Ceremonia en Beaulieu
CEREMONIA EN BEAULIEU
Cuando Leonor esperaba el alumbramiento de su hijito, le llegaron malas noticias de Provenza. Su padre estaba muy enfermo.
Sancha fue inmediatamente a Windsor, donde estaba entonces su hermana. Ambas se abrazaron y Leonor la llevó a su aposento privado, donde podían hablar a sus anchas.
—Nuestra madre habló de lo mal que estaba mi padre cuando vino a tu boda —dijo Leonor.
—Sí, lo sé. Él quería venir… oh, tenía muchos deseos de venir, pero estaba demasiado débil.
—¿Crees que ya habrá muerto? —dijo Leonor.
—¿Por qué dices eso?
—Quizás nuestra madre nos haya querido prevenir. Eso, según ella, disminuiría el dolor que nos debía causar la noticia.
Se miraron, demudadas. Leonor no había visto a su progenitor desde hacía mucho tiempo, pero lo recordaba muy bien y tanto ella como Sancha podían evocar muy fácilmente los felices días de su infancia.
—Es tan difícil imaginar la vida sin él —dijo Leonor—. Nuestra madre se sentirá desolada. La traeré aquí.
Sancha callaba, pensando en lo que le había dicho Ricardo sobre el pueblo inglés y su actitud ante los parientes de la reina.
—Todavía queda Beatriz —dijo Sancha.
—Ahora nuestro padre no podrá encontrarle marido, Romeo ayudará.
—Pobre Beatriz… ¡Qué dolorosa situación para ella!
Mientras ambas hermanas conversaban, llegó otro emisario al castillo.
Había sucedido lo que temía Leonor. El conde había muerto.
* * *
Leonor se sintió algo irritada al enterarse de que su padre había legado todo a su única hija soltera, Beatriz.
—Olvidó que tenía cuatro hijas —observó, con cierta aspereza.
—Oh, no —replicó Sancha—. Margarita, tú y yo estamos casadas con maridos ricos. A Beatriz le falta aún encontrar esposo.
—Ahora no le faltarán proposiciones.
La cuestión de la herencia atenuó el duelo de Leonor y, cuando supo que, a diario, estaban llegando pretendientes a Provenza, sintió una cínica alegría.
Pero la condesa no consideraba a ninguno de ellos de mérito suficiente y Enrique fue un día a ver a Leonor para anunciarle, con gran excitación, que se había enterado de que Jaime, el rey de Aragón, había sitiado la ciudad de Aix y estaba decidido a no levantar el asedio mientras la condesa de Provenza no le diera a su hija Beatriz en matrimonio a su hijo Pedro.
¡Qué situación romántica! Era algo digno de uno de los poemas que ella solía escribir. Y Beatriz estaba en el centro del drama… todo porque era la menor de las hermanas y era soltera, seguía viviendo en su hogar y había recibido la herencia paterna.
Entonces, las hermanas recibieron una carta de Margarita. No debían preocuparse por Beatriz. Era cierto que el rey de Aragón había invadido la Provenza con la esperanza de conseguirla. Lo llamaban el Conquistador por sus victorias. Pero Luis había resuelto intervenir.
El caso era que el hermano de Luis, Carlos de Anjou, tenía grandes deseos de casarse con Beatriz y había confiado siempre en que eso sucedería. Por eso, Carlos iba ahora a la Provenza para expulsar a Jaime el Conquistador.
La situación era emocionante y Leonor y Sancha esperaban todos los días noticias sobre una batalla por Beatriz.
Mientras tanto, Leonor debió guardar cama. ¡Qué júbilo imperó cuando, esta vez, alumbró a un lindo varón!
Lo llamaron Edmundo y ese agregado al cuarto de los niños deleitó tanto al rey y a la reina que Leonor olvidó el resentimiento que le había causado su eliminación de la herencia paterna. Llegaron noticias sobre la victoriosa campaña realizada por Carlos de Anjou. Era de prever, casi, que el rey de Aragón —aunque se llamara a sí mismo el Conquistador— no lograría vencer a Carlos de Anjou, a quien apoyaba su poderoso hermano.
A su debido tiempo, se realizó en París la boda de Beatriz con Carlos. Ahora, había un nuevo conde de Provenza… el marido de Beatriz.
* * *
Una de las alegrías más grandes de la vida de Leonor era estar con sus hijos y, de todos ellos, amaba más, sin poderlo remediar, a su primogénito.
Siempre que podía, estaba con él; y Enrique compartía sus sentimientos. Desde luego, esto no le resultaba muy fácil. Debía atender a otros deberes, pero nunca trataba de inducirla a que lo acompañara porque sabía lo mucho que ansiaba Leonor estar con sus hijos.
Cuando ambos estaban juntos, hablaban sin cesar de Eduardo. Enrique quería dotarlo de tierras y castillos y hasta Leonor se reía de él y le decía que eso ya vendría luego, que el niño era demasiado pequeño aún.
Pero se prometió que Eduardo la acompañaría cuando ella consagrara una nueva iglesia en la abadía de Beaulieu.
—Más vale que se deje ver en público lo antes posible —dijo—. Y, dondequiera vaya, el pueblo lo amará.
Y, en efecto, cuando el chiquillo acompañaba a sus padres, el pueblo se mostraba más cordial con ellos y Enrique consideró que Leonor había tenido una excelente idea al llevar a Eduardo a la consagración.
El corazón de Leonor se llenó de orgullo cuando entró al cuarto de los niños y su hijo corrió a su encuentro y le rodeó las rodillas con los brazos.
—¡Querido! —preguntó—. ¿Es ésa la manera de saludar a una reina?
Luego, lo alzó en sus brazos y le cubrió de besos el rostro.
—¿Cómo está hoy mi Eduardo? —dijo.
—Estoy bien —respondió el niño.
La reina lo examinó atentamente. ¿No estaban acaso sus manos algo febriles, no le brillaban un poco los ojos? ¿O se debía eso a la excitación que le causaba ver a su madre?
Robert Burnell, el capellán y servidor confidencial del joven príncipe, estaba inquieto.
—El señor Eduardo ha estado sufriendo en estos días un ligero acceso de reumatismo, mi señora —anunció.
El terror invadió el corazón de Leonor, como le sucedía siempre que uno de sus hijos padecía alguna enfermedad.
—¿Cómo está, Robert? —preguntó—. ¿Estáis seguro de que no es algo grave?
—Mi señora, el príncipe sufre a menudo esos accesos.
A la reina no le agradó que su hijo los tuviera. La asustaban.
—Esta mañana, salí a caballo con Enrique —dijo el niño—. Mi caballo era más veloz que el de él.
“¡Oh, Dios mío!”, pensó la reina.
¿No lo estarían dejando cabalgar con demasiada velocidad? ¿Y si se caía? ¿No convendría, más bien, tenerlo en casa con semejante reumatismo?
Miró ansiosamente a Robert Burnell.
—El señor Eduardo competirá con cualquiera y hará todo lo posible por ganar —declaró el capellán.
—Y siempre gano, mi señora —dijo Eduardo, intrépidamente.
La reina le revolvió el cabello.
—Traigo un mensaje de tu padre —dijo—. Quiere saber si progresas en tus modales y tus lecciones. ¿Qué debo decirle?
—Que lo hago muy bien —repuso el niño.
—A veces —agregó Burnell.
Leonor habría querido que el capellán dejara al niño disfrutar de sus triunfos en paz, pero, naturalmente, sabía que tenía que contener sus bríos y no podía tener un preceptor mejor que Robert Burnell.
—Querido mío, voy a llevarte a la abadía de Beaulieu.
—¿Cuándo?
—Pronto. Presenciaremos la consagración de la iglesia.
—Será una consagración muy solemne, señor —dijo el capellán.
—Oh… ¿Tendré que estar solemne, entonces? —observó Eduardo, tosiendo ligeramente y los temores de Leonor reaparecieron.
—Es una tos leve —dijo Burnell—. Viene y se va.
—Debemos tratar de que se vaya y no venga —le replicó secamente la reina.
¿Se estarían preocupando suficientemente de él? ¿Comprendían lo preciosa que era la vida de aquel niño? Oh, acaso algunos dirían que Eduardo tenía un hermano y ya no era tan importante. Se equivocaban, se equivocaban… Nadie podía significar para ella tanto como su querido Eduardo… ni siquiera Enrique.
* * *
¡Qué orgullosa se sintió cuando cabalgaba junto a su hijo sobre su pequeño palafrén blanco! El primo de Eduardo, Enrique, que le llevaba cuatro años, cabalgaba del otro lado… Era un niño gallardo, pero, para ella, insignificante, si se lo comparaba con la belleza rubia de su hijo.
Eduardo tosía un poco mientras viajaban y ella se sintió cada vez más inquieta a medida que se acercaban a Beaulieu; estaba casi irritada contra su primo Enrique, por el hecho de que su salud fuese, a todas luces, tan buena.
La abadía había sido fundada por el padre de su marido, el rey Juan. Era uno de los actos más dignos de aplauso que había hecho de vez en cuando, movido por el deseo de apaciguar al cielo más bien que por sus propias propensiones virtuosas, decía su marido. Enclavado en medio de una arboleda de hayas, ofrecía un bello espectáculo y los monjes cistercienses se sentirían muy satisfechos ante aquel signo de protección real, al consagrar la reina y su futuro rey su flamante iglesia.
El tañido de las campanas y los monjes de ropajes oscuros fascinaron evidentemente a Eduardo, pero como su tos persistía, su madre se interesó cada vez menos por lo que sucedía a su alrededor.
Los monjes entraron a la iglesia cantando cuando ellos llegaban. La reina, con su hijo a su lado y Enrique y los caballeros de Eduardo sentados atrás, —y, entre ellos, Robert Burnell— presenciaron la ceremonia de la consagración.
Cuando esta concluyó, la reina tomó la mano de su hijo y, con gran consternación, descubrió que ardía. Se volvió hacia Burnell y dijo:
—El señor Eduardo tiene fiebre.
—Es el reumatismo, mi señora —dijo el capellán—. Convendría volver al castillo sin tardanza.
—Eso, sería demasiado peligroso —repuso la reina—. Eduardo no debe salir. Se quedará aquí y los médicos vendrán a verlo. Por favor, mandad a buscarlos de inmediato.
—Mi señora, el príncipe no se puede quedar aquí. Esta es una orden muy rigurosa.
—¡No me importa ese rigor! —replicó la reina—. Mi hijo no debe correr riesgos, cualquiera que sea la orden.
—Eso ofenderá mucho al abad.
—Entonces, ofendámoslo. Mandad en busca de los médicos sin demora. Luego, enviadle un mensaje al rey.
Robert Burnell sabía que sería imprudente no obedecer a la reina cuando se hallaba en ese estado de ánimo. Era inútil recordarle que el niño sufría a menudo esas fiebres y que, sin duda, se trataba de una debilidad infantil que desaparecería cuando creciera.
Los monjes, quienes habían oído hablar de lo que sucedía, fueron a ver inmediatamente al abad para decírselo. El abad salió en el acto.
—Señora —dijo—, tengo entendido que queréis atender aquí al señor Eduardo. Los monjes cuidarán de él.
—He mandado a buscar a los médicos del rey.
El abad inclinó la cabeza.
—Mi señora, vos podéis dejarlo sin temor a nuestro cuidado.
—¡Dejar a mi hijo! ¡Oh, no, mi señor abad! Cuando mi hijo está enfermo, soy yo quien lo cuida.
—Mi señora, las mujeres no pueden quedarse en esta abadía. La orden es muy rigurosa.
—Entonces, cambiaremos la orden —declaró Leonor, con tono imperioso—. Yo no soy solamente una mujer, mi señor abad. Soy, también, la reina de todos ustedes. Obraréis con prudencia si os mostráis más hospitalario. Conducidme a una cama donde pueda acomodar a sus anchas a mi hijo. Y permitidme que os diga esto: yo me quedaré aquí hasta que mi hijo esté en condiciones de viajar. Yo cuidaré de él, de modo que más vale que mi señor abad y sus monjes se acostumbren a tener a una mujer en su abadía.
El abad estaba perplejo. No podía permitir a la reina que se quedara. Era algo sin precedentes. Se podía cuidar del niño, sí, desde luego, pero la reina debía marcharse.
Trató de explicárselo, pero el temor que le inspiraba el estado de su hijo causó a Leonor una ira que no podía dominar. ¿Cómo se atrevía aquel estúpido abad a divagar sobre sus leyes cistercienses cuando el heredero del trono estaba enfermo y se podía morir?
—No quiero escuchar más —gritó la reina—. Recordad que esta abadía le debe su existencia al favor de los reyes. El padre de mi marido fue quien la fundó. La reina puede destruirla con la misma facilidad… sí, y lo haré si le sucede algo a mi hijo por negligencia vuestra. Quiero que el señor Eduardo tenga todas las comodidades y, entre ellas, figura la atención personal de su madre.
El abad comprendió que estaba vencido. Todos ellos lo pasarían muy mal si la reina se llevaba al niño y éste moría. Todos dirían que se debía a la conducta del abad. De modo que era prudente hacer caso omiso de las reglas y permitir que la reina se quedara con su hijo.
Llegaron los médicos y pasaron largo tiempo con Eduardo. La reina insistió en que quería saber la verdad y ellos le aseguraron que se la habían dicho. El niño tenía una ligera fiebre… nada que no pudiera sanar un buen cuidado. La reina no tenía por qué inquietarse.
Pero Leonor no estaba dispuesta a correr riesgos. Se quedó junto a la cabecera de su hijo durante varios días con sus noches y durmió poco hasta que se le pasó la fiebre.
Entonces, agradeció al cielo su restablecimiento en el altar de la iglesia que acababa de consagrar y volvió con gran júbilo al castillo, aunque insistió en que llevaran a su hijo durante parte del viaje en una litera. Eduardo protestó ruidosamente ante la idea. Podía montar a caballo, gritó. Era el mejor jinete de todos los muchachos. La gente se reiría al ver que lo llevaban.
“Está bien,” dijo la reina. Él podía montar a caballo durante algún tiempo, pero, si ella le notaba la menor señal de fatiga, lo haría llevar en una litera.
Se sentía tan feliz de tenerlo a su lado, con los colores de la salud que habían vuelto a sonrojar sus mejillas, con su cabello rubio brillando al sol, mientras Eduardo charlaba sobre sus nuevos caballos y halcones…
* * *
Los efectos del débil gobierno de Enrique se estaban sintiendo en todo el país. Siempre había sucedido lo mismo. En los tiempos del Conquistador, Inglaterra era un país seguro para los viajeros porque el Conquistador castigaba severamente a todo hombre o mujer a quien se sorprendía robando. Nadie creía que robar una bolsa con oro le compensaría la pérdida de las orejas, de la nariz o de los ojos… o de un pie o una mano. El castigo de aquel monarca acaso fuese duro, pero era eficaz. Estaba resuelto a que Inglaterra fuera un país seguro para los viajeros y lo consiguió.
Durante el reinado de Guillermo el Rojo, la ley y el orden desaparecieron, pero fueron restaurados por Enrique I. Esteban, un rey débil, permitió que volviera el estado de cosas anterior y aparecieron los nobles salteadores. Asaltaban a los viajeros, los llevaban a sus residencias y los tenían cautivos allí, esperando el rescate; los despojaban de todo lo que tenían, los torturaban para divertirse y divertir a sus invitados y reinaban la delincuencia y el desorden. Enrique II se parecía a Enrique I y al Conquistador. Quería tener un país próspero, que sólo podía florecer dentro de la ley. El desastroso gobierno del rey Juan se había hecho sentir en todas partes, pero, bajo la sabia dirección de William Marshal y de Hubert de Burgh, la ley se había impuesto una vez más. Ahora, el estado de cosas se estaba deteriorando de nuevo y se empezaban a vislumbrar signos de desorganización en todo el país.
Inglaterra necesitaba un rey fuerte, apoyado por hombres fuertes; y desde la boda de Enrique, éste sólo pensaba, al parecer, en traer al país a los amigos y parientes de su esposa y en prodigarle favores de toda índole.
Los caminos se estaban volviendo tan inseguros que, cuando el propio rey y la reina viajaban en cierta ocasión por Hampshire con una pequeña escolta, fueron atacados por una banda de salteadores, quienes les robaron gran parte de su equipaje y sus vidas corrieron peligro. Los salvó la circunstancia de que los bandidos descubrieron su identidad y temieron las consecuencias si mataban al rey o a la reina.
Un ejemplo de la forma como se estaba debilitando la autoridad de la ley lo brindó un hombre que, cuando fue citado para que compareciera ante la justicia real, obligó al alguacil del rey a tragarse el decreto que le traía.
Reinaba una creciente inquietud y era evidente que muchos de los barones se reunían para discutir ese estado de cosas y que estaban tomando posición contra el rey y contra los que llamaban sus extranjeros. El conflicto podía haber estallado antes, pero ello no sucedió gracias a la boda de Ricardo de Cornwall con la hermana de la reina, porque, a partir de ese momento, su esposa le había hecho compartir hábilmente su modo de pensar, que, desde luego, consistía en apoyar a la reina y a sus parientes.
Pero, con o sin el apoyo de Ricardo, los barones empezaban a pensar que debían hacer algo.
La población de Londres era la más vociferante y la más rebelde. Alentaba un resentimiento personal contra la reina, ya que recordaba el impuesto que llevara su nombre y, cuando la real pareja necesitaba dinero —lo cual sucedía virtualmente siempre— apelaba a la rica ciudad de Londres para que se lo proporcionara.
Enrique y Leonor comenzaron a tener miedo de ir a Westminster, ya que allí sentían su impopularidad más que en cualquier otra parte.
De Francia llegó la noticia de que había muerto la madre de Enrique, Isabela de Angulema. Su agitada vida había concluido en el convento de Fontevrault y fue un alivio para todos.
Enrique olvidó las dificultades existentes en su propio reino cuando estalló una rebelión en el país de Gales. No había dinero para llevar a cabo una campaña allí y Enrique procuró obtenerlo de los londinenses. Ricardo le advirtió que al pueblo de Londres se le estaba acabando la paciencia y le proporcionó —personalmente— los recursos necesarios para la campaña, empeñando sus propias joyas.
La campaña resultó infructuosa y después de la destrucción de las cosechas de Gales, lo cual implicaba el hambre para los galeses y distó de aumentar su amistad con los ingleses, Enrique abandonó aquel territorio sin haber ganado nada y dejando la situación en peores condiciones que antes.
“El rey es como su padre” era la queja que resonaba sordamente en todo el país. El hecho de que fuera un buen padre, un amante esposo y un hombre religioso, no significaba que fuese un buen rey y todos los hombres sensatos del país sabían que lo que más necesitaba Inglaterra era un gobernante prudente.
En medio de todas esas dificultades, Leonor alumbró a otro hijo. Lo llamaron Ricardo, en homenaje a su tío el conde de Cornwall y a su tío abuelo Ricardo Corazón de León. Pero el niño nació enfermizo y murió a los pocos meses.
Leonor se sintió muy triste y Enrique se dedicó a consolarla. Se pasaban la mayor parte del tiempo en el cuarto de los niños. Tenían cuatro hijos sanos, dos varones y dos mujeres, le decía sin cesar Enrique a su esposa; pero resultaba difícil consolar a Leonor después de la pérdida de su criatura. Cuidaba a Eduardo más empeñosamente aun y cualquier enfermedad que notaba en él le provocaba un frenesí de inquietud.
Al año de su pánico en Beaulieu, la fiebre volvió a atacar a Eduardo y, esta vez, corrió realmente peligro. El temor enloqueció a Leonor y al rey. Se quedaban sentados junto a la cabecera del niño noche y día, sin comer ni dormir, y se pasaban horas enteras arrodillados, rogándole a Dios que les salvara a aquel niño, deleite de sus vidas.
En todos los monasterios e iglesias del país, oraron para que el joven príncipe recobrase la salud. El rey y la reina hicieron promesas al cielo. ¿Qué monasterios había que construir, qué iglesias había que consagrar? A Dios le bastaría con mencionar el precio.
Y al parecer Dios respondió a sus plegarias, ya que una noche la fiebre desapareció y los médicos declararon que Eduardo viviría.
Además, a las pocas semanas, Eduardo volvió a ser el mismo niño vivaz y enérgico, como si fuera un ser sobrehumano capaz de vencer una fiebre como lo hacían los demás con un resfriado cualquiera.
Durante un mes, todas las mañanas, la reina iba a la alcoba de su hijo apenas se despertaba, para cerciorarse de que su amado Eduardo estaba aún allí.
Eduardo, enérgico por temperamento y algo altanero en su adolescencia, había llegado desde luego a la conclusión de que era una persona muy importante.
Era inteligente, así como capaz de descollar en el deporte. Hablaba con fluidez el francés y el latín y dominaba el inglés. No se sabe por qué, tartamudeaba un poco, pero a la reina hasta eso le parecía delicioso. Al niño le gustaba la vida al aire libre… mucho más que aprender asignaturas, aunque sus preceptores decían que, si se aplicaba al estudio, podía llegar a ser todo un erudito. Pero Eduardo prefería las justas caballerescas, montar a caballo con sus camaradas, destacarse en los juegos de pelota y en su adiestramiento para ser un caballero. Se lo podía distinguir siempre entre sus compañeros porque era mucho más alto que ellos y su cabello rubio claro era fácil de reconocer. Sus padres lo llamaban afectuosamente Eduardo Piernas Largas y los maravillaba su aire de salud, después del terror experimentado ante aquella fiebre de la niñez que había sido el espantajo de sus vidas. Cuando transcurrió todo un año sin que la fiebre reapareciera, se sintieron gozosos. Robert Burnell tenía razón. Era una dolencia infantil y Eduardo la superaría.
* * *
La madre de la reina, la condesa viuda de Provenza, visitó nuevamente Inglaterra.
Sancha y Leonor experimentaron una gran alegría al ver nuevamente a su madre y al enterarse por ella del revuelo causado por el casamiento de Beatriz. Rieron al pensar en la forma inteligente en que se había desarrollado todo. Beatriz se había casado con el hermano del marido de Margarita y Sancha con el hermano del de Leonor.
Una familia tan estrechamente unida sólo podía alegrarse ante semejante combinación.
Leonor quiso que su madre fuese agasajada tan suntuosamente como cuando viniera para la boda de Sancha y la condesa parecía considerar que todo lo que se hacía por ella era simplemente un deber. Y, desde luego, Enrique tenía que complacer a Leonor, que ahora se había ganado la cooperación de Sancha y ésta hacía todo lo posible para convencer a Ricardo de que la corona inglesa era responsable de su familia.
Leonor había venido a Inglaterra, le había proporcionado al rey una gran felicidad, le había dado al pueblo un heredero del trono que, por impopulares que fueran sus progenitores, era vitoreado adondequiera iba. Por eso, la Casa de Provenza debía verse recompensada.
Había otro compromiso que atender. Al morir Isabela de Angulema, sus hijos decidieron visitar a su hermanastro. Les había llegado la noticia de que la familia de la reina prosperaba en Inglaterra y no veían motivo para que algunos de esos beneficios no fuesen a parar a manos de su familia… Después de todo, su madre era también la madre del rey.
Al año de la muerte de Isabela, llegaron los hermanastros de Enrique, Guy de Lusignan, William de Valence que había adoptado ese nombre al morir el tío de Leonor, y Aymer de Valence. No sólo vinieron ellos, sino que trajeron a su hermana Alicia. Esta necesitaba un marido rico, y los jóvenes, esposas que les aportaran tierras.
Enrique se sintió muy complacido al descubrir a su familia y les dio la bienvenida cordialmente. Sin embargo, ellos no sólo aumentaron su carga económica, sino que después trajeron a sus amigos y servidores, todos ellos ávidos de llevarse lo que pudieran de los aparentemente inagotables cofres del rey.
Desesperado, Enrique le encontró un marido a Alicia, el conde de Warenne, quien era rico y al cual no le disgustaba en modo alguno aliarse a la familia real. El gran haber de los Lusignan era la circunstancia de ser los hermanastros del rey.
Enrique le concertó inmediatamente después a William una boda con Joan de Munchensi, única hija sobreviviente de un rico barón; la madre de la joven había sido la quinta hija del primer William Marshal y le había aportado a su esposo su parte de la herencia de los muy ricos Marshal. Enrique prometió que habría oportunidades igualmente adecuadas para los demás y como Aymer era sacerdote, sus beneficios podían provenir de la Iglesia.
Todo esto, tan ventajoso para los que lo recibían, era mirado hoscamente por los nativos ingleses, quienes veían cómo las riquezas del país eran derrochadas con extranjeros.
Las dificultades de Inglaterra se multiplicaban. Los asaltos y la violencia habían recrudecido más aun en las carreteras. Simon de Montfort, quien se había encargado a pedido del rey del gobierno de Gascuña, una de las pocas posesiones inglesas que quedaban en Francia, pedía sin cesar fondos para pagar a sus soldados y mantener allí la paz. Se hacía caso omiso siempre de sus pedidos. Los ingleses comenzaron a comprender que, si continuaba ese estado de cosas, la Gascuña se agregaría a la lista de sus posesiones perdidas.
Pero a Enrique sólo parecía preocuparlo la idea de seguir siendo el mago protector de los amigos y parientes de su esposa y de sus propios hermanastros y los amigos de sus hermanastros.
Todos ellos pedían dinero sin cesar y Enrique no sabía dónde obtenerlo. Sólo se le ocurría pensar en los judíos y entonces empezó una persecución a los miembros de esa infortunada comunidad que, hasta entonces, no tenía precedentes en Inglaterra.
Era la gente más fácil de multar, ya que no trataban de formar multitudes y de hacer marchas contra el rey como tenían tendencia a hacerlo los mercaderes de Londres. Sabían que eran extranjeros allí y que su difícil situación contaba con pocas simpatías. Además, seguían prosperando, a pesar de verse sometidos a gabelas tan injustas. El más rico de los judíos, un tal Aarón, pagó tres mil marcos de plata y doscientos marcos de oro en unos pocos años. El pueblo se volvía cada vez más contra el rey. Y debido a su aspecto insólito, con aquel párpado caído sobre el ojo, lo reconocían dondequiera iba y los londinenses lo apodaban “El lince cuyos ojos penetran en todas las cosas”.
Sólo los barones sabían hasta qué punto se estaba haciendo impopular el rey… y, más aun, la reina. Y le pedían tiempo al tiempo.
Enrique al verse en una situación desesperada, buscó medios de conseguir dinero, además de los impuestos, y se le ocurrió el hábito especialmente desagradable de pedir regalos a todos los que le solicitaban audiencia, y esto resultaba más deplorable aun en los casos en que los regalos no eran suficientemente costosos, ya que entonces pedía que los cambiaran.
Era un acto mayor de caridad el darle dinero y bienes a su rey, le decía Enrique al pueblo, que dárselo a los mendigos que esperaban en las puertas de las iglesias con las copas que les servían de alcancías para las limosnas.
Durante ese período, Leonor volvió a quedar grávida y alumbró a otro hijo, a quien llamaron Juan… nombre que resultó infortunado y lo probó el hecho de que el pequeño Juan no tardó en seguir a la tumba a su hermano Ricardo.
¡Dos varones y ambos habían muerto! La reina se sintió muy deprimida y necesitaba costosos regalos para mejorar su estado de ánimo. Esto se debía lograr por cualquier medio y, como amaba en forma desmedida los vestidos suntuosos y las joyas de alto valor, se los conseguían.
Ricardo reconvenía por todo esto a su hermano, pero no con la firmeza de antes. Hasta cierto punto, influía sobre él su esposa, a quien, a su vez, persuadía la reina acerca de lo que convenía hacer. Leonor y Sancha se hallaban juntas sin cesar y, como su madre estaba también en la corte con muchos de sus amigos, había allí todo un cenáculo provenzal, encabezado por la reina.
Los barones estaban alerta. Les llegaría la hora de obrar como durante el reinado anterior y, cuando llegara, estarían prontos.
Finalmente, Ricardo logró convencer a su hermano de que sus despilfarros con los extranjeros se estaban convirtiendo en una fuente de quejas de muchos de los principales barones y que debía limitar sus gastos. Enrique decidió rebajar los salarios de los criados reales y no comer en sus castillos y palacios, sino en las casas de sus amigos. Viajaba de castillo en castillo con la reina y a menudo con Eduardo y muchos de sus amigos extranjeros y esperaba allí ser agasajado en forma digna de un rey a expensas de los demás.
La tentativa de economía del rey fue considerada una broma por los que no estaban obligados a sentir su impacto. Lo que resultaba más evidente era que, cada día, el rey y la reina tenían más enemigos.
—El día en que mi padre dejó que los barones lo obligaran a firmar la Carta Magna, fue aciago para la casa real —dijo Enrique.
¡La Carta Magna! Se hablaba de ella sin cesar. El pueblo, en las calles de Londres, la comentaba sin saber exactamente qué establecía ese documento. Lo único que sabía, era que la Carta protegía la libertad del pueblo y limitaba el poder del rey.
En los aposentos reales, cundió una gran excitación cuando llegó la noticia de que había estallado un incendio en el palacio del Papa, destruyendo el contenido de una de las habitaciones, ya que allí estaba el original de la Carta Magna.
—Gracias a Dios, ese infame documento ha sido destruido —dijo Leonor—. Hemos terminado con él.
Inmediatamente, el rey impuso una gabela a los londinenses por haber albergado, según dijo, a un hombre a quien él desterrara.
Ricardo volvió precipitadamente a Westminster.
—Hay que detener esto —dijo—. El pueblo está citando la Carta Magna.
—Pero la Carta Magna ha sido quemada —gritó Leonor—. Ya no existe. Veo en eso la mano de Dios.
—Te equivocas —dijo Ricardo—. Ha sido destruido el documento original. Pero hay copias y están a salvo en Inglaterra. Cuando el rey ha firmado la renuncia a sus derechos, es improbable que se recuperen algún día. El hecho del incendio no ha influido sobre ella. La Carta subsiste.
—Es hora de que den una lección al pueblo —dijo Leonor.
Ricardo frunció el ceño. En otros tiempos, habría apoyado firmemente a los barones. Con repentino horror, comprendió que acaso llegara un momento en que le sería necesario tomar partido.
—Enrique —le suplicó—, te ruego que se lo expliques a la reina. Esto es imprudente… poco sano… y peligroso para todos nosotros.
Leonor escuchaba y se encogió de hombros. El pueblo inglés, declaró, era tan ingrato… Tenían un rey que podía ser muy bondadoso si se portaban de otro modo… Tenían a una reina que les había dado el mejor grupo de niños que se había visto.
—Los alegrará Eduardo —dijo Leonor—. Crece día a día. Es más alto que todos sus camaradas, él, nuestro querido Piernas Largas. ¿Sabéis una cosa? Burnell me recuerda a cada momento que él me dijo que Eduardo superaría todas sus enfermedades de la infancia. Pero le tengo afecto por eso. Es un buen hombre. Ama a Eduardo como si fuera su propio hijo.
Ricardo dijo:
—Os ruego que obréis con cuidado para que Eduardo tenga un reino que gobernar cuando le llegue la hora… que confío en que demore muchos años.
—Hoy tu estado de ánimo es muy serio, hermano —observó Leonor.
—Alguno de nosotros debe mostrarse serio en alguna ocasión —dijo Ricardo.
Y empezó a preguntarse si podría seguir siempre junto al rey.