El sacerdote loco de Woodstock
EL SACERDOTE LOCO DE WOODSTOCK
Los barones se habían sublevado y los acaudillaba Ricardo. Manifestaron que el rey no daba a su pueblo la satisfacción que le pedía. Al hablar sobre el tema, decían: “Si lo derrocáramos, podríamos sentar en el trono a su hermano Ricardo”. Había un verdadero peligro de que esto sucediera y Leonor se sentía consternada.
—Nunca podría suceder —la tranquilizó Enrique—. No conoces a mi hermano.
Mandó en busca de Simon de Montfort y le ordenó que hiciera las paces con Ricardo.
—Ofrécele regalos —le dijo—. No podrá resistirse a la tentación de aceptarlos. Nunca pudo resistirse.
Y tenía mucha razón, porque Ricardo se dejó convencer de que Simon sería un buen amigo suyo si dejaba de perseguirlo. El matrimonio se había realizado ya, había sido consumado y nada podía cambiar eso ahora. ¿No les convenía acaso a todos aceptarlo?
Ricardo lo comprendió y, con una actitud peculiar de su parte, aceptó la explicación de Simon, junto con sus regalos, y se declaró su amigo. Luego, desechó, encogiéndose de hombros, el asunto del obispado de Winchester.
A Enrique, simplemente, no le permitirían dárselo a William de Valence y eso le ponía punto final a la cuestión.
Enrique se echó a reír. ¿Aquello no era típico acaso de su hermano? Sus entusiasmos siempre habían durado poco. Ricardo se había cansado siempre de una empresa antes de completarla.
Los monjes no dejarían que Winchester pasara a las manos del tío William. Perfectamente. Enrique esperaría. Mientras tanto, iría a uno de sus palacios favoritos, el de Woodstock, con su dulce Leonor. Quizás, allí, el cielo le concedería su más caro deseo: engendrar un hijo.
* * *
Woodstock, aquel hermoso palacio situado en el corazón de Oxfordshire, había fascinado siempre a Enrique. Era como si sus poderosos antepasados hubiesen dejado allí algo de sí mismos y, cuando él iba a Woodstock, parecía que algo de la grandeza de esos antepasados se proyectaba sobre él.
Los bosques que rodeaban esa localidad eran un buen coto de caza. Y estaba el redil construido allí por su tatarabuelo Enrique I, que éste había llenado de extraños animales traídos de países extranjeros. Allí vivían el león, el leopardo, el lince y algo que había sido una maravilla en esos tiempos y lo era aún: un puercoespín. El redil estaba protegido por un alto muro de piedra para impedir que los animales se escaparan. Estos le habían proporcionado un gran placer a aquel astuto antepasado suyo; y resultaba consolador oír decir que le complacía a menudo entregarse a esos placeres, más que nada la caza de animales, pero sobre todo, de mujeres y, a pesar de ello, lo habían llamado León de Justicia debido a las buenas leyes que había promulgado en el país. Luego, estaba su abuelo, Enrique II, cuyo nombre se mencionaba a menudo al hablar de Woodstock. Allí había mantenido a su amante Rosamund Clifford, sobre la cual se habían escrito muchas baladas. A Enrique le gustaba siempre evocar las dificultades experimentadas por los hombres que lo citaban como un ejemplo. Su abuelo había tenido a Rosamund en un pabellón próximo al palacio, al cual se llegaba a través de un laberinto de árboles. Ese laberinto estaba aún allí, y también estaba la pequeña residencia a la cual llamaban Pabellón de Rosamund.
Enrique II era un libertino notorio. Su esposa, la voluntariosa Leonor de Aquitania, lo detestaba por eso. Leonor había descubierto la existencia de Rosamund en su pabellón al encontrar sujeto a la espuela del rey el extremo de una madeja de seda. Asió la madeja y, al sujetarla, pudo rastrear los pasos del rey a través del laberinto y descubrir la residencia de su amante. Cuando el rey se fue de Woodstock, ella se quedó y, como había descubierto el escondite de Rosamund, decidió vengarse.
El propio rey cruzó el laberinto con ella y le mostró el Pabellón de Rosamund. Aquel lugar era encantador, pero lleno de sombras y, si la leyenda no exageraba los tintes… ¡qué terror debía de haber experimentado la bella joven entre esos muros!
Enrique se estremeció al ceñir con el brazo a su esposa.
—Aquí, mi abuelo tenía oculta a su amante y aquí la descubrió su esposa. Según algunos, su venganza fue terrible.
—Era una mujer muy celosa, por cierto.
—¡Ya lo creo! No amaba al rey, pero le inspiraba resentimiento el hecho de que otra mujer lo amara.
—Se comprende que a una esposa le cause resentimiento la amante de su marido.
—Sí, pero… ¡Vengarse como lo hizo ella! A menudo, me pregunto hasta qué punto es cierto lo que se cuenta. Una de esas historias dice que la reina fue a ver a Rosamund con una daga y una copa de veneno. “Puedes elegir”, le dijo.
—¿Y qué eligió Rosamund?
—No se sabe. En realidad, no creo que le hayan planteado jamás semejante alternativa. Se cuenta algo más horripilante: se dice que la reina la hizo desnudar, le ató las manos y los pies y la hizo golpear hasta que sangraron, luego le pusieron dos sapos sobre los pechos para que le chuparan la sangre y, cuando murió, la reina la hizo arrojar a una inmunda zanja con los sapos. Esto, estoy seguro, debe de ser completamente falso.
—¡Pobre Rosamund! No debió aceptar ser la amante del rey.
—Se dice que lo amaba realmente. ¿No merecía alguna piedad por eso?
Leonor guardó silencio, preguntándose qué haría si descubría que tenía una rival en el afecto de un rey. Quizás, sería tan despiadada como su tocaya.
Enrique cavilaba aún sobre el amor de su gran antepasado por la bella Rosamund.
—Un poeta dijo que no la enterraron en una zanja, sino que la pusieron en un cofre y la llevaron a Godstow, donde la reina dijo que debían enterrarla, pero, por el camino, el cortejo se encontró con el rey, quien quiso saber qué había dentro del cofre y, cuando se lo mostraron, se desmayó. Al volver en sí, juró vengarse de su esposa y envió el cadáver de su amante al convento de Godstow, para que la sepultaran allí con todos los honores. Lo cierto, es que la propia Rosamund decidió ingresar al convento y arrepentirse de la vida que había llevado y se quedó allí con las monjas hasta su muerte.
—Y esa es la historia de otra Leonor y de otro Enrique —dijo la reina—. Recuérdalo, marido. Si tomas alguna vez una amante, cuídate de tu esposa.
—Nunca sucederá. ¿Cómo podría yo mirar a otra mujer?
—Ahora, te creo —dijo Leonor, con un suspiro—. Pero quizás llegue un día en que…
—¡Nunca! —declaró Enrique—. Pero eso me divierte. Esos antepasados míos son presentados como ejemplos y… ¿son acaso tales héroes?
—Muchos hombres se vuelven héroes cuando han muerto. Prefiero que sigas estando vivo y siendo un hombre normal.
—Durante toda mi vida de rey, he oído hablar con temor de mi abuelo y mi tatarabuelo. En cuanto a mi otro antepasado, el Conquistador, pronuncian su nombre con un silencioso respeto que ni siquiera les conceden a los dos Enriques. Insinúan que no puedo ser un gran rey porque no soy como ellos. Pero detestan a mi padre y me observan sin cesar para ver si me estoy pareciendo a él.
Leonor se echó a reír.
—¡Por cierto que son perversos! Pero… ¿qué nos importa eso, Enrique? Estamos muy satisfechos el uno del otro. ¿No basta con eso?
—Si puedo darte todo lo que quieras… sí.
—Quiero un hijo. Temo que el pueblo empiece a creer que soy estéril.
—De ningún modo… ¡Eres tan joven! Mi madre tardó años en concebir. Luego, tuvo cinco hijos.
—Quizás aquí, en Woodstock…
—Roguémosle al cielo que eso suceda.
Ambos cruzaron el laberinto de la arboleda y volvieron al palacio. Más tarde, cazaron en el bosque y cuando volvieron, agradablemente cansados de la cacería, Leonor se puso un vestido de seda azul con orla de armiño y se peinó el cabello en dos trenzas que le pendían sobre los hombros, en una forma que deleitaba a Enrique.
En la sala de recepción, dieron una fiesta. El rey y la reina se sentaron junto a la mesa alta, con algunos de los nobles más encumbrados y los demás ante la mesa grande, con el enorme salero en el centro, para separar a los que merecían mayor respeto de los que eran considerados de menor jerarquía.
La reina había convenido con varios de los trovadores que conservara que cantarían para aquella concurrencia. Le gustaba hacerlo para demostrarle al pueblo, que tanto detestaba a los extranjeros que ella trajera al país, que sus ejecuciones musicales eran muy superiores a todo lo que pudieran hacer los ingleses.
Cuando cantaban los trovadores, apareció en la sala el sacerdote loco. Hubo un repentino silencio, mientras aquel hombre se detenía y los contemplaba a todos.
Su indumentaria, muy desordenada, revelaba que era un sacerdote y los ojos se le salían de las órbitas.
En medio del silencio general, una voz gritó.
—¡Es Ribbaud, el sacerdote!
—Enrique se levantó.
—¿Quién lo conoce?
El hombre que había hablado se puso de pie.
—Yo, milord. Es el sacerdote loco de Woodstock.
Leonor asió con fuerza la mano de su marido, porque el sacerdote se había acercado a la mesa alta de ambos.
Enrique miró la cabellera revuelta y los ojos desatinados del sacerdote y le preguntó, con tono amable:
—¿Qué queréis de mí?
El sacerdote replicó, con una voz tonante que retumbó en toda la sala de recepción:
—Vos tenéis mi corona. ¡Yo soy el rey de Inglaterra! ¡Devolvédmela! ¡Usurpador!
Dos de los guardias se habían adelantado y aferraron al sacerdote por los brazos.
—¿Por qué decís eso? —preguntó Enrique—. Mi padre era el rey, mi abuelo también lo fue y yo soy el primogénito de mi padre.
—¡No! —replicó el sacerdote—. ¡Me habéis robado mi corona! He venido a reclamarla. Nunca prosperaréis hasta que la devolváis.
—Mi señor —dijo uno de los guardias—, ¿qué deseáis? ¿Qué debemos hacer con este hombre?
—Ahorcadlo —gritó alguien.
—Cortadle la lengua —dijo otro.
—De ningún modo —dijo el rey—. Este hombre no es culpable. Tiene trastornado el cerebro. No es suya la culpa si lo han mandado a este mundo en tan malas condiciones. Sólo alguien que no sea un verdadero rey podría temer a un hombre como él. Seré misericordioso. Lleváoslo de aquí y dejadlo en libertad.
Un murmullo de asombro recorrió la sala cuando se llevaban de allí al sacerdote.
Leonor le oprimió la mano.
—Eres un hombre bueno, Enrique —le dijo—. Pocos reyes lo habrían dejado ir.
—Mi padre le hubiera sacado los ojos y le habría hecho cortar las orejas y las narices —repuso el rey—. Pero mi padre era malvado. No tenía un espíritu de santidad. Quiero que la gente comprenda que, aunque soy el hijo de mi padre, nunca hubo alguien menos parecido a él que yo. ¿Qué habrían hecho mis antepasados? El León de Justicia hubiera dejado en libertad a este hombre porque no ha cometido ningún delito.
—Se ha mostrado irrespetuoso con tu persona.
—Lo que ha hecho ha sido dictado por la locura. No era Ribbaud quien hablaba, sino los demonios que estaban en él. Se ha ido. Olvidémoslo. Llama a los trovadores.
Los trovadores cantaron y en la sala de recepción dijeron que Enrique era un hombre bueno y que era de lamentar que no fuera tan buen rey como buen hombre.
* * *
La noche era fascinante en Woodstock, con aquella luna tan alta que proyectaba su luz sobre los silenciosos árboles del bosque. El rey y la reina caminaban juntos por allí, tomados del brazo. Iban hacia el Pabellón de Rosamund, rondado por el espíritu de Enrique II cuya concupiscencia había causado la tragedia de aquella mujer.
Allí, ellos se habían divertido juntos; allí, habían aprovechado a fondo sus vidas secretas. En todo aquel lugar, había algo así como un nimbo. Los espíritus del pasado cavilaban allí. En aquellos aposentos habían nacido los hijos bastardos del rey… los niños que, se decía, el rey quería más que a los que tuviera con la reina.
—Es casi como si ella estuviera aquí… esa dulce Rosamund —dijo Enrique—. ¿Lo sientes, mi amor?
Leonor lo sentía; como era poetisa, su fantasía estaba dispuesta siempre a remontarse. Ambos recorrieron los aposentos —pequeños, comparados con los de un palacio— unas habitaciones encantadoras donde quedaba aún buena parte del mobiliario, ya que aquel edificio, conocido con el nombre de Pabellón de Rosamund, había sido conservado como en los tiempos de ésta, por orden de Enrique II y había sido cuidado durante los reinados de Ricardo y Juan, hasta entonces.
Leonor dijo.
—Quedémonos un poco aquí… en el Pabellón de Rosamund. Aquí nacieron sus hijos, se me ocurre. Esta noche, hay magia en el aire. Algo me dice: “Quédate”. Quizás podamos concebir aquí a nuestro hijo. Fue algo tan extraño aquella aparición del sacerdote loco… Lo he estado recordando. Fuiste tan bondadoso con él. Lo salvaste. Los santos te recompensarán… esta noche, aquí…
—¡Qué extrañas fantasías se te ocurren! Pero esta noche hay magia en el aire.
—Aquí, ese otro Enrique hizo el amor con su amante. ¿Por qué no habría de hacerlo este Enrique con su esposa?
El rey se echó a reír.
Leonor se sentó sobre la cama de Rosamund y le tendió las manos.
Él las tomó y se las besó, fervientemente. Luego, dijo:
—No hay nada en el mundo que yo no esté dispuesto a darte.
Ella se sintió feliz, contenta. La hacía dichosa el que su marido hubiese sido indulgente con el sacerdote loco.
* * *
Volvieron al palacio después de medianoche.
En la alcoba real, había ruido y confusión. Se oían voces y un hombre estaba amarrado en un rincón.
A la luz de las antorchas, el rey paseó la mirada por la alcoba y vio un cuchillo incrustado en la paja de la cama que iba a compartir con Leonor.
Un guardia le dijo:
—Mi señor, lo sorprendimos cuando se escapaba. Y al entrar aquí, vimos lo que había hecho. La misericordia divina os acompañó esta noche, porque, de haber estado en la cama, el cuchillo de este loco os habría atravesado el corazón.
El sacerdote empezó a gritar.
—¡Yo soy el verdadero rey! Me habéis robado mi corona.
Enrique miró el pálido rostro de Leonor, leyó el terror que había en sus ojos y la imaginó tendida en esa cama, cubierta de sangre, muerta… a su lado. Los dos, víctimas del cuchillo del demente.
—Es un loco peligroso —dijo.
Hubo un suspiro de alivio. Evidentemente, los guardias temían que él quisiera volver a salvar la vida de Ribbaud.
—Llevadlo a un calabozo —dijo el monarca—. Decidiremos qué hemos de hacer con él.
Cuando los guardias se marcharon con el prisionero, Enrique tomó a Leonor en sus brazos.
—Pudo haberte hecho daño —dijo y una tremenda ira se apoderó de él.
Había sido un estúpido y todos habían visto su conducta como tal. Su acto de misericordia en la sala de recepción podía haberles costado la vida a él y a la reina. Aquello sería tema de comentarios en voz baja… Se recordaría.
Leonor estaba tiritando.
—No temas, mi amor. Él lo pagará. No habrá más piedad para el sacerdote loco.
Ni la hubo. Al día siguiente, a aquel hombre lo amarraron a cuatro caballos salvajes y los hicieron tirar en cuatro direcciones distintas, despedazándolo.