La novia de Castilla
LA NOVIA DE CASTILLA
Eduardo tenía quince años. Robusto, sano, era un caudillo nato. Esto había resultado evidente desde que tuviera cinco años de edad. Había asumido siempre ese papel entre sus compañeros de juego. Su primo Enrique, el hijo de Ricardo de Cornwall, era un niño valiente que descollaba en todos los deportes, pero era más caviloso que Eduardo, más afecto a sus libros. Eduardo habría podido ser un erudito, tenía capacidad para aprender y la ejercitaba hasta cierto punto, pero al aire libre había muchas cosas que lo tentaban. Él quería ser el jinete más veloz, arrojar las flechas más lejos que nadie; sus halcones tenían que ser los mejores. Debía planear los juegos a que se dedicaba con sus compañeros y desempeñar el papel principal.
La circunstancia de que era el hijo mayor del rey y el heredero del trono constituía un hecho que todos debían tener en cuenta. Los hombres ya eran serviles con él y las mujeres se mostraban ansiosas de agradarle. Eduardo sabía que a la reina le resultaba casi insoportable la idea de separarse de él; sabía, también, que su progenitor lo quería más que a sus demás hijos y eso a pesar de ser un padre devoto para ellos. Él, Eduardo, era el centro de la corte y no podía dejar de notarlo a cada paso.
Sus primos, los Montfort, lo hostigaban sin cesar para que hiciera cosas. Sabían muy bien el conflicto existente entre su padre y el rey, y el hecho de que el monarca les tenía antipatía. Trataban siempre de demostrar que ellos eran mucho más audaces que los demás niños. Parecía que, cuanto más impopular era su padre con el rey, más ansiaban ellos demostrar su realeza.
El prudente Enrique de Cornwall los contenía sin cesar, un hecho que les causaba resentimiento y, por eso, había siempre cierta tensión entre los adolescentes de la casa real.
Enrique, que era mayor, notaba que los hijos de Montfort impulsaban a Eduardo a cometer actos imprudentes. Lo incitaban a hacer cosas que Eduardo, en realidad, no quería hacer y que, de haber sido por él, lo habrían avergonzado. Pero los Montfort se las componían para que pareciera que privarse de aquello sería una debilidad.
Por eso, durante ese período, Eduardo se vio inducido a menudo a diversas fechorías y, cuanto más lo reconvenía Enrique, más audaces se mostraban los hijos de Montfort y más resueltos a que Eduardo compartiera su riesgo y, si no lo hacía, insinuaban que era por falta de coraje.
Desde que le habían dado autonomía, Eduardo se había habituado a galopar por los campos con unos doscientos servidores y, cuando pasaban por las aldeas, aquel grupo se divertía con la gente del pueblo, volcándole los carros, robándole los caballos y quitándole las muchachas; y lo que había empezado por ser unos juegos briosos, se convertía ahora en crueles actos de despojo; y, cuando la gente descubría que el joven heredero de la corona estaba a la cabeza de aquella banda, meneaba la cabeza con aire de consternación y se preguntaba qué clase de rey sería. Recordaban que el rey Juan se había portado de una mañera análoga. No tendrían otro monarca como él. Enrique era débil, derrochador, favorecía a los extranjeros; pero, por lo menos, era un hombre profundamente religioso, un buen marido, un buen padre y enemigo de la violencia.
Ahora que el rey no estaba en el país y la reina y Ricardo de Cornwall eran corregentes, Eduardo parecía entregarse cada vez más a aquella conducta desenfrenada y estúpida.
Cuando su primo Enrique trataba de reprochársela, Eduardo le decía que se callara.
—Si no quieres acompañarme, haz el favor de quedarte —era su comentario.
Enrique aprovechaba esta insinuación y a menudo se quedaba en casa.
Comenzó a ser voz corriente que cuando Eduardo había pasado por una aldea, era como si hubiese llegado una horda de soldados enemigos o como si el pueblo hubiese sido invadido por una peste y lo hubieran abandonado todos sus habitantes.
En cierta ocasión, la desordenada banda irrumpió en un priorato, donde los monjes estaban comiendo su frugal cena; los invasores los echaron, se comieron sus viandas y apalearon a los criados del priorato.
En esa oportunidad, aquello pareció muy gracioso, pero, cuando se lo contó a su primo Enrique, Eduardo se enfureció al advertir que su conducta le parecía despreciable.
—Fue muy divertido —murmuró Eduardo.
—¿Qué? ¿Para los monjes?
—¡Los monjes! Su vida es tan aburrida… Fue una hora de excitación que recordarán durante todo el resto de sus días.
—Con el mayor resentimiento, no lo dudes. Eduardo, eres el heredero del trono. Debes recordarlo. Debieras tomar en serio tu situación.
—Y tú deberías recordar quién soy y no decirme qué debo hacer.
—Te lo digo porque temo por ti. ¿Quieres que el pueblo te odie antes de que seas rey?
Eduardo se echó a reír.
—¿Qué me importa eso? No son ellos quienes habrán de juzgarme.
—Todos los hombres se juzgan mutuamente, pero nunca con tanta severidad como la que usan al juzgar a los reyes.
—Siempre quieres estropear mis diversiones —repuso Eduardo, enojado y se alejó.
A los pocos días, su primo formaba parte de uno de esos grupos y cabalgaba a su lado. Su crítica seguía hiriendo a Eduardo, quien había tratado de olvidar sus palabras, pero ello le insultaba imposible. Volvían sin cesar a su mente y lo preocupaban. Esto, hacía reaparecer su irritación contra Enrique. Su primo no tenía derecho de juzgarlo. Era austero. Era un aguafiestas. Se las daba de sabio por el solo hecho de que le llevaba cuatro años.
Cuando avanzaban por la carretera, apareció un muchacho. Sólo podía tener un año más que Eduardo, aproximadamente. Vio a la cabalgata, vaciló y los reconoció. Se quedó inmóvil en la mitad del camino, tan asustado estaba. Eduardo y sus seguidores eran el terror de la comarca y aquel muchacho había estado caminando concentrado en sus pensamientos y, de pronto, se había visto entre ellos.
—¿Qué haces aquí, muchacho? —le preguntó Eduardo.
El niño estaba demasiado asustado para contestarle.
—¿De modo que no tiene lengua? —gritó Guy de Montfort—. Si no sabe usarla, merece perderla.
—¿Oyes, muchacho? —gritó Eduardo.
Pero el niño no podía hablar o no sabía qué responder.
—¡Atrapadlo! —gritó Eduardo.
Dos de sus hombres habían desmontado rápidamente.
—¡Ved cómo me mira! —gritó Eduardo—. ¡Es un insolente!
—Debiera perder los ojos por su insolencia —dijo una voz.
Enrique gritó:
—No, dejadlo ir. No le hace daño a nadie.
—Me disgusta —replicó Eduardo, irritado y resuelto a hacer caso omiso del consejo de Enrique.
Uno de los hombres había aferrado el cabello del muchacho y dijo:
—Tiene dos orejas, mi señor.
Luego, sacó la espada y la levantó.
—¿Le quito una de ellas, señor, ya que parecen serle tan poco útiles?
—Oh, cruel… —murmuró Enrique.
Eduardo, de pronto, tuvo un acceso de ira.
“¿Ha de decirme Enrique qué debo hacer?” se preguntó. “Enrique es un débil… teme enajenarse la buena voluntad del pueblo. Yo le haré ver”.
—¡Quiero su oreja! —dijo.
La espada cayó y el niño se desplomó, desmayado. El hombre que blandía la espada se inclinó ante Eduardo, con el pedazo de carne sangrante en la mano.
—¡Dios mío! —gritó Enrique—. No quiero tener que ver con esto.
Desmontó de un salto y levantó al muchacho. Le murmuró:
—No tengas miedo. Te llevaré a tu casa. No te harán más daño.
En el grupo reinó el silencio, mientras Enrique se alejaba con el niño en sus brazos.
—¡Adelante! —gritó Eduardo.
Cuando se hubieron alejado, un caballo esperaba pacientemente el regreso de su amo.
Asqueado por lo que había sucedido y después de haber dejado todo el dinero que llevaba consigo en la casa de aquel muchacho, Enrique volvió al palacio.
* * *
Enrique apenas miraba a su primo. Le resultaba insoportable verlo. Sentía náuseas cuando ambos se encontraban.
Nunca olvidaría aquel cuerpo que temblaba entre sus brazos y la desenfrenada crueldad que le había revelado lo sucedido.
Pediría a su padre que lo dejara marcharse al extranjero. No quería ya estar en compañía de Eduardo. Creía que nunca podría volver a mirarlo sin ver la cabeza mutilada de aquel niño.
Cuando Eduardo regresó al castillo, quiso estar a solas. Cuando lo estuvo, se sentó sobre la cama y ocultó la cabeza entre sus manos.
¿Por qué tenía que sentirse así?, se preguntó. ¿Por qué no podía borrar de su memoria la imagen de la cabeza sangrante de aquel niño y la mirada de desprecio de Enrique?
Luego, pensó en el niño. Llevaría su mutilación consigo a lo largo de toda su vida y, cuando la gente le preguntara qué significaba eso, diría: lo hizo Eduardo.
Enrique tenía razón. Aquel acto había sido algo estúpido, insensato. No le aportaba ningún bien a él y significaba un dolor terrible para aquel niño y su familia. Y todo porque había visto la mirada de sus primos los Montfort… prontos a burlarse de él, a burlarse todo lo que se atrevían a hacerlo, prontos a llamarlo cobarde.
Detestaban a Enrique porque, en cierto modo, le envidiaban. El padre de Enrique era el gran Ricardo de Cornwall, el hermano del rey, uno de los hombres más poderosos del país. Ellos habrían hecho cualquier cosa para dejar en situación desairada a Enrique, pero eso era difícil. Enrique, dados sus elevados principios, estaba lejos de ellos… lejos de todos ellos.
Eduardo siempre había mirado con respeto a su primo. Quería que Enrique tuviese una buena opinión sobre él. Desde sus primeros tiempos en la misma nursery, su primo había sido para él algo así como su hermano mayor.
Ahora, Enrique lo despreciaba.
Tenía que hablar con él. Quería explicarle. Averiguaría dónde vivía aquel niño y le mandaría alguna compensación. A Eduardo le parecía haber crecido repentinamente y notado lo estúpido que era. Su conducta no había sido la de un hombre que estaba haciendo su aprendizaje para ser un gran gobernante.
Decidió ir a la alcoba de su primo sin tardanza. Tenía que hablar con él.
Enrique no estaba allí.
—¿Dónde está mi primo? —le preguntó a uno de los criados.
—Mi señor, se fue esta mañana, temprano.
—¿Se fue? No me dijo nada.
Eduardo se quedó con los ojos fijos en el vacío, el rostro demudado.
Sabía que no gozaría de paz espiritual mientras no volviera a ver a Enrique.
* * *
Enrique encontró a su padre en Westminster, donde se hallaba desde que el rey partiera a la Gascuña. Como regente, Ricardo debía estar en el centro de los asuntos del Estado.
Cuando vio a su hijo, se le iluminaron los ojos. Amaba a aquel niño más que a nadie en el mundo… más que el poder, la riqueza o Sancha. Era un hijo del cual podía enorgullecerse. Alto y vigoroso. Ricardo no podía mirarlo sin recordar a su madre, porque se le parecía muchísimo. La pobre Isabela había sido una de las grandes beldades de su tiempo. Él no quería, en realidad, que se la recordaran, ya que lo avergonzaba un poco la forma como la había tratado. Aquel matrimonio estaba condenado desde el primer momento. Pero le había dado a Enrique y ningún hombre podía pedir un hijo mejor.
Enrique no sólo era valiente y varonil, sino también bueno. Era un hombre a quien los demás podían seguir debido a su esencial honestidad e integridad, evidentes para todos los que lo conocían. Por parte de madre, era el nieto de aquel William Marshal, uno de los mejores hombres que habían existido. William Marshal jamás se había apartado un ápice del sendero del honor y del deber. Enrique era también así. Sí, él debía estarle agradecido a Isabela. Por parte de padre, su filiación se remontaba al rey Juan, a Enrique II y hasta el propio Conquistador. Y eso había producido aquel hijo suyo.
Lo aferró estrechamente entre sus brazos.
—Bienvenido, hijo mío. Me alegra verte.
—¿Cómo estás, padre?
—¡Oh, bastante bien! Tengo mucho que hacer como corregente con la reina. Nunca resulta fácil trabajar con ella. Las cosas serían mucho más simples si estuviera solo. Te veo preocupado.
—He venido a pedirte consejo.
El rostro de Ricardo irradió placer. No había una sensación más agradable que la de saber que aquel hijo tan amado por él venía antes que nada a consultarlo cuando estaba en dificultades.
—¿Qué sucede, hijo mío? —preguntó.
—Quisiera dejar de servir a Eduardo.
—Ah… ¿Qué pasa? ¿Una riña?
—Siento que no puedo seguir soportando su conducta.
—Esas cabalgatas salvajes por el país… ese muchacho se está convirtiendo en un estúpido.
Enrique contó a su padre el episodio del niño que había perdido la oreja.
—¡Dios mío! —dijo Ricardo—. ¡Qué tonto es Eduardo! Se parece a su madre. No comprende que, en definitiva, será el pueblo quien decida si ocupará o no el trono. Y tú estabas ahí.
—Traté de hacerlo recapacitar, pero sabía que un consejo mío lo induce a obrar con mayor violencia aun. Eso ya ha sucedido en otras ocasiones. Llevé al niño a su casa y le di a su familia mi bolsa.
Ricardo asintió. Sabía que Enrique haría siempre lo justo.
—Siento que ya no puedo seguir al servicio de Eduardo —dijo Enrique—. Quiero irme al extranjero.
—¡Irte al extranjero! Eso significa marcharte a Gascuña y servir al rey. —Ricardo frunció el ceño—. Yo no quisiera eso. ¡Y abandonar a Eduardo! Algún día será el rey, ya lo sabes.
—Si ha de ser como nuestro abuelo, prefiero no estar a su servicio.
—Lo comprendo muy bien. Si ha de ser como su abuelo, no durará mucho como rey. Enrique, puedes quedarte conmigo. Nada me alegraría más. Eduardo querrá saber por qué lo has abandonado.
—Lo sabrá. Está bien enterado de lo disgustado que estoy, padre. No puedo seguir haciendo esas cabalgatas con él, las cabalgatas donde pueden ocurrir en cualquier momento esos insensatos actos de crueldad. No lo quiero, padre.
—Ni lo harás. ¡Por Dios que eres tan rey como él! Si no fuera que su padre me lleva unos pocos meses, serías tú el heredero del trono. ¡Qué felicidad depararía eso a los ingleses! Por eso, como hijo mío, no tienes por qué servir a tu primo si no quieres hacerlo. Pero no estoy de acuerdo con que te vayas al extranjero, Enrique. —Ricardo vaciló—. Ya has crecido bastante. Seguramente, sabes lo que está ocurriendo. La reina es cada vez más impopular y el pueblo no ama a su rey. Los barones han observado de cerca esa riña de Simon de Montfort con el rey. Puede llegar un día en que decidan tomar partido, como lo hicieron en los tiempos de tu abuelo. Enrique, tienes que quedarte aquí. Debes saber lo que está sucediendo.
—Ya me he enterado un poco —replicó Enrique—. He visto las miradas sombrías de la gente cuando pasa a caballo la reina. He oído lo que se murmura y, en ocasiones, los gritos.
—El estado de cosas no es muy saludable. No te veo con suficiente frecuencia. Quédate aquí, ya que no hay ningún motivo para que sigas perteneciendo al séquito de Eduardo si no lo deseas.
Eduardo no tardó en llegar a Westminster. Había venido en busca de su primo y quería hablar con él.
Cuando ambos quedaron a solas, Eduardo le asió las manos.
—Enrique, me has abandonado —le dijo, con tono de reproche.
—Sí —dijo Enrique.
—Es a causa de ese desdichado niño.
—Desdichado, sí… y para toda la vida. Piensa en lo que has hecho.
—No he pensado en otra cosa desde que sucedió. Nunca olvidaré el momento en que te vi con él en tus brazos.
—Me quedaré con mi padre —dijo Enrique.
—Quiero que vuelvas a mi lado.
—Prefiero quedarme aquí.
—Olvidas tu lugar, Enrique. Soy tu señor.
—¡Oh! ¿Qué harás si me niego a volver? ¿Me cortarás las orejas?
—Enrique, siempre hemos sido buenos amigos. Siempre hemos estado juntos. Quiero que las cosas sigan así. Hacíamos planes juntos, hablábamos de lo que haríamos cuando creciéramos. Siempre nos divertíamos tanto…
—Entonces, éramos unos chiquillos. Quizás te falte aún crecer un poco, ya que te proporciona placer vagabundear por el campo atormentando a la gente.
—Quiero terminar con todo eso.
—¡Cómo! ¿Renunciar a tus juegos? ¿A tus diversiones?
—Aquello no fue una verdadera diversión. Por eso quiero que vuelvas. Quiero ir a la casa de ese muchacho, quiero que vea mis remordimientos, darle dinero…
—Dudo de que el dinero pueda compensarle la pérdida de su oreja.
—Haré algo por él. Voy a hacer un juramento, Enrique. Si vuelves a mi lado, cambiaré. Sí, cambiaré. Ya no soy un niño. De pronto, me he dado cuenta de lo estúpido que ha sido todo eso. Algún día seré rey. Quiero ser un buen rey. Quiero ser como el gran Conquistador. Él no habría recorrido el país divirtiéndose cruelmente con la gente.
—No hubiera llegado a ser el gran gobernante que fue de haberlo hecho.
—Tienes tazón, Enrique. ¡Siempre has tenido razón! ¡Oh, escuché los consejos de los hijos de Simon de Montfort! Creo que han querido disminuirme ante el pueblo Cometí una estupidez. Les hice caso. No lo volveré a hacer, Enrique. Ya lo verás. De modo que vuelve a mi lado y nuestra primera tarea será compensarle lo sucedido a ese pobre muchacho.
Enrique vaciló.
—¿Hablas en serio, Eduardo?
—Te lo juro. Desde ahora, cambiaré de modo de vivir. Empezaré a prepararme para otra vida. Seré un gran rey cuando me llegue la hora, Enrique. Mi nombre será mencionado junto a los más grandes de mis antepasados.
Enrique tomó de la mano a su primo.
—Volveré a tu lado —dijo.
Dos días después, la reina fue a ver a su hijo, muy excitada.
—Tengo noticias del rey —exclamó—. Debemos prepararnos para reunimos con él, Eduardo. Tiene una novia para ti.
* * *
La comitiva real partió de Portsmouth un caluroso día de mayo y a la reina le excitaba mucho la perspectiva de reunirse con su marido. Los sentimientos de Eduardo eran heterogéneos. La perspectiva de un casamiento no le disgustaba y las informaciones sobre su prometida eran promisorias. Enrique se quedaba en Inglaterra con su padre, quien, al partir la reina, asumía íntegramente la regencia.
Sancha acompañaba a la reina y a Eduardo. Lamentaba abandonar a su esposo, pero tenía como compensación la compañía de su hermana y no podía perderse aquella oportunidad de volver a ver a su familia.
El rey los esperaba con impaciencia en Burdeos, con la febril preocupación de que pudiera pasarles algo. Y, al ver a la reina, su alegría fue frenética.
Dijo a Leonor que aquél era el momento más feliz que había tenido desde la separación de ambos. Se abrazaron apasionadamente; luego, él se volvió hacia el resto de la comitiva.
En el castillo, habían preparado una gran fiesta. Nunca había sentido mayor deseo de festejar algo, dijo el rey. Quería saber qué había estado haciendo su familia y cómo estaba la pequeña Catalina. ¡Pobrecita! ¡Cómo lamentaba él que su corta edad hubiese impedido traerla!
Más tarde, explicó la situación a la reina y a Eduardo.
Aquel casamiento era necesario si querían conservar la Gascuña. El rey Alfonso, quien había ocupado el trono al morir su padre Fernando III, le había planteado con mucha firmeza sus condiciones.
La pequeña Leonor de Castilla, la futura novia, era muy joven e hija de Fernando y Juana, condesa de Ponthieu… la dama a quien tratara Enrique como un patán para casarse con Leonor de Provenza. Juana, cuando Enrique la dejó, se había casado con Fernando, padre de Alfonso en un matrimonio anterior. De modo que la niña Leonor de Castilla era la hermanastra del rey y éste disponía de su destino.
Se la había ofrecido a Eduardo y Enrique se había aferrado a esa idea, como única solución para la difícil situación en que se hallaba desde su incidente con Simon de Montfort, que podía haberle hecho perder la Gascuña.
Cuando se celebrara esa boda, la Gascuña quedaría asegurada para Enrique.
Había que reconocer que Alfonso se mostraba algo cínico con respecto a las intenciones del rey de Inglaterra.
No había por qué asombrarse de eso. La madre de la joven Leonor de Castilla había sido desairada por Enrique quien, después de haber estado comprometido con ella, había deshecho repentinamente su contrato. Además, la abuela de la joven había sido la princesa Alicia, enviada a Inglaterra como prometida a Ricardo Corazón de León, seducida por el padre de Ricardo cuando era niña aún y retenida como su amante, de modo que el casamiento para el cual fuera a Inglaterra no se había realizado nunca.
Alfonso decidió que a su hermanastra no le sucedería algo semejante; de modo que la niña no iría al encuentro de Eduardo, sino que Eduardo vendría a ella. Eduardo debía ir a Burgos y, si no llegaba el día que señalara Alfonso, quedaría roto el contrato y él invadiría la Gascuña.
Enrique dijo:
—Ya ves en qué situación estamos.
—¡Qué individuo arrogante! —comentó la reina.
—Sí que lo es, querida mía. Pero estamos en sus manos. Si queremos conservar la Gascuña, Eduardo debe estar en Burgos antes de que expire el plazo.
—Estará ahí —dijo la reina.
No perdieron tiempo, ya que los contratos estaban firmados y todo se había convenido. Leonor y Eduardo partieron a Burgos. La presencia de Enrique hacía falta en Burdeos, de modo que no pudo acompañarlos.
El cruce de los Pirineos era peligroso, pero, por lo menos, estaban en verano y era bien conocida la decisión de la reina.
Llegaron el 5 de agosto, gracias a los infatigables esfuerzos de Leonor, y hubo grandes festejos en Burgos.
* * *
La joven infanta Leonor vio llegar la cabalgata encabezada por la reina y, a su lado, a su hijo.
Aquél era Eduardo… el que debía ser su esposo.
Los latidos de su corazón se aceleraron al verlo tan gallardo. Adivinó de inmediato que era él por su rubia cabellera y su aire distinguido. Era muy joven… no mucho mayor que ella; y la muchacha pensó que, ya que debía casarse y abandonar su hogar, más valía que lo hiciera con Eduardo que con cualquier otro.
Su casa nunca había sido el paraíso de que disfrutaran la reina de Inglaterra y sus hermanas. En primer lugar, su madre no era la primera esposa de su padre. La joven Leonor nunca le había interesado mucho a Fernando; su hijo favorito era, naturalmente, Alfonso, vástago de un matrimonio anterior y éste había demostrado muy claramente, desde que era rey, que era quien los gobernaba a todos.
Alfonso tenía poco tiempo para su hermanastra y la consideraba un simple peón en el juego de su ajedrez político. Pero le resultaba muy útil esta vez, lo reconocía, y le alegraría ver en ella a una potencial reina de Inglaterra.
Su interés estaba dividido entre la política y la astronomía y se lo consideraba muy inteligente. En realidad, había inventado tablas relativas a los cielos, que se conocían con el nombre de Tablas de Astronomía Alfonsinas. Lo llamaban El Sabio y el conocimiento de las estrellas le había dado un gran prestigio.
De modo que le quedaba poco tiempo para su madrastra Juana y su hermanastra Leonor, salvo cuando podían servirle de algo.
Juana, quien había sido arrojada por su parte de un prometido a otro, le había dicho a su hija que eso era lo que debía esperar una infanta; pero el rey de Inglaterra le era notoriamente devoto a su esposa y parecía probable que su hijo también lo fuese.
Por eso, aunque la joven no había sido feliz durante su infancia, tenía por lo menos la compensación de que no le costaría mucho separarse de su hogar.
En el patio del palacio, su madre la tenía ahora de la mano y Leonor miraba al adolescente rubio cuyos ojos escudriñaban ansiosamente a todos los reunidos allí, hasta que se posaron en ella.
Entonces, sonrió y ella se sonrojó un poco.
Su corazón tuvo un vuelco de alegría, porque leyó en la mirada de Eduardo que ella no le había disgustado.
* * *
Se casaron. Ella no tuvo mucho tiempo para hablar con Eduardo antes de la ceremonia, pero le dio a entender que le hacía feliz ser su marido. Hablaba algo el español y a ella le habían enseñado un poco el inglés, de modo que no les costó mucho entenderse.
A la infanta le parecía que Eduardo era el joven más gallardo que había visto nunca… y no sólo gallardo, sino también distinto de todos los demás.
Le tenía un poco de miedo a su suegra, que era muy hermosa y evidentemente resuelta a salirse con la suya.
Eduardo se mostró tranquilizador; el pueblo la amaría, dijo a la infanta, ya que era bonita y, además, dulce. A él también le gustaba su dulzura. En realidad, lo alegraba mucho su boda.
Alfonso se sentía ansioso de demostrarle a la reina de Inglaterra que podía brindarle tantos festejos en Burgos como los que le brindaban en su país y le ofreció en realidad una fiesta más suntuosa que las inglesas. Eduardo se sintió muy impresionado, pero lo que más le agradaba era estar sentado junto a su joven esposa y dejar que ella le explicara las costumbres castellanas.
Alfonso le dio el espaldarazo de caballero y la joven infanta se sintió conmovida al ver como el gallardo príncipe se hincaba ante su hermanastro para la ceremonia.
Como la novia era muy joven —sólo tenía diez años de edad— no se podría consumar el matrimonio. Eso, dijo Alfonso, podía esperar.
La reina le respondió que lo mejor era dejar que esas cosas se solucionaran en forma natural; y que, en cualquier caso, la niña debía terminar su educación y eso debía hacerse bajo su vigilancia personal, como lo hiciera con sus propios hijos.
Todo esto se arregló a satisfacción de Alfonso y, a su debido tiempo, la comitiva emprendió viaje a Burdeos y, esta vez, la joven recién casada viajaba con ellos.
* * *
¡Qué placer sintió el rey al verlos! Abrazó a la reina, a su hijo y a la joven novia.
—Querida hijita —dijo—. ¡Cómo me alegra darte la bienvenida a nuestra familia!
La infanta Leonor se sintió encantada. Aquella familia era tan agradable… El rey los quería mucho a todos y su madre le había dicho lo importante que era él. Enrique gobernaba un gran país. La reina era buena, siempre que uno hiciera lo que ella quería. ¡Y Eduardo era tan valiente, montaba a caballo con tanta destreza y su aire era tan distinguido, que ella irradiaba orgullo al observarlo! Luego, estaban la hermana de la reina, la señora Sancha, y Edmundo, que era de la misma edad de la infanta, y Beatriz, algo mayor. Era una familia maravillosa y lo que más había echado de menos siempre la infanta —aunque sólo ahora lo notaba— era una vida de familia.
El rey estaba resuelto a darle una afectuosa bienvenida y lo hizo ofreciendo un gran banquete en su honor. El gasto de aquella fiesta provocó muchas quejas y la infanta oyó decir que había costado trescientos mil marcos, una suma muy elevada.
—Ya encontraremos la manera de reunirla —dijo Enrique, alegre como siempre que se trataba de gastar dinero.
Sólo se mostraba irritable cuando tenía que conseguirlo.
Se quedaron en Burdeos hasta fines del verano y, a medida que se planeaban nuevas y brillantes fiestas para festejar el casamiento, los amigos del rey se sentían cada vez más inquietos al pensar en lo que costarían.
Enrique se seguía encogiendo de hombros y finalmente decidió volver a su país. Pero antes que nada él y la reina harían un peregrinaje al altar de San Edmundo, antaño su arzobispo de Canterbury, hasta que murió y fue sepultado en Pontigny.
Después de haberle rendido homenaje, ellos se sintieron más aliviados con respecto al dinero gastado y fueron a Fontevrault, donde Enrique ordenó que el cadáver de su madre fuera trasladado del cementerio a la iglesia y que le hiciesen una tumba allí.
A esta altura, se sentía muy virtuoso.
La reina se alegró mucho cuando llegaron mensajes del rey de Francia, en los cuales Luis les comunicaba que tomaría a mal que no vinieran a París y no le proporcionaran, así, el placer de agasajarlos.
* * *
Ahora la reina experimentaría el mayor placer de su vida, ya que, en la corte de Francia, estaría con sus tres hermanas.
Hubo un gran regocijo cuando la comitiva llegó a París y, para complacer a su esposa, Luis insistió en dar a los ingleses el mejor alojamiento de que disponía. Ese alojamiento resultó ser el Temple, cuartel general de los caballeros templarios en Francia y que era un magnífico palacio.
El encuentro de Margarita, quien acababa de volver de Tierra Santa, adonde acompañara a su esposo, con su hermana Leonor fue un momento realmente maravilloso; y venía con ella Beatriz, ahora condesa de Anjou, que se había casado con Carlos, hermano del rey.
Para acrecentar su alegría, la condesa de Provenza, al enterarse de que estaban en París, decidió reunirse con ellas. De modo que las hermanas se encontraron con su madre.
—Sólo falta uno —dijo Margarita—. Nuestro querido padre.
—No debemos apenarnos —dijo la condesa de Provenza—. Se alegraría al vernos así y acaso pueda hacerlo. Mientras lo recordamos, seamos felices cada una con las otras.
Enrique, resuelto a hacerse popular —y a hacerles saber a los franceses que era un rey rico— se pasó su primera mañana en París repartiendo limosnas a los pobres. Esto le aseguró la popularidad y le significó vítores dondequiera iba.
—Sé lo feliz que eres, querida —le dijo a Leonor—. Y voy a ofrecer un gran banquete al cual invitaré a toda la nobleza de Francia. Eso le mostrará al mundo entero cómo honro a tu familia.
—¡Eres el mejor marido del mundo! —exclamó Leonor—. Cuanto más veo a los hombres con quienes se han casado mis hermanas, más afortunada me considero.
Esta clase de observaciones eran las que más deleitaban a Enrique y Leonor acostumbraba hacerlas. Ello implicaba una crítica a Luis, Carlos de Anjou y Ricardo de Cornwall, los maridos de sus hermanas. Desde luego, él, Enrique, y Luis, eran los reyes, y por ello más deseables, y a Enrique lo picó un poco oír los cumplidos que le llovían a Luis y ver cómo parecía venerarlo el pueblo cuando salía a caballo.
—Su pueblo es más demostrativo que el nuestro —dijo—. Mi gente no se muestra tan afectuosa conmigo.
—Luis acaba de volver de una cruzada —declaró Leonor—. Por eso, el pueblo lo considera un santo.
Pero no sólo se trataba de eso. Toda la persona de Luis IX traslucía una humildad que se unía a su dignidad y hacía de él un ser aparte. Rezumaba piedad. Era un rey que cuidaba de su pueblo. Nunca lo acosaba con impuestos para subvenir a sus necesidades. Le daba poca importancia al esplendor propio de su jerarquía y no le interesaban mucho las fiestas. Lo preocupaba el pueblo, lo que pesaba el pueblo, cómo podía mejorar su suerte.
Resultaba bastante penoso, pensó Leonor, escuchar cómo hablaba de él Margarita. Su hermana le era completamente devota a su santo y cantaba a cada momento sus alabanzas, aunque era evidente que Luis no estaba tan entusiasmado con ella como Enrique con su reina.
Las cuatro hermanas se sentaban juntas, paseaban juntas, compartían el tapiz que bordaba Margarita y sus pensamientos se volvían hacia Les Baux.
Era como retornar a su adolescencia y resultaba asombroso notar cómo las otras volvían a mostrarse dóciles ante los deseos y las palabras de Leonor.
—¿Recordáis…?
Esta frase volvía sin cesar y hablaban de los tiempos de antaño, riendo, sintiéndose más jóvenes de nuevo.
Luego, se referían al presente y al cambio operado en sus vidas desde los días de Provenza. Margarita era la que se había arriesgado más, ya que había acompañado a Luis a Tierra Santa.
—No quise dejarlo ir solo —explicó—. Insistí en acompañarlo. Su madre no quería que Luis fuera. Nadie lo quería. Todos opinaban que debía quedarse y gobernar su reino. Recuerdo el día en que estuvo tan enfermo que lo creímos muerto. Y cómo estaba tendido en la cama y una de las mujeres quiso cubrirle el rostro con la sábana porque pensó que había fallecido. Pero yo no las dejé. No lo creí muerto. Les prohibí que le cubrieran el rostro. Grité “Todavía hay vida en él”. Y, entonces, Luis habló… con una voz vacía y extraña que parecía llegar desde lejos. Y dijo: “Él, por la gracia de Dios, me ha visitado. El que viene de lo Alto, me ha hecho volver de entre los muertos”. Luego, mandó por el obispo de París y le dijo: “Pon sobre mi hombro la cruz del viaje por mar”. Sabíamos qué significaba esto, su madre y yo nos miramos y aunque trató de excluirme y yo no simpatizaba con ella, porque temía que le causara resentimiento el amor que me tenía Luis y lo quisiera exclusivamente para ella, ambas comprendimos qué quería decir él. Se marchaba en una cruzada. Le suplicamos que no hiciera un voto hasta que estuviese restablecido, pero no aceptó ningún alimento antes de recibir la cruz. Recuerdo cómo se afligió su madre. Su semblante demudado parecía trasuntar una sentencia de muerte. Luis tomó la cruz y la besó y, cuando su madre me atrajo afuera de la alcoba, me dijo: “Debo llorarlo como si estuviese muerto, porque ahora lo perderé”. Quería decir, desde luego, que si Luis emprendía una cruzada ella se moriría antes de que él volviera.
—Tú no la querías mucho —dijo Leonor—. Ella siempre estaba resuelta a excluirte de la vida de Luis.
—Al principio eso me causaba resentimiento. Pero, más tarde, comprendí. Blanca lo quería tanto… No podía soportar la idea de que alguien significara para él algo más que ella. Luis era su vida. La vida carecía de sentido para ella si lo perdía.
—Y, entonces, Luis se fue —dijo Sancha—. Y tú, te fuiste con él.
—Eso sólo sucedió tres años después, pero yo sabía que ésa era la intención de mi esposo. Solía hablarme de ella. Había tenido una visión cuando se hallaba próximo a la muerte y creía que lo habían enviado a este mundo para cumplir una finalidad. Tenía que ir a Tierra Santa porque eso le estaba ordenado por Dios.
—Dicen que es un santo —observó Sancha.
—Tienen razón —repuso Margarita.
—Yo prefiero estar casada con un hombre —dijo Leonor.
—Luis es un hombre —replicó Margarita—. No lo dudes. Suele tener accesos de ira, pero eso sucede cuando descubre una injusticia. No quiere hacerle daño a nadie. Quiere que el pueblo viva bien y sea feliz.
Leonor bostezó ligeramente. Comenzó a hablar a sus hermanas de las maravillosas fiestas que había dado Enrique en Burdeos para festejar el casamiento de Eduardo con la pequeña infanta.
Beatriz, cuyo marido había acompañado en la cruzada a Luis, trajo nuevamente a colación la gran cruzada y expresó lo felices que se habían sentido todos cuando concluyó.
—Fue una época terrible —dijo Margarita—. A menudo creí que nos matarían a todos. A Luis lo desgarraba un dilema. ¿Debía emprender la cruzada o gobernar a su país? Dijo que su abuelo había pensado lo mismo al irse a Tierra Santa con su reina.
—Creo que ella tuvo algunas aventuras alegres —dijo Leonor—. Siempre me interesó porque ambas llevábamos el mismo nombre.
—Leonor de Aquitania —murmuró Beatriz.
—La abuela de mi marido —agregó Leonor—. Creo que me gustaría participar en una cruzada.
—Resulta emocionante cuando se planea —dijo Margarita—. Pero no tanto cuando se llega. —Se estremeció y continuó—: Confío en que Luis no se decida jamás a participar en otra cruzada. Nunca olvidaré la angustia de su madre cuando se fue. Sabía que no volvería a verlo jamás. Era una premonición. Me parece oír su voz y ver sus ojos azules, por lo general de una frialdad glacial, empañados y suavizados entonces por su amor por él. Dijo: “Mi hermoso hijo, mi tierno niño, no te volveré a ver. Mi corazón me lo asegura”. Y no volvió a verlo. Cuatro años después murió y nosotros estábamos aún allí. A causa de su muerte, volvimos. Luis sabía que ése era su deber. Pensaba que era un signo de Dios que le ordenaba regresar a su país.
—Y durante todo el tiempo que pasaste allí, pobre Margarita, nosotras vivíamos cómodamente en Inglaterra.
—Es maravilloso eso de que vosotras estéis juntas —declaró Margarita.
—¿No parece obra del destino? —preguntó Beatriz—. Dos hermanas para dos hermanos y otras dos hermanas para otros dos hermanos. Me pregunto si eso habrá sucedido alguna vez en otra familia…
—Las mayores tuvimos reyes —dijo Leonor.
—Romeo solía decir que nos conseguiría reyes a las cuatro —les recordó Beatriz.
—A Romeo, le gustaba jactarse —dijo Sancha.
—Bueno, el caso es que todas podemos felicitarnos —repuso Leonor—. Porque, después de todo, éramos muy pobres… ¿verdad?… y teníamos muy poco de recomendable, salvo nuestra belleza y nuestra inteligencia.
—Vosotras, las mayores, no sólo se han casado con reyes, sino que esos reyes las han amado y han sido maridos fieles —opinó Beatriz—. Eso es lo que me parece extraño. Una no espera que un rey ame a su esposa y le sea fiel.
—Luis es un santo —dijo Margarita.
—Y Enrique os dirá que yo soy la esposa perfecta —añadió Leonor, con tono displicente.
Luego, las cuatro empezaron a hablar de sus hombres. Margarita, de la piedad de Luis; Leonor, de la devoción de Enrique por ella y su familia; Sancha, de la apatía que se adueñaba repentinamente de Ricardo y desaparecía en forma igualmente repentina, dejándolo ávido de acción, una acción que se vería probablemente derrotada por un retorno de la apatía; Beatriz, del carácter de su marido, que era brusco y violento. Margarita asintió. Era evidente que no le gustaba mucho el marido de Beatriz. Leonor sospechaba que el de Sancha no siempre le era fiel y le asombraba la circunstancia de que las que habían hecho los casamientos más brillantes fueran también las más felices.
Pero no podía reprimir un sentimiento de rivalidad con Margarita. Quería que el rey de Inglaterra irradiara mayor brillo que el de Francia. Quería que en sus fiestas y banquetes hubiese un mayor despilfarro. Sabía que sería así porque ella se lo insinuaría a su marido y Enrique haría cualquier cosa con tal de complacerla. Además, Luis no apreciaba mucho el esplendor.
¡Oh!… Era maravilloso estar con sus hermanas, recordar los días de antaño, hablar del presente y del futuro.
Y, como siempre, parecía que Leonor era la más brillante de las cuatro, la que también, como siempre, se saldría con la suya.
A pesar de sus matrimonios y de todas sus experiencias, ellas seguían tomando como ejemplo y mentora a Leonor, la más bella e inteligente de la familia.
* * *
Eduardo era feliz. Ya no pensaba en el niño mutilado. Si lo recordaba alguna vez, era sólo para ver en él a un faro luminoso de su vida. Ese incidente le había permitido comprender la estupidez que implicaban sus costumbres. Empezaría una nueva vida, aprendería a ser un gran rey. Tenía una pequeña esposa que ya empezaba a adorarlo. Sólo era una niña y ello le alegraba, ya que la juventud de Leonor de Castilla lo hacía parecer maduro y espléndido ante sus ojos. Se mostraba bueno y amable con ella; era gentil, cortés, todo lo que debe ser un caballero con su dama. Cabalgaba a su lado, pronto a defenderla, se cercioraba de que la trataran con la máxima cortesía; le hablaba de Inglaterra y de cómo la cuidaría y le decía que ella nunca tendría nada que temer teniéndolo para cuidarla.
La pequeña infanta nunca había sido mimada a tal punto. Nada tenía de asombroso el hecho de que estuviera enamorada de su gallardo esposo.
Enrique y Leonor estaban encantados y él decía a la niña que integraba ahora una familia que era la mejor del mundo, ya que todos los que pertenecían a ese círculo mágico eran amados por los demás.
La reina se mostraba menos efusiva, pero revelaba a las claras su exagerado cariño a Eduardo. Se adivinaba que si él amaba a su pequeña esposa y era feliz con ella, también la reina la amaría.
Esto fue una revelación maravillosa para la infanta.
En cuanto a Eduardo, quería hablar continuamente de la cruzada. Admiraba al rey de Francia, no por lo que se decía sobre sus bondades con el pueblo, sino porque había pedido la cruz y marchado a Tierra Santa.
Le rogaba que le hablara de la cruzada y Luis se sentaba a su lado o se paseaba con él por los jardines del palacio y lo complacía.
Le contó a Eduardo cómo, después de haber recibido el estandarte, la cédula y el cayado en Saint Denis, se había despedido de su madre e ido a Aigues Mortes, donde estaba fondeada su flota; y cómo había levado anclas y llegado antes que nadie a Chipre, punto de reunión de las fuerzas expedicionarias. Su nave era el Mountjoy y sobre ella ondeaba aquella bandera de seda roja sustentada por un cayado dorado que constituía la oriflama… el estandarte real de Francia. Luego, desplegaron las velas y las tempestades que soportaron fueron tan violentas que muchos de los barcos debieron dispersarse. En junio, al año de haber salido de Francia, llegaron a Damietta.
—Todos los jefes de los cruzados subieron a bordo del Mountjoy —dijo Luis— y hablé con ellos. Me consideraban su caudillo porque era el rey de Francia y yo les dije que sólo era un hombre, tan vulnerable como cualquiera de ellos. Bien podía ser que Dios hubiese decidido arrebatarme la vida terrenal en esa lucha. Lo mismo podía ser yo que cualquier otro. “Si nos vencen —les dije— nos ganaremos el reino de los cielos como mártires y, si vencemos, los hombres celebrarán la gloria de Dios. Lucharemos por Cristo. Será Cristo quien triunfará en nosotros, no para favorecernos sino para beneficiar su Santo Nombre”.
—Y combatisteis a los sarracenos y vencisteis en la batalla. Le deparasteis una gran gloria a Francia.
—Volví —dijo Luis—. Pero aquello no fue una gran victoria. Los hombres parten para Tierra Santa llenos de buenas intenciones. A menudo, los sorprende lo que encuentran. Hay que sufrir mucho allí. La victoria es huidiza. He oído decir a hombres desencantados que parecería que Dios combate del lado de los sarracenos y no del de los cristianos.
—Por favor, decidme más, mi señor.
—Veo que tenéis la aventura en los ojos, señor Eduardo. El nuestro no fue un triunfo glorioso para la cristiandad. Capturamos Damietta muy fácilmente. Debimos haber avanzado. Nos habíamos demorado en Chipre y ahora esperábamos en Damietta. Yo creía que se nos unirían más cruzados. Hubo una gran parranda. Los que habían ayudado a tomar Damietta, quisieron descansar allí. Dieron fiestas, vivieron con el botín obtenido. Se apoderaron de las mujeres y las riquezas de la ciudad. Protesté, pero no quisieron hacerme caso. Los soldados que han combatido y triunfado reclaman sus recompensas. Eso fue lo que hicieron en Damietta. Cuando estuvimos dispuestos a emprender la marcha, los musulmanes estaban prontos para recibirnos. Hubo una batalla en Mansourah… a unas veinte leguas de Damietta. Mi hermano Robert, el conde de Artois, acaudillaba las fuerzas de avanzada.
Luis se cubrió los ojos y se apartó.
—Por favor, seguid —lo exhortó Eduardo.
—Pero vos no querréis oír esas historias tan penosas. No son adecuadas para los valientes.
—Quiero saber —dijo Eduardo—. Ansío oír hablar de la cruzada.
—Al principio, mi hermano logró una fácil victoria. Por desgracia, tuvo un exceso de confianza. Le ordené que me esperara con el resto de mis fuerzas, pero él se sentía impaciente. Siguió persiguiendo al enemigo, pero los sarracenos se reagruparon y se les plegaron más contingentes. Mi hermano fue cercado y acribillado a lanzazos. Había sido demasiado impetuoso. Y así fue como lo perdí.
—Pero derrotasteis a los sarracenos.
Luis meneó la cabeza. Logramos defendernos… Nada más. Tuvimos que replegarnos y abandonar Damietta. No fue una victoria gloriosa. Mis soldados se enfermaban y se morían. Llegaron noticias de Francia. Mi reino peligraba a causa de los ingleses. Si yo abandonaba Tierra Santa, muchos cristianos que estaban allí peligrarían también. De modo que les pregunté a los que me acompañaban qué decisión debía tomar yo, a su entender.
—Vos sois el rey —dijo Eduardo—. Sois quien toma las decisiones.
—Siempre he creído que quienes comparten mis derrotas y mis victorias tienen derecho a decir lo que piensan. Pero sus opiniones estaban divididas, como las mías y, finalmente, decidí quedarme un poco más. Mi sueño dorado era recobrar Jerusalén para la cristiandad. Así que me quedé y, durante cuatro años, recorrí las costas de Palestina y Siria y me ocupé de socorrer a los enfermos y de hacerles posible la vida allí a la población. Lo único que hacía era conservar aquel baluarte de la cristiandad. Mi sueño de apoderarme de Jerusalén se desvaneció, como le sucedió a vuestro gran tío abuelo Ricardo Corazón de León, al cual poco le faltó para devolvérselo a la cristiandad y fracasó. Entonces, me llegó la noticia de que había muerto mi madre y comprendí que debía regresar a Francia.
—Mi señor, iré en una cruzada —dijo Eduardo.
Es el sueño de muchos jóvenes.
—Para mí será un sueño realizado —dijo Eduardo, con fervor y fue como si hubiera hecho un voto.