El impuesto de la reina

EL IMPUESTO DE LA REINA

Llegaron buenas noticias de Roma. Inocencio IV era el nuevo Papa y a poco de su entronización en el Vaticano, había confirmado el nombramiento de Boniface de Saboya como arzobispo de Canterbury.

Enrique, con júbilo, le trajo la noticia a Leonor. Su esposa lo abrazó, cariñosamente. Aquello sí que era un triunfo. El cargo más importante del reino —salvo el del rey— había ido a parar a manos de su tío.

Boniface partió sin pérdida de tiempo a Inglaterra, donde fue acogido cordialmente por el rey y la reina. Pero no lo recibió con la misma alegría el pueblo, que se preguntaba cuántos extranjeros traería aún la reina al país en detrimento de los nativos.

En realidad, Leonor se estaba volviendo muy impopular. Eso la hacía desdichada, aunque fingía ignorarlo; pero, cuando salía a las calles, la miraban con aire sombrío y sólo vitoreaban al rey cuando no estaba con ella.

Leonor se negaba a dejarse asustar por esa aversión. Se decía que, si deseaba traer a sus amigos a Inglaterra, lo haría.

Los más excitados contra ella eran los habitantes de Londres. Tenían que pagar demasiados impuestos para mantener a los parientes y amigos de la reina y la culpaban de los despilfarros del rey.

Les inspiraban aversión sus modales altaneros y había algo que no podían perdonarle: lo que todos llamaban El Impuesto de la Reina. Su embelesado marido, que sólo pensaba en la manera de ganarse la aprobación de Leonor y de demostrarle su afecto, le había concedido un privilegio: que todas las naves que trajeran valiosos cargamentos de lana o maíz debían descargarlos en el muelle asignado a la reina. Era un delito descargarlos en otra parte y así la reina se aseguraba el cobro de pesados impuestos.

En las calles, se murmuraba mucho a causa del Impuesto de la Reina, como llamaban a esa exacción y se suscitaban muchas disputas por esa causa.

“Fue aciago para Inglaterra el día en que trajeron a nuestras orillas a esos extranjeros ladrones”, decía la gente.

La llegada de Boniface contribuyó mucho a agravar la situación y, aunque lo recibieron en Canterbury, no fue de muy buen grado. Boniface había llegado con una comitiva de compatriotas y, naturalmente, hubo que encontrarles cargos en Canterbury.

Tanto Enrique como Leonor no parecían advertir su creciente impopularidad, que se concentraba más que nada en la reina, dado el creciente número de extranjeros que traía al país. Boniface era un hombre arrogante y parecía creer que, como su sobrina era la reina de Inglaterra, ello le daba títulos para comportarse como si todo el país le perteneciera. Londres se había mantenido siempre alejada del resto del país. Era la capital y el centro comercial de Inglaterra y, por ello, estaba resuelta a hacerse oír en los asuntos del Estado. Era necesario conquistarla siempre si se quería contar con su apoyo para los asuntos del soberano. Fue Londres la que se negó a darle una corona a Matilde y se la brindó a Esteban. Los monarcas prudentes lo recordaban. Juan había distado de serlo y al parecer su hijo Enrique, arrastrado por la ofuscada devoción que le inspiraba su esposa, lo olvidaba también. Por lo menos, ni el rey ni la reina pensaron en recordar a Boniface que debía obrar cuidadosamente con los londinenses.

Poco después de haber asumido su cargo, Boniface visitó el priorato londinense de San Bartolomé, que formaba parte de la diócesis del obispo de Londres.

Aquella visita sólo debía haberse hecho en compañía del obispo o, al menos, por invitación suya y cuando el nuevo arzobispo —tan evidentemente extranjero— llegó al priorato, cundió allí cierta consternación.

Los monjes conferenciaron y llegaron a la conclusión de que, ya que Boniface detentaba el cargo de arzobispo de Canterbury —aunque no había sido elegido por ellos— debían mostrarse respetuosos con él y salieron del priorato, en solemne procesión, para rendirle homenaje.

El arzobispo les dijo, con aire algo altanero, que aquélla no era una visita de mera fórmula; quería ver cómo se gobernaba al priorato y si ello contaba con su aprobación. Esto ya era demasiado para los monjes y el viceprior se adelantó.

—Mi señor arzobispo —dijo—. Acabáis de llegar al país y no conocéis nuestras costumbres. Tenemos a nuestro venerado obispo de Londres que puede hacerlo… y sólo él.

Boniface se sintió furioso. Había notado las miradas sombrías que lo seguían en las calles. Sabía que su sobrina causaba resentimiento entre el pueblo. En un repentino acceso de ira, levantó la mano y abofeteó al viceprior con tal fuerza, que éste cayó sobre una columna y luego, resbaló al suelo.

Al ver esto, el arzobispo se le acercó a grandes pasos, le arrancó la capa pluvial y la pisoteó. Se disponía a golpear de nuevo al viceprior, quien se había levantado tambaleándose, cuando uno de los monjes gritó:

—Salvemos al viceprior.

Y todos ellos rodearon a Boniface.

Entonces, notaron que, debajo de su ropaje eclesiástico, Boniface tenía una armadura y había venido a todas luces pronto a librar una batalla. Además, gritó a sus acompañantes, quienes también se despojaron de su vestimenta exterior y mostraron que llevaban armaduras y espadas y estaban prontos a sostener una lucha:

—¡A ellos! ¡Mostrémosle a esos ingleses traidores lo que les sucede a los que se me oponen!

Entonces, los hombres armados de Boniface se abalanzaron sobre los indefensos monjes, los golpearon, les asestaron puntapiés, les arrancaron la ropa y los pisotearon.

Cuatro de los monjes huyeron y fueron a toda prisa al palacio del obispo. Este se sintió horrorizado al verlos y más aun cuando se enteró de lo sucedido.

—¡Ese arrogante extranjero! —exclamó—. Id inmediatamente a decírselo al rey. Mostradle vuestras heridas y vuestra ropa desgarrada. Sólo así podrá comprender el trato indigno a que habéis sido sometidos.

Mientras iban al palacio, algunos ciudadanos detuvieron a los monjes para saber por qué estaban en tan lamentables condiciones. Y los monjes les contaron cómo Boniface el arzobispo extranjero, había invadido el priorato y los había maltratado.

—¡Le mostraremos a ese extranjero lo que significa maltratar a nuestros monjes! —gritó un hombre—. ¡Atraparemos a ese Boniface! Ya no será tan descarado cuando hayamos concluido con él.

Luego, los monjes fueron al palacio. El rey estaba con la reina en el cuarto de los niños jugando con las criaturas cuando llegó un criado y dijo que varios monjes que habían sido maltratados por el arzobispo de Canterbury pedían una audiencia con el rey.

—¡Maltratados por mi tío! —gritó la reina—. ¿Qué desatino es ése?

—Es evidente que han sido maltratados, mi señora —fue la respuesta.

Enrique se volvió hacia el criado, pero Leonor le puso la mano sobre el brazo.

—No recibas a esos monjes —murmuró—. Ya sabes lo que significa eso. Están protestando contra el arzobispo que has elegido. ¿Acaso no han tratado ya de hacerlo antes?

Enrique la miró. Eso era cierto.

—Se trata de un ardid, no lo dudes. Diles que se vayan.

—Diles que se vayan —ordenó Enrique al criado—. No los recibiré.

El criado hizo una reverencia y se retiró.

Enrique parecía perturbado, pero su esposa le dijo:

—Ven y verás cómo arroja ese dado Eduardo. Estoy segura de que pronto será todo un jugador.

Y Enrique se alegró de olvidar a aquellos fastidiosos monjes.

Mientras tanto, el pueblo de Londres se estaba arremolinando en las calles. Ahí, había una oportunidad de mostrar que detestaba a los extranjeros. Los monjes habían sido maltratados. ¿Dejarían pasar aquello así como así?

—¿Dónde está ese bribón? —gritaban—. ¿Dónde está el que dice ser nuestro arzobispo y maltrata a nuestros monjes?

El arzobispo vivió un momento de terror cuando, desde la torre más alta del priorato, vio acercarse a la multitud.

Estaba armado y también lo estaban sus hombres, pero, aunque podían apalear a unos indefensos monjes, no lograrían oponerle mucha resistencia a una airada multitud dispuesta a la destrucción.

—Pronto… —gritó Boniface—. ¡Tenemos que marcharnos de aquí!

—El río, mi señor. Bajemos con la mayor rapidez posible por la escalinata secreta.

Aquel hombre tenía razón. Había varios botes amarrados al pie de la escalinata y en ellos cabían todos, de modo que el alarmado arzobispo, acompañado por sus servidores, logró huir río abajo.

En el palacio, bajó de la embarcación y fue inmediatamente a ver al rey y a la reina.

Leonor corrió a su encuentro, un poco alarmada.

—Todo va bien —dijo Boniface—. Los monjes de San Bartolomé se merecen una reprimenda. ¿Sabéis que me atacaron en el priorato?

—¡Eso es monstruoso! —gritó el rey.

—Les dije que no toleraría su insolencia y le di una lección al viceprior.

—Confiemos en que la haya aprendido.

—Creo que la aprenderá si lo tratas sin piedad. Estoy seguro de que él y sus hombres vendrán a quejarse de que han sido maltratados. Conozco tu sabiduría, sobrino. Despáchalos sin escucharlos mucho.

—Enrique sabrá tratar a esos bribones —dijo Leonor—. Ellos le han dicho que, a su entender, tienen el derecho de elegir al arzobispo, cuando todos saben que eso es una prerrogativa del rey.

—No hallarán misericordia ni piedad en mí —repuso con firmeza el rey.

Leonor rió y lo tomó del brazo.

* * *

Esos incidentes acentuaron la tormenta que se avecinaba, pero ni el rey ni la reina parecían notarlo. Cuando hacía falta dinero, parecía fácil imponer gabelas. Enrique complacía a los compatriotas de la reina porque eso gustaba a su esposa. Sus despilfarros personales aumentaban. La arquitectura le brindaba un singular placer y le gustaba proyectar nuevos edificios y transformar los viejos.

Una de sus residencias favoritas era Windsor. Allí, la campiña era especialmente bella, ya que el Támesis serpenteaba entre prados y arboledas. Hasta el nombre de aquella residencia se debía a esa circunstancia, ya que algunos decían que la palabra sajona “Windlesofra” significaba “río serpenteante”. Otros, afirmaban que la palabra provenía de “Wynd is Sore” (“El viento está enojado”), debido a que, dada la altura del terreno, el viento era muy intenso en invierno, mientras que otros insistían en que Windsor provenía de “Wind us Over” (“Pásanos al otro lado”), y se refería a la balsa con cuerdas y una pértiga que se usaba para trasladar a la gente a la orilla opuesta.

Cualquiera que fuese el origen de dicho nombre, Enrique amaba esa residencia. Acaso lo hubiese atraído al principio porque se decía que su ídolo, Eduardo el Confesor, había tenido su corte allí. También habían vivido allí Guillermo el Conquistador y, sin ser tan feliz, Juan, el padre de Enrique, que había residido en Windsor durante el infortunado período de su vida en que lo obligaran a firmar la Carta Magna.

Dada su pasión por las construcciones, Enrique había hecho cambios en el castillo. Había ampliado el Pabellón Inferior agregando una capilla que lo enorgullecía mucho. No se cansaba de decirle a la gente que tenía unos veintidós metros de largo y nueve de ancho y que su techo de madera había sido forrado y pintado para que pareciera de piedra y revestido de plomo.

Para él, Windsor sólo tenía menos importancia que la Torre de Londres y era mucho más agradable vivir allí que en la Torre.

Por eso, se marchaba a Windsor siempre que podía hacerlo y tanto a él como a Leonor les gustaba que los niños estuvieran allí, porque consideraban muy sano el paraje.

Cuando recorrían a caballo las calles de Windsor, notaron a una niñita que pedía limosna junto a la acera. Sus ropas eran meros harapos y sus cabellos lacios pendían en torno de la blanca carita.

La reina se volvió hacia Enrique, quien comprendió inmediatamente qué quería y le arrojó una moneda a la niña. La mirada de Leonor se tornó más tierna al ver que la criatura atrapaba en el aire la moneda y el júbilo iluminaba su semblante.

En el cuarto de los niños, mientras Leonor se deleitaba con sus sanos hijos, la cara de la pequeña mendiga reaparecía sin cesar en su imaginación.

—¿Qué pasa? —preguntó el rey—. Hoy estás triste.

—Recordaba a esa niña. No podía ser mucho mayor que nuestro Eduardo. Pensar que, a menudo, tiene hambre… Estaba tan sucia y vestida con harapos… Y debe de haber muchas como ella.

El rey asintió.

—Siempre ha habido mendigos —dijo.

—No me gusta que los niños tengan hambre —dijo la reina.

Y, de vez en cuando, recordaba a la pequeña mendiga, con cierta melancolía.

Entonces, el rey tuvo una idea que supuso le gustaría a Leonor. Y fue a verla, radiante de satisfacción.

—¿Sabes qué acabo de hacer, Leonor? —preguntó y, como ella no lo adivinaba, se lo dijo:

—He ordenado que reúnan a todos los niños pobres que haya en las calles de Windsor y las aldeas vecinas y los traigan al castillo. Allí, en la sala de recepción, les ofreceremos una fiesta que no olvidarán jamás.

—¡Enrique! —exclamó ella y, con las manos juntas, lo miró con intenso placer—. ¡Haces eso por mí! —agregó, con aire grave.

—¿Qué mejor motivo podría haber?

—¡Eres tan bueno, Enrique! Nunca soñé… Parece que hubiera pasado tanto tiempo… desde Provenza…

Él la rodeó con el brazo.

—Iremos allí, tú y yo, para ver el placer de esos niños —declaró—. Nos sentaremos ante la mesa alta y los miraremos y traeremos a nuestros hijos.

—Las niñas serán demasiado pequeñas aún para comprender qué sucede.

—A Eduardo, entonces.

Ella se quedó pensativa, imaginando aquella escena.

—El pueblo debe quererte, después de todo —exclamó—. Ha habido tanta maldad… Nos han criticado tanto.

—Yo no pensaba en complacer al pueblo, sino en complacerte a ti.

—Me alegra muchísimo todo eso. Pero… ¿les gustará a ellos?

—Por un día, quizás.

Se iniciaron los preparativos necesarios y la antigua sala de recepción vio algo que no había visto jamás cuando se congregaron allí los niños pobres de Windsor. Parecían fuera de lugar en medio de la grandeza de la casa real.

Pero Enrique y Leonor sintieron un intenso júbilo. Se pusieron sus coronas porque imaginaron que los niños esperarían verlos así, y, en realidad, el espectáculo más llamativo de la sala, para la mayoría de los pequeños, fueron las dos figuras resplandecientes que estaban junto a la mesa. Los ojos de los niños no se apartaron de ellos hasta que pusieron las cosas sabrosas que había para comer en las mesas montadas sobre caballetes.

A último momento, Leonor tuvo miedo de traer a Eduardo.

—Esas criaturas pueden tener alguna enfermedad que le cause daño —dijo.

No, el hijo de ambos estaba más a salvo con sus niñeras, aunque ella admitió que habría sido una buena experiencia para Eduardo ver la popularidad de un monarca.

La fiesta tuvo un gran éxito; y, cuando los niños concluyeron de comer, despejaron las mesas y hubo juegos.

A los padres de algunos de los niños les permitieron entrar al castillo y Enrique les anunció que pesarían a sus hijos y que su peso en plata sería repartido entre los pobres.

La gente lo vitoreó y gritó:

—¡Dios bendiga al rey!

Y, durante una semana, dondequiera se aventuraban a ir en Windsor el rey y la reina, eran acogidos con vociferantes expresiones de afecto.

—Lo que hiciste fue algo muy inteligente, a la par que una buena acción —dijo la reina.

* * *

Ricardo se sentía feliz en su matrimonio con Sancha. El vínculo entre las hermanas era sólido y por ello, él se encontraba más a menudo con Enrique y le brindaba su apoyo. Los barones lo advertían y, como lo consideraban su caudillo en su conflicto con el rey, esa situación les causaba cierta consternación.

A causa del primer matrimonio de Ricardo con Isabela, la hija de William Marshal, él había estado a menudo en compañía de los barones que estaban resueltos a sostener la Carta Magna; y, ahora, sus vínculos con ellos se estaban debilitando; a causa de Sancha y del constante contacto de la condesita con su hermana, Ricardo estaba dando un viraje definido hacia la corte.

Al propio tiempo, podía apreciar mejor la situación del país que Enrique y, en ocasiones, lo inquietaba la forma en que se desarrollaban las cosas.

A veces, temía que los barones se rebelaran contra su hermano como lo hicieran contra el rey Juan. Esto, había sido un precedente peligroso. Lo habían hecho y ello podía repetirse. Si ya una vez habían forzado a arrodillarse al rey, esto era algo que nunca sería olvidado.

Había muchas cosas que olvidar y, en ocasiones, le parecía que Enrique cerraba deliberadamente sus ojos ante ese recuerdo.

Ricardo sabía que reinaba mucha insatisfacción, sobre todo en la capital. Tenía distribuidos a sus hombres en las tabernas y podían informarle acerca de lo que se decía a lo largo del muelle.

La causa constante de quejas era la familia de la reina… los extranjeros. Y, naturalmente, la familia de la reina era la de Sancha.

A veces, hablaba del asunto con Sancha, preguntándose si su esposa no podía ser quien pusiera en guardia a la reina, para que ésta, a su vez, previniera al rey.

Sancha era más razonable que su hermana y, por ser de un carácter más dulce que Leonor, estaba dispuesta a escuchar… sobre todo a Ricardo.

—Resulta difícil decirle a Leonor lo que no quiere oír —le explicó a su marido.

—Lo sé perfectamente —le contestó Ricardo—. Me sorprende que eso suceda, siendo tan inteligente como es.

—Leonor siempre se ha creído capaz de todo y consigue la mayor parte de lo que se propone.

—Tenemos que vérnoslas con un país —dijo Ricardo—. El pueblo puede sublevarse de pronto contra sus gobernantes. Soporta muchas cosas y, luego, sucede algo que puede parecer trivial… y ésa es la chispa que causa el incendio.

—¿Estás muy preocupado, Ricardo?

—Vislumbro dificultades en el futuro. No inmediatamente, quizás… pero que ya se distinguen en el horizonte. Ese asunto de tu tío Boniface…

—¡Oh, eso ya pasó y está olvidado!

—¿Olvidado? Nunca lo olvidarán. Los londinenses lo almacenarán en su memoria y reaparecerá algún día. No ha sido olvidado, te lo aseguro y fue algo muy lamentable. Cuando se te presente la oportunidad, Sancha, trata de que tus tíos comprendan a los ingleses. No son siempre lo que parecen. Aceptan algo… y parecen mansos. Pero no te engañes. No se trata de mansedumbre. Es una suerte de apatía, una resistencia a despertar y hacer algo… y no dudes de que, a su debido tiempo, aparecerá el impulso de obrar… y, cuando se rebelen, los verás en su verdadera personalidad. Lucharán hasta conseguir lo que quieren.

—Haré lo que pueda.

Ricardo asintió.

—Una llaga en el corazón de los londinenses es el Impuesto de la Reina. Mientras persista, crecerá el descontento. He tratado de explicar a Leonor que al pueblo eso no le gusta, que cada vez que lo paga la maldice. La culpan más a ella que al rey. Enrique es inglés, ella es extranjera. Aprovecharé la primera ocasión que se me presente para hablarle de esa gabela, ya que es cada vez más peligrosa a medida que transcurre el tiempo.

—Veo que estás realmente inquieto —dijo Sancha.

Él asintió.

—Yo era demasiado joven para ver lo que sucedió con mi padre, pero, ciertamente, aquello fue algo con lo que me martillaron los oídos. Peter de Mauley y Roger d’Acastre me lo explicaban sin cesar cuando yo estaba en la corte. Creo que suponían, entonces que, algún día yo podía ser el rey. El camino que siguió mi padre no era el que debía seguir.

—No creerás que Enrique lo sigue también… ¿verdad?

—No en forma tan declarada. Enrique es un buen hombre… un hombre religioso, un marido fiel y un buen padre. Pero no siempre es prudente al gobernar y eso es lo que temo. Basta con asomarse a la atmósfera reinante en el país para percibir que el murmullo sobre la Carta Magna está en el aire.

—¿Qué harás, Ricardo?

—Todo lo que pueda para mantenerlo en el trono.

Sí, así era. Pocos años antes. Ricardo hubiera sido menos leal a su hermano. Habría hablado de esos asuntos con Clare, con Chester, con cualquiera de los amigos decididos a limitar el poder del rey. Ahora, era hombre del rey y su objetivo principal era mantenerlo en el trono.

Visitaba a menudo Windsor porque allí estaban los niños del rey y su propio hijo, Enrique. Hasta entonces, Sancha no le había dado vástagos, lo cual era de lamentar, pero, con tal de tener a Enrique, podía darse por satisfecho. Enrique era un niño excelente; despierto, inteligente y gallardo. Tenía ya unos diez años y era una alegría verlo. ¡Lo que le proporcionaba un hijo a un hombre! Y él, le debía Enrique a Isabela.

El pequeño Eduardo crecía sin cesar, aunque lo acosaban un par de dolencias menores que causaban a sus padres un frenesí de ansiedad. Las dos niñas eran agradables y el rey parecía predestinado a formar una bonita familia.

Si por lo menos hubiese sido más discreto en la bienvenida a los visitantes y no les hubiera prodigado regalos, que debían pagar sus súbditos… Aquello, era un desatino. Un desatino que podía ser una locura.

Ricardo encontró a Leonor trabajando en su tapiz con varias de sus camareras. Le pareció afectada y algo artificiosa.

“Dios mío…” pensó, “creo que está embarazada de nuevo”.

—Querido hermano…

La cordialidad de Leonor era sincera. Siempre le había tenido cariño a Ricardo, ya que, en cierto modo, le debía el estar allí; y, ahora que era el marido de su hermana, le resultaba doblemente caro.

—Querida señora —murmuró él y le besó la mano.

Frunció el ceño, dándole a entender que quería hablar con ella a solas y Leonor despidió inmediatamente a sus camareras.

—¿Cómo está mi hermana? —preguntó.

—Muy bien.

—Parece haber pasado tanto tiempo desde que nos vimos por última vez… Pero, en realidad, no fue así. Me hace tan feliz el hecho de que esté en Inglaterra…

—Ella se siente feliz aquí.

Ricardo se sentó sobre un escabel próximo a la reina.

—Hoy pareces especialmente contenta —dijo, mirándola con aire inquisitivo.

—¿Con que has adivinado…?

—¡De modo que es eso! Enrique está encantado, lo sé.

—Desborda alegría. Esta vez, será un varón.

—Lo cual, no le gustará mucho a Eduardo.

—Ha dicho que quisiera tener un hermano. Desdeña un poco a sus hermanas. Tu Enrique es ya un gran amigo de Eduardo.

—Mi Enrique es un buen diplomático.

—Oh, Eduardo tiene un temperamento muy afectuoso.

—Madame… Sé por Enrique que Dios os ha bendecido con un hijo ejemplar.

Leonor se echó a reír.

—Vamos, Ricardo —dijo—. Tienes una muy buena opinión sobre tu Enrique.

—¡Que afortunados somos al tener semejantes hijos! Ojalá pudiéramos seguir hablando de ellos durante todo el día, porque creo que nunca nos cansaríamos del tema. Pero he venido a decirte otra cosa.

—Dila, Ricardo.

—Es más fácil hablar contigo…

Unas palabras de lisonja no estaban de más y Leonor era muy susceptible a ello.

—Estoy preocupado —dijo Ricardo.

—¿Por qué? —preguntó ella, ásperamente.

—Hay mucha insatisfacción en el país…, sobre todo, en Londres.

—Los londinenses siempre causan dificultades.

—Son gente orgullosa.

—Creen que Londres es Inglaterra y que ninguna ciudad del país puede compararse con la suya.

—Ni es comparable, tanto por su comercio como por su riqueza y su importancia. Conviene recordar que la gente que murmura son los mercaderes… los hombres de negocios… tan importantes para la riqueza del país.

—Los judíos, quizás.

—Quizás.

—No tienen derecho a estar aquí. Deben pagar por ese privilegio.

—Si los perdiéramos, perderíamos mucho, además. Pero no he venido a hablarte de los judíos. Es ese asunto del Impuesto de la Reina lo que está causando ese descontento en Londres.

—¡Oh, lo sé! Los londinenses gruñen cada vez que lo pagan. Ese impuesto es un ingreso tradicional de la reina de Inglaterra.

—Con una diferencia —insistió Ricardo—: que tú has inducido a Enrique a disponer que todos los cargamentos valiosos sean desembarcados en ese muelle y que el monto de ese impuesto ha sido aumentado considerablemente.

—No es más de lo que me deben.

—Ellos no lo ven así. Se trata de uno de esos asuntos aparentemente triviales que pueden provocar dificultades.

—¿Quieres que le diga al pueblo que lo lamento, que nunca debí percibir ese impuesto?

—No. Pero yo te compraré el Impuesto de la Reina.

—¡Tú, Ricardo! Sería muy costoso.

—No soy pobre. Te hablo en serio. Creo que, si no se hace algo al respecto, pronto habrá motines.

—Los rebeldes serán castigados.

—Las cosas no se solucionan tan fácilmente, Leonor. La muchedumbre suele ser terrible. No es prudente irritarla, porque nunca se sabe cómo terminará esa agitación.

Leonor guardaba silencio. Ricardo tendría que pagar una elevada suma para comprar el Impuesto de la Reina. Podía hacerlo, porque ella sabía que era muy rico. Rara vez se le oía quejarse de que le faltaba dinero, algo de que se dolía sin cesar Enrique. Ricardo era diferente de su marido; carecía de su generosidad. El tío Boniface le había pedido dinero y él le había dicho que no se lo podía dar, pero que se lo prestaría, si lo deseaba.

En esa forma el tío Boniface no lo había aceptado.

Enrique le hubiera dado el dinero generosamente, para complacerla.

¡Renunciar al Impuesto de la Reina! Bueno, eso sería una piedra de toque. Había constantes quejas. Cuando ella cabalgaba por las calles, el pueblo murmuraba con ese motivo. Ella sabía que aquello le había disgustado mucho.

Lo vendería. Ricardo se quedaría con el Impuesto de la Reina. Entonces, vería que el veneno de aquellos codiciosos mercaderes se iba a derramar sobre él.

Cuando Ricardo compró el Impuesto de la Reina, se lo arrendó al alcalde de Londres por cincuenta libras anuales. El alcalde podía hacer con esa gabela lo que creyera conveniente. Y si a los mercaderes de Londres no les gustaba su manera de obrar, el conflicto quedaría pendiente entre ellos y su alcalde.

Él, Ricardo, había alejado a la familia real de aquel motivo de descontento.