El rey y Simon de Montfort

EL REY Y SIMON DE MONTFORT

Simon de Montfort había vuelto a Inglaterra.

Estaba cansado y desilusionado. Le había estado pidiendo ayuda sin cesar a Enrique para gobernar, pero el rey parecía creer que, para ello, no necesitaba fondos. Él mismo necesitaba constantemente dinero para gobernar su reino; y el hecho de que Simon de Montfort se lo pidiera para la Gascuña, le parecía un agravio.

Era propio del carácter de Enrique el que, cuando se había portado mal con alguien, no pudiera volver a cobrarle simpatía. Tenía una conciencia que se lo reprochaba y, aunque procuraba aparentar que esa conciencia no existía, ésta lo seguía desasosegando. No quería reconocer la verdadera causa de su queja que era, en realidad, que se había comportado injustamente y esto hacía que se sintiera inquieto, ya que siempre procuraba hallar alguna falla en sus actos, a fin de tener otra razón para persistir en su antipatía a esa persona.

Por eso, comenzó a criticar la actuación de Simon como gobernador en la Gascuña y, aunque Ricardo le hizo notar que nadie podía gobernar en ninguna parte sin los fondos necesarios, el rey seguía considerando culpable a Simon.

Finalmente, a Simon aquella situación le resultó imposible. Los gascones eran hombres rebeldes y él no tenía ningún medio de dominarlos. Descorazonado, comprendiendo que no podría seguir adelante en sus funciones si no obtenía apoyo de Inglaterra, había vuelto al país para defender personalmente su causa ante el rey.

Halló a Enrique muy deprimido. El rey acababa de despedirse de su joven hija y sabía que la reina estaba apesadumbrada. Leonor pensaba que, antes de ir a Escocia, Margarita debía haber esperado hasta que tuviera la edad necesaria para que se consumara el matrimonio, y se reprochaba a sí misma… y a Enrique… el haber dejado que les quitaran a la niña, y al rey le resultaba insoportable hacer algo que le pareciera injusto a su esposa.

De modo que, cuando llegó Simon de Montfort, Enrique estaba malhumorado y la acogida que le brindó fue glacial.

—Me resultó imposible mantener el orden en la Gascuña sin la ayuda económica que necesito —trató de explicarle Simon.

—He oído decir que, en gran parte, las dificultades han surgido por culpa tuya —replicó Enrique.

—¡Eso es falso! —exclamó Simon, airado.

El rey repuso:

—Enviaré a comisionados a la Gascuña para que me informen sobre lo que está sucediendo allí.

—Esos gascones son rebeldes —dijo Simon, con vehemencia—. Saben que el rey de Francia está dispuesto a cortejarlos. Dame armas, dame dinero y los sojuzgaré.

—Nuestros gastos, en Inglaterra, son grandes —dijo el rey.

Sí, pensó Simon. Joyas para la reina, suntuosos vestidos y festejos para la boda con el rey de Escocia. Pensiones para los amigos y parientes de la reina, para los hermanastros, para todos esos extranjeros que han venido aquí a cosechar ganancias.

Simon tenía algo de imponente, pensó Enrique. Cuando estaba en su presencia, adivinaba en él cierto poder. Vagamente, presentía que era un hombre con el cual debía mostrarse cauteloso.

—Te daré tres mil marcos —dijo.

—Eso no basta.

—Es todo lo que puedo darte. ¿Puedes reunir algo más?

—En mis posesiones particulares puedo reunir un poco. Además, necesito soldados.

—Entonces, vuelve con ese dinero y los hombres que necesites. Y confío en recibir mejores noticias de la Gascuña.

Simon abandonó al rey. Había oído hablar mucho del descontento reinante entre los barones y se preguntaba si, con el tiempo, el rey no tendría que afrontar dificultades semejantes a las que acosaran a su padre.

Luego, volvió a Gascuña, donde el pueblo, acaudillado por los rebeldes, se había sublevado. Se habían reunido en Castillón, donde Simon los sitió y obtuvo una victoria. Temporariamente, trajo paz a la Gascuña… aunque se trataba de una paz inestable y poco tranquila. Volvió a Inglaterra y dijo al rey que había hecho la paz y dominado a los rebeldes y había resuelto pedir licencia para quedarse en Inglaterra.

Mientras tanto, los gascones habían formulado sus quejas contra Simon, que le fueron presentadas al rey y, dada su actitud frente a Montfort, Enrique prefirió creer a sus acusadores más bien que a él.

Esto parecía una ingratitud tan grosera que el disgusto que le profesaba Enrique llenó de ira a Simon. Declaró que las acusaciones debían ser puestas a la luz del día y que él debía ser juzgado por sus pares para aclarar quién causaba alborotos en la Gascuña.

Enrique asintió y demostró claramente a quién estaba apoyando. Se mostraba frío con Simon siempre que se encontraban y apreciaba a sus enemigos los gascones.

La princesa Leonor, hermana del rey y esposa de Simon, estaba furiosa con su hermano.

—Enrique nunca se ha perdonado a sí mismo la acusación que hizo contra ti —le dijo a su marido—. Sabía que no era verdad y se siente avergonzado. Por eso, procura culparte de todo, mientras intenta convencerse de que tenía razón.

—A veces, me pregunto qué sucederá en tu país con el gobierno de tu hermano —dijo Simon.

—También yo me lo pregunto. Lo malo de Enrique es que es tan débil. ¿Y ese juicio? ¿Crees que probarán algo contra ti?

—De ningún modo, si se atienen a la verdad —repuso Simon.

Ella había sido una fiel y buena esposa para él y ninguno de ambos había lamentado jamás su temerario casamiento.

—Querida Leonor —continuó Simon—, los barones son poderosos… tan poderosos como lo eran cuando obligaron al rey Juan a firmar la Carta Magna. Están de mi parte… no lo dudes… y resueltos a no permitir que el país vuelva a caer bajo una tiranía… y también yo lo estoy. Presiento que me bastaría con ofrecerme para acaudillarlos y me apoyarán… todos hasta el último.

—¿Quieres decir que se rebelarían contra el rey?

—Quiero decir que protegerían la libertad en este país. Pronto estarían dispuestos a hacer con Enrique lo que hicieron con su padre. Lamentan el creciente número de extranjeros por quienes se desvive el rey. Los derroches de Enrique y, más que nada, los de la reina, los agravian. Detestan a la reina como han detestado a pocas, porque ven que todas las dificultades provienen de ella. Son sus parientes quienes están desangrando al fisco. Es una mujer altanera y orgullosa. Pero no temas, Leonor. Te diré esto: los barones están de mi parte. Serviré a tu hermano el rey mientras pueda… pero, si algún día me resulta imposible… entonces, yo… y los barones, celebraremos consultas y no dudo de que se tomará alguna decisión.

—¿No habría que prevenir a Enrique?

—Lo previenen sin cesar. Ricardo, en otros tiempos, se hallaba muy al tanto de lo que sucedía. Los barones creían que estaba pronto a acaudillarlos. Pero, desde que se casó con la hermana de la reina, se convirtió en un hombre del rey. Esas hermanas están apegadas la una a la otra… La reina es una mujer de carácter. Orienta a su hermana, y ésta a su vez, influye sobre su marido. Los barones no pensarán ya en tu hermano Ricardo, Leonor.

—Lo sé —respondió ella—. Pensarán en ti. Ahora tú eres el hombre fuerte del país.

—Quizás sea así. Pero ten la seguridad de que haré todo lo posible por apaciguar al rey y lograr una solución pacífica de nuestras diferencias. La guerra civil es un desastre para cualquier país, gane quien gane.

—Esos gascones son unos imprudentes. No pueden formular ningún cargo contra ti.

—Así es. Pero el rey quiere que lo haya y hará todo lo posible para apoyarlos.

—¡Qué ingrato es! Cuando pienso en esos años pasados en Gascuña… cuando habríamos preferido estar en Inglaterra…

—Lo sé. Los reyes son ingratos a causa de su mismo cargo. Ten la seguridad, Leonor, de que no toleraré una injusticia del rey.

—Enrique es un estúpido.

—Calla. Recuerda que es el rey. Recuerda cómo tuvimos que huir por el río cuando nos amenazó con la Torre.

—Nunca lo olvidaré. Nunca volveré a tener los mismos sentimientos para mi hermano.

—Sé que siempre apoyarás con firmeza a tu marido… y eso, puede significar que algún día tendrás que tomar partido contra el rey.

Simon asió las manos de su esposa y la miró a los ojos.

—¿No te arrepientes? —continuó—. ¿La hija de un rey es feliz en su matrimonio con el aventurero extranjero?

—Esa hija no se arrepiente y lo apoyará en cualquier campaña que se vea obligado a emprender.

—Dios te bendiga, Leonor.

* * *

El juicio había terminado y Simon de Montfort fue absuelto. Tenía que ser así, porque no había ningún cargo contra él. Era evidente que había hecho todo lo humanamente posible para mantener el orden en la Gascuña y todos sabían que sin armas, hombres y dinero, podía hacer muy poco. Lo que había conseguido era casi milagroso.

Enrique se sintió furioso al ver el resultado del juicio. Quería desesperadamente humillar a Simon y cuando éste compareció ante el Consejo, él no pudo reprimir su ira. Miró a su cuñado y con aquel párpado caído —que siempre se notaba más cuando estaba irritado— su aspecto era realmente imponente para todos los que no conocían su carácter débil. Dijo a Simon:

—¿Con que ahora volverás a Gascuña, sin duda?

—Iré si cumples esta vez todas las promesas que me has hecho —repuso Simon—. Sabes perfectamente, que las condiciones de mi actuación como virrey no fueron respetadas.

Enrique tuvo un acceso de ira.

—No hago convenios con un traidor.

Simon, usualmente sereno, consideró que no podía tolerar estas palabras. Sentía muy bien la presencia de los hombres sentados alrededor de la mesa del Consejo y que observaban la escena, conteniendo casi el aliento.

—Cuando me dices eso, mientes —dijo, con frialdad—. Y. si no fueras mi soberano, lo pasarías muy mal por haberte atrevido a decirlo.

La sangre afluyó al rostro del rey. Trató de hablar, pero sólo pudo tartamudear unas palabras. Aquel advenedizo… ¡Lo insultaba ante la mesa de su propio Consejo, con tanta gente mirando!

Por fin, brotaron de los labios de Enrique las palabras:

—¡Arrestadlo! ¡Arrestad a este hombre!

Varios de los barones se habían levantado y se interpusieron entre el rey y Simon.

—Señor —dijeron—, el conde no ha hecho nada más que defenderse y estaba en su derecho al hacerlo. No puede ser arrestado por eso.

Enrique bajó los ojos. Estaba indeciso. En momentos como aquél, se preguntaba siempre qué habrían hecho sus grandes antepasados.

El momento había pasado. Simon salió y abandonó el aposento.

* * *

De Montfort se preparó para volver a la Gascuña y antes de marcharse fue a ver al rey.

Enrique lo recibió con la mayor frialdad. Su acceso de ira había pasado y sólo sentía un ardiente resentimiento contra el hombre que se había comportado con mayor dignidad que él en la cámara del Consejo. En Simon, se advertía una glacial decisión que lo desconcertó.

—Bueno. Con que vas a volver a la Gascuña —dijo Enrique—. He ordenado que siga la tregua, para que puedas trabajar en paz.

—Lo dudo, señor —replicó Simon—. Los gascones están resueltos a causar dificultades.

—¿Ellos están resueltos a causar dificultades? No lo creo. Tengo entendido que tu padre se desempeñó muy bien en la guerra contra los albigenses. En sus manos cayó un cuantioso tesoro. Vuelve, pues, a la Gascuña, ya que amas la lucha y cosecha la recompensa como lo hizo tu padre.

Simon miró con firmeza al rey y, aunque habían asomado a sus labios unas apasionadas palabras de protesta ante este desaire a su padre y el desdén por el hombre que había asumido aquella actitud, dijo, con serenidad:

—Lo haré gustosamente. No creo que vuelva hasta que haya convertido a tus enemigos en un simple escabel tuyo… por más ingrato que seas.

Enrique lo miró con ira. Se sentía muy inquieto.

Al llegar a la Gascuña, Simon descubrió que resultaba imposible servir al rey, porque al parecer Enrique estaba apoyando a los enemigos de Simon, que eran en realidad los suyos.

Lejos de respetar la tregua que habían concertado con el rey, los gascones sitiaban ciudades y tomaban castillos y no había más remedio que defenderlos.

Pero pronto llegaron emisarios con la acusación de que Simon estaba violando la tregua.

—¡El rey es un hombre imposible! —gritó Simon—. ¡Deja que su enemistad personal se interponga entre él y la razón!

Luego, llegaron despachos del rey en que se lo exoneraba de su cargo. Simon contestó que su nombramiento se había hecho por siete años, circunstancia que el rey parecía haber olvidado. Entonces, Enrique le comunicó que le compraba su cargo y Simon aceptó esa oferta.

Fue a Francia, donde lo recibieron cordialmente. Luis había observado los sucesos de la Gascuña con el mayor interés y le asombraba que Enrique tratara así a un hombre como Simon de Montfort.

Si Simon tenía interés en quedarse en Francia, le aseguró el rey Luis, encontraría algún alto cargo para él.

Simon meneó la cabeza. Soy el servidor del rey de Inglaterra —replicó—. Y, aunque éste sea un ingrato, sigo siendo su servidor.

Pero se quedó en la corte de Francia.

La princesa Leonor no estaba con él. Como se hallaba grávida, se quedó en Inglaterra y, mientras Simon seguía en Francia, recibió la noticia de que había alumbrado a una hija, a la cual llamó también Leonor.

Parecía que, oportunamente, Simon volvería a Inglaterra. El rey nunca sería su amigo y, si seguía obrando en aquella forma irresponsable, nadie sabía qué podía suceder.

Los barones tolerarían durante poco tiempo más aquella situación, como lo hicieran durante el reinado de Juan; y, cuando decidieran sublevarse, buscarían un caudillo.

Y bien podía ser que, si el rey no quería saber nada con Simon de Montfort, los barones quisieran tenerlo a su lado.

* * *

El rey decidió que, ya que Simon de Montfort, según sus palabras, había “desertado”, le daría la Gascuña al joven Eduardo. Su hijo tenía trece años y era un gallardo y sano adolescente que se había liberado por completo de sus dolencias de la infancia, un ser pleno de vida y energía, el deleite de su padres y del pueblo, que decía ya que tendría en Eduardo al rey fuerte que Inglaterra, según lo había descubierto el pueblo tras de una amarga experiencia, harto necesitaba.

De modo que, en Westminster, Eduardo fue proclamado gobernador de la Gascuña y recibió el homenaje de los gascones que se hallaban en Londres. Y, en pleno regocijo de la corte con ese motivo, llegaron despachos de Roma en que se afirmaba que había dudas sobre la validez del matrimonio de Enrique con Leonor.

Enrique leyó los despachos desde el principio hasta el fin y tembló.

Provenían directamente del Papa. Su Santidad tenía noticias de que el rey había celebrado esponsales con Juana de Ponthieu y bien podía ser que ese noviazgo fuera compulsivo, en cuyo caso el casamiento de Enrique era nulo.

Leonor lo encontró con aquel documento en la mano. Se lo arrancó de las manos y lo leyó.

—¡Cómo se atreven a sugerir semejante cosa! —exclamó—. ¡Decir que nuestro casamiento no es legal! ¡Eduardo no sería el verdadero heredero del trono!

—No te preocupes —replicó Enrique—. Yo solucionaré ese asunto. Haré que el malicioso que propaló esa calumnia se trague sus palabras… sea quien fuere.

Pero estaba muy impresionado. Le cruzaban la mente ideas horribles. ¿Y si probaban que no estaba casado realmente? Pensó en Felipe Augusto de Francia, que había sido excomulgado por el hecho de vivir con una mujer que consideraba su esposa y que la Iglesia afirmó que no lo era.

Los correos iban y venían. Si Leonor y Enrique no estaban casados realmente, tampoco lo estaban el rey y la reina de Castilla, ya que Juana de Ponthieu, al ser desdeñada por Enrique, se había casado con el rey de Castilla.

Leonor estaba frenética. ¿Y qué sería ahora de sus hijos?, gritaba. Ella no permitiría que los proclamaran ilegítimos. Había que hacer algo para evitarlo.

Enrique dijo que, en su opinión, se trataba de un ardid del Papa Inocencio para hacerle pagar las costosas bulas y dispensas.

—¡Así que sólo es cuestión de dinero! —exclamó Leonor, inmensamente aliviada.

—Yo juraría que sí.

—Entonces, lo solucionaremos.

Claro que lo solucionarían. Estaba siempre el pueblo, a quien se le podía imponer una gabela más y estaban siempre los judíos.

A su debido tiempo, el problema quedó solucionado, pero a costa de mucho dinero y, como de costumbre, fue el pueblo inglés el que pagó la bula y las dispensas.

Cada mes, la gente se sentía más desasosegada en Inglaterra. Aquello no podía seguir. ¿Por qué había de continuar? Una experiencia no muy lejana, le había enseñado que los reyes gobernaban por voluntad del pueblo.

* * *

De la Gascuña llegaban malas noticias. Simon de Montfort ya no estaba allí y los gascones sacaban partido de esa situación. Su gobernador de trece años estaba en Inglaterra y, de todos modos, no los hubiera asustado mucho. Le hacían insinuaciones al rey de Castilla y lo positivo era que se requería urgentemente allí la presencia del rey.

Enrique estaba desconsolado. Empezaba a comprender hasta qué punto había obrado de una manera imprudente con Simon. Había despedido al hombre que, con su apoyo, podía conservarle la Gascuña. Ahora, la única solución era partir de Inglaterra con un ejército acaudillado por él.

Lo más lamentable era que Leonor estaba embarazada y no podía acompañarlo.

Cuando él le dijo lo que había sucedido, ella compartió su consternación. Lo que más temían ambos era separarse.

—Tengo que acompañarte, Enrique —dijo la reina.

—De ningún modo —repuso él—. No puedo permitirlo. Piensa en la travesía del Canal, solamente, donde puede haber una tempestad. Yo no podría tener un momento de paz si supiera que estás allí, en peligro. De ningún modo. Debes quedarte aquí con los niños. Me conformaré con eso. Será mejor que una constante ansiedad.

—Enrique… Cuando nazca el bebé, iré a reunirme contigo.

Él la abrazó.

—Eso sí. Alumbra a la criatura y, cuando puedas viajar sin peligro, tendrás que venir. Lo más duro para mí en la vida es quedarme sin ti y sin los niños.

El rey demoró todo lo que pudo, pero, finalmente, no tuvo más remedio que partir. La reina, Sancha y Ricardo de Cornwall y todos los niños de la casa real, lo acompañaron hasta Portsmouth.

Enrique se despidió tiernamente de todos ellos y, cuando a Eduardo le tocó el turno de abrazar a su padre, la escena fue conmovedora, ya que el niño prorrumpió en amargo llanto.

—Eduardo, querido hijo mío —exclamó el monarca—, no debes llorar. Me acobardas.

—Mi lugar está junto a ti, padre —dijo Eduardo—. Quiero combatir a tu lado… protegerte… Quiero tener la seguridad de que estás a salvo.

—¡Oh, hijo mío! —dijo el rey—. Hoy es el día más feliz y el más triste de mi vida. Querido hijo, cuida a tu madre. La dejo en tus manos. Pronto, todos nos reuniremos. Ten la seguridad de que mandaré por ti lo antes que pueda.

Todos se quedaron mirando mientras el barco partía.

El rey estaba sobre la cubierta, con los ojos fijos en su familia. Se dijo que conservaría hasta la tumba el recuerdo de las lágrimas de Eduardo.

* * *

El alejamiento de su marido le fue compensado a la reina por la regencia del país. El poder estaba en sus manos. A menudo, había pensado que Enrique era harto indulgente con sus súbditos y no ejercía suficientemente su poder real. Era cierto que el pueblo sufría bajo el peso de los impuestos, pero debía tener el dinero; de lo contrario, no habría podido pagarlos.

Sancha estaba de acuerdo con ella. La hacía feliz hallarse en Inglaterra y vivir bajo la influencia de su hermana mayor, como cuando era niña. Ahora, tenía un pequeño varón, Edmundo. Su primogénito había muerto a los pocos meses del nacimiento, pero Edmundo era un chiquillo robusto. Ricardo lo quería devotamente, pero ella sospechaba que, para su marido, nadie podía compararse con el hijo que había tenido de su primera esposa, Isabela. Enrique era, realmente, un noble adolescente y un gran amigo del heredero del trono. Él y Eduardo iban a todas partes juntos.

A Sancha le preocupaba un poco la impopularidad de la reina, que se manifestaba cada vez que Leonor salía a la calle. Ellas estaban ya habituadas a las miradas hoscas, pero, de vez en cuando, se oía un grito hostil y cuando los guardias buscaban a los ofensores nunca lograban encontrarlos. A veces, Sancha se preguntaba si se esforzaban realmente en descubrirlos. Tenía el inquieto presentimiento de que tampoco ellos querían mucho a la reina.

Ricardo le había dicho, un par de veces, que gran parte de la impopularidad del rey se debía a la reina. Uno de estos días… decía.

Pero Sancha se echaba a reír.

—Leonor siempre se salía con la suya cuando éramos niñas. Seguirá saliéndose con la suya durante toda la vida.

Ricardo estaba inquieto. Le había disgustado enterarse de que Enrique le había confiado la Gascuña al joven Eduardo. Eso parecía una estupidez. Después de todo, Eduardo apenas tenía trece años. Mucho más razonable habría sido confiarle la Gascuña a él, Ricardo. También la riña de Enrique con Montfort le parecía absurda. Simon era un hombre al cual Enrique debía haber tenido de su parte.

Ahora, Ricardo era corregente con la reina y su misión principal era mantener provisto a Enrique de las armas y el dinero que necesitaba para su campaña… una tarea poco envidiable, ya que implicaba establecer impuestos, y eso era lo más impopular que podía hacer un gobernante.

Ricardo tenía ataques pasajeros de una enfermedad indefinida. No tenía la menor idea de lo que podía ser,…y tampoco la tenían los médicos, pero de vez en cuando lo abatía una laxitud tal que no pensaba siquiera en moverse. Aquello pasaba y su energía usual reaparecía.

En esa época, no se sentía inclinado a apoyar a Simon de Montfort, aunque su sentido común le decía que debía ponerse del lado de su cuñado. Ahora, tenía que mostrarse firme con la reina y explicarle el estado de ánimo imperante en el país. Tampoco Sancha lo notaba. Ella y su hermana pensaban que todo lo que hiciera su familia estaba bien. Leonor era soberana, era el ser ante quien debían inclinarse todos. Y todos, parecían pensar que cualquier injusticia suya no tendría consecuencias, simplemente porque la había impuesto la reina.

“Habrá dificultades”, pensaba Ricardo. “La gente tomará partido”. “¿Y… con quién estaré?”. Antes de su boda, no podía caber duda. Los barones lo consideraban su caudillo natural. Pero ahora, creía Ricardo, tenían puestos los ojos en Simon de Montfort.

El rey escribía desde Gascuña. La tarea de sojuzgar a los gascones le resultaba casi imposible. Gastón de Bearn era un traidor. Trataba de concertar una alianza con el rey de Castilla. “Si lo logra”, escribía Enrique, “puede causar un desastre. He mandado por Simon de Montfort, quien conoce al país y a la gente y le he ordenado que venga en mi ayuda”.

Ricardo meneó la cabeza al leer esto.

Enrique nunca sería un gran soldado. Nunca sería un gran rey.

Pero si Simon de Montfort estaba dispuesto a olvidar sus motivos de queja y a ayudarle, había esperanzas de victoria.

* * *

El odio existente entre la reina y los ciudadanos de Londres era mutuo. Ella tenía que reunir dinero. El rey lo necesitaba para su campaña. Ella lo necesitaba para su guardarropa y los gastos de la casa real. Nunca había lo suficiente, pero los mercaderes londinenses sabían cómo conseguirlo.

Antes que nada, Leonor resucitó el “aurum reginae…” la gabela de la reina, que era un porcentaje de las multas que les habían pagado a los reyes por su buena voluntad. Esto era bastante razonable cuando se trataba de sumas pequeñas, pero, como el rey había establecido pesadas multas para financiar su campaña en el extranjero, los ciudadanos de Londres se enfurecieron cuando la reina les impuso ese gravamen.

Se mostraron firmes. No pagarían. Leonor ordenó que los alguaciles londinenses fueran enviados a la cárcel de Marshalsea.

Una delegación se presentó ante Ricardo de Cornwall y le pidió que le comunicara a la reina que la ciudad de Londres era algo independiente del resto del reino. Tenía sus propias leyes y dignidades y no se allanaría a las órdenes de la reina. Los alguaciles debían ser liberados inmediatamente o bien toda la ciudad se sublevaría y los pondría en libertad. No permitiría que los extranjeros destruyeran sus privilegios.

Ricardo habló con Leonor.

—Debes comprender que la ciudad de Londres es algo aparte —le dijo—. Si la ofendes, tendrás un poderoso enemigo. La reina Matilde nunca fue coronada reina de Inglaterra, pero podía haberlo sido si no hubiese agraviado a Londres.

—¿De modo que debo dejar en libertad a esos hombres?

—Sí, por cierto, y sin demora. Si no lo haces, la Ciudad se sublevará. Y Dios sabe cómo puede terminar ese asunto. Enrique se sentiría muy inquieto, ya que el país estaría en peligro y tú también.

—Me irrita ceder ante ellos.

—En ocasiones, Leonor, tenemos que ceder.

Ella comprendió que Ricardo tenía razón y se evitó el conflicto.

Pero el odio de los londinenses a la reina se había acentuado y, hasta cuando alumbró a su bebé en Westminster, no menguó. La criatura era una niña pequeña y, como nació el día de Santa Catalina, Leonor la llamó Catalina.

* * *

Se recibió una carta del rey.

Simon de Montfort había acudido en su ayuda y dominado la rebelión gascona. Uno de los motivos para ello era que había encontrado un nuevo aliado en Alfonso de Castilla.

Era necesario cultivar esa amistad, ya que de no haberlo hecho Simon, Gastón de Bearn se habría hecho amigo del rey Alfonso. Gastón le había prometido tierras y castillos a Alfonso, pero Enrique había podido ofrecerle más.

“Es hora de que nuestro hijo tenga esposa”, escribió a Leonor. “Oh, es joven aún, pero eso es necesario si quiero conservar la Gascuña. Sé que estarás de acuerdo conmigo, queridísima, si te digo que no había más solución que los esponsales de Eduardo con la hermanastra de Alfonso de Castilla. Es una hermosa muchacha. Su padre fue Fernando III y su madre es aquella Juana de Ponthieu con quien yo pensaba casarme hasta que descubrí la existencia de la única reina que podía haber para mí. Es muy joven y dócil. Creo que le convendrá perfectamente a Eduardo. Confío en que estarás satisfecha, pero recuerda que el dilema era casarse con esa muchacha o perder la Gascuña. Alfonso insiste en que Eduardo venga aquí y se case con ella. No quiere ni oír hablar de que ella vaya a Inglaterra antes de la ceremonia. Ahora, queridísima, te corresponde a ti decirle a Eduardo lo que he concertado para él y traerlo. ¡Cómo ansío verte!”.

Leonor se sintió exaltada. Catalina tenía suficiente edad para poder dejarla allí. Se llevaría a los demás niños con ella. ¡Cómo habría ansiado tener consigo a Margarita! Le inquietaba un poco pensar en ella y esperaba ansiosamente sus noticias. Escocia estaba tan lejos y, según todas las referencias que le habían dado, era un país frío y desolado. ¡Qué maravilloso sería si pudieran ir a la Provenza y ver a su madre o la corte de Francia!

Aquello era excitante. Ella necesitaba vestidos nuevos… hermosos. Enrique confiaba, sin duda, en que su aspecto fuera suntuoso y no debía decepcionarlo. Los extranjeros nunca podrían decir que a la reina de Inglaterra le faltaba dinero para comprarse ropa lujosa.

¡Estar con Enrique de nuevo! ¡Qué contenta se sentiría la familia! Pero ella era egoísta al guardarse la noticia. Diría enseguida a sus hijos que irían a reunirse con su padre.

Desde luego, a Eduardo habría que decirle algo más. También él tendría una esposa.