El puñal envenenado
EL PUÑAL ENVENENADO
Después de haberse despedido de su primo Enrique, Eduardo y su joven esposa Leonor partieron para Tierra Santa, apenas se los permitió el viento propicio. Aunque Leonor estaba resuelta a acompañar a su marido, la entristecía mucho la idea de abandonar a sus tres pequeños hijos, Juan, Leonor y Enrique, pero comprendía que debía elegir y creía haber optado por lo mejor.
Aunque aparentaba ser una mujer de gran mansedumbre, tenía una fortaleza de carácter poco común que Eduardo descubría cada vez más. Eduardo supuso, cuando ella le pidiera que le permitiese acompañarlo, que su presencia podría ser un estorbo para él, pero había resultado un consuelo. Leonor sabía esfumarse cuando hacía falta y aparecía siempre cuando él la necesitaba. Eduardo empezaba a agradecerle a Dios que le hubiera enviado a Leonor.
Llegaron a Acre, la gran ciudad comercial que, aunque estaba ya en decadencia, conservaba huellas de su grandeza de antaño. Era uno de los centros de la cristiandad en esa región; los sarracenos habían tratado a menudo de apoderarse de Acre, pero sin lograrlo; sabían que, antes de conseguirlo, tendrían que inmovilizar los puestos avanzados de la cristiandad en el Oriente.
Eduardo llegó con sus tropas a aquella bulliciosa ciudad con gran júbilo de sus habitantes, necesitados siempre de defensores.
Recorrieron a caballo sus calles… esas calles que hervían de mercaderes llegados de todas partes del mundo. En las ferias, sus mercancías se exhibían en los puestos, se congregaban allí hombres y mujeres de todas las nacionalidades y se oía un incesante regateo, y sólo muy de vez en cuando se percibía una furtiva alerta ante cualquier sonido que pudiera anunciar la llegada del enemigo.
Seguían allí aún en pie las grandes iglesias y los palacios, modelos de arquitectura latina. En las angostas calles, los peregrinos se mezclaban con los demás y, por lo general, se los podía distinguir por su aire fanático. Los Caballeros de San Juan —la orden de militares religiosos que desempeñara un gran papel en las cruzadas— se codeaban con la gente de la ciudad, disfrutando de aquella cómoda vida que podía terminar en cualquier momento. Los despiertos mercaderes observaban a esa multitud heterogénea y procuraban atraer a los transeúntes para que probaran sus mercancías.
Había llegado Eduardo, el heredero del trono de Inglaterra. La noticia se divulgó por toda la ciudad y aun llegó más lejos. Se parecía un poco a su gran tío abuelo, Ricardo Corazón de León, a quien recordarían todos mientras durara el conflicto de los cristianos con los sarracenos. Surgió un nuevo optimismo. Los que temían que nunca se iba a completar la recuperación de la Tierra Santa, sentían una renovada esperanza.
Eduardo habló con ellos, infundiéndole más aliento a su entusiasmo. Sabían que, gracias a él, la Guerra de los Barones había concluido con una victoria de los realistas. Les bastaba con mirarlo para saber que era un vencedor.
El sultán Bibars, quien planeaba la reconquista de Acre y se disponía a ponerle sitio a la ciudad, abandonó de pronto su proyecto, ya que había dificultades en Chipre, una isla de la mayor importancia estratégica para su causa. Por eso, tuvo que alejarse de Acre, y Eduardo pudo hacer incursiones en el territorio sarraceno y causar allí ciertos estragos.
Estos éxitos eran de menor cuantía y el calor se estaba volviendo intenso. Los ingleses no podían soportarlo y los atacaron la disentería y otras enfermedades. Las moscas y diversos insectos los acosaban y, lo que era peor, mucho de éstos eran venenosos. Había uvas en gran cantidad, los hombres las comían ávidamente y algunos morían por esa razón. Eduardo empezó a experimentar la misma sensación de fracaso que invadiera a muchos cruzados antes de él, que habían aprendido que la realidad era distinta de la apariencia. Todos aquellos sueños de lograr la victoria provocando la desbandada del ejército sarraceno y devolviéndole Jerusalén a la cristiandad, eran meras fantasías. Los hechos eran el calor, las enfermedades, las reyertas y un enemigo feroz tan valeroso y tan dispuesto a combatir por su fe como los cristianos.
Durante todo este período, Leonor daba ánimos a Eduardo. Y éste se sentía preocupado por ella, ya que estaba embarazada.
De Francia, llegaron emisarios. Los enviaba Carlos de Anjou, quien proponía una tregua.
—¡Me niego a aceptar eso! —gritó Eduardo.
Pero los ciudadanos de Acre no estaban de acuerdo con él en ese sentido. La tregua sugerida era por diez años y un plazo de diez años de comercio pacífico y la oportunidad de seguir así era algo muy seductor. La alternativa era la guerra, su ciudad destruida, los soldados saqueando, violando e incendiando.
—No. Que haya tregua —decían los ciudadanos de Acre.
Pero a Eduardo le parecía que así no valía la pena de haber venido, tan inútil había resultado toda esa campaña.
Se firmó la tregua.
Edmundo, el hermano de Eduardo, se sentía harto satisfecho de volver a Inglaterra. Pero Eduardo se quedó. Aunque lo inquietaba el estado de Leonor, le explicó que no podía marcharse.
Su esposa lo comprendió perfectamente. Eduardo había ido allí a fin de conquistar gloria para la cristiandad. Ahora, no podía volver, después de haber conseguido tan poco. Leonor lo había comprendido desde su llegada y, aunque el clima resultaba penoso dado su estado, por lo menos tenía la satisfacción de estar con su marido. Le recordó que Margarita de Francia se había quedado con Luis en circunstancias análogas, alumbrando a un niño en Tierra Santa.
Ella había elegido aquel camino y no lo lamentaba.
Poco después, Eduardo debía agradecerle a Dios el hecho de que ella estuviese a su lado porque, de no mediar esa circunstancia, hubieran terminado con su vida.
En el Oriente existía una secta misteriosa, que encabezaba un hombre a quien llamaban El Viejo de la Montaña. La leyenda afirmaba que los elegidos para ser asesinados por los satélites del Viejo eran llevados por ellos a un maravilloso jardín, cuya ubicación sólo conocían los miembros más selectos de la secta. Al cautivo lo drogaban intensamente y, al despertar, se encontraba en un hermoso jardín que era la materialización del paraíso. Allí, le proporcionaban todo lo que necesitaba un hombre. Vivía en un lujoso palacio y lo servían bellas muchachas ansiosas de complacer todos sus caprichos. Después de haber pasado varios meses en aquel idílico escenario, uno de los agentes del Viejo de la Montaña lo mandaba a buscar y le asignaba una tarea. Esa tarea era, por lo general, un asesinato. Después de haber hecho esto, aquel hombre se ganaba otra temporada en el paraíso, hasta que lo llamaban para confiarle otra misión. Si se negaba, desaparecía del mundo.
Así, la legendaria Sociedad del Viejo había formado una banda de asesinos.
Eduardo se sentía enfermo. Era el diecisiete de junio y cumplía los treintaitrés años. El calor era intenso y sólo vestía una ligera túnica. Su cabeza estaba descubierta.
Un emisario del emir de Jaffa le trajo cartas y pidió que le permitieran entregárselas a Eduardo, ya que le habían advertido que no debía dejarlas en otras manos.
El musulmán entró y tendió a Eduardo una carta. Hizo una profunda reverencia y estiró la mano como para sacar otra carta. En vez de hacerlo, sacó un puñal y lo dirigió hacia el corazón de Eduardo.
Instantáneamente, las sospechas de Eduardo habían sido suscitadas por los movimientos del emisario y, cuando este levantó la mano para asestar la puñalada, Eduardo desvió el puñal que no le acertó al corazón, salvándose así su vida, pero penetró en su brazo.
Eduardo era vigoroso. Un momento más y arrebató el puñal a su agresor y lo mató con él.
El musulmán se desplomó, mientras los servidores de Eduardo, al oír la pelea, irrumpían allí y encontraban a su señor cubierto de sangre y al emisario muerto en el suelo.
Uno de aquellos hombres asió un taburete y destrozó con él la cabeza del asesino.
—Eso es un desatino —dijo Eduardo—. Debiera daros vergüenza golpear a un muerto.
Después de pronunciar estas palabras, cayó desmayado sobre su lecho. Y no tardaron en descubrir que el puñal estaba envenenado y la vida de Eduardo corría peligro.
* * *
Eduardo agonizaba. No creían que pudiera vivir. La carne, alrededor de su herida, se estaba gangrenando.
—Si no logramos sacarle el veneno, se extenderá por todo su cuerpo —dijeron los médicos.
—Morirá —dijo Leonor.
—Eso me temo, mi señora —replicó uno de ellos.
Leonor exclamó:
—No puede ser. No lo permitiré.
Los médicos menearon la cabeza.
—Quizá, si pudiéramos cortar la carne… —dijeron, después de discutir el asunto.
Pero Leonor dijo:
—Antes lo intentaré yo.
Mandó en busca de una jofaina y, aplicando los labios a la herida, chupó el veneno, escupiéndolo luego a la jofaina.
Los médicos la miraron, con aire de duda. Entre sus nieblas de dolor, Eduardo vio a su esposa y se sintió reconfortado.
Ella alzó la cabeza y le sonrió. Ahora, la herida parecía más limpia.
Los médicos conferenciaron. Se hubiera dicho, realmente, que el veneno había sido extraído, pero habría que operar para extraer la carne gangrenada. Eso, significaría un terrible dolor, mas había esperanzas de éxito.
Leonor lloró amargamente, pensando en el dolor que sufriría su esposo.
—Es necesario —le dijeron y ella pensó que era mejor que llorase ella y no que tuviese que hacerlo toda Inglaterra.
La operación tuvo éxito y Eduardo se repuso. Leonor cuidó de él y Eduardo declaró que, si ella no hubiese estado a su lado y no hubiese sorbido el veneno con riesgo de su vida, no estaría vivo.
Ambos necesitaban consuelo y lo encontraron el uno en el otro, ya que les llegó la noticia de que había muerto su hijo Juan. Esto fue un duro golpe para Leonor, a quien desgarró el remordimiento por haberlo dejado en Inglaterra. Pero sabía que Eduardo la necesitaba y el hecho de que le hubiese salvado la vida —como ambos creían que había sucedido— indicaba que al optar entre su marido y sus hijos, había obrado sabiamente.
Poco después de haberse restablecido Eduardo, Leonor alumbró a una niña. La llamaron Juana y, dado el lugar donde había nacido, la conocieron desde entonces con el nombre de Juana de Acre.
* * *
Fue en noviembre. Eduardo lo adivinó apenas llegó el emisario. Lo temía desde hacía algún tiempo, ya que le habían hablado de la debilidad de su padre. Pero cuando llegó la noticia, se sintió desolado. Se querían muchísimo y el hecho de que su amado padre ya no existiera, le pareció a Eduardo la tragedia más grande de su vida.
Leonor se le acercó. Eduardo le tomó la mano y se la besó.
—Tenemos que volver a Inglaterra —dijo—. Me necesitan.
Ella lo miró con aire indagador y Eduardo le respondió:
—Ves, ante ti, al rey de Inglaterra.
Y ambos lloraron a Enrique.