Conspiración en la alcoba
CONSPIRACIÓN EN LA ALCOBA
Eduardo estaba en Francia, Beatriz se había marchado, prevalecía una sensación de frustración con motivo del advenimiento de Edmundo al trono de Sicilia, al cual tanto se oponía el pueblo inglés; y Enrique deseaba dar ánimos a la deprimida reina.
Se le ocurrió una idea y, sin decírselo a Leonor, porque si su proyecto fracasaba no quería que el desencanto le causara mayor tristeza aun, envió un emisario a Escocia, sugiriendo que el rey y la reina de los escoceses viajaran a Inglaterra.
Sabía que si ello era posible, Margarita consentiría inmediatamente; y tenía razón. Su emisario le trajo una carta de Margarita en que ésta le decía que ella y su esposo estaban haciendo los preparativos para partir.
Gozosamente, el rey fue a ver a Leonor.
—Noticias de Escocia —dijo, con aire negligente.
—¿Está bien Margarita? —replicó ella con presteza.
—Parece que está muy bien.
—¡Gracias a Dios!
—Y muy ansiosa de ver a su madre… y creo que también le proporciona cierto placer la compañía de su padre.
—¿Qué quieres decir, Enrique?
—Quiero decir, amor mío, que viene a vernos. En este momento, ya ha emprendido el viaje.
—¡Oh, Enrique!
—Sabía que eso te brindaría un placer. Por eso lo concerté.
—Y sin decirme nada.
—Porque temía que no fuera posible. No habría podido soportar tu desencanto.
—Enrique… ¡Eres tan bueno conmigo!
—No más de lo que te mereces, amor mío.
* * *
¡Volver a casa! Margarita cobró ánimos al pensarlo. Abandonar el ceñudo y viejo Edimburgo a cambio de su amado Windsor, Westminster o siquiera York. Tanto daba, con tal de que fuese Inglaterra. El sur era mejor porque estaba lejos de Escocia.
¡Volver a casa! Estar con sus queridos padres… Hablar de todo con su madre…
¡Hablar de todo! Oh… ¡Qué suerte que no hubiese hablado de aquello con nadie, porque, en ese caso, habrían hecho todo lo posible para evitar que se marchara…!
Había estado a punto de decírselo a Alejandro, pero quería estar segura. Quería evitarle un desencanto. Ahora, ya estaba segura, pero había estado a punto de revelarlo y, por suerte, no lo había hecho.
Se imaginaba a aquellos viejos y hoscos señores escoceses. “El niño debe nacer en Escocia. Dado su estado, la reina no debe viajar”. Les proporcionaría una satisfacción privarla de ese placer. Los conocía muy bien. Gracias a Dios, no se lo había dicho a nadie.
La visita en perspectiva les hizo menear la cabeza sombríamente. Habrían querido encerrarla y encerrar a Alejandro, como lo habían hecho el día en que ella llegara allí. Pero, entonces, les habían dado una lección. Sus queridos padres no habían permitido que la trataran como a una cautiva. Los escoceses lo sabían y les resultaba importante no ofender a los ingleses.
¡Qué alegría le brindó a Margarita dirigir a su caballo hacia el sur! Reía para sí cuando franquearon la frontera. Pronto, estaría en casa.
Atravesaron York, donde ella confiaba en que la estuviesen esperando sus padres. Los asuntos de Estado los habían retenido en el sur. Pero no importaba. Un poco más y estaría con ellos.
Cuando se acercaron a Windsor, Alejandro envió a unos heraldos para que anunciaran su llegada y así fue como el rey y la reina, con su séquito, salieron a su encuentro.
¡Qué alegría reinó cuando se encontraron! Leonor no se cansaba de examinar a su hija, para ver si no había enflaquecido, si era suficientemente feliz.
Margarita se echó a reír.
—¡Querida madre! —exclamó—. ¿Cómo podría yo no ser feliz si estamos juntos?
Cruzaron el bosque, camino del castillo. ¡Oh, aquel hermoso y noble castillo, tan amado por la familia porque el rey lo había provisto de muebles nuevos al casarse con la reina!
Y entraron a la cámara real.
—Nada ha cambiado dijo Margarita. ¡Está como siempre! Y… ¿cómo está tu prado, querido padre?
Corrió hacia la ventana y miró. Allí estaba aquel rectángulo herboso que él había diseñado y del cual se había enorgullecido tanto. Margarita se volvió y le echó los brazos al cuello.
—¡Oh, deja que todo siga siendo igual! —dijo.
Alejandro la miraba, un poco sorprendido. No le importaba. Los escoceses rara vez dejaban vislumbrar sus sentimientos y Alejandro sabía algo sobre las virtudes de los padres de Margarita y la infancia feliz que su esposa había pasado con ellos, de modo que nada de lo que le sucediera luego podía compararse con eso.
—¡Oh, es maravilloso estar en casa! —exclamó Margarita.
Enrique no podía ocultar su satisfacción, aunque adivinaba que debía de ser un poco desconcertante para Alejandro. Pero no se podía esperar que el joven rey le diera a Margarita la misma felicidad que encontrara entre sus incomparables padres.
Margarita ansiaba quedarse a solas con su madre para poder decirle su secreto. ¡Cómo se reirían, entonces! Pero, naturalmente, debía haber ciertas formalidades. Después de todo, ella era una reina y Escocia no carecía de importancia, aunque sólo fuese por las dificultades que podía causar en la frontera.
Se realizaron las fiestas usuales que tanto le gustaba a Enrique dar en honor de su familia y que el pueblo tanto detestaba porque tenía que pagarlas. Aquello apenas era un ejemplo más de los derroches en que incurría la familia real.
La gente ya gruñía.
—Nos regatean un poco de felicidad —dijo la reina.
* * *
—¡Qué maravilloso es estar juntas, querida madre! —exclamó Margarita.
—Me siento tan feliz de verte aquí, amor mío…
—Desde que me fui de Inglaterra, no pensé más que en la alegría de volveros a ver.
—¿Alejandro es bueno contigo?
—Sí, es bueno.
—Un buen marido.
—Supongo que lo considerarías así, pero, si lo comparo con mi querido padre… Bueno… Creo que nadie podría compararse con él… ¿verdad?
La reina admitió que así era.
—Ya ves lo que hacéis —dijo Margarita—. Nos hacéis quereros tanto que no nos queda lugar para nadie más.
Era propio del carácter de Leonor alegrarse mucho con la revelación que le hizo su hija, aunque le dijo que había orado para que hallara la mayor de las felicidades de su vida en su matrimonio.
—Las cosas serán muy distintas, querida, cuando tengas hijos.
—Querida madre, tengo algo que decirte.
Leonor tomó entre sus manos el rostro de su hija y la miró en los ojos. Margarita asintió, con los ojos rientes.
—Acabas de descubrir…
—Ya lo sabía antes. Tú eres la primera a quien se lo digo.
—¡Margarita! Alejandro…
—Lo sabrá todo a su debido tiempo.
—Pero… ¿a qué viene ese secreto?
—Tú no sabes cómo es esa gente de Escocia. No me habrían dejado viajar por nada del mundo si hubiesen sabido que estoy embarazada.
Leonor se echó a reír, pero no tardó en ponerse seria.
—Habrá que tener mucho cuidado. ¿Para cuándo lo esperas?
—Debe ser en febrero…
—Falta mucho tiempo aun. Ellos tendrían razón con respecto a tu viaje… ¿sabes? Tendremos que tratar de que emprendas el regreso a tiempo. Habrá que tener mucho cuidado.
—Yo cuidaré, querida madre, de que cuando llegue el momento de volver sea demasiado tarde para que viaje. Tú me ayudarás… ¿verdad? Ese es nuestro secreto… por ahora. No se lo digas a nadie… salvo a mi padre. Él puede saberlo. Que sea nuestro secreto. Luego, cuando ya sea demasiado tarde… lo diremos.
—¡Qué maquinaciones haces, querida!
—Si supieras los muchos deseos que tenía yo de estar contigo… No quiero que mi visita se interrumpa de pronto… La haré lo más larga posible. Por favor, ayúdame, querida madre.
Leonor abrazó a su hija y se echó a reír. Siguieron abrazadas hasta que Margarita se sintió casi histérica de risa.
Luego, Leonor dijo:
—Se lo diremos al rey. Eso, lo divertirá. Ha tenido últimamente tantos desengaños… Digámosle algo que lo haga reír.
Ambas fueron a la alcoba del rey. La reina indicó con un gesto a Enrique que quería hablar con él a solas y el rey despidió a todos los presentes. Cuando los tres se quedaron solos, Leonor preguntó a su hija:
—¿Se lo dices tú o se lo digo yo?
Ambas se echaron a reír y Enrique miró sucesivamente a la una y a la otra, con feliz desconcierto.
—Por favor, queridas mías… ¿Puedo reír con vosotras?
—Vamos, Margarita. Díselo.
—Madre, preteriría que lo dijeras tú.
—Margarita está embarazada. Es un secreto entre nosotros tres. Los escoceses no lo saben. Y ella no quiere que lo sepan. Temía que le impidieran viajar y Margarita no habría podido soportar eso. Lo conservará en secreto y sólo lo revelará cuando sea peligroso para ella emprender el viaje de regreso.
El rey sonrió. Luego, se echó a reír.
¡Qué feliz se sentía! Mientras tuviese a aquella amada familia suya, no lo podían perturbar seriamente los revoltosos de la frontera.
Todo iría bien. Mientras tanto, tenían aquel delicioso secreto… compartido por los tres.
* * *
¡Qué alegría era estar en Inglaterra! Margarita y Alejandro iban adondequiera iba la corte.
—¡Qué bien les hace esto a las relaciones entre nuestros países! —observó Margarita.
Alejandro admitió que así era y también dijo que no habría podido concebir una bienvenida mejor.
—Tendremos que pensar pronto en el regreso —dijo.
—No debemos volver tan pronto —dijo Margarita—. Ofendería a mi padre.
—Entonces, acaso podamos quedarnos un poco más.
Cuando la joven adivinó que él iba a abordar de nuevo el tema, le dijo que no se sentía muy bien y que su madre quería hacerla examinar por el médico de la familia real.
Después de esto, sus padres llamaron a Alejandro a la alcoba de Margarita y allí representaron la pequeña farsa que ya habían concertado. La reina dijo:
—Margarita está embarazada, Alejandro. Es uno de esos embarazos poco usuales. Acaba de revelarse. Al parecer, el niño nacerá en febrero y en vista de ello, los médicos opinan que sería imprudente hacerla viajar.
Alejandro se sintió desconcertado.
—Naturalmente, esto ha sido una gran sorpresa para ti —dijo el rey—. Pero una sorpresa agradable, no lo dudo. Los médicos nos han dicho que Margarita estará perfectamente si se la trata con el cuidado necesario. Me gustaría que la atendieran mis médicos. Su madre no quiere oír hablar de que emprenda el viaje.
Alejandro, perplejo aún, dijo:
—La costumbre exige que el heredero del trono nazca en Escocia.
—Naturalmente, naturalmente… Pero será preferible que nazca en Inglaterra a que no nazca del todo… y quizás con peligro para su madre, que es mi hija.
Alejandro tuvo que admitir que así era. Abrazó a Margarita y le dijo lo feliz que se sentía porque iban a tener un hijo. Pero todavía no estaba decidido a que se quedaran en Inglaterra.
Enrique le puso la mano sobre el hombro y le dijo:
—No te preocupes, hijo mío. Deja esto en manos de la reina y de las mías.
Alejandro comprendió, finalmente, que no podía hacer nada para evitarlo y, a su debido tiempo, volvió a Escocia, dejando a su esposa al cuidado de su madre.
* * *
Transcurrieron unos meses muy felices. En Windsor festejaron la Navidad. ¡Qué divertida fue, puesto que Leonor había dicho que aquella Navidad debía ser algo muy especial, ya que tenían con ellos a la reina de Escocia!
Ambas se pasaban el tiempo juntas y Leonor felicitaba sin cesar a Margarita por su hábil maniobra. Por cierto, había demostrado ser una digna hija de su madre.
Llegaron mensajes de Alejandro. En Edimburgo, expresaba, reinaban una intensa ira y un gran resentimiento. Hasta se insinuaba que la reina debía de estar enterada de su estado y que lo había ocultado deliberadamente.
Margarita mostró la carta a su madre y ambas rieron.
—No son tan estúpidos, pues —dijo Leonor—. Pero… ¿qué importa? Que piensen lo que quieran. Lo único que importa es que tu hijo nazca aquí y que yo esté cerca para asegurarme de que todo vaya bien.
—No podría haber para mí un consuelo mayor en el mundo —dijo Margarita.
Un día de febrero, en plena nevada, Margarita alumbró a su primogénito. Era una niña y la llamaron Margarita como su madre.
En el castillo, hubo gran satisfacción y regocijo.
—No podrás emprender el viaje de regreso hasta fines de la primavera o del verano —dijo Leonor—. Tu padre no lo permitiría.
Y Margarita se dispuso a aprovechar el tiempo lo mejor posible.