Evesham
EVESHAM
En la corte de Francia, Leonor se enteró del desastre. El rey, Ricardo, Eduardo… ¡todos ellos prisioneros de Simon de Montfort! ¡Se había impuesto en el país una nueva forma de gobierno! ¡Había representantes de diversas zonas del país que colaboraban para gobernarlo! Aquello era monstruoso.
—¿Qué puedo hacer? —preguntó a Margarita.
—Puedes orar —respondió su hermana.
—¡Orar! Querida hermana, debo hacer algo más. Debo reunir dinero. Debo formar un ejército. Nunca permitiré que ese traidor de Montfort tenga prisionero a Enrique.
—Leonor, eres inteligente, lo sé, y, aunque quieres hacer todo lo posible por tu marido y tu hijo, debes tener cuidado. La situación es muy peligrosa.
Leonor meneó la cabeza con impaciencia. ¿Creería Margarita que le podía decir eso?
—Luis opina que debes esperar el desenlace de los acontecimientos —continuó Margarita.
—¡Luis! —repuso Leonor, casi con desdén.
¿Qué había hecho Luis para ayudar a Enrique? Sabía que los barones se estaban agrupando para hacer la guerra y no le había ofrecido su ayuda. Había insinuado que la propia conducta de Enrique era la que había provocado aquella catástrofe.
Pero, desde luego, ella no podía hablar mucho del marido de su hermana, ya que gozaba de su hospitalidad. ¿Y adónde iría si ellos no la recibían?
Margarita era bastante dócil, salvo cuando las críticas se dirigían contra Luis. Entonces, se mostraba apasionada.
A pesar de lo que había dicho su hermana, Leonor se consagró a reunir dinero. Envió sin cesar emisarios a Inglaterra, con mensajes a aquéllos a quienes creía sus amigos. Confiaba en que reuniría un ejército y podría acaudillarlo. Sonreía al pensar en la admiración que sentiría Enrique cuando comprendiera lo que había logrado.
Pero se sentiría satisfecho de que ella estuviera en Francia. El verla humillada como cautiva lo habría herido más que sufrir esa suerte él.
Leonor volcó todas sus energías en esa campaña y empezó a recibir algunas respuestas en Francia y de Inglaterra.
Volvería a formar un ejército. Pero… ¡cuánto demoraba eso! La sostenía el saber que, con el tiempo, liberaría a su familia y se consolaba imaginando el trato infamante que infligiría a Simon de Montfort y a sus demás enemigos.
¡Qué doloroso resultaba todo eso! Margarita procuraba ayudarle. Sabía lo que sentiría si Luis hubiese caído en manos de sus adversarios.
—Debes tener paciencia, Leonor —dijo a su hermana—. Cuando amamos, debemos sufrir.
—¿Qué sabes tú de sufrimientos? —replicó Leonor, casi con desprecio.
—Mucho —dijo Margarita.
—Oh… Eres tan mansa… tan dócil… Siempre estás dispuesta a seguir cualquier camino. Nunca tuviste mucha fuerza de voluntad.
—Los mansos sufren a menudo tanto como los fuertes.
—Entonces, si no hacen algo para remediarlo la culpa es suya.
—Rara vez comprendes el punto de vista de los demás —dijo Margarita—. Te has salido con la tuya con demasiada frecuencia.
—Sólo porque he luchado para conseguirlo.
—A veces, se requiere más fortaleza para soportar esas pruebas. ¿Puedes imaginar lo que he sentido al vivir bajo la sombra de mi astuta suegra, la reina Blanca? Lo hacía todo tan bien… Era tan respetada, tan admirada… Siempre prevaleció sobre mí… hasta el día de su muerte.
—Fuiste una tonta al permitirlo. Yo le habría hecho comprender a Luis…
—Luis comprendía mis sentimientos. Una vez me dijo que me quería tanto debido a que yo no provocaba un conflicto entre él y su madre. Eso me habría sido tan fácil… A menudo, sentía tentaciones de hacerlo, pero sabía que sólo causaría dolor a Luis… y a mí. De modo que la dejé obrar. Y creo que también ella empezó a sentir afecto por mí.
—¡Claro! ¡Ya que la dejaste salirse con la suya! Oh, siempre fuiste tan débil, Margarita… No sabes qué significa tener sentimientos profundos.
—He tenido grandes aventuras en mi vida, Leonor —se defendió Margarita—. Y creo que he vivido en forma más peligrosa que tú.
—Estuve a un paso de la muerte en Londres. Nunca olvidaré los rostros malignos de la multitud cuando me miraba desde el puente. Sabía que se proponían hundir mi barca. Fue algo terrible. A veces, sueño con ellos ahora…
Oigo sus voces que gritan: “Ahogad a la bruja”. Tú no podrías comprenderlo.
Margarita se echó a reír.
—Te diré algo, hermana. Has olvidado que, cuando Luis fue con la cruzada a Tierra Santa, lo acompañé. El miedo que experimentaste una noche en Londres, lo sentí yo sin cesar durante meses. Yo era una mujer en esta tierra extraña. Vivimos en perpetuo peligro, amenazados por los sarracenos. ¿Sabes qué les hacían esos hombres a las mujeres cuando las capturaban? Solían torturarlas; solían degollarlas, pero lo más frecuente era que las llevaran a sus harenes para ponerlas a su servicio. Sueñas con el Puente de Londres. Querida hermana, yo sueño con el campamento cristiano donde yo, embarazada, esperaba todas las noches un destino espantoso. A menudo, el rey me abandonaba. Yo me quedaba en el campamento y sólo había un caballero que me protegía. Y ese caballero era tan viejo que no podía ir a combatir junto a los otros. Le hice jurar que, si los sarracenos llegaban hasta mi tienda de campaña, me decapitaría antes que permitir mi captura.
Leonor callaba, reducida al silencio por aquellas palabras. Acababa de comprender que sus propias alegrías y penas le habían parecido siempre a tal punto mayores que las de los demás que rara vez se le había ocurrido tener en cuenta éstas.
Y ahora, al pensar en Margarita, grávida, tendida en un campamento desierto, la subyugaba, la vencía…
—Pero todo eso pertenece al pasado —dijo—. Mis problemas están aquí, frente a mí.
—Todos los dolores pasan —la tranquilizó Margarita—. Los tuyos se desvanecerán como los míos.
—¿Significa eso que no debo hacer todo lo posible para eliminarlos?
—De ningún modo. Siempre tendrás que hacer algo por tu familia. Pero ten paciencia, querida hermana. Todo irá bien.
Sin embargo, no era propio de Leonor quedarse quieta y esperar milagros. Redobló sus esfuerzos.
Un día, Edward de Carol, el deán de Wells, llegó a París. Traía cartas del rey, según dijo, y Leonor las aferró jubilosamente.
Al leer lo que le escribía, la dominó una sorda ira. Enrique le rogaba que desistiera en sus esfuerzos para entorpecer el curso de los acontecimientos. Lo que estaba haciendo allí ya se sabía en Inglaterra y no podía tener buenas consecuencias.
El deán no tuvo necesidad de decirle que la carta había sido dictada por el enemigo de la reina, Simon de Montfort, porque ella lo adivinó apenas la leyó.
Recordó el consejo de Margarita de que tuviese paciencia. Y contestó al rey que respetaría sus deseos.
Cuando el deán se fue, Leonor continuó con su labor. Estaba segura de que, con el tiempo, lograría reunir un ejército.
Siguieron llegando emisarios a la corte de Francia, trayendo noticias de los reales cautivos. Así, Leonor se enteró de que los habían llevado a Dover, el puerto más próximo a Francia. Se le ocurrieron ideas descabelladas. ¿Sería tan difícil desembarcar a un grupo de hombres, tomar por asalto el castillo, rescatar a los prisioneros y llevarlos a Francia? Allí, podrían ponerse a la cabeza del ejército que ella estaba segura de poder reunir. Estarían en libertad para recuperar la corona.
Mientras meditaba en ese proyecto y trazaba planes para concretarlo, llegaron nuevos emisarios.
Los barones consideraban que Dover podía ser un sitio peligroso, dada su proximidad al continente. Por ello, los prisioneros habían sido trasladados a Wallingford.
Leonor sintió tentaciones de llorar de ira, pero pronto empezó a hacer nuevos planes.
Sus infatigables esfuerzos le habían ganado la admiración de mucha gente y la devoción que sentía por su familia resultaba conmovedora. Hasta los que la consideraban despótica estaban dispuestos a trabajar para ella y, por eso, había mucha gente que le traía noticias sobre lo que sucedía en Inglaterra. Los cautivos, según supo, no estarían tan bien custodiados en Wallingford como lo estuvieran en Dover. Uno de los caballeros favoritos de Eduardo comunicó a Leonor que haría todo lo que estuviera a su alcance para ayudarle a la causa del rey y ella decidió inmediatamente hacerle cumplir su palabra.
Sir Warren de Basingbourne era un hombre joven y audaz que había luchado a menudo en justas con Eduardo y que, ella lo sabía, le era devoto a su hijo.
“Reunid a todos los hombres que podáis”, le escribió. “Id a Wallingford, poned sitio al castillo… que, lo sé, estará mal defendido, y rescatad al señor Eduardo. Luego, él podrá venir aquí y ponerse a la cabeza del ejército que estoy preparando”.
Y Leonor, muy excitada, se dispuso a esperar el regreso de su hijo.
* * *
Eduardo nunca había dejado de reprocharse aquello. El desastre se debía a su desatino. Era inútil que su padre tratara de consolarlo. Evidentemente, si él no hubiese perseguido a los londinenses en Lewes, Enrique habría obtenido la victoria.
¡Qué disparate el suyo! ¡Qué daño podía causar la falta de experiencia!
Eduardo era un joven que aprendía pronto sus lecciones.
Recordaba a menudo a su esposa, de la cual estaba enamorado. Se había casado a su gusto. Ella era tan joven al celebrarse la boda y él parecía mayor a tal punto, que su cónyuge, al principio, lo miraba con gran respeto. Se habían separado, era cierto, mientras ella completaba su educación y crecía lo suficiente para ser su esposa de verdad. Y, entonces, no lo había decepcionado.
Creía que, ahora, debía de estar embarazada.
La pobre Leonor debía de estar muy afligida por él ahora, como, Eduardo lo sabía, lo estaba también su madre.
Le alegraba que su primo estuviese con él, aunque la situación habría sido más satisfactoria si Enrique hubiese estado en libertad para trabajar por el rey. Ambos jugaban al ajedrez; hasta les permitían salir a caballo, pero sólo por los alrededores del castillo y en compañía de guardias. Simon de Montfort los trataba con respeto. Siempre se mostraba ansioso de hacerles comprender que no se proponía hacerles daño y que sólo quería que volviera al país un gobierno justo.
Cuando ambos primos jugaban al ajedrez, entró corriendo uno de sus criados. Evidentemente, estaba muy excitado.
—¡Mi señor! —exclamó—. ¡Una tropa avanza hacia el castillo!
—¡Santo Dios! —gritó Eduardo—. ¡El país se rebela contra de Montfort!
Los dos primos se precipitaron hacia las ventanas. A lo lejos, divisaron a los jinetes que avanzaban directamente hacia el castillo.
Alguien dijo:
—Juraría que son los hombres de Warren de Basingbourne.
—Entonces, vienen a salvarnos —dijo Eduardo—. Warren nunca tomaría partido contra mí. Es mi gran amigo. En toda la extensión del castillo, se observaba suma actividad. En las torrecillas y los matacanes, habían apostado soldados. La alerta recorría el edificio.
—¡Estamos sitiados! ¡Hay que defender el castillo!
Era una lástima que los prisioneros no pudieran participar en la lucha, ya que se veían obligados a escuchar los gritos y el chirriar de las máquinas de guerra cuando entraban en acción.
Eduardo oyó que lo llamaban por su nombre.
—Eduardo, Eduardo. Traed a Eduardo.
Los ojos del joven brillaron.
—Nuestros amigos se han sublevado, por fin —dijo—. Yo lo sabía. Sólo era cuestión de tiempo. Nuestro cautiverio ha terminado.
—Antes ellos tendrán que quebrar el sitio —le recordó Enrique.
—¡Por Dios que lo harán! Aquí, las defensas son escasas.
Habían entrado media docena de guardias a la habitación que se acercaron a Eduardo.
—¿Qué queréis? —preguntó el joven.
—Sólo obedecemos órdenes, mi señor.
—¿Y en qué consisten esas órdenes?
—Vuestros amigos, ahí fuera, exigen que os entreguemos.
—¿Y vosotros, sabiéndoos vencidos, vais a satisfacer esos deseos?
—No estamos vencidos, señor. Pero os entregaremos. Os ataremos las manos y los pies y os lanzaremos hacia ellos con la catapulta.
Eduardo lanzó un grito de horror al pensar en que lo arrojarían con aquella terrorífica máquina que se usaba para lanzar piedras contra el enemigo. Aquello sería la muerte segura.
—No podéis hablar en serio.
—Eso se hará, si vuestros amigos no se van.
—Dejadme que les hable.
Los soldados se miraron y uno de ellos asintió y salió. Al volver, dijo:
—Las órdenes que nos han dado son que os atemos las manos contra la espalda, señor. Luego, os llevaremos al parapeto. Desde allí, hablaréis a vuestros amigos. Si les decís que se vayan, salvaréis la vida.
—Lo haré —dijo Eduardo, porque no tenía otra alternativa que una muerte segura.
De modo que le ataron las manos y Eduardo desde el parapeto dijo a los sitiadores que, a menos que quisieran verlo muerto, debían dispersarse e irse, ya que los que lo habían capturado se proponían entregarlo mediante la catapulta.
Sir Warren se retiró presurosamente; y, cuando comunicaron a Leonor lo sucedido, lloró de ira.
* * *
Simon de Montfort llegó presurosamente a Wallingford. La noticia de la tentativa de Basingbourne lo había impresionado. Hubiera podido tener éxito fácilmente. La idea de arrojar a Eduardo con la catapulta había sido brillante. Pero un castillo mal defendido no era el lugar más indicado para los cautivos.
Le trajeron los prisioneros a la sala de recepción del castillo.
—Señores —les dijo—. Lamento que os hayan tratado tan irrespetuosamente. Os aseguro que la intención no ha sido mía.
—Pues no has expresado tu intención muy claramente —replicó Eduardo.
—Si no la habéis comprendido, lo lamento —respondió Simon, tranquilamente—. Es cierto que vuestros movimientos están limitados, pero confío en que no os faltarán comodidades en el castillo.
—¡Traidor! —gritó Eduardo.
Los demás guardaron silencio. Simon se encogió de hombros y se volvió hacia el rey.
—Mi señor, si esto sucedió no fue por deseo mío. Las leyes del país deben ser aplicadas con justicia. Nuestro parlamento lo hará, y si podemos llegar a algún acuerdo…
—No haremos acuerdos contigo —dijo con firmeza el rey.
—Entonces, continuaré con el asunto que he venido a comunicarles. Debéis prepararos para partir de Wallingford.
—¿Cuál será nuestra próxima prisión?
—Irán a Kenilworth.
—¡Kenilworth! —exclamó Eduardo.
—Es mi castillo. Allí, os recibirá vuestra tía. Creo que os sentiréis más felices con un pariente.
Los cautivos callaban. Aquello era interesante. La castellana de Kenilworth era la propia hermana del rey. Sin duda, se mostraría cordial con sus parientes. Pero ellos debían recordar, también, que era la esposa de Simon de Montfort.
Ese día, los prisioneros partieron rumbo a Kenilworth, donde la hermana del rey, Leonor de Montfort, condesa de Leicester, los recibió con afecto.
—Por lo menos, aquí no parecerá que estamos prisioneros —dijo Eduardo.
—¡Leonor!
Los ojos del rey se llenaron de lágrimas al ver a su hermana.
Esta lo abrazó y dijo:
—¡Oh, Enrique! Esto es algo lamentable. Ricardo, Eduardo… Yo habría querido que vinieseis aquí en otras circunstancias.
—No nos culpes de las circunstancias —dijo Eduardo.
El rey alzó una mano para imponer silencio. Simon de Montfort era el marido de la princesa Leonor y ellos no debían tomar a mal que ella le fuese leal.
Todos se sentaron en la sala de recepción. Aquello parecía una visita de familia, pero, desde luego, ellos sabían que el castillo estaba rodeado por los guardias de Simon de Montfort y que aquella cárcel era más sólida que Wallingford.
Los largos días de cautiverio transcurrieron lentamente. La condesa hacía todo lo posible para que se sintieran más cómodos. Ahora, les permitía criticar a Simon y les dio a entender claramente que, aunque quería tratar a su familia como tal mientras estuviese bajo su techo, creía a todas luces que su marido se había comportado de una manera justa.
—Leonor siempre ha sido una mujer de fuertes principios —dijo el rey a su hermano—. Y cuando se ha resuelto a seguir un camino se requerirían hombres fuertes para apartarla de él… y luego ella los aventajará en astucia.
Sólo podía admirarla. Su hermana había resuelto casarse con Simon de Montfort cuando éste no parecía ser más que un aventurero, pero había adivinado en él cierta grandeza, porque Enrique tenía que reconocer que un hombre capaz de quitarle su país a su legítimo rey y erigirse en gobernante a su vez, por extraviado que pudiera ser, tenía una fuerza poco usual.
Ahora, en una forma digna y que Enrique sólo podía admirar, su hermana desempeñaba el papel de anfitrión de sus parientes cautivos, mientras no olvidaba ni por un momento la lealtad que le debía a su esposo.
Llegó la Navidad y la condesa se esforzó en que los festejos fuesen lo más alegres que resultara posible en esas circunstancias, pero varios guardias siempre permanecieron apostados en ciertos puntos del castillo y otros acampados fuera de las murallas.
Eduardo se sentía desencantado.
No parecía haber esperanzas de evasión. Mientras tanto, Simon de Montfort, con su flamante parlamento, controlaba el país.
* * *
Se presentaron dificultades para Simon desde una dirección inesperada. Uno de sus partidarios más firmes era Gilbert de Clare, conde de Gloucester, el nieto de aquella Isabela que había sido la primera esposa de Ricardo, rey de los romanos. Gilbert, de veintitantos años —y a quien llamaban El Rojo por el color de sus cabellos— era, a causa de la herencia que le había legado su padre al morir pocos años antes, uno de los barones más influyentes del país. Era gran amigo de Simon, a quien admiraba mucho y dadas sus riquezas y su energía, había llegado a ser su segundo en el liderato de los barones. Fue Gilbert quien tuvo el honor de recibir la espada de manos del rey cuando éste fue tomado prisionero en Lewes. Había intervenido en la concertación de la tregua entre el rey y los barones que se conoció con el nombre de Acuerdo de Lewes y en el cual se confirmaron las Estipulaciones de Oxford. En dicho acuerdo, había una cláusula especial que eximía a Simon de Montfort y a Gloucester de todo castigo por su conducta.
Gloucester era joven e impresionable y, para él, los amigos de un día podían convertirse en los despreciados enemigos del día siguiente. Era voluble, hecho que no había notado Simon en los primeros tiempos de su amistad con él.
Muchos de los partidarios del rey que huyeran de Lewes se habían refugiado en la región del país próxima a la frontera de Gales que se conocía con el nombre de Ciénagas de Gales. A los señores feudales que poseían castillos allí, los llamaban Señores de la Frontera y habían sido siempre una fuente de irritación para los ingleses. A Simon le parecía que Gloucester, lejos de obligar a los Señores de la Frontera a entregar a aquéllos a quienes daban refugio, los protegían.
Esto era desconcertante.
Gloucester empezó a imputarle cargos a Simon de Montfort. Declaró que se había apoderado de la mayoría de los castillos confiscados después de la derrota del rey en Lewes y, al discutir el asunto con su esposa, Simon se mostró inquieto.
Si el rey recuperaba algún día la corona… ¿qué sería de él y de sus hijos? Simon recordó a la princesa Leonor la cláusula del Acuerdo de Lewes, pero su esposa meneó la cabeza.
—¿Crees que la tendrían en cuenta? —dijo—. Seguramente, nos veríamos obligados a huir del país. Y hacerlo a tiempo. La venganza sería terrible. Aunque Enrique se mostrara misericordioso, Eduardo no lo sería.
—Querida, no debemos pensar en una derrota.
—No, pero creo que hay que tenerla en cuenta. Conviene estar preparados para todo lo que pueda suceder.
—Debo hablar con Gloucester sin tardanza. Tengo que descubrir qué hay en el fondo de todo esto.
—Puedes dejarme, sin dificultad, a cargo de tus prisioneros.
—Lo sé. Enrique y su hermano estarán a salvo. A quien temo, es a Eduardo. Creo que, en este momento, está planeando fugarse. Es distinto de su padre. Hay en él un gran rey futuro, pero, por ahora, es joven y temerario. Pienso que intentará huir. No, tengo que hablar con Gloucester, pero me llevaré a Eduardo.
—¿Y dejarás aquí a los demás? Creo que será lo más prudente.
Cuando Eduardo se enteró de que iba a abandonar Kenilworth, se sintió excitado. Cualquier cosa era mejor que aquella inactividad.
* * *
El viaje resultó más emocionante que lo que se atreviera a esperar. Eduardo no tardó en descubrir que había traidores en el campamento de Simon. Un hombre tal como Simon de Montfort, que había logrado tanto era admirado por algunos hasta la adoración, tenía que suscitar envidia y, aunque muchos estaban dispuestos a morir por él, otros estaban prontos a arriesgar la vida para causarle daño.
Estos últimos podían serle útiles a Eduardo.
Uno de ellos era Thomas de Clare, el hermano menor del conde de Gloucester. Thomas logró cambiar unas palabras con él mientras cabalgaban juntos.
—Mi señor, tenéis amigos entre nosotros —murmuró.
—Me complace oírlo —repuso Eduardo.
—Vuestra madre, la reina, está reuniendo un ejército que está casi listo para ponerse en marcha.
—Lo he oído decir —repuso Eduardo.
—Si pudierais uniros a él… con algunos de vuestros leales amigos que esperan el momento de serviros…
La conversación fue interrumpida, pero Eduardo estaba cobrando ánimos. Aquel indecoroso estado de cosas iba a terminar. Lo presentía. No estaba predestinado a seguir siendo un cautivo.
En otra ocasión, Thomas de Clare le dijo:
—Hay un plan, señor. Roger Mortimer está dispuesto a prestar su ayuda.
—¡Mortimer! —exclamó Eduardo—. Es un traidor.
—Ya no lo es, mi señor. Es cierto que prestó su apoyo a de Montfort, pero dejará de hacerlo apenas llegue el momento de ayudaros.
—¿Puedo confiar en un hombre que ha sido traidor?
—Mortimer no se considera un traidor. Dice que le presta un servicio a Inglaterra y que creyó que podía hacerlo, mejor que nada, a las órdenes de Gloucester. Ahora, ha cambiado de idea… como mi hermano. De Montfort es un hombre ambicioso. Se ha apoderado de los castillos del rey. Los soldados se están volviendo contra él. Podéis confiar en Mortimer. Además, su esposa ha apoyado siempre a la reina y a vuestro padre. Ha inducido finalmente a su marido a cambiar de bando y él lo ha hecho.
—No me gustan los hombres que cambian de bando.
—Debe bastaros el hecho de que quieran serviros. Necesitáis a hombres que abandonen a Leicester y vayan hacia vos.
—Tenéis razón, Thomas. ¿Qué hará Mortimer?
—El plan es muy sencillo, mi señor. Cuando lleguemos a Gloucester, gozaréis de cierta libertad. El conde de Leicester desea que la realeza no sea humillada. Haréis ejercicio en los terrenos del castillo. Todos saben cómo os gustan los caballos. Desafiaréis a los guardias que os acompañen, afirmando que sus caballos no son tan buenos como el vuestro y que queréis poner a prueba su resistencia. Serán cuatro. Los invitaréis a disputar una carrera y galoparéis hasta que todos los caballos, inclusive el vuestro queden exhaustos. Luego, montaréis y os alejaréis. No os seguirán, porque sabrán que así no podréis llegar muy lejos. Pero, entre los árboles, os estará esperando lord Mortimer, con un caballo fresco. Lo montaréis y os iréis con él. Vuestro otro caballo volverá al castillo… sin vos.
—El plan es sencillo —dijo Eduardo—. ¿Dará resultado?
—Sois vos quien debe decidirlo, mi señor.
—Lo haré —exclamó Eduardo—. ¡Por Dios que lo haré!
* * *
Y estaba dando resultado. Los guardias le creyeron. Siempre lo habían apasionado los caballos.
Los pondría a prueba, dijo. Había que ver cuál de los cinco —ellos cuatro o él— eran los mejores jinetes. Eduardo insistió en que disputaran la carrera. Galoparon repetidas veces alrededor del castillo. Eduardo logró correr a la par de uno o dos de ellos e insistió en que volvieran a correr… los cinco.
A los guardias, aquello les pareció un pasatiempo tan aceptable como cualquier otro. Sus caballos se fatigarían, pero pronto iba a anochecer y podrían volver directamente a las caballerizas.
Eduardo ganó la carrera. Los caballos concluyeron sudorosos y ya no podían servir de mucho.
—Pobrecito —dijo Eduardo, dando una palmada en la cabeza al suyo—. Creo que ya has hecho bastante. No te preocupes. Te has portado bien y descansarás.
Los guardias dirigían a sus caballos hacia las caballerizas. Y Eduardo iba con ellos.
Se rezagó y, bruscamente, desvió a su cabalgadura hacia la arboleda próxima, a poca distancia del lugar donde habían disputado las carreras.
Su corazón latía con un brío salvaje, pleno de esperanza, porque allí estaba Roger de Mortimer, de acuerdo con lo convenido. Montaba un caballo y tenía de la rienda a otro… vigoroso, fresco, pronto para galopar velozmente.
Eduardo dijo:
—Gracias a Dios.
Y montó de un salto sobre el caballo fresco.
—¿Adónde vamos? —preguntó.
—Seguidme, mi señor.
A los pocos segundos. Eduardo se alejaba de allí al galope, a salvo ya.
* * *
En Ludlow, lo esperaba el conde de Gloucester. El conde lo recibió con gran respeto y lo felicitó por su fuga.
—Mi señor —dijo—, en el país, hay muchos barones dispuestos a serviros. Se oponen aún al rey, pero, si les prometéis ciertas cosas, estoy seguro de que estarán prontos a seguir vuestras órdenes.
—¿No creeréis que pienso oponerme a mi padre?
—Me interpretáis mal, mi señor. Los barones quieren simplemente que les deis ciertas seguridades y os pedirán que induzcáis a vuestro padre a dejar de obrar en la forma que los ha llevado a la rebelión. El pueblo quiere que vuelvan a regir las buenas leyes de antaño. Quiere la abolición de las malas costumbres que acaban de instaurarse en el país. Hay que eliminar a los extranjeros del consejo y expulsarlos. No se debe permitir que conserven los castillos que les han concedido ni que tomen parte en el gobierno. Lo único que pedimos es que Inglaterra sea gobernada de nuevo por ingleses. Si vencéis, si derrotáis a Simon de Monfort, ¿lo haréis? Si me dais solemnemente vuestra palabra, puedo prometeros la ayuda de poderosos señores.
—Lo juro —dijo Eduardo.
—Entonces, convocaré a un consejo que estará dispuesto a trabajar con vos.
—Por favor, hacedlo —gritó Eduardo.
Le fue grato conseguir la ayuda de Hugh Bigod y el conde Warrene.
Eduardo se sintió jubiloso. Era libre. Iba camino de la victoria. Estaba resuelto a aprender de sus errores del pasado para que no le volviera a suceder nada parecido.
Con un buen ejército —ya que un número creciente de barones acudía en su ayuda— Eduardo tomó posesión del país a lo largo del Severn y destruyó los puentes, para cortar el paso al ejército de Montfort. Sabía que el hijo de Montfort, llamado también Simon, estaba reuniendo un ejército en Londres, donde abundarían los voluntarios para combatir contra el rey y se esforzó en impedir el enlace entre las tropas de Montfort y ellos.
Le llegó la noticia de que el hijo de Montfort había emprendido la marcha y llegado a Kenilworth. Entonces, la situación pareció cambiar y Eduardo no logró consumar su plan de separar a ambos ejércitos, sino que se vio atrapado entre ellos, lo cual distaba de ser una situación envidiable.
Pero había buenas noticias. La reina, más infatigable que nunca en sus esfuerzos, había logrado reunir un ejército y esperaba en la costa francesa que el tiempo fuera propicio para cruzar el Canal de la Mancha. En aquel momento, las tempestades hacían imposible la travesía, pero era un consuelo saber que ese ejército estaba ahí.
Cuando Eduardo se hallaba en su tienda de campaña con Thomas de Clare, Mortimer y Warrene, estudiando las posibilidades de atacar a las fuerzas enemigas y la posición que ocupaban entre los contingentes de Simon de Montfort y los de su hijo y Eduardo decía que no debían ser imprudentes, recordando cómo había causado la derrota del rey en Lewes, trajeron al campamento a una mujer.
¡Una soldadera! Eduardo se preguntó para qué habría pedido que la dejaran hablar con él.
Aquella mujer era alta y su rostro estaba oculto por una capucha, de modo que no resultaba fácil decir si era bella o no. Eduardo no tenía deseos de divertirse con mujeres. Había renunciado a sus escarceos amorosos desde que sentara cabeza con su esposa; además, ahora tenía que pensar en sus planes militares.
—¿Quién es esa mujer? —preguntó—. ¿Y por qué me la traéis?
—Dice llamarse Margot, mi señor —respondió el guardia que la había traído—. Y quiere hablar con vos.
—¿Para qué? —exclamó Eduardo y se disponía ya a ordenar que se la llevaran, cuando recordó una vez más su conducta imprudente de Lewes.
—Déjala con nosotros —dijo y el guardia se retiró.
—Hacedme el favor de decirme a qué habéis venido —dijo Eduardo.
Margot se quitó la capa y resultó evidente que no se trataba de una mujer.
—Mi señor —dijo la presunta “Margot”—, os ruego que me escuchéis. Quiero servir al rey y a vuestra noble persona. Vengo de Kenilworth.
—¡Ah! —dijo Eduardo—. Continuad.
—El traidor de Montfort le ha dado orden a su hijo de que os ataque. Se propone estrangular vuestras fuerzas entre ambos ejércitos.
—Lo sabemos muy bien.
—El ejército que hay en Kenilworth no es tan disciplinado como el de Montfort padre. No espera un ataque. Espera la señal de Simon de Montfort para avanzar y ofrecer batalla. De noche, no están bien custodiados. Dejan sin cuidado a sus caballos y sus armas. Sería muy sencillo internarse allí en la oscuridad y destruirlos.
Eduardo miró a sus amigos.
—Eso parece tener algún sentido —opinó. Y agregó—: ¿Debemos confiar en este hombre?
—… He venido aquí arriesgando mi vida por el rey. Si no me creéis, no sigáis mi consejo. Conservadme prisionero hasta que comprobéis mi lealtad.
Eduardo estaba a punto de recompensar a aquel hombre y de despedirlo, pero volvió a recordar su imprudencia de Lewes.
—Hagámoslo —dijo—. Si comprobamos que sois realmente nuestro amigo, seréis recompensado.
* * *
La noche era oscura. El castillo estaba en silencio. Sólo aquí y allá, en las almenas, se veía oscilar alguna antorcha. Lentamente, sin ruido, Eduardo y un contingente escogido de soldados se arrastraban hacia el reducto. A poca distancia estaba apostado el grueso de su ejército listo para el ataque.
“Margot” no le había mentido. Las tropas de Simon de Montfort fueron tomadas de sorpresa por completo. Todos los que estaban de guardia en el castillo fueron capturados en el término de media hora, con sus armas. Los que estaban en sus camas, fueron atrapados sin ropa y desde luego sin la protección de su armadura.
A muchos de ellos, los mataron. Algunos lograron escapar y uno de los que lo consiguieron, con gran pesar de Eduardo, fue el hijo de Simon de Montfort.
Este, triste, desilusionado, vencido por su propia negligencia, con unos pocos de sus seguidores, logró llegar a las caballerizas, montar a caballo y ponerse a salvo.
Para Eduardo y sus amigos, aquello fue un triunfo que casi borró la deshonrosa derrota de Lewes. Además, ahora había que afrontar a un solo ejército.
Eduardo envió en busca de “Margot” y le dijo que dijera qué recompensa quería, a lo cual aquel hombre le contestó que lo único que pedía era la oportunidad de servir a su señor Eduardo.
El joven príncipe le tendió la mano.
—Sois mi amigo —le dijo—. Mi amigo por todo el tiempo que queráis.
Evidentemente, las fuerzas de Eduardo no debían demorar. Tenían que atacar a Simon de Montfort antes de que éste comprendiera lo sucedido con el ejército de su hijo.
Su mayor posibilidad, consistía en la sorpresa.
—A Evesham —fue el grito.
* * *
En el castillo de Evesham, Simon de Montfort creía que la victoria estaba al alcance de la mano. Ahora, su hijo debía de haberse enfrentado con las tropas de Eduardo. Y era un buen general. Elegiría el momento adecuado para el ataque.
Durante aquellas últimas semanas, Simon de Montfort se sentía muy preocupado. Estaba inquieto desde que se enterara de la fuga de Eduardo. Le temía poco al rey. Sabía que era un hombre ineficaz atrapado en las redes del gran afecto que le inspiraba su familia. Había dejado que ese sentimiento gobernara su vida y, en su deseo de complacer a la reina, había obrado en forma opuesta al bien de sus súbditos. Simon podía comprender esto; pero Enrique había llevado aquel afecto hasta extremos exagerados, franqueando los límites del buen sentido.
El país debía ser gobernado por un rey y por su parlamento. Eso era lo que se proponía Simon y lo estaba logrando. Un parlamento que representara a las ciudades, los burgos y los condados. Era el único método sensato, a su entender. Y lo había conseguido. Podía enorgullecerse de ello. Todo había marchado bien, hasta que aquellos estúpidos habían dejado escapar a Eduardo.
Entonces, oyeron a lo lejos el avance de algo que podría ser un ejército hacia el castillo de Evesham.
Simon fue con su barbero Nicolás a la torre de la abadía, ya que Nicolás no sólo tenía una vista excepcionalmente sagaz, sino que también era un experto en el conocimiento de las armas.
—¿Qué ves, Nicolás? —preguntó Simon.
—Señor, distingo a los abanderados de Montfort. Ostentan bien en alto vuestros estandartes.
—¡Dios sea loado! Es mi hijo. Sabía que no tardaría en llegar aquí.
Simon se sentía jubiloso. Su hijo había eludido al ejército de Eduardo o lo había destruido y lo más probable era que hubiera sucedido esto último. Eso pondría término a la rebelión de Eduardo. Sería un triunfo para él y para la justicia.
Sus fuerzas se sentirían encantadas. No debían prepararse para una guerra, sino para una feliz reunión. Ambos ejércitos, juntos, serían invencibles, y su hijo podría narrarle su victoria.
En ese momento. Nicolás se le acercó, pálido y trémulo.
—Señor, veo otras banderas. Sólo llevan los estandartes de Montfort en el furgón del ejército.
—¿Qué ves? Dímelo pronto.
—Mi señor, distingo los triples leones de los estandartes de Eduardo y de Roger de Mortimer.
—¡Que Dios nos ayude! —gritó Simon—. Nos han engañado. ¿Qué significa eso? ¿Cómo se han apoderado de los estandartes de mi hijo?
No había tiempo para meditarlo. Tenían que entrar en acción sin tardanza. Pero habían perdido un tiempo precioso y el enemigo estaba ya casi sobre ellos.
Simon era un hombre de gran talento militar, pero comprendió que había perdido su ventaja. Reunió a sus tropas con toda la rapidez posible. Muchos de sus soldados creían aún que el ejército en marcha hacia el castillo era su aliado y tardaron en comprender que debían prepararse para una batalla.
Realmente, la ventaja de que disponían se había perdido y Simon sabía muy bien la importancia que eso tenía.
“Hemos sido engañados”, pensaba una y otra vez. “¿Qué le ha sucedido a mi hijo? Ese Eduardo se ha convertido en un hombre y yo lo consideraba un chiquillo imprudente”.
Ellos lo habían engañado y él debía engañarlos, a su vez. Gracias a Dios, tenía en su poder al rey. Debía ponerlo en el primer plano de la batalla y oponerlo a su hijo, que había venido a rescatarlo.
Simon había tenido tiempo de poner orden entre sus tropas y se ubicó en lo alto de una colina, desde la cual podía observar el avance del enemigo.
—¡Avanzan con habilidad! —exclamó—. Eduardo ha aprendido de mí sus métodos. Nunca volverá a cometer la locura de Lewes. En la lucha conmigo, se ha convertido en un gran general.
Habían pasado dos horas después del mediodía y el cálido sol de agosto estaba ya en su cenit. La batalla había empezado.
* * *
¡Qué vergüenza! ¡Estar al frente de las tropas del enemigo! ¡Que lo trataran así a él, el rey! ¿Cómo se atrevía Simon de Montfort, su propio cuñado, a infligirle aquel trato indigno? ¿Sería aquello el fin? Lo matarían en la batalla… ¡Lo mataría su propio hijo, que lo confundiría con un enemigo!
Pensó en su adorada Leonor, que trabajaba con tanto tesón por él del otro lado del Canal de la Mancha. Pensó en su querido hijo. ¡Qué angustia sentiría cuando supiera que sus soldados habían matado a su propio padre!
“¡Maldito seas, de Montfort!”, pensó. “¡Ojalá yo no te hubiese dispensado nunca mi favor!”.
Le enorgullecía ver la superioridad de las fuerzas de Eduardo, la ventaja que le había dado su sorpresa inicial. Ese día obtendría la victoria. Él lo sabía. Eduardo se alegraría del triunfo, pero… ¡cómo lo lamentaría cuando encontrara el cadáver de su padre en el campo de batalla!
La lucha se hizo más encarnizada. Los soldados de Eduardo se cerraban sobre el castillo. Una lanza le perforó el omóplato al rey y se volvió y vio los ojos criminales de su atacante, cuyo brazo se había levantado para rematar su obra.
—¡Deteneos! —gritó—. Soy Enrique de Winchester, me ha puesto aquí el traidor de Montfort. Matadme y responderéis de ello ante el señor Eduardo.
El soldado vaciló. Por un momento, pareció que trataría el exabrupto del rey con desprecio. Pero uno de los barones estaba cerca y Enrique reconoció en él a Roger de Leyburne.
Le gritó quién era.
—¡Por Dios, es el rey! —exclamó Roger—. ¡Detente, hombre! Ten cuidado de no hacerle daño. Venid, mi señor.
Cuando Eduardo vio a su padre, lo abrumó la alegría.
Lo tomó del brazo y lo condujo a un lugar seguro. En los ojos de Enrique, había lágrimas de alegría.
—Hijo mío —dijo—, nunca me he sentido más orgulloso que hoy.
* * *
La batalla concluyó al anochecer, con una victoria completa de Eduardo y los realistas. La matanza había sido terrible. Tanto Simon de Montfort como su hijo Enrique murieron en la lucha. No se dio cuartel. La carnicería fue espantosa; en el campo de batalla, mataron a ciento sesenta de los caballeros de Simon de Montfort y a un número incalculable de soldados.
Con eso no bastaba. La soldadesca de Eduardo vagabundeó al anochecer por el campo de batalla y al encontrar los cadáveres de Simon de Montfort y su hijo Enrique, aquella gente profirió gritos de placer; se arrojó sobre ellos, les arrancó su armadura y con repulsivos gritos de júbilo que no parecían proferidos por gargantas humanas, los mutilaron en las formas más indecorosas que se les ocurrieron. Y así, concluyó el gran conde Simon de Montfort.
* * *
El joven Simon, hijo del conde de Montfort, que había huido de Kenilworth, había reunido los restos de su ejército y marchaba sobre Evesham.
A lo lejos, vio a una banda de parranderos borrachos que izaban algo sobre sus cabezas y cantaban canciones obscenas. Cuando el hijo de Simon se acercó, vio lo que llevaban. Era un espectáculo que jamás olvidaría.
¡La cabeza de su padre sobre una pica!
—¡Ojalá me hubiese muerto antes que ver esto! —exclamó.
Y, cambiando de rumbo, se dirigió de regreso a Kenilworth.
Allí lloró la pérdida de su padre y de su causa; y, con el tiempo, su dolor fue reemplazado por un gran anhelo de venganza contra los que humillaran así a un gran hombre.
Mientras tanto, los soldados, con su horripilante carga, seguían su marcha.
Su trofeo era un regalo de Hugh Mortimer a su condesa, que había sido siempre fiel a la causa del rey.
La condesa oraba en su capilla cuando ellos llegaron y, al ver lo que habían traído, profirió gritos de alegría y agradeció a Dios su bondad.