno de los primeros componentes de la flamante quinta columna en la capital. Las condiciones para la actividad clandestina organizada en contra de la República fueron más propicias durante los primeros meses de 1937 que durante el verano y el otoño anteriores. El repetido fracaso de los militares rebeldes en la captura de Madrid durante el invierno de 1936 y 1937 y que culminó con la derrota aplastante de las fuerzas italianas en la batalla de Guadalajara en marzo de 1937 indicaba que aquella sería una Guerra Civil larga. El final del terror masivo en diciembre de 1936 también hizo posible que los simpatizantes del franquismo pensaran en la resistencia no solo en términos de simple supervivencia física. Aun así, la quinta columna surgió a partir del Auxilio Azul María Paz, una organización falangista dedicada a prestar ayuda y asistencia a los perseguidos en la zona republicana. Como vimos en el capítulo 8, lo dirigía Carina Paz Martínez Unciti desde noviembre de 1936, tras el asesinato de su hermana María por el CPIP. En 1939 constituía ya «la organización clandestina más eficiente y, posiblemente, mejor organizada de toda la quinta columna clandestina madrileña». Adoptando una sofisticada estructura celular para evitar que la Policía la detectara, el Auxilio Azul María Paz contaba con la extraordinaria cantidad de 6.000 personas —la gran mayoría de las cuales eran mujeres— organizadas en 37 «conexiones» al final de la Guerra Civil[3]. Estaban estructuradas en ocho «servicios» diferentes que recaudaban y proporcionaban dinero, comida, ropa, alojamiento, medicinas, documentación falsa y asistencia espiritual a los que se encontraban encarcelados u ocultos (incluidos los que estaban en las Embajadas extranjeras).

La labor del Auxilio Azul María Paz —y en menor medida, de las alrededor de 200 mujeres del Socorro Blanco carlista— facilitó la creación espontánea de organizaciones conectadas en mayor o menor grado con la Falange clandestina liderada por Manuel Valdés Larrañaga tras la salida de Raimundo Fernández Cuesta en octubre de 1937. Puede que estos grupos heterogéneos no estuvieran organizados desde la zona franquista, pero sí recibían instrucciones del coronel Francisco Bonel Huici, jefe del Servicio de Información Militar nacional —más tarde Servicio de Información y Policía Militar— del frente de Toledo. Entre los más significativos se encontraban «España, una»; «Organización Golfín-Corujo»; «El Asunto Ciriza»; «Las Hojas del Calendario»; «La Bandera Diego Alonso»; «La Organización Rodríguez Aguado»; «El Asunto de la Telefónica»; «El Asunto de los 195» y «El Complot de los 163». Pero esto no constituía necesariamente la quinta columna del imaginario antifascista. Estos grupos clandestinos evitaron las acciones terroristas —como los asesinatos— y se centraron en la recopilación de información, sabotajes a pequeña escala, evasiones y guerra psicológica, como la estimulación del derrotismo. Sobre todo, el objetivo primordial de la Falange clandestina no era una revuelta interna, sino más bien el control de los centros de comando y comunicación clave de toda la ciudad para garantizar una entrada pacífica de las tropas franquistas en caso de que cayera la resistencia militar republicana.

Aunque lógicamente es imposible hacerse con cifras exactas, parece ser que la quinta columna madrileña era la más grande de la zona republicana. Según palabras de Morten Heiberg y Manuel Ros Agudo, Madrid «era una gran ciudad, con un fuerte componente falangista desde antes de que estallara la guerra, y estaba solo a unos kilómetros del frente». Según Pastor Petit, había unos 3.000 quintacolumnistas y 30.000 colaboradores —incluidos 6.000 en el Auxilio Azul— más que en el resto de ciudades republicanas juntas. La quinta columna «ganaría» finalmente en marzo de 1939, pero las fuerzas de seguridad de la República disfrutaron de cierto éxito interrumpiendo su actividad: todas las organizaciones de la Falange clandestina antes mencionadas fueron descubiertas en su totalidad o en parte por la Policía. Hubo una clara excepción: el Auxilio Azul. A pesar de detener a «mujeres azules», las autoridades republicanas nunca llegaron a ser conscientes siquiera de su existencia. Esto fue sintomático de un fracaso mayor a la hora de darse cuenta del importante papel que las mujeres desempeñaban en cuestiones de seguridad: las mujeres siguieron estando excluidas de las brigadas policiales de la República. Es irónico que la perseverancia de normas de género patriarcales en la zona republicana obrara a favor de Franco y en contra de la República[4].

El éxito del desmantelamiento de las redes quintacolumnistas dominadas por hombres se debió en parte a infiltraciones: los agentes de Pedrero se las arreglaron para entrar en el grupo de la iglesia de San Francisco el Grande. Sin embargo, por lo general, los Servicios Especiales de Salgado prefirieron utilizar a derechistas como agentes dobles. De hecho, la labor de un informador fue fundamental en su operación más ambiciosa llevada a cabo en diciembre de 1936: la de la falsa embajada de Siam. La preocupación porque las Embajadas sirvieran de plataforma para una insurrección quintacolumnista se intensificó con redadas policiales en la Embajada de Alemania el 23 de noviembre (cinco días después de que los nazis reconocieran a Franco) y en la Legación finlandesa el 4 de diciembre. Estas acciones se saldaron con un número significativo de prisioneros —45 en la primera y más de 400 en la segunda— y la DGS anunció el descubrimiento de grandes arsenales de armas, aunque en realidad se trataba de pequeñas armas y bombas caseras más adecuadas para una defensa a la desesperada. Aun así, El Socialista anunció tras el asalto a la Legación finlandesa que había caído «otro batallón de la quinta columna».

A Manuel Salgado le preocupaba también la aparente amenaza que constituían los refugiados políticos de las Embajadas. Estaba convencido de que planeaban «provocar un conflicto de orden público, echándose a la calle armados en el momento de aproximarse los facciosos a Madrid». Era también muy consciente de que las redadas alemana y finlandesa habían sido ordenadas por su rival comunista, Segundo Serrano Poncela, el consejero delegado de la JDM en la Dirección General de Seguridad. Por tanto, el jefe de Servicios Especiales elaboró un intricado esquema para dejar al descubierto las maquinaciones secretas de los refugiados. Ordenó a Antonio Verardini Díez de Ferreti, comandante de milicia anarquista, que organizara una embajada falsa para atrapar a quintacolumnistas en la calle Juan Bravo número 12, un edificio que anteriormente había confiscado el Ateneo Libertario de La Guindalera. Fundamental para este plan fue el amigo de Verardini y confidente de los Servicios Especiales, Alfonso López de Letona. Tras poner a salvo fuera de Madrid a Antonio Goicoechea, de Renovación Española, la víspera del estallido de la Guerra Civil (véase el capítulo 2), López de Letona permaneció oculto hasta primeros de noviembre de 1936, cuando fue arrestado por los Servicios Especiales y convertido en agente provocador. Al antiguo secretario de Goicoechea se le ordenó que hiciera uso de sus contactos y su reputación para atraer a derechistas a la falsa embajada de Siam, un país que no tenía relaciones diplomáticas con España, y los animara a proporcionar información sobre las operaciones quintacolumnistas. Por desgracia para Salgado, la información que recopilaron Verardini y López de Letona resultó ser decepcionante y la operación se dio por terminada el 8 de diciembre, menos de tres días después de que comenzara. Un destino terrible esperaba a dieciséis prisioneros que fueron apresados después de que cerrara la falsa embajada. Fueron fusilados tras ser entregados a «Campo Libre», el pelotón de la muerte del Comité Regional de Defensa. Entre las víctimas, estaba Adolfo Sanjuanbenito Melchor, el jefe falangista de La Guindalera.

El hecho de que la embajada de Siam no constituyera un avance significativo en la lucha contra la quinta columna no afectó negativamente a la carrera de Verardini dentro de las estructuras militares de la CNT-FAI: en la primavera de 1937 era jefe del Estado Mayor de la 14 División, la formación militar dirigida por el anarcosindicalista Cipriano Mera. Sin embargo, su labor en los Servicios Especiales durante el mes de diciembre anterior lo colocaría en el centro de una crisis política que amenazó brevemente con convertirse en violenta entre anarquistas y comunistas a mediados de abril de 1937. A decir verdad, las relaciones entre la CNT-FAI y el PCE en Madrid —como en cualquier otro lugar de la España republicana— no eran muy cordiales antes de aquello. La tarde del 23 de diciembre de 1936 Pablo Yagüe, el comunista y consejero delegado de Abastos de la Junta de Defensa de Madrid, fue herido por milicianos de la CNT-FAI en un puesto de control en la puerta del Ateneo Libertario de Ventas. Los comunistas aseguraron que se trató de un acto premeditado de anarquistas «incontrolados» y Santiago Carrillo exigió la ejecución inmediata sin juicio de sus tres autores en la siguiente sesión de la JDM. Como respuesta, los consejeros delegados anarcosindicalistas alegaron que sus compañeros no abrieron fuego hasta que Yagüe trató de saltarse el control sin presentar su documentación. Esta disputa no se limitó a los confines de la JDM. Cinco anarcosindicalistas y tres comunistas fueron asesinados en represalias acaecidas entre el 25 y el 30 de diciembre. Pero al igual que en los meses anteriores, el odio al enemigo común fascista venció las rivalidades internas de la izquierda, y el 1 de enero de 1937 Mariano Vázquez, el secretario general de la CNT, y su homólogo comunista, José Díaz, reafirmaron en público su compromiso con la unidad antifascista.

El restablecimiento de la paz vino acompañado de la absolución de los asaltantes de Yagüe por parte de un tribunal popular, un sorprendente indicativo del poder que la CNT-FAI seguía ejerciendo en la capital. Aun así, el comunista José Cazorla, que sustituyó a Santiago Carrillo como consejero delegado de Orden Público tras el asunto de Yagüe, estaba decidido a erradicar los vestigios de autonomía que la CNT-FAI seguía disfrutando en cuestiones de seguridad interna. Para ello, trató de desacreditar a los Servicios Especiales como una organización «incontrolada» que daba refugio a fascistas. En enero de 1937, López de Letona fue arrestado por espía y, a pesar de la presión de Salgado, fue encarcelado en una celda de aislamiento. Unos tres meses más tarde, el 14 de abril, Cazorla anunció la detención de Verardini por su relación con López de Letona. Este hecho revelaba una vez más las limitaciones de la autoridad del consejero delegado de Orden Público. Esto aparecería en el Informaciones de esa tarde, pero una edición posterior de CNT informaba a los madrileños que Verardini ya había sido puesto en libertad: el jefe del Estado Mayor de la 14 División no contó solamente con el apoyo de los Servicios Especiales, sino, lo que es más importante, con el de Cipriano Mera, quien amenazó a Cazorla con que sus tropas entrarían en Madrid para garantizar la liberación de Verardini.

Este asunto provocó una guerra dialéctica entre la CNT-FAI y Cazorla, y proporcionó a Largo Caballero el pretexto para disolver la Junta de Defensa de Madrid. CNT exigía que se despidiera a Cazorla, añadiendo que era «un provocador al servicio del fascismo». Otro periódico anarcosindicalista, Castilla Libre, lo calificó como «digno sucesor de García Atadell», una acusación bastante curiosa considerando que el lugarteniente de Atadell trabajaba en los Servicios Especiales. En un plano más general, al consejero delegado de Orden Público se le acusó, entre otras cosas, de dirigir prisiones clandestinas para encarcelar de manera ilegal a sus enemigos políticos. Tal y como publicaba Castilla Libre, había sometido al «pueblo madrileño» al «terror de una “checa” verdaderamente criminal» que empleaba «procedimientos semejantes a los de cualquier pandilla de “gángsters”». Por su parte, Cazorla rechazó con furia cualquier tipo de acusación de deshonestidad, argumentando durante la última y tumultuosa sesión de la JDM del 15 de abril que había ayudado a crear «una situación de normalidad en Madrid mayor que la que había antes del movimiento sedicioso». No sorprende que Mundo Obrero saliera en defensa de su asediado camarada elogiando «la vida revolucionaria de José Cazorla». «No es ni abogado ni burócrata», decía el periódico, «es el soldado que sabe aniquilar a “la quinta columna” con las leyes de la guerra»[5].

Mucha de la invectiva de la CNT-FAI contra Cazorla era falsa. Sus denuncias de un régimen de terror eran tramposas, dado que el movimiento seguía realizando ejecuciones arbitrarias al estilo de los gángsteres. Además, las sospechas de Cazorla de que la CNT-FAI constituía un refugio seguro para los enemigos de la República no eran infundadas: tenía información más que suficiente que demostraba que había quintacolumnistas que utilizaban carnés de la CNT-FAI, si bien no sabía que Antonio Bouthelier Espasa, un dirigente quintacolumnista que colaboraba estrechamente con los servicios de inteligencia militar franquista, era secretario de Manuel Salgado en los Servicios Especiales. Sin embargo, sí era cierto que Cazorla había mantenido una red de terror comunista dentro de la Consejería de Orden Público de la JDM. La sede de la red de Cazorla no era el Consejo de Investigación de la Dirección General de Seguridad, el comité del Frente Popular que organizó las masacres de Paracuellos, sino la Comisaría General de Investigación y Vigilancia. En febrero de 1937, la Policía de investigación criminal había sufrido otra reorganización. Habían desaparecido el antes mencionado Consejo de Investigación y los consejillos de comisaría creados en noviembre de 1936, sustituyéndose por cinco brigadas especiales con obligaciones específicas de orden público. Los de abastos y transportes se encargaban de garantizar que el suministro de comida de la ciudad y de que su sistema de transportes no fuera saboteado; otras dos brigadas se encargaban de los presos gubernativos. La primera, liderada por el comunista Santiago Álvarez Santiago —anterior miembro del Consejo de Investigación—, emitía órdenes para transferir prisioneros a un batallón de trabajos de fortificación; estos fueron puestos en práctica por la segunda brigada, dirigida por un tal Conesa. Estas órdenes administrativas provocaron fricciones con Melchor Rodríguez García, y el anarquista culpó a Cazorla de su destitución como delegado especial de la Dirección General de Prisiones en marzo de 1937. Rodríguez desempeñaría un papel destacado en la campaña pública de la CNT-FAI contra el comunista durante el asunto de Verardini el mes siguiente, aunque es poco probable que Cazorla tuviera algo que ver con su despido, que fue decisión del ministro de Justicia, su compañero faísta García Oliver, cuya aversión hacia el «ángel rojo» fue evidente durante las masacres de Paracuellos.

La última brigada especial, y la más importante, se encargaba del contraespionaje (en adelante, Brigada Especial). Dirigida al principio por David Vázquez Valdovinos, jefe de la disuelta comisaría socialista de la calle Fuencarral número 103 (véase el capítulo 4), suplantó a otras brigadas, como la Amanecer, como principal arma de la DGS contra las actividades de la quinta columna. La Brigada Especial fue desde el principio política: estuvo compuesta por abrumadora mayoría por agentes designados por la Agrupación Socialista Madrileña en el verano de 1936 que trabajaban a las órdenes de Vázquez durante el terror. El personaje más significativo fue Fernando Valentí Fernández, que sustituyó a Vázquez como jefe de brigada tras el ascenso de este a comisario general de Investigación y Vigilancia el 27 de enero de 1937 —el mismo Valentí sería ascendido al cargo de comisario de tercera clase ese mes de abril—. Pero a pesar de las raíces socialistas de la Brigada Especial, sus agentes estaban estrechamente relacionados con los comunistas. De hecho, Vázquez y Valentí se reunían con regularidad con el «Estado Mayor Amigo», el grupo de no más de diez agentes soviéticos de la NKVD dirigidos por Orlov que asesoró a Santiago Carrillo y a José Cazorla en materia de mantenimiento del orden a partir de noviembre de 1936. Sin duda, la Policía secreta de Stalin fue en parte responsable de la brutalidad con que se relacionaba a la Brigada Especial (véase más adelante), pero la responsabilidad soviética no fue tanta: los hombres de Vázquez y Valentí no se comportaban con demasiada timidez. De un mínimo de 39 agentes que fueron destinados a la Brigada Especial en 1937, al menos cuatro hombres de la antigua comisaría de la ASM —Pedro y Héctor de Buen, Carlos Ramallo Garcinuño y Jacinto Uceda Marino— estuvieron anteriormente relacionados con el círculo socialista del Norte, uno de los pocos círculos socialistas con su propio tribunal revolucionario.

Lo mismo puede decirse de otros que estuvieron implicados en la red de terror de Cazorla. Hubo policías y milicianos de las Milicias de Vigilancia de la Retaguardia de la Radio Comunista de Guindalera-Prosperidad que colaboraron con la Brigada Especial. Como ya vimos en el capítulo 5, esta organización de distrito del partido del extrarradio de Madrid tenía su propio tribunal revolucionario, con conexiones con el CPIP y la DGS, mientras duró el terror. Aunque parece ser que la Radio en febrero de 1937 ya no realizaba ejecuciones, sus dirigentes —Valeriano Manso Fernández y Román de la Hoz Vergas— siguieron consintiendo el uso de la tortura contra los prisioneros de su sede de la calle Alonso Heredia número 9. Con el fin de conseguir sus confesiones de subversión quintacolumnista, las víctimas eran golpeadas con porras y se les obligaba a beber una solución cáustica que les quemaba la boca. También había torturas en otra de las prisiones de la Radio, emplazada en un hotel situado en la calle Españoleto número 19. Conocida oficialmente como Oficina de Control de Policía, estaba presidida por Andrés Urresola, un destacado policía dentro del tribunal revolucionario de la Radio Oeste, en la calle San Bernardo, 72, disuelto a finales de octubre de 1936. La relación entre estos centros de interrogatorios, la Brigada Especial y Cazorla la proporcionó Luis Colinas Quirós, otro policía comunista[6].

Para estos hombres no hubo ninguna interrupción entre la búsqueda de «espías» durante el terror y la lucha contra la floreciente quinta columna a partir de diciembre de 1936. De hecho, fue la «oficina» de la DGS de la calle Españoleto número 19 la que acabó con la primera conspiración importante profranquista en el invierno de 1936-1937. A partir del mes de diciembre de 1936, el falangista Antonio del Rosal, hijo del teniente coronel Francisco del Rosal, comandante de la columna anarquista del mismo nombre, utilizó su apellido para conseguir carnés de la CNT que permitían que sus compañeros conspiradores pudieran acceder a instalaciones militares con el fin de recopilar información. Del Rosal y sus cómplices recibían órdenes de los franquistas vía radio con la señal de llamada de «España, una» y este sería el nombre que la DGS daría a la conspiración después de su disolución el 29 de enero de 1937 gracias a Tomás Durán González, un miliciano de la MVR de la calle Españoleto número 19. Utilizando el nombre falso de «Rafael de la Garma», se ganó la confianza de Del Rosal antes de participar en la operación, que se hizo con 32 prisioneros. Estos fueron llevados a la calle Españoleto, donde pasaron veinticuatro horas, y después fueron transferidos a la calle Alonso Heredia número 9, donde durante un mes fueron interrogados con métodos brutales. Finalmente, pasaron a una cárcel normal, la de San Antón, a mediados de marzo de 1937, después de quedar bajo la custodia de Valentí. Hasta entonces, este triunfo de la Policía no se publicó en la prensa republicana.

No debe pensarse que esta Brigada Especial se dedicara normalmente a liberar del suplicio a los presos. Valentí tenía su propio centro de interrogatorios en la Ronda de Atocha número 21, un antiguo convento de salesianos junto a la sede de la Radio Sur y el batallón «Pasionaria» del PCE. El 7 de junio de 1937 ya habían ingresado unas 530 personas en esta prisión preventiva. Las condiciones en su interior eran brutales. Ramón Rubio Vicente, diputado por Córdoba de IR, visitó esta cárcel ese mismo mes y en 1941 declaró que estaba claro que «se aplicaban malos tratos de obra a los detenidos, que las detenidas eran obligadas frecuentemente a declarar desnudas, y que los calabozos no reunían las condiciones mínimas de higiene estando los detenidos acostados en el suelo sin otra ropa». Recordó particularmente «el calabozo número 5, llamado “de la muerte”, de reducidísimas dimensiones, situado debajo de una escalera y en el que el preso tenía que permanecer forzosamente acostado o sentado en el suelo».

Rubio consiguió acceder a Ronda de Atocha número 21 de manera inusual, en calidad de miembro de la Cruz Roja Española. La capacidad de la Brigada Especial de actuar con impunidad estaba bajo amenaza. La CNT-FAI madrileña denunció públicamente a la «checa de Atocha», y Manuel de Irujo, ministro de Justicia del Gobierno de Negrín de mayo de 1937, estaba decidido a acabar con los malos tratos en las prisiones republicanas. Para tal fin, el 11 de junio, el dirigente nacionalista vasco designó al magistrado Gonzalo Navarro Palencia para que investigara «ciertas anomalías» en la prevención policial. Sin embargo, aunque Cazorla ya no era responsable del orden público tras la disolución de la Junta de Defensa de Madrid a finales de abril, la Brigada Especial de Valentí seguía contando con amigos influyentes. Uno de ellos era su primer jefe, David Vázquez, el comisario general. El 21 de julio, Irujo se quejó ante Julián Zugazagoitia, ministro de la Gobernación, de que la Comisaría General de Madrid estaba bloqueando la investigación de forma sistemática. A la obstrucción de Vázquez ayudaba el hecho de que Navarro de Palencia mostraba poco interés por la tarea. La falta de avances por parte del magistrado, se quejaba Irujo en una carta del 21 de agosto dirigida a Mariano Gómez, el presidente del Tribunal Supremo, daba la impresión de «lenidad en la reacción del Estado republicano» ante los abusos. Al final, Navarro de Palencia desestimó las acusaciones contra la Brigada Especial hacia los detenidos. Valentí se había aprovechado de los retrasos en la investigación para tener la cárcel limpia para las inspecciones del magistrado y dispersó temporalmente a la mayor parte de sus reclusos hacia otras cárceles.

Pero Vázquez no podía desobedecer la voluntad de un ministro del Gobierno sin contar con el apoyo de otros amigos más poderosos, como Antonio Ortega Gutiérrez, el sucesor comunista de Manuel Muñoz como director general de Seguridad en mayo de 1937. Detrás de Ortega se encontraba el «Estado Mayor Amigo», la NKVD soviética. La investigación había coincidido con la misión más importante que la Brigada Especial había llevado a cabo para los soviéticos: el arresto y encarcelamiento del dirigente del POUM, Andreu Nin. Los hombres de Valentí acababan de demostrar su temple una vez más con la disolución de la organización falangista de Golfín-Cirujo. A pesar de las críticas comunistas al uso de informadores por parte de los Servicios Especiales del Ministerio de la Guerra, la Brigada Especial hizo uso de sus propios agentes dobles con gran éxito. En el caso del complot dirigido por Francisco Javier Fernández Golfín e Ignacio Corujo López-Villaamil, el derechista en cuestión fue Alberto Castilla Olavaria. Este complot se saldó con un botín de documentos comprometedores y 130 prisioneros en mayo de 1937. Sería uno de esos documentos, un plano de Madrid, lo que Orlov eligió para incriminar a Nin como quintacolumnista fascista. Los pormenores del «Caso Nikolai», la operación de la NKVD que terminó con el asesinato de Nin en Alcalá de Henares entre el 22 y el 23 de junio, son de sobra conocidos y no voy a hacer aquí un recuento de ellos. Pero es indiscutible que Orlov no habría podido liquidar a Nin sin la colaboración de la Brigada Especial. Valentí, junto con agentes de confianza, como Andrés Urresola y Jacinto Rosell Coloma, llevaron a Nin desde Barcelona hasta Ronda de Atocha número 21 antes de que lo transfirieran a Alcalá de Henares para ser interrogado por Rosell. También es posible que al menos uno de los dos españoles que participaron en la ejecución fuera un agente de la Brigada Especial. Es decir, el ejemplo más tristemente célebre de una acción de la NKVD contra comunistas antiestalinistas en la España republicana durante la Guerra Civil necesitó de la intervención de estalinistas locales que cosecharon su experiencia formativa en el terror antes de que Orlov llegara a Madrid en el otoño de 1936[7].

EL CUERPO DE SEGURIDAD

La Brigada Especial de la DGS lideraba la guerra sucia contra la quinta columna a finales de julio de 1937. Ese mes, se le bajaron los humos a su principal rival, los Servicios Especiales del Ministerio de la Guerra, después de que Indalecio Prieto, el nuevo ministro de Defensa Nacional de Negrín, destituyera a Manuel Salgado y a sus agentes anarcosindicalistas. Sin embargo, puede que se haya exagerado el control comunista de la Policía de investigación criminal de Madrid. Se puede ver la diversidad política de los «detectives» de la ciudad hasta marzo de 1939 si se examina el Cuerpo de Seguridad, el cuerpo de la Policía nacional de la República. Tal y como hemos visto, la creación de una estructura policial fuerte, centralizada y antifascista era el objetivo de los Gobiernos republicanos después del 18 de julio de 1936. Al presentar el nuevo Cuerpo de Seguridad en el Consejo de Ministros ese mes de diciembre, el entonces ministro de la Gobernación, Ángel Galarza, recordó a sus colegas ministros que la derrota de la rebelión militar en la España republicana había dado lugar al surgimiento de «improvisadas organizaciones [que] actuaron en forma autónoma» en asuntos de orden público. Estos grupos creados ad hoc tenían «virtudes», pero también «grandes defectos», entre ellos, la capacidad de «los agentes provocadores» de ingresar en ellos para realizar actos criminales tras «una de las circulares secretas dadas por los fascistas meses antes del movimiento faccioso». La acusación de que las víctimas eran responsables del terror no era nueva, desde luego, ni tampoco lo era la explicación de por qué el Gobierno les permitía operar: el miedo a enfrentarse al «pueblo». Así, Galarza admitió que «el Poder» se mostraba reticente a castigar con severidad sus acciones, porque parecería que se trataba de «actos contra revolucionarios que le desprestigiaran [al Poder] ante las masas, que son las mantenedoras de la guerra contra el Ejército». Aun así, tras plantear el problema, Galarza explicó su solución: el Cuerpo de Seguridad. Este quedó establecido por decreto el 27 de diciembre de 1936. La nueva institución sustituía a todas las fuerzas de seguridad internas ya existentes —incluidas las MVR que él mismo había creado— y constaba de dos secciones. La primera, el Grupo Uniformado, debía mantener el orden público en las ciudades y el campo; la segunda, el Grupo Civil, se dividía en otras tres secciones y cada una de ellas tendría sus propias competencias. La primera se encargaba de la seguridad fronteriza (Fronteras); la segunda, de los delitos comunes (Judicial); la tercera, la Sección de Investigaciones Especiales, sería la Policía política de la República, con la tarea de descubrir «actividades contrarias al régimen».

Creado el mismo día que el sistema de campos de trabajos forzados de la República (véase el capítulo 12), el Cuerpo de Seguridad constituía, sobre todo, una entidad revolucionaria. El Consejo Nacional de Seguridad, responsable de designar al personal del nuevo cuerpo policial, estaba dominado por representantes políticos y sindicales. Aparte del ministro de la Gobernación y del director general de Seguridad, contaba con Felipe Pretel y Mariano Moreno (UGT), Antonio Moreno y Francisco Jareño (CNT), Manuel Gallego (FAI), Manuel Molina (PSOE), José Antonio Uribes (PCE), Emilio Baeza (IR) y Benito Artigas (UR). Por el contrario, había solamente seis policías en la comisión. Este Consejo Nacional confirmaba o rechazaba las decisiones adoptadas por los Consejos Provinciales de Seguridad, que igualmente estaban dominados por personas designadas por el Frente Popular. El consejo madrileño se constituyó el 28 de diciembre, con la presidencia de José Galarza, y en él estaban Benigno Mancebo (CNT), Luis Castro Sen (FAI), José Alonso Sánchez (PSOE), José Barón (UGT), Juan Alcántara (PCE), Constantino Neila Valle (IR) y Domingo García Mateos (UR). La presencia de Mancebo, Neila, Alcántara y García Mateos indica de nuevo que la institucionalización de la represión en el Madrid republicano a partir de diciembre de 1936 supuso la incorporación de practicantes del terror, no su repudio. Mancebo y García Mateos eran miembros del tribunal del CPIP; Neila era el enlace entre el CPIP y la DGS (véase el capítulo 4); y Alcántara era miembro del Consejo de Investigación de la DGS que dirigió las masacres de Paracuellos.

La supremacía del compromiso político e ideológico por encima de los criterios profesionales en los procesos de admisión era evidente. De los solicitantes, que normalmente eran miembros de cuerpos policiales anteriores como las MVR, la GNR (o antigua Guardia Civil), el Cuerpo de Seguridad y Asalto (o Guardia de Asalto) y el Cuerpo de Investigación y Vigilancia, no solo se esperaba que garantizaran el respaldo de un partido o un sindicato de izquierdas, sino que los que querían acceder al Grupo Civil debían dar su opinión sobre el fascismo en una prueba de ingreso diseñada por Mercedes Rodrigo, del Instituto Nacional de Psicotécnica de Madrid. Según Rafael Reina Rame, policía profesional que asistió para procesar las solicitudes para el Cuerpo de Seguridad, a quienes probaban que eran antifascistas se les garantizaba su plaza en el Grupo Civil a menos que fueran analfabetos.

La creación del Cuerpo de Seguridad constituyó un proceso prolongado en el que las solicitudes para entrar al Grupo Civil no terminaron hasta la primavera de 1938[8]. Gracias a la conservación de listas del Consejo Provincial de Seguridad de Madrid, tenemos información de 2.801 «detectives» nombrados para la plantilla provincial. De estos, 85 (un 3%) fueron destinados a la sección de Fronteras; 748 (el 27%) a la sección Judicial y 1.968 (el 70%) a Investigaciones Especiales. La base política de la selección era evidente. Solo en 712 casos (el 25%) no existe registro de un pasado antifascista y esta es una sobreestimación del número real de nombramientos no políticos (o «profesionales»)[9]. Los agentes procedían de dos fuentes: las MVR (847, o el 30%) y el Cuerpo de Investigación y Vigilancia (1.954, o el 70%). De este último, 1.184 (el 61%) eran agentes provinciales o «detectives» nombrados por organizaciones del Frente Popular el verano de 1936. Es decir, el Grupo Civil de Madrid estaba dominado por policías o milicianos de la retaguardia reclutados durante el terror. Entre sus filas había 192 miembros del CPIP, 45 de los 51 miembros supervivientes de la brigada Atadell y 28 de los 35 agentes de la brigada Amanecer. También incluía a los que habían participado en Paracuellos, como Eloy de la Figuera, Lino Delgado Saiz, Álvaro Marasa Barasa, Andrés Urresola y Agapito Sáez de Pedro. Varias figuras clave implicadas en Paracuellos estaban ausentes, pero esto solo se debía a órdenes del partido o sindicato (en el caso de Benigno Mancebo), a un deseo de prestar servicios en el frente (Manuel Rascón) o a haber sido destinado a algún otro lugar (Ramón Torrecilla, que se convirtió en delegado de Orden Público de Murcia). La destacada presencia de killers de 1936 en el Grupo Civil es indicativa de su heterogeneidad política. Los militantes de UGT eran los más numerosos entre los candidatos (1.045), seguidos de los del PSOE (416), IR (326), las JSU (186), la CNT-FAI (159) y el PCE (152). Estas cifras no constituyen necesariamente una descripción exacta del equilibrio político de fuerzas dentro del Grupo Civil. La influencia comunista era mayor de lo que indican estas cifran, aun si añadimos a los agentes de las JSU al total del PCE, puesto que muchos de los que tenían carné del PSOE o de UGT estaban estrechamente relacionados con el Partido Comunista: entre ellos, David Vázquez y Fernando Valentí. Aun así, el Grupo Civil constituyó un instrumento del «pueblo» antifascista, no el patrimonio de ningún partido político o sindicato.

La base política de la Policía republicana a partir de 1937 y sus raíces dentro del terror del año anterior ayudan a explicar por qué la cultura de brutalidad que existía en la Brigada Especial de la DGS era también evidente dentro de las comisarías de Madrid hasta el final de la Guerra Civil. Puede que hubieran terminado los paseos masivos de 1936, pero aún se seguía asesinando a nivel individual a prisioneros que se encontraban bajo la custodia de la Policía, constituyendo una práctica que se conocía como «picar» —las ejecuciones tenían lugar cerca del frente, con la esperanza de que el cadáver de la víctima no fuera encontrado—. El 30 de mayo de 1937, el comunista Antonio Sánchez Fraile, antiguo agente de la brigada Amanecer destinado a la comisaría de Universidad, arrestó a Antonio Amores Miguel, un dependiente al que el anterior mes de noviembre ya había detenido por «fascista peligroso», y se llevó a su preso en el coche en dirección al frente con dos oficiales del Ejército republicano. Nunca más se volvió a ver a Amores y su desaparición fue denunciada rápidamente ante la Policía por sus preocupados familiares. Por desgracia para Sánchez, este caso atrajo la atención de José Jimeno Pacheco, que antes de la guerra era «detective» y que había sustituido a José Raúl Bellido como jefe de la Secretaría Técnica de la DGS a comienzos de 1937. Jimeno mostró una lealtad incondicional hacia la República durante el verano de 1936 y enseguida fue ascendido al rango de comisario, pero pronto quedaría horrorizado ante los delitos cometidos por policías adjuntos a la DGS y comenzó a recopilar información sobre los mismos, esperando que el Gobierno republicano los castigara tras su victoria en la Guerra Civil. A su llegada a la Secretaría Técnica, consiguió disolver la brigada Amanecer y estaba decidido a reducir los abusos cometidos por los agentes provinciales. Así, Jimeno arrestó a Sánchez por secuestro ese mes de junio, lo que provocó que el comunista encarcelado escribiera una furiosa carta al juez instructor designado para examinar su caso. Esta misiva es una muestra elocuente de la mentalidad de un trabajador designado para entrar en la DGS por su ideología política. «Si el derecho, la ley, como norma que ha de tener algún fin», alegaba, «lo es el primordial el de adaptarse a la vida que pretende dirigir, y cuando la vida en su manera de desembolverse [sic] ha sufrido tan honda perturbación como sucede en el momento presente, podemos y debemos preguntarnos, ¿aquellas normas, aquellos principios, o mejor prejuicios, se deben sostener?…». Es evidente que la concepción revolucionaria que Sánchez tenía del derecho y el mantenimiento del orden era compartida por el Partido Comunista provincial, puesto que este consiguió influir sobre David Vázquez, el comisario general, para que liberara a su camarada. Aunque el caso llegó a un tribunal popular en septiembre de 1938, Sánchez fue absuelto. Para entonces, prestaba servicios como comisario político en el frente en la 99 Brigada Mixta.

Los policías comunistas no fueron los únicos que solían «picar». El Comité Regional de Defensa de Val hizo uso de los integrantes de la CNT-FAI dentro de la Policía de investigación criminal para proporcionar «cobertura legal» a sus actividades extrajudiciales. En junio de 1937, los asesinos de «Campo Libre» pusieron en marcha una operación de contraespionaje en conjunción con Avelino Cabrejas, Francisco Vargas y Antonio Ariño, alias El Catalán, que eran policías anarcosindicalistas adjuntos a la brigada de Información y Control, bajo el mando del jefe del antiguo grupo del CPIP Luis Vázquez Tellez. Al igual que la estafa de la falsa embajada de Siam de diciembre de 1936, su objetivo era tender una trampa a sospechosos quintacolumnistas contratando a un agente provocador, un miliciano de las MVR llamado Ángel Campos Torresano, alias El Chino. Este ardid chapucero terminó con tres prisioneros, entre el 19 y el 21 de junio, que fueron llevados a un centro de detención clandestino de la calle Génova número 29, y dos de ellos (Juan Roca y Enrique Ordóñez) fueron posteriormente ejecutados. Sin embargo, el tercer preso, Miguel Treviño López, consiguió pedir ayuda y fue liberado por policías de la comisaría de Buenavista. Esto hizo que Ariño y Vargas exigieran el regreso de su prisionero y, aunque parezca increíble, Treviño fue puesto de nuevo bajo custodia de estos junto con un maletín lleno de joyas valoradas en 500.000 pesetas que habían pertenecido a Ordóñez. El desafortunado Treviño fue después asesinado y se llevaron las joyas a Francisco Martín, secretario de la Federación Local de Sindicatos de la CNT. Jimeno y Basilio del Valle Montero, policía profesional de la brigada de Vázquez Tellez, trataron de arrestar a Cabrejas, Ariño y Vargas por triple asesinato, pero David Vázquez interrumpió la investigación después de que Eduardo Val asegurara al comisario general que los implicados en los asesinatos serían castigados por la CNT-FAI. Al final, Campos Torresano fue asesinado por sus propios compañeros, mientras que a Ariño lo echaron de la Policía. Cabrejas y Vargas, por otra parte, continuaron con su trabajo dentro de la Policía hasta la derrota de 1939.

El caso de Treviño demuestra los límites de la restauración del Estado de derecho en la zona republicana. La CNT-FAI, con la connivencia de un comisario general, pudo abusar de la autoridad de la Policía para continuar con su guerra privada contra los supuestos quintacolumnistas. Su capacidad para hacer uso de la Policía para sus propios fines no sufrió merma alguna hasta el final de la Guerra Civil. De hecho, con la expulsión de la CNT-FAI de los Servicios Especiales el verano de 1937, sus agentes del Cuerpo de Investigación y Vigilancia (o Grupo Civil a partir de 1938), demostraron ser incluso más importantes a la hora de facilitar el trabajo sucio y clandestino del movimiento. Este lo realizó principalmente la sección de Estadística, inocente en apariencia pero siniestra en realidad, del Comité Regional de Defensa. Dirigida por el antiguo jefe de Servicios Especiales, Manuel Salgado, se trataba de un servicio homicida de investigación e información que estaba compuesto, a su vez, de dos secciones dirigidas por Vicente Santamaría y Benigno Mancebo. Aparte de reunir información sobre los rivales políticos de la CNT-FAI (información que a menudo proporcionaban sus policías), liquidó a sospechosos quintacolumnistas dentro del movimiento. Entre ellos, Florián Ruiz Egea, un respetado archivero y bibliotecario que fue fusilado en agosto de 1938 por uno de los grupos de la muerte de Mancebo al que pertenecía Felipe Sandoval, su compañero del CPIP. «Estadística» tenía también la intención de investigar y disolver redes quintacolumnistas, pero en 1938 el principal rival de Salgado en esta área no eran los comunistas, sino Ángel Pedrero, su antiguo subordinado de los Servicios Especiales y ahora jefe del Servicio de Investigación Militar de Madrid[10].

EL SERVICIO DE INVESTIGACIÓN MILITAR (SIM)

El SIM lo estableció por decreto Indalecio Prieto, ministro de Defensa Nacional, el 6 de agosto de 1937, como medio de unificación de toda la actividad del contraespionaje militar que estaba bajo su mando. Como hemos visto, la persecución de agentes enemigos por parte de organizaciones de contraespionaje militar tales como los Servicios Especiales nunca se limitó al frente ni a las instituciones militares, y el SIM no sería una excepción, atribuyéndose la supremacía por encima de la Policía en operaciones dirigidas contra la quinta columna. Una prueba de ello es el hecho de que en marzo de 1938 absorbiera el Departamento Especial de Información del Estado (DEDIDE), un cuerpo de Policía especial fundado en junio de 1937 por Julián Zugazagoitia, ministro de la Gobernación, para combatir el espionaje y sabotaje en la retaguardia. En Madrid, el DEDIDE estaba controlado por los comunistas, al mando de Valentín de Pedro Benítez y José Romo de la Granja, pero su papel en la guerra contra la quinta columna fue de poca importancia comparado con la Brigada Especial; de hecho, los hombres de Valentí tomaron el mando del DEDIDE madrileño en febrero de 1938. Aun así, De Pedro y Romo de la Granja fueron igual de despiadados contra los sospechosos quintacolumnistas como sus colegas de la Brigada Especial, y su centro de interrogatorios en un antiguo colegio de la calle San Lorenzo número 12 y su campo de trabajos forzados del pueblo de Ambite (Madrid) eran tan crueles como la prisión de Valentí de la calle Ronda de Atocha número 21.

El SIM era también muy conocido por su crueldad extrajudicial contra los supuestos enemigos de la República. Pero pese a que el SIM alcanzaría un enorme poder en la zona republicana en 1939 —«un estat dintre l’Estat», según palabras de Francesc Badia—, se trataba de una institución fragmentada. En gran medida, esto se debió al hecho de que su liderazgo cambió frecuentemente de manos entre agosto de 1937 y abril de 1938, mientras Prieto trataba sin éxito de buscar un aliado de confianza para dirigirlo. Su primer jefe fue Ángel Díaz Baza, socialista y amigo personal del dirigente socialista. A este le siguió a finales de 1937 Prudencio Sayagüés, que en 1936 fue uno de los jefes de la «Segunda Sección (Información)» del Estado Mayor (véase más arriba) que solo duró en el cargo hasta febrero de 1938, cuando pasó a ocuparlo Manuel Uribarri. Este antiguo jefe socialista de la columna de milicias «Fantasma» apenas se mantuvo en el puesto tres meses, pues huyó de España con dirección a Francia en extrañas circunstancias con varios «millones» de pesetas y una gran cantidad de joyas. El cuarto y último jefe del SIM fue el panadero de 22 años de edad Santiago Garcés Arroyo, antiguo miliciano de la prietista La Motorizada, que participó en el asesinato de Calvo Sotelo en julio de 1936 (véase el capítulo 1). Payne sugiere que el socialista Garcés era para entonces un agente de la NKVD, pero esto no significa necesariamente, tal y como ha alegado Pastor Petit, que posteriormente el SIM estuviera «absolutament dominat pel PC[E]». Un informe interno de la CNT-FAI sobre el SIM de mayo de 1938 comentaba que cuando Uribarri salió de España la organización se quedó sin dirección central; estaba «completamente desorganizado». Otra misiva secreta anarcosindicalista explicaba dos meses después que «desde hace bastante tiempo viene funcionando el SIM a base de Demarcaciones Regionales de frente y de retaguardia». Es decir, el vacío de poder en el rango superior había dado lugar a una estructura de mando descentralizada basada en sectores regionales. Esto provocó que los jefes regionales del SIM disfrutaran de autonomía, una consecuencia que Garcés —que solo fue nombrado de forma temporal— no se esforzaría mucho por cambiar. Así, el color político del SIM dependía de quién se encontrara al mando a nivel local. En Cataluña y Levante la organización siguió estando bajo el control de los comunistas hasta 1939; el SIM de Madrid, por otra parte, estaba en manos de Pedrero, quien participó en el golpe anticomunista de Casado en marzo de 1939 (véase el epílogo)[11].

Pedrero debió su ascenso a la influencia de Prieto. El policía socialista se había encargado temporalmente de los Servicios Especiales en marzo de 1937, después de que su jefe, Salgado, sufriera un accidente de coche. Prieto lo hizo fijo cuando ocupó la cartera de ministro de Defensa Nacional ese mes de mayo. Pedrero, por tanto, disfrutaba de una posición de fuerza para ser designado jefe del SIM madrileño en agosto, pero la presión del PCE y del general Miaja hicieron que se nombrara en su lugar al teniente coronel Gustavo Durán Martínez. A pesar de su rango, Durán, de 30 años de edad, se dedicaba a doblar películas al español cuando estalló la guerra en julio de 1936. Posteriormente, protagonizó un ascenso meteórico en el quinto regimiento comunista, convirtiéndose en poco tiempo en jefe del Estado Mayor de la 11 Brigada Internacional de Kléber ese otoño. En agosto de 1937, Durán era comandante de la 69 Brigada Mixta. Sin embargo, su carrera en el SIM terminó en octubre. Prieto, que ya sospechaba de una influencia comunista en el Ejército republicano, ordenó a Pedrero que siguiera de cerca a Durán y, poco después, su confidente le informó de que el nuevo jefe del SIM había nombrado a unos 400 agentes comunistas. Furioso, el ministro de Defensa Nacional sustituyó al oficial comunista por Pedrero.

Con un presupuesto general anual de 14 millones de pesetas y fondos reservados de 150.000 pesetas al mes para operaciones especiales, el que fuera lugarteniente de Atadell formó de inmediato una Policía secreta militar formidable. El número de empleados a tiempo completo era razonablemente pequeño —solo 549, entre quienes se incluía a auxiliares administrativos, en febrero de 1939—, pero Pedrero mantuvo una red de informadores o «agentes invisibles» a tiempo parcial, lo cual significa que, en total, la plantilla ascendía a unos 6.000. Los agentes se distribuían en secciones que eran reflejo de la amplia variedad de actividades del SIM. Cada uno de los seis cuerpos del Ejército que constituían el Ejército de Centro contaba con un cuerpo de inspectores cuya labor era identificar infiltraciones enemigas, vigilar a «desafectos» entre sus filas e informar sobre el estado de ánimo general, así como sobre la competencia de los comandantes militares. Otros sectores vigilaban los aeródromos, las líneas ferroviarias y las fábricas del Ejército en busca de saboteadores, mientras que los departamentos de prensa y censura recopilaban la información que apareciera en la prensa, ejercían una discreta «influencia» sobre los editores con respecto a los contenidos e interceptaban correspondencia privada. Había una sección de campos de concentración (véase el capítulo 12), así como dos brigadas especiales. La primera, bajo el mando de Emilio Peraile Sauquillo, agente provisional socialista de la DGS en 1936, se ocupaba de localizar y disolver redes quintacolumnistas en Madrid; la segunda, la Brigada Z, estaba dirigida por Fernando Valentí y compuesta por sus agentes de la DGS. Es importante señalar que la Brigada Z se limitaba a «delitos» económicos tales como el mercado negro, la exportación secreta de capital al extranjero y la acumulación de oro y joyas. El modo de mantenerse al margen del hombre que había dirigido la lucha contra la quinta columna durante buena parte de 1937 reflejaba el liderazgo anticomunista de Pedrero. De hecho, solo dos militantes del Partido Comunista trabajaron como «agentes visibles» a tiempo completo en la organización en abril de 1938 y este número solo aumentaría hasta cinco en febrero de 1939. El SIM de Madrid era una Policía secreta socialista o, para ser más precisos, prietista. En los cargos superiores estaba la camarilla de Pedrero de la brigada de Atadell. No es solo que 34 de sus 51 antiguos agentes ingresaran en el SIM —la gran mayoría procedentes del Grupo Civil, la Policía de investigación militar—, sino que 9 de los 27 jefes de Negociado —los puestos más altos después del de jefe— habían trabajado a las órdenes de Atadell durante el terror.

No sorprende, por tanto, que la marginación de comunistas después de 1937 no terminara con la guerra sucia contra la quinta columna. De hecho, las victorias del SIM de Pedrero contra el enemigo interno se basaron en las mismas tácticas empleadas por la antigua Brigada Especial de Valentí —infiltración, uso de agentes dobles y uso de la tortura para conseguir información—. Un buen ejemplo de lo primero lo constituyó la disolución en abril de 1938 del «Complot de los 163», nombre que dio el SIM a una red de doce organizaciones falangistas clandestinas. Lo segundo puede verse en la utilización de un agente doble de Valentí, Alberto Castilla, para desenmascarar a la «Organización Rodríguez Aguado», una red de espías con base en la Embajada de Turquía. Los prisioneros capturados en las operaciones del SIM eran llevados principalmente a la calle San Lorenzo número 12, los antiguos calabozos del DEDIDE, para ser entrevistados por los hombres de la sección de Interrogatorios dirigida por Adolfo Sánchez Muñoz. Esta cámara de los horrores era igual de cruel, si no peor, que la prisión de la calle Ronda de Atocha número 21. En diciembre de 1939, unos investigadores franquistas recorrieron el edificio y redactaron un informe sobre lo que habían visto. El hecho de que las condiciones que existían en los centros de interrogatorios del régimen de Franco no fueran mucho mejores no atenuó las dantescas escenas que describieron. Las celdas de castigo de los sótanos donde se obligaba a dormir a los prisioneros desnudos tenían techos bajos, carecían de luz y contaban con poca ventilación; los olores repugnantes de las letrinas «hacen sumamente penosa la permanencia en el recinto». La primera planta tenía celdas de unos dos metros y medio por tres y medio y en cada una de ellas se encerraba a más de veinte presos. Estos desventurados podían pasar meses en la oscuridad, con excepción de un breve periodo de tiempo cada día en el que se encendían las luces para permitir que se desnudaran. Un piso superior contenía una celda «X» conocida como la «fresquera» porque «se encontraba constantemente inundada de agua».

La lamentable situación de la cárcel de San Lorenzo era síntoma de la capacidad del SIM para actuar con impunidad. Sus actividades tenían escasa supervisión judicial. De hecho, Pedrero trataba a los magistrados con absoluto desdén. Entre 1937 y 1938 se dedicó a no hacer caso de las repetidas órdenes, dadas por jueces de instrucción de distritos, para que compareciera ante ellos con el fin de responder a las acusaciones de «infidelidad en la custodia de presos». Tal arrogancia era reflejo de una posición política segura: para Prieto y Juan Negrín, su compañero socialista era un defensor fiable y efectivo del Estado republicano en un momento de emergencia nacional. Desde un punto de vista más general, la omnipotencia del SIM era indicativa del papel de subordinación que desempeñaban los jueces en la lucha contra los quintacolumnistas. Esto a pesar del hecho de que el sistema judicial sufriera un proceso de «profesionalización» que priorizó la seguridad interna por encima de los derechos de los acusados. Como la situación militar fue a peor para la República, el Gobierno creó el Tribunal Especial de Espionaje y Alta Traición y los Tribunales Especiales de Guardia en junio y diciembre de 1937, respectivamente, para impartir castigos ejemplares entre los convictos de subversión interna. Tal y como expresó la Fiscalía General en una circular enviada a los fiscales el 13 de diciembre de 1937, «La Autoridad del Poder Ejecutivo busca en los Tribunales Especiales una garantía jurídica para su labor de saneamiento ejemplar en la retaguardia». Estos tribunales prescindieron de los jurados que habían caracterizado a los tribunales populares creados en agosto de 1936 (véase el capítulo 7), aunque eran mixtos en el sentido de que tenían magistrados designados por el Ejército y el Ministerio de la Gobernación, así como por el Ministerio de Justicia. Por encima de todo, fueron creados para celebrar juicios rápidos: en el caso de los Tribunales Especiales de Guardia, los juicios no podían exceder de las 96 horas. El rumbo autoritario de la justicia republicana resultó ser demasiado para Manuel de Irujo, el ministro de Justicia, quien en diciembre de 1937 describió los nuevos Tribunales Especiales de Guardia como «checas» y dimitió.

Lo cierto es que estos tribunales especiales resultaron ser severos. El 29 de octubre de 1937, veinticuatro quintacolumnistas de Madrid —entre los que se encontraban trece miembros de «España, una»—, fueron fusilados en Paterna (Valencia) tras ser condenados a muerte en un Tribunal Especial de Espionaje y Alta Traición. El mismo tribunal condenó a muerte en Barcelona a catorce miembros de la «Organización Golfín-Corujo», en julio de 1938. Los Tribunales Especiales de Guardia se mostraron igual de inflexibles cuando comenzaron a funcionar en Madrid en la primavera de 1938. Para mediados de septiembre, sus tres tribunales habían condenado a muerte a 38 de 442 acusados[12]. Aun así, no debe darse por sentado que los tribunales republicanos se ocupaban únicamente de infligir castigos ejemplares a los acusados por subversión interna a partir de 1937. También hicieron frente al legado del terror de 1936.