Asesinato en el altar

ASESINATO EN EL ALTAR

Ahora, Eduardo tenía un hijo de corta edad a quien habían llamado Juan y su esposa estaba embarazada de nuevo. En la familia reinaba un gran regocijo porque la reina había vuelto y el placer que les deparaba a todos el hecho de haberse vuelto a reunir era infinito. Enrique irradiaba satisfacción y orgullo. Leonor había trabajado devotamente durante su separación y era la brillante táctica de su hijo Eduardo lo que lo había salvado de sus enemigos.

La batalla de Evesham, a pesar de haber sido decisiva y de haber causado la muerte a Simon de Montfort, no puso término por completo a la guerra.

Simon y Guy de Montfort, resueltos a vengar la muerte de su padre, mantenían bandas de rebeldes en diversos lugares del país. Se libraban batallas por los castillos cuyos castellanos se habían declarado contra el rey; pero Eduardo era ahora un guerrero fogueado y empezaba a aparecer como un general de gran capacidad, digno émulo de su famoso tío abuelo, Ricardo Corazón de León.

Ricardo, el rey de los romanos, había vuelto a casarse, aunque la opinión general consideraba que más le habría valido hacer la paz con Dios antes que iniciar una nueva vida. Había sufrido mucho durante su cautiverio y sus períodos de laxitud y desgano para trabajar habían aumentado. Pero su casamiento con la joven y bella Beatriz de Falkenberg lo hizo revivir y la trajo con gran orgullo a Inglaterra para presentársela a su hermano.

Mientras tanto, Eduardo limpiaba de rebeldes todo el país. Se estaba convirtiendo rápidamente en un héroe para sus compatriotas. Su estatura y su gallardía permitían reconocerlo de inmediato; era, a todas luces, un hombre muy vigoroso y, aunque sabía mostrarse amable, no había en él ni señales del carácter débil de su padre.

El hecho de tener semejante heredero del trono era uno de los factores principales que proporcionaban al país una sensación de seguridad. La gente despreciaba a Enrique, quien le había causado tantas dificultades a Inglaterra con sus desatinos; pero tendían a perdonarlo y a perdonar a su avara reina porque, por más que les hubieran quitado, les habían dado a Eduardo.

Eduardo limpió el país de rebeldes. Simon de Montford y Guy se exiliaron a Francia. Eduardo había acrecentado más aun su aureola de heroísmo enfrentando en combate singular al último de los rebeldes. Se trataba de Adam Gurdon, un hombre de fuerza casi sobrehumana a quien nadie había podido vencer. Eduardo logró lo que parecía imposible; y, cuando tuvo a Adam a su merced, se mantuvo en su doble papel y le perdonó la vida por respeto a su valor. Redondeando aquel episodio romántico en forma casi perfecta, Adam pidió que se le permitiera servir a Eduardo y, durante el resto de su vida, fue uno de sus más próximos servidores y guardaespaldas.

Estas anécdotas sobre el heredero del trono circulaban por el país y deleitaban al pueblo. La gente olvidó a Simon de Montfort y su reclamación de justicia y de creación de un parlamento tal como nunca se había visto en Inglaterra.

El país se estaba estabilizando.

Ahora, Eduardo tenía una hija, a quien llamó Leonor en homenaje a su esposa y esta complaciente dama quedó nuevamente grávida. A su debido tiempo, alumbró a un hijo, a quien llamaron Enrique, como su abuelo.

El rey estaba encantado. Impuso una multa de veinticinco mil marcos a los londinenses, quienes, por sorprendente que ello parezca, la pagaron y el dinero fue entregado íntegramente a la reina para que lo usara.

—Esto es para ti, amor mío —dijo el rey a Leonor—. Y sólo ahora puedo empezar a perdonarle a esa gente tan malvada la manera como te trató.

Leonor estaba dispuesta a darse por apaciguada, dado lo elevado de la suma. El pueblo la odiaría siempre —sobre todo los londinenses— pero a ella no le importaba esa circunstancia teniendo en cuenta el placer que le brindaba su familia.

De Francia, llegó la noticia de que Luis se disponía a emprender una cruzada. La gente empezaba a considerarlo allí un santo y al mundo entero le parecía que era el hombre más indicado para abordar semejante empresa.

Eduardo le recordó a su padre que ambos habían anunciado en ocasiones su propósito de defender la causa de la cruz y, ahora que el país estaba en paz y Enrique gozaba de buena salud, la ocasión era propicia para que Eduardo cumpliera con su voto.

El rey y la reina, por más que lamentarían su ausencia, comprendieron sus deseos y creyeron que le convendría tanto a él como a su país asestar un golpe en favor de la cristiandad.

Sólo su esposa, la infanta Leonor, estaba tan apenada e insistía tanto en sus súplicas de acompañarlo que él le señaló, con gran detalle, los peligros que se vería obligada a afrontar.

—Prefiero afrontar cualquier peligro a estar sin ti —replicó ella.

Eduardo se sintió profundamente conmovido y ella agregó que otras esposas habían acompañado a sus maridos en las cruzadas. Lo había hecho la del propio Luis, Margarita, muchos años antes.

Esto era cierto, admitió Eduardo, pero Margarita había sufrido grandes penurias. No quería ver a su dulce Leonor en una situación idéntica. Pero su dulce Leonor puso de manifiesto una fortaleza hasta entonces insospechada.

—Si no me llevas como esposa, me disfrazaré de soldado tuyo y no sabrás lo que he hecho hasta que lleguemos a Tierra Santa. Entonces, tendrás que reconocerme.

Él la abrazó, con pasión.

—Mi querida esposa —dijo—. No me sigas suplicando eso. Me acompañarás. A decir verdad… ¿cómo pensé que podría ir sin ti?

De modo que el problema quedó solucionado y Eduardo partió para Francia con su primo Enrique, el hijo de Ricardo, que también se había comprometido con la cruz.

Ambos irían a la corte francesa y allí harían sus planes.

Les gustaba estar juntos. Siempre habían sido amigos íntimos desde su infancia, cuando los criaran juntos en la casa real.

Enrique tenía muchas virtudes y Eduardo nunca olvidaría que era él quien le había señalado el desatino que implicaba su despiadada crueldad con el niño que, por orden suya, había perdido una oreja. A Enrique, aquel acto le había parecido despreciable y le había enseñado a Eduardo a pensar lo mismo.

Este era un rasgo muy noble de Enrique.

—Por Dios que me alegro de tenerte a mi lado, primo —le dijo Eduardo.

Enrique acababa de casarse con la hija del vizconde de Bearn, una hermosa muchacha llamada Constance. De modo que ambos eran dos hombres felices en su matrimonio que se disponían a emprender juntos una aventura… una aventura de la cual habían hablado a menudo durante su infancia, cuando rivalizaran en la descripción de las proezas que cumplirían.

Fueron recibidos con honores en la corte de Francia, pero Eduardo tuvo que alegar su pobreza, ya que la guerra civil que librara poco antes no había dejado en las arcas inglesas dinero para una cruzada. Se convino en que viajaría con el duque de Aquitania, lo cual significaba que sería vasallo del rey de Francia. Como tal, Luis le brindaría ayuda económica.

Esto fue lo que quedó concertado y ambos jóvenes volvieron a Inglaterra para hacer sus preparativos finales.

Luego, Eduardo y su esposa se despidieron de sus hijos y se embarcaron para Francia.

Los esperaba una penosa novedad cuando llegaron a Túnez. Luis había muerto a causa de una fiebre y las enfermedades hacían estragos en el campamento de los franceses. El nuevo rey, Felipe, bajo la influencia de su tío Carlos de Anjou, había convenido una tregua con los sarracenos.

Esto cambiaba considerablemente los planes de los cruzados. Eduardo se sintió indignado.

—¡Por Dios! —exclamó—. ¡Aunque todos mis soldados y compatriotas me abandonen, iré a Acre con mi palafrenero solamente y cumpliré mi juramento hasta morir!

Pero se sentía inquieto.

Habló largamente del asunto con Enrique.

—¿Quién habría creído que sucedería esto? —comentó—. Pareces estar triste, Enrique. ¿Crees que hago mal en seguir adelante con mis planes?

—No. Creo que haces bien. Sólo que yo pensaba en mi padre. Está postrado y enfermo. Presiento que no volveré a verlo.

Eduardo se quedó cavilando.

—Hay agitación en la Gascuña. Mi padre necesitará ayuda. Enrique, voy a pedirte algo. Vuelve a Inglaterra. Ocúpate de tu padre. Sé que te quiere más que a nadie. He visto cómo se iluminan sus ojos al verte. Los Plantagenet tenemos una gran capacidad de afecto a nuestras familias. Quizás sea por el hecho de que mi abuelo fue tratado en forma tan desconsiderada por sus hijos y hay mucho que compensar. Enrique, presiento que debieras volver.

—Quizás tú también debas hacerlo, Eduardo. Esto es un contratiempo inesperado.

—De ningún modo. Estoy decidido a quedarme. He hecho mi voto y lo cumpliré. Tú eres joven. Tendrás tiempo aún de hacerlo. En este momento, creo que debes volver, Enrique…

Enrique estaba pensativo. Lo preocupaba mucho su padre. Sabía, desde hacía algún tiempo, que se hallaba enfermo. Pero, últimamente, su debilidad se había acrecentado.

—Volveré —decidió.

Y ambos primos se despidieron afectuosamente. Eduardo se marchó a Palestina, mientras que Enrique navegaba hacia la costa del Mediterráneo.

* * *

A Enrique le había entristecido abandonar a Eduardo, pero, mientras viajaba a través de Italia con el séquito del rey de Francia, sentía una gran necesidad de ver a su padre.

Temía que Ricardo muriera antes de que pudiese verlo. Dado el fuerte vínculo existente entre ambos, pensaba sin cesar en él. Le parecía que su padre trataba de acercársele, que la muerte lo rondaba y quería verlo antes de que fuese tarde.

Mientras cabalgaba, Enrique evocaba recuerdos de los años que pasaran juntos. Ricardo lo había querido más que a nadie, él lo sabía. También le habían inspirado cierta pasión sus esposas; Sancha lo había atraído mucho y lo mismo Beatriz. Otro tanto debía de haber sucedido años antes con su madre. Pero esto ya no lo podía recordar. Recordó, eso sí, que, cuando niño, su madre ansiaba que su progenitor fuera a verlos y que, después de haber ido, aunque le mostraba el mayor afecto a su hijo, quería huir. Y luego, Eduardo y él se habían convertido en grandes amigos. Habían combatido juntos en Lewes y habían sido prisioneros de Simon de Montfort.

Pensaba a menudo en Montfort. Montfort era un gran hombre que había querido implantar la justicia en Inglaterra. Era una lástima que hombres como él murieran en el campo de batalla.

Sabía que los dos hijos del conde —Simon y Guy— estaban ahora en Italia. Se habían exiliado de Inglaterra, pero Guy se había casado con la hija única del conde Aldrobrandino Rosso dell’Anguillara y Carlos de Anjou lo había nombrado gobernador de la Toscana. Su hermano Simon se había reunido con él en Italia, de modo que no podían estar lejos.

Enrique se preguntó si podría verlos, en cuyo caso lograría reconciliarlos quizás con el rey de Inglaterra y con Eduardo.

Estaba seguro de que Eduardo estaría dispuesto a olvidar las diferencias existentes entre ellos. Después de todo, eran sus primos. El rey y la reina, fueran cuales fueren sus defectos, no eran vengativos. El rey Enrique era un hombre que deseaba vivir en paz.

Esta idea excitaba a Enrique. Cuando el séquito entró a la ciudad de Viterbo, decidió hacer todo lo posible para encontrar a sus primos y, cuando los encontrara, tratar de persuadirlos de que no debían seguir sintiendo resentimiento por el brutal asesinato de su padre.

Toda aquella enemistad debía terminar.

Estaba seguro de que el rey y Eduardo estarían dispuestos a olvidar el pasado.

Era la Cuaresma. El período del arrepentimiento y el perdón.

Al día siguiente, iría a la iglesia y rezaría por el éxito.

* * *

Cuando su séquito entraba en Viterbo, dos hombres lo observaban desde la ventana de una cervecería.

Habían ido allí disfrazados, porque querían averiguar si cierta persona —a quien tenían razones para creer miembro del séquito— lo integraba realmente.

Hablaban en voz baja.

—Debe de estar aquí. Sé que abandonó a Eduardo y lo natural es que vuelva a través de Italia con el séquito del rey. La hora ha llegado, hermano.

Guy de Montfort asintió.

—No temas, Simon. Su hora ha llegado.

Simon de Montfort dijo:

—Me parece ver aún… a esa impúdica multitud. Y tenían su cabeza en lo alto de una pica. Se burlaban… gritaban obscenidades… y, cuando pienso en él… en ese gran hombre…

Guy dijo:

—Ten la seguridad de que no se salvará.

En sus ojos, fulguró una luz casi demoníaca. Había sido, siempre, más sanguinario que su hermano. Recordaba los tiempos de la corte en que Enrique de Cornwall, con Eduardo, había sido un caudillo de todos ellos. Había ejercido una gran influencia sobre Eduardo y, entre todos los jóvenes, era el mayor de sus amigos.

—Era tan virtuoso… —dijo Guy—. Siempre tenía razón. ¡El noble Enrique! Dentro de poco, las cosas tomarán otro cariz.

—He oído decir que nuestro padre fue asesinado después de haber sido capturados Enrique de Cornwall y su padre.

—Tanto da. Fueron sus soldados los que cometieron ese horrible acto y debe responder por él. ¿Quién es el que viene por la calle?

—¡Dios mío! Es él, por cierto.

Guy asió el brazo de su hermano.

—De modo que está aquí. Ahora lo único que tendremos que hacer es esperar nuestra oportunidad.

* * *

Había tantas cosas que Enrique le quería pedir a Dios… La salud de su padre era lo más importante; luego, el éxito de Eduardo en Tierra Santa, que se mantuviera la paz en su país y su felicidad futura con su bella esposa.

En las primeras horas de la mañana que debía ser fatal para él, Enrique se dirigió a la iglesia de San Silvestre. Había despedido a sus acompañantes, porque quería estar completamente a solas. Esa mañana, su estado de ánimo era extraño.

Se hincó sobre el elevado altar. A su alrededor, reinaba un profundo silencio y, de pronto, se sintió en paz.

Y, mientras estaba arrodillado allí, se abrieron de par en par las puertas de la iglesia. Enrique no se volvió ni siquiera cuando se oyó el taconeo de las botas sobre las losas del pavimento.

De pronto, oyó su nombre y, al volverse, vio a Guy de Montfort con su hermano Simon, a la cabeza de un grupo de hombres armados.

—¡Ha llegado vuestra última hora! —gritó Guy—. Ahora, no os escaparéis.

Enrique leyó el fulgor del crimen en los ojos de su primo. Y empezó a decir:

—Guy…

Guy de Montfort rió, con una risa áspera y hosca.

—Esto es por lo que le hicisteis a mi padre —dijo.

Alzó la espada.

Enrique se aferró al altar y el arma le cercenó casi los dedos. Se levantó, tambaleándose.

—Primo… —gritó—. Primos… Tened piedad… Yo no hice daño a vuestro padre…

—De ningún modo. ¡De ningún modo! —gritó Guy, con una alegría satánica en los ojos—. Murió… ¿verdad? Vamos… ¿Qué estamos esperando?

Levantó nuevamente la espada. Simon estaba a su lado. Enrique cayó al suelo desmayado y su sangre salpicó el altar.

Los hermanos Montfort miraron al moribundo.

—Hemos vengado a nuestro padre —dijo Guy.

—No, señor —dijo un hombre del grupo que los acompañaba—. Vuestro padre no fue liquidado con tanto respeto.

—Decís la verdad —gritó Guy—. Venid. Lo que le hicieron a mi gran padre, se lo haremos a él.

Estas palabras fueron la señal. Entre todos, lo arrastraron fuera de la iglesia, lo desnudaron y luego comenzó la horrible tarea de la mutilación.

* * *

Ricardo de Cornwall, el rey de los romanos, estaba enfermo y cansado. La laxitud que lo acosara siempre había aumentado. Al recordar toda su vida, no podía sentirse muy complacido por ella. Rara vez había tenido éxito en todo lo emprendido. La tarea de gobernar el imperio romano había resultado superior a sus fuerzas y su capacidad. Ahora, estaba casado con una bella mujer, pero aquel matrimonio sólo servía para llamar la atención sobre el hecho de que él se había vuelto viejo y débil.

Su hermano Enrique había tenido más suerte. Enrique podía afrontar el desastre y comportarse como si no le hubiera sucedido nada. Ricardo conocía aquel rasgo de su hermano y le inspiraba desprecio. Ahora, lo consideraba una virtud. Él había tenido tres esposas, Isabela, Sancha y Beatriz… todas ellas mujeres de excepcional belleza. Pero ninguna le había resultado plenamente satisfactoria.

El gran logro de su vida fue el haber engendrado a sus hijos Enrique y Edmundo. Vivía para ellos; y el más próximo a él, era Enrique. A menudo, le maravillaba el hecho de que él, a pesar de sus numerosas imperfecciones, hubiese podido engendrar a un hijo como aquél. Desde luego, Enrique había heredado las mejores cualidades de su madre, e Isabela era una buena mujer. Ahora que estaba enfermo, Ricardo recordaba lo mal que la había tratado y lo lamentaba.

Enrique volvía a Inglaterra. La noticia alegraba a Ricardo. No le había gustado su viaje a Tierra Santa y lo acosaba la idea de que pudiese caer en manos de los sarracenos o morir a causa de alguna horrible enfermedad, como tantos otros cruzados. Era un alivio para él la idea de que volvía a Inglaterra.

Pronto, estaría allí. Ojalá Dios apurara ese plazo.

Se oyó llegar gente al castillo. Quizás fuesen cartas de Enrique y Edmundo, quien estaba también en el continente. Ricardo vivía pendiente de las noticias de sus hijos.

—Mi señor, un hombre quiere hablar con vos —le dijo uno de sus servidores.

—¿Quién es?

—Viene de Italia.

—Vendrá, sin duda, de parte de mi hijo. Hazlo pasar inmediatamente.

El hombre entró. No habló y se quedó de pie ante Ricardo, como si buscara las palabras.

—¿Me habéis traído cartas?

—No, señor.

—¿Venís de parte de mi hijo?

—El hombre no contestó.

—¿Qué os pasa? —gritó Ricardo—. ¿Qué ha sucedido? Algo malo, lo presiento.

Se había levantado y sintió entonces un agudo dolor en el costado.

—¿Y bien? ¿Y bien? ¿Y bien? —gritó.

—Ha ocurrido una desgracia, mi señor.

—Mi hijo…

El hombre asintió.

—Mi hijo… Enrique… ¿Está… está vivo?

El hombre meneó la cabeza.

—Oh, Dios mío… ¡Enrique, no! ¡No! ¿Qué…? ¿Cómo…?

—Mi señor estaba en una iglesia de Viterbo. Lo mataron unos crueles asesinos.

—¡Enrique! ¡Muerto! ¿Qué daño había hecho Enrique?

—Sus primos, mi señor. Simon y Guy de Montfort, lo asesinaron. Les oyeron decir que era para vengar a su padre.

Ricardo se tambaleó y el recién llegado se adelantó para impedir que cayera.

—Mi hijo… —murmuró Ricardo—. Mi querido hijo…

* * *

Estuvo tendido en la cama, en su alcoba, durante una semana, sin querer probar alimento alguno. No dormía. Su mirada estaba fija en el vacío y murmuraba el nombre de Enrique.

Al terminar la semana, empezó a moverse y mandó en busca de varios de sus caballeros. Debían ir a Francia inmediatamente y traer a Edmundo. Acaso aquellos asesinos trataran de matarlo también… No descansaría mientras Edmundo no estuviera a su lado.

A su debido tiempo, Edmundo llegó y, cuando Ricardo lo abrazó, las lágrimas fluyeron de sus ojos, pero se sintió algo más aliviado. Pero todos advirtieron cómo se había debilitado.

Rara vez se arriesgaba a salir; nunca lo vieron sonreír de nuevo. Lo oían hablar a Enrique aunque estaba a solas.

El cadáver de Enrique fue llevado a Inglaterra y lo sepultaron en Hayles; y, un frío día de diciembre, los criados de Ricardo descubrieron que su amo no se había levantado de la cama y, cuando se acercaron a él, vieron que no podía moverse ni hablar.

Aquello era el fin. Ricardo sobrevivió unos meses en aquella triste condición. En abril del año siguiente murió. Se dijo que nunca se había repuesto del dolor que le causara la muerte de su hijo.

Fue enterrado en Hayles, la abadía de los cistercienses que había fundado y que estaba cerca de Winchcombe, en el Gloucestershire. Sus restos fueron enterrados junto a los de su amado hijo y su segunda esposa, Sancha. Pero su corazón fue sepultado en la iglesia franciscana de Oxford.