Un viaje a través de Francia
UN VIAJE A TRAVÉS DE FRANCIA
El rey esperaba con cierta impaciencia el regreso de los emisarios enviados a Ponthieu. Como se lo dijera a uno de sus ministros principales, Hubert de Burgh, era ridículo que un hombre de su edad —un año más y tendría veintinueve— no se hubiese casado jamás. ¡Y eso, a pesar de que era uno de los premios más grandes del mercado matrimonial!
Si había fracasado hasta entonces, no era por culpa suya. Había hecho grandes esfuerzos por casarse. ¿Qué misterio era aquél? ¿Por qué debía tratar un rey de conseguir esposa? Lo lógico, era que los hombres más ricos e importantes de Europa le llamaran la atención sobre sus hijas casaderas.
—“¿Tengo algo de malo?” —se preguntaba Enrique.
Al mirarse en el espejo, no lograba ver nada susceptible de impedir su matrimonio. No era, precisamente, gallardo, pero tampoco feo o repulsivo. Su talla era mediana y su cuerpo muy vigoroso. Era verdad que uno de sus párpados estaba caído de un modo tal que aquel ojo quedaba oculto y eso le daba un aire extraño, que podía parecer a algunos un poco siniestro. Pero, en ciertos sentidos, eso hacía que su aspecto fuese distinguido. No era un tirano. Se consideraba liberal y de espíritu benévolo… salvo en sus raros accesos de ira. Se sabía que era un protector de las artes y un hombre de gusto refinado. Pero ésos no eran los únicos dones que podía ofrecer a una novia. Era el rey de Inglaterra y la mujer a quien desposara sería reina.
Por eso, resultaba sorprendente el que permaneciera célibe aún. Antes de aquella tentativa, había hecho otras tres y ninguna de ellas había dado frutos.
El rey sintió ciertas sospechas.
Mandó en busca de Hubert de Burgh. Hubert había gozado de su favor, pero ya las relaciones entre ambos nunca volverían a ser las de antes. Sólo cuando era un niño había idolatrado a Hubert, ya que éste —con William Marshal— le había dado la corona. Entonces, tenía nueve años y poseía las ciudades claves de Inglaterra, y su madre acababa de ser liberada de la prisión en que la había encerrado su progenitor. Y entonces, Hubert y William, lo habían sentado en el trono, unificando al país y haciendo posible así que fuera el rey.
Aquello debía de haber hecho de Hubert su amigo durante todo el resto de su vida y, al morir William, Hubert se había convertido en su juez principal y consejero. Enrique le había prestado oídos siempre, le había creído, pero, al aumentar la influencia de Hubert, éste se había enriquecido más y había aprovechado todas las situaciones para acrecentar su poder y el de su familia. Hasta se había casado con la hermana del rey de Escocia. Entonces, sus enemigos habían empezado a verter el veneno de la envidia en los oídos de Enrique y éste les había dado crédito. Después de todo, debía de haber algo de cierto en lo que insinuaban. Entonces, exoneró al viejo Hubert de sus cargos, la vida de éste peligró y el rey había estado a punto de matarlo personalmente con su espada en cierta oportunidad. Actitud que había alimentado más tarde, ya que no tenía un carácter violento. Pero lo que no podía tolerar —sobre todo en esa época de su vida— era que alguien insinuara que era joven, inexperto e incapaz de tomar decisiones. Había tenido que soportar tantas insinuaciones de esa índole cuando era apenas un adolescente y lo rodeaban consejeros que se creían muy sabios. Pero, ahora, Hubert había vuelto a gozar del favor real. Le habían devuelto sus tierras y honores; y, para poner de manifiesto su arrepentimiento, Enrique procuraba portarse con él como si aquella terrible época en que había sido expulsado de su santuario y había estado próximo a una muerte violenta nunca hubiese existido.
Hubert llegó y fue directamente a los aposentos del rey.
¡Pobre Hubert!… Había envejecido mucho, perdiendo aquella animación tan característica en él. Su frente estaba muy arrugada ya y su piel no tenía frescura. Además, en sus ojos se notaba un aire receloso, como si estuviese alerta y no volviera ya a confiar jamás en los que lo rodeaban.
Esto era comprensible. Hubiera podido terminar fácilmente sus días como cautivo en la Torre de Londres y salir de allí sólo para sufrir la muerte destinada a los traidores. Aquello había sucedido rápidamente y en forma tan repentina y, según Hubert, sin motivo alguno… Nunca se libraría del temor de que pudiese volver a suceder.
—¡Ah! ¡Hubert! —dijo el rey, tendiéndole la mano y sonriéndole cordialmente.
Hubert la tomó y, después de una profunda reverencia, la besó. De modo que estaba a salvo por hoy, pensó con alivio. El rey parecía preocupado, pero a Hubert no se lo debía hacer responsable por lo que lo turbaba. Éste se ablandó un poco. La culpa no era sólo de Enrique. Lo habían inducido a error los hombres malignos resueltos a destruirlo a él, el hombre cuyos bienes y favor del rey envidiaban. Pero eso ya pertenecía al pasado. Por suerte, desde el punto de vista de Hubert, Edmund, el santo arzobispo de Canterbury, había lamentado la influencia que lograba ante el rey el archienemigo de Hubert, el obispo de Winchester, Peter des Roches. Eso le había allanado a Hubert el retorno al favor real.
Pero debían de existir entre ellos tensiones que nunca podrían ser superadas. Hubert no podría olvidar que el monarca se había vuelto contra él y que sólo un exceso de buena suerte había impedido que sus enemigos lo destruyeran; Enrique recordaría siempre los rumores que oyera circular sobre Hubert. Nunca volverían a confiar plenamente el uno en el otro.
Peter des Roches se había marchado del país llevándose una gran parte de sus riquezas, que puso al servicio del Papa, quien libraba una guerra contra los romanos. Pero su recuerdo perduraba y el daño que había causado a Hubert nunca sería eliminado totalmente.
Ambos recordaban todo esto cuando se enfrentaron aquel día.
—Los emisarios demoran en volver de Ponthieu —dijo Enrique.
—Tienen muchas cosas que solucionar, señor. Cuando vuelvan, habrá que hacer los contratos y vuestra prometida hará los preparativos para venir a Inglaterra.
—Confío en que será tan agraciada como lo hemos oído decir, Hubert.
—Es joven y estoy seguro de que también debe de ser bella.
—Esta vez, cuidaré de que nada impida mi casamiento —declaró el rey.
—No veo razón alguna para que haya dificultades, señor.
Por un momento, Enrique miró a su juez principal con los ojos entornados. ¿Sería cierto o eran meras habladurías malignas lo que se había afirmado de que Hubert era el culpable de que se hubiesen interrumpido las negociaciones para concertar los matrimonios proyectados? No. Él no creía que hubiese podido portarse así. Además… ¿con qué objeto lo habría hecho?
—El conde de Ponthieu ansía concertar ese matrimonio y creo que también lo desea su hijo —prosiguió Hubert—. En realidad, señor, sé de muy buena fuente que ambos no pueden creer en su suerte.
—Eso no me sorprende —dijo Enrique, complacido—. Ponthieu no tiene mayor importancia si se lo compara con Inglaterra. Será un gran casamiento para esa muchacha.
Sonrió. Le alegraría mostrarse bondadoso con su novia, hacerle comprender la buena boda que había hecho, dándole a entender, en todas las formas, que él era su superior. ¡Cómo lo amaría ella por haber hecho llover todos esos beneficios sobre su persona!
—Hubert —dijo—, quiero que apresuréis ese casamiento. Ha habido demasiada demora ya.
—Era mi propósito hacerlo —contestó el consejero—. Podéis tener la seguridad de que, dentro de unas pocas semanas, vuestra prometida estará aquí.
* * *
Cuando Ricardo volvió a Inglaterra, su primer deber fue presentarse ante su hermano. En el momento mismo en que se saludaban, comprendieron muy bien el recelo que se había insinuado en sus relaciones. Ya no había entre ellos la confianza de otros tiempos. Desde que riñera con su hermano y hasta pensara en mandarlo a la prisión, y Ricardo reuniera a varios de los barones principales para que lo apoyaran, Enrique había desconfiado de él. A partir de su ascensión al trono, los modales de todos los barones le habían dado a entender que no debía olvidar lo sucedido con su padre. ¡Runnymead, el lugar donde los barones habían obligado al rey Juan a firmar la Carta Magna! Ese solo nombre era una sombría advertencia. Aquello le había sucedido al rey Juan y podía sucederle a él. Los barones no volverían a permitir que un rey de Inglaterra olvidara el poder que ellos poseían. Y. cuando un rey tenía un hermano ambicioso y que se había mostrado ya capaz de enfrentarse con él, debía ser cauteloso.
Ricardo nunca olvidaría que, a exhortación de Hubert, Enrique había estado a punto de arrestarlo y que, de no haber mediado la lealtad de algunos de sus servidores y su rápida acción, el rey lo hubiera encarcelado. Se había visto obligado a apelar a los barones que desconfiaban del rey y que se mostraron dispuestos a apoyarlo, de modo que sólo entonces se vio a salvo. Y, aunque su amistad con el rey se había reanudado luego, aquellos incidentes dejaban su huella.
Ricardo sentía perfectamente la rivalidad existente entre ellos. Él mismo no podía olvidar que sólo el hecho de haber nacido antes le había concedido a Enrique una posición superior a la suya y creía, naturalmente, que él podía ser un monarca mejor que su hermano. Enrique adivinaba sus sentimientos y eso no favorecía por cierto a Ricardo.
Con todo, dado el estrecho parentesco existente entre ambos, los dos sabían que una franca animosidad no le convenía a ninguno de los dos.
A Enrique, le irritaba la circunstancia de que sus aventuras matrimoniales hubiesen fracasado, pero, al mismo tiempo, le alegraba pensar que la aventura conyugal de Ricardo, a pesar de haber cuajado, distaba de ser satisfactoria.
—¿Cómo te ha ido? —le preguntó.
—Bastante bien —replicó Ricardo.
—¿Y has hecho progresos en tus preparativos? ¿Cuándo partirás para Tierra Santa?
—Faltan aún muchas cosas. Habrá que esperar otros dos años, por lo menos.
—¡Tanto! Bueno, tendrás un poco de tiempo que dedicarle a tu esposa antes de irte —dijo el rey.
Su leve sonrisa y la mirada que dirigió hacia él por debajo de su párpado caído, irritaron a Ricardo. Enrique no tenía por qué deleitarse con su situación. Él sabía muy bien que había cometido un error. Pero, por lo menos, se había casado y tenía un hijo que exhibir.
—El niño progresa —dijo, con un dejo de malicia.
El rey se sobresaltó. ¡Cómo le habría gustado tener un hijo!
—Tienes que verlo, Enrique. Después de todo, lo he llamado así en homenaje a ti.
—Me alegra saber que está bien. Confío en que, dentro de poco, tendrá un primo.
—¡Ah! De modo que tus planes matrimoniales avanzan.
—Esperamos, aún, el regreso de la embajada. Cuando llegue, no perderé tiempo.
—Lo comprendo. Has esperado tanto…
—¿Viste a Juana cuando estuviste en Ponthieu?
—Sí.
—¿Y te pareció hermosa?
Ricardo vaciló y vio aparecer la ansiedad en el semblante de su hermano.
—Oh, bastante hermosa —dijo.
—¡Bastante! —exclamó Enrique—. Bastante… ¿para quién? ¿Para qué?
—No se le puede pedir demasiado a la novia en un casamiento de Estado… ¿no te parece? Si ha nacido en un lecho adecuado y el matrimonio da los resultados que se esperan… ¿qué importa si es hermosa o no?
Medió entre ambos un silencio, durante el cual Enrique se tornó más sombrío. Entonces. Ricardo se echó a reír.
—Oh, hermano… Te lo dije en broma. Es bonita.
—¿Lo suficiente? —agregó Enrique.
—A decir verdad, la comparé con otra a quien conocí por casualidad.
—¡Ah! ¿Te has vuelto a enamorar?
—Podría estar a un paso de enamorarme. Es la hija del conde de Provenza. Creo que nunca he visto a una muchacha más bella. Además, es inteligente. Una poetisa… y sabe de música… Es una muchacha excepcionalmente educada. Eso resulta evidente en sus modales… su modo de hablar… y, desde luego, su poesía.
—¿No estarás hablando de la reina de Francia?
—No. No la conocí. Era bastante improbable que me recibieran muy amistosamente en la corte francesa. La muchacha que me impresionó tanto fue su hermana, Leonor. Te habría gustado la corte de Provenza, hermano. Allí, le dan una gran importancia a la música. La conversación es chispeante. Puedo asegurarte que aquello es un paraíso. El conde tiene cuatro hermosas hijas. Una de ellas, como sabes, llegó a ser la reina de Francia. Han quedado Leonor, Sancha y Beatriz.
—¿Y cuál fue la que te encantó?
—Las tres. Pero Leonor tiene trece años. Es una edad deliciosa… sobre todo en una muchacha de tanto talento como ella.
—¿Y qué tal es si se la compara con Juana de Ponthieu?
Ricardo se encogió de hombros y rehuyó la mirada de su hermano.
—Vamos —dijo el rey, con aspereza—. Quiero saberlo.
—Juana es agraciada… agradable…
—Pero… ¿Leonor la supera?
—La comparación es injusta. No hay nadie que se pueda comparar con Leonor. Cuando leí su poema, no pude creer que lo hubiera escrito una muchacha tan joven. Entonces, decidí verla…
—¿Qué poema es ése?
—Te lo mostraré. Leonor escribió un largo poema cuya acción transcurre en Cornwall y, como yo estaba en las cercanías, me lo envió amablemente. Después de leerlo, decidí conocer a su autora y así fue como pasé esos deliciosos días en la corte de Provenza.
—Muéstrame ese poema —dijo el rey.
—Te lo he traído. Léelo a tus anchas. Estoy seguro de que, dados tus propios dones poéticos, advertirás el talento de esa muchacha.
—Tu voz se vuelve suave al hablar de ella. Se diría que te has enamorado de la condesita.
Ricardo lo miró con tristeza.
—Ya sabes en qué situación me encuentro —dijo.
—La situación en que te has colocado tú mismo —lo rectificó Enrique—. Fue tu temperamento imprudente el que te empujó al trance en que estás hoy… casado con una vieja. Ya preví que lo lamentarías. Y el Papa se niega a concederte el divorcio.
—Quizás logre convencerlo algún día.
Enrique se mostró impaciente.
—Háblame más de la Provenza.
—El conde se enorgullece de sus hijas. ¿A quién no le pasaría lo mismo, en su lugar? Después de haberle conseguido un rey de Francia a una de ellas buscará un partido encumbrado para las otras.
—¿Y cómo es Leonor, si se la compara con Margarita?
—Oí decir en el castillo que es más bella aun. A decir verdad, por eso la llaman Leonor la Bella.
—Dame el poema. Lo leeré.
—Luego, lo dejaré en tus manos, Enrique. Me interesaría saber qué opinas de él.
—No dudes de que te lo diré.
Apenas se hubo quedado solo, Enrique miró el poema. La letra era excepcionalmente buena y apenas infantil. Estaba escrito en dialecto provenzal y gracias a su madre, Enrique y sus hermanos lo conocían bastante, de modo que pudo leerlo cómodamente.
El poema era delicioso, encantador, fresco… y pleno de sentimiento. Lo que le había dicho su hermano era cierto; aquella niña era una poetisa.
Ricardo la admiraba y lamentaba más que nunca haberse casado. Si Leonor hubiese sido de cuna más humilde, habría hecho todo lo posible por hacerla su amante. Enrique conocía a su hermano. Pero, desde luego, aquello era algo que el conde de Provenza no permitiría jamás.
Era una linda muchacha… de cabellos rubios y ojos pardos. Enrique se la imaginó perfectamente. La piel suave, las facciones finas, la juvenil figura perfecta en todos sus detalles. Ricardo era un experto en materia de mujeres y la consideraba la niña más bella que viera jamás. Su hermana era, ya, reina de Francia. La situación resultaba interesante.
¿Por qué no habría oído hablar de Leonor antes de iniciar las negociaciones con Ponthieu?
Con todo, no estaba ligado aún a Juana. Quedaba tiempo, todavía.
La idea lo obsesionaba. Leonor la Bella. La deliciosa niña de trece años. Quería una mujer joven, alguien a quien pudiera modelar a su gusto. Le tenía miedo a una mujer madura. La mayoría de los reyes de su edad debían de tener varios bastardos dispersos por su país, a esas horas. Enrique, no. No porque fuera tímido con las mujeres; pero no quería aventura amorosas descabelladas, sin una esposa a la cual pudiera amar; alguien que lo respetara. Y adivinaba que, una mujer así tendría que ser necesariamente muy joven; quería hijos, unos hermosos varones. Eso era necesario para el bienestar de la nación. Ricardo acaso pensara que la sucesión del trono estaba a salvo con él, pero Enrique no opinaba lo mismo. El sucesor debía ser su hijo y aquella bella esposa podía proporcionárselo.
Le desagradaba ya Juana y se sentía un poco enamorado de Leonor.
Pero no es demasiado tarde, se dijo. Mandó en busca de Hubert.
—He cambiado de idea —dijo—. ¿Han vuelto los emisarios de Ponthieu?
—Todavía no, mi señor —repuso Hubert.
—He resuelto no casarme.
—¡Señor! —exclamó Hubert, al parecer espantado.
—Esa prometida es inadecuada. Y he hallado la que quería. Es Leonor, la hija del conde de Provenza.
Hubert se refugió en el silencio. Pensaba en las negociaciones que se habían efectuado con Ponthieu y en lo difícil que resultaba darlas por terminadas; pero no dijo nada. El recuerdo de la oportunidad en que había tratado de poner en guardia al rey para su propio bien seguía siendo harto vivido. Nunca volvería a caer en esa trampa.
—Es culta y hermosa —dijo el rey—. Su hermana es la reina de Francia. Ya veis, Hubert, que ese sólo hecho hace deseable el casamiento.
—Crea una situación interesante, mi señor.
—Y políticamente fuerte.
—Podría ser muy útil en nuestras negociaciones con Francia, señor.
—Lo mismo he pensado yo. Quiero que se envíe sin tardanza un mensaje al conde de Provenza.
Hubert asintió.
—¿Y la embajada a Ponthieu, mi señor?
—Solucionaremos eso a su debido tiempo. Mientras tanto, pensemos en el conde de Provenza.
—Le comunicaremos vuestro deseo y le preguntaremos qué dote tendrá su hija.
—Eso llevará tiempo.
—Esas cosas siempre demoran.
—No hay necesidad de que me lo digas. Estoy muy al tanto de las demoras sufridas por otras negociaciones.
—Que os alegrareis ahora de que no se hayan concretado, señor.
Enrique se echó a reír, cordial de nuevo.
—Tenéis razón, Hubert. Tengo entendido que el conde de Provenza es… incomparable. Ahora, debemos preparamos con la mayor rapidez posible. Vos me entendéis.
—Perfectamente, señor —dijo Hubert.
Antes de que concluyera ese día, habían enviado emisarios a Provenza. Enrique los esperó, con torturada impaciencia.
Aquello no debía fracasar, como sus proyectos anteriores.
Tenía que conseguir a Leonor. Se la imaginaba como la esposa perfecta: bella, talentosa, encantadora. Todos le envidiarían a su prometida y, más que nadie, su hermano Ricardo.
Había muchas cualidades que hacían atrayente el proyecto y la clara apreciación por Ricardo de los encantos de Leonor no era la menor de sus atracciones.
* * *
Nadie podía negar que la boda del rey de Inglaterra con la hermana de la reina de Francia era una perspectiva seductora, de modo que a Enrique no le costó mucho convencer a sus ministros de que, al cambiar de novia, lograba una ventaja política. Era cierto que el rey no sólo le había hecho insinuaciones al conde de Ponthieu, sino que, además, estaba en camino de obtener una dispensa del Papa, ya que, en los casamientos reales, siempre había que tener en cuenta la cuestión de la consanguinidad. Sin embargo, estaba resuelto a ello. De modo que envió emisarios a Ponthieu y a Roma para cancelar esas negociaciones y, después de llamar a los obispos de Ely y de Lincoln, les dijo que quería que fueran de inmediato a la Provenza con el Maestro del Temple y el prior de Hurley le hiciesen allí sus proposiciones al conde de Provenza.
Los obispos, quienes comprendían la significación política del matrimonio proyectado se mostraban ansiosos de partir inmediatamente; pero, cuando se enteraron de que Enrique quería una cuantiosa dote, dijeron que no estaban seguros de conseguirla.
—El conde de Provenza está muy empobrecido, señor —manifestaron—. No podrá reunir la dote que pedís.
—Es sorprendente lo que puede hacer un padre por su hija cuando su matrimonio es tan importante como lo será este.
—Si no tiene los medios, mi señor.
—Sin duda, hallará la manera de conseguirlos… Me gustaría estar presente para ver su satisfacción cuando se entere de la misión que os llevará allí.
—Ese placer será grande, pero, cuando se entere de lo que pedís, quizás tenga que rechazar vuestra propuesta en nombre de su hija.
—Tengo muchos deseos de que Leonor sea mi prometida, pero no veo ningún motivo para permitir que su padre rehúya sus deberes.
—Le presentaremos vuestras propuestas, mi señor.
—¿Cuándo partirán?
—Hoy, mi señor.
—Me alegro. Esperaré con ansiedad el resultado. Quiero que se sepa en todo el país que me casaré. Habrá un intenso júbilo.
Enrique miró partir a la embajada y oró para que hubiese buenos vientos y la travesía por mar no demorase.
Su hermano Ricardo sonreía para sí.
Él había concertado aquello, se dijo. Si a Leonor la coronaban reina de Inglaterra, a él se lo debería.
* * *
Cuando llegó la embajada inglesa, reinó una gran excitación en Les Baux.
Leonor, quien observaba cómo se iba acercando la comitiva, a duras penas logró esperar a que sus padres la llamaran. Había advertido que los visitantes venían de Inglaterra, pero, como sabía que las negociaciones del monarca inglés con el conde de Ponthieu estaban en marcha, no podía creer que aquella visita la tuviese por objeto a ella.
Cuando la llamaron al aposento de sus padres, su corazón latía con un ritmo salvaje. Aquello no podía ser. Quizás se equivocara y los visitantes no vinieran de Inglaterra, después de todo. Pero no provenían de la corte de Francia… Eso, sí que se podía afirmar.
Su madre la abrazó, mientras su progenitor la contemplaba con lágrimas en los ojos.
—Querida hija —dijo—, hoy es un gran día para nosotros.
Leonor miró ansiosamente a ambos.
—¿Se trata de algo que se refiere a mí? —preguntó.
—Sí —dijo su padre—. Es una proposición matrimonial. —Nunca creímos que pudiese ser algo comparable con la boda de Margarita… pero lo es.
—¿Inglaterra? —murmuró Leonor.
Su madre asintió.
—El rey de Inglaterra pide tu mano.
Leonor sintió vértigos. ¡De modo que había dado resultado! ¡Ricardo de Cornwall y el poema! Aquello, era increíble.
Romeo de Villeneuve había entrado a la cámara real. Sonreía, complacido. El asunto nada tenía de asombroso. Una vez más, ellos le deberían su buena suerte.
A Leonor, le costaba creer lo que le decían. Era un sueño que se trocaba en realidad. Algo demasiado hermoso. Margarita, reina de Francia, Leonor, reina de Inglaterra. Y, en gran parte, ella se lo debía a la astuta maniobra de Romeo. Si no hubiese escrito ese poema… si no se lo hubiese enviado, por consejo de Romeo, al conde de Cornwall… No, costaba creerlo. Aquello era algo que había querido más que nada. Un matrimonio con el monarca inglés era lo único que se podía comparar con la boda de Margarita. Y había sucedido.
—No me extraña tu sorpresa —dijo el conde—. Te confieso que siento lo mismo.
—Pero… Yo tenía entendido que el rey de Inglaterra estaba comprometido para casarse con Juana de Ponthieu.
—Un matrimonio no es un matrimonio mientras no se contrae solemnemente —dijo su padre—. Todo ha terminado entre Inglaterra y Ponthieu. Las negociaciones han cesado, la oferta ha sido retirada. Los emisarios, y se trata de hombres de gran reputación, me dicen que el rey está tan ansioso de contraer este matrimonio que quiere que no haya demora.
—¿Qué significa eso? —preguntó Leonor—. ¿Que debo partir de inmediato? ¿Que debo prepararme?
—¿Tienes tantas ganas de abandonarnos, hija mía? —replicó su madre, con aire casi de reproche.
—¡Oh, no, querida madre! Pero yo quisiera saber qué se espera de mí.
—¿No tienes miedo…?
—¿Miedo? Desde que se fue Margarita, supe que tendría que hacerlo. Dudo de que ella haya sido tan feliz antes de casarse como después… aunque nadie podría tener un hogar mejor.
—Es cierto —asintió el conde—. Y así lo querría yo. Si encuentras en la corte de Inglaterra la misma dicha que encontró Margarita en la de Francia, me sentiré muy satisfecho.
—La encontraré. Sé que la encontraré.
—Bueno, querida —dijo el conde— quisimos avisarte.
Ahora, debemos discutir las condiciones que forman parte, necesariamente, de estos contratos. Pero hemos querido que sepas ya a que se refiere esa misión, a fin de que puedas prepararte para una nueva vida.
La madre de Leonor la tomó en sus brazos y la besó con ternura.
—Me enorgullezco de mis niñas —dijo.
Cuando Leonor se fue, se dirigió directamente al aula donde la esperaban sus hermanas.
Sancha y Beatriz la miraron con aire ansioso cuando entró. Era evidente que había sucedido algo muy importante y Sancha, quien recordaba la partida de Margarita, se mostró muy aprensiva.
—¿Qué sucede? —exclamó, apenas entró su hermana.
—Es una embajada inglesa. El rey de Inglaterra pide mi mano.
—¡Leonor!
Sus hermanas la miraron con ojos maravillados, y ella guardó silencio durante un instante, saboreando su admiración.
—Es cierto —dijo—. Creo que el rey debe de haber oído hablar de mí a su hermano.
—¡Ricardo, el conde de Cornwall, el hombre más gallardo que he visto! —observó con un suspiro Sancha—. ¿No preferirías casarte con él. Leonor?
—No es un rey.
—Lo sería si su hermano muriera.
—Oh, Sancha… No seas tan… joven. El rey de Inglaterra no morirá. Voy a casarme con él y seré la reina. Es tan bueno ser reina de Inglaterra como serlo de Francia.
—En realidad, es mejor —hizo notar Sancha—. Porque entonces Ricardo será tu hermano.
Leonor rió, feliz y excitada.
—Tendré una boda tan grandiosa… Nunca habrá habido otra parecida. Seré reina. Ya has visto a Margarita con su corona; la mía será más grande, más brillante… llena de piedras mucho más preciosas.
—¿Cómo lo sabes? —preguntó Beatriz.
—Porque lo sé. Yo quería casarme con el rey de Inglaterra y, aunque él estaba casi casado con otra… todo eso ha cambiado y seré su reina. Parece cosa de magia. Es cosa de magia. Y, sin embargo yo lo había planeado…
Sus hermanas la miraron con aire expectante y ella las tomó de las manos y las condujo al banco adosado a la ventana.
Sus ojos centelleaban. Les empezó a describir la corte de Inglaterra como si estuviera recitando un poema. Les habló de su futuro marido. Se parecía a Blandin, el caballero de Cornish.
Estaba dispuesto a abordar proezas imposibles para obtener su mano.
—¿Qué clase de proezas? —preguntó Beatriz.
De modo que Leonor se quedó sentada con ellas en aquel banco y les contó varias de las proezas que había debido cumplir Blandin para lograr la mano de la bella princesa Briende. Sólo que, en este caso, en vez de Blandin Briende, se trataba de Enrique y Leonor.
Mientras la niña entretejía su relato, llegó más gente. Desde la ventana. Leonor vio que tres de sus tíos entraban presurosamente a caballo al patio del castillo. Evidentemente, se habían enterado de la noticia. Eran Peter, Boniface y William, obispo electo de Valence, los hermanos de su madre. Tenía ocho y todos eran ambiciosos, aventureros y su misión en la vida era hacer prosperar a la Casa de Saboya. Su llegada revelaba la importancia de aquella coyuntura.
Las niñas vieron cómo sus padres saludaban a sus tíos y Leonor esperó ansiosamente que la llamaran para felicitarla; los visitantes se sentirían encantados, de que, por intermedio de ella, se proyectara tanto honor sobre su familia.
Pero no la llamaron. En el castillo reinaba una atmósfera sombría —casi de desesperación— y Leonor empezó a sospechar que había sucedido algo malo.
Sus tíos pasaron el día íntegro con sus padres. No había festejos en la sala de recepción, como era propio de esas oportunidades. A la mañana siguiente, la condesa llamó a primera hora a Leonor. Estaba lúgubre y, evidentemente, muy deprimida.
—Querida niña —dijo—, no debes pensar aun en casarte con el rey de Inglaterra.
—¿Qué ha pasado? ¡Oh, te lo ruego! ¡Dímelo pronto! —suplicó Leonor.
—El rey de Inglaterra pide una dote tan cuantiosa que tu padre no podrá dársela.
—¿Quieres decir que el rey pretende que le paguen por casarse conmigo?
—Es usual que las novias aporten una dote a sus maridos, querida mía.
—¿Lo cual significa que no podremos permitirnos ese casamiento?
—Mucho lo tememos, Leonor. Como lo ves, es un gran matrimonio… tan importante como el de Margarita.
—El rey de Francia no pidió dote.
—No. Sabía que tu padre no se la podía dar y se contentó con desposar a tu hermana.
Leonor miró a su madre, con el rostro demudado por el desencanto. Veía evaporarse su hermoso sueño.
Empezaron a ocurrírsele unas ideas descabelladas.
—Quizás yo pueda ir a Inglaterra —dijo—. Y hablar con él… conseguir que me vea, que me conozca.
—¡Ni pensarlo! —replicó su madre, precipitadamente—. No te desesperes. Bien podría ser que fueras feliz con otro matrimonio.
—No lo seré —exclamó Leonor—. Si esto fracasa, nunca lo seré.
—Hablas como una niña, como lo que eres —dijo su progenitora—. Si no hay casamiento, no lo lamentaré. Eso te dará tiempo para crecer… para aprender algo sobre el mundo… sobre lo que significa el matrimonio…
Leonor no la escuchaba.
Desde luego, se decía, aquello era demasiado bueno para ser cierto. Era como uno de sus poemas épicos. La vida real rara vez era así.
* * *
Sus tíos no eran hombres dispuestos a renunciar a semejante presa sin lucha. Los emisarios iban y venían de Inglaterra. El conde de Provenza no podía satisfacer la exigencia del rey, mientras que, por su parte, el rey consideraba que lo que pedía era poco si se comparaba con el honor que dispensaba.
—Ese rey de Inglaterra parece ser un hombre muy interesado —dijo el conde.
Su esposa asintió.
—Después de todo, acaso ése no sea un matrimonio tan bueno para Leonor —opinó—. Sería mucho pedir otro marido como Luis.
—Luis no sólo es un rey, sino, también, un hombre bueno —repuso el conde—. Su rostro irradia bondad. Creo que Margarita se habría podido considerar afortunada aunque ese marido fuese el más humilde de los condes.
—Evidentemente, Enrique de Inglaterra es de un temperamento muy distinto. Cabía esperarlo. Recuerda a su padre.
El conde le sonrió, afectuosamente. La condesa le sugería que no se sintiera deprimido por el hecho de que aquel casamiento no tuviera lugar. Ella ya se había resignado a que no se efectuara. Enrique había iniciado varias negociaciones y resultaba significativo el hecho de que ninguna de ellas hubiese dado frutos aún.
—Bien puede ser que Enrique sea un hombre a quien le gusta pensar en casarse, pero que, cuando llega la hora de hacerlo, lo rehúye —dijo el conde.
—¿Lo crees así, de verdad?
—Parecería ser así. Ha habido tantos planes… Enrique ya no es joven. En realidad, me parece un poco viejo para Leonor.
¡Oh, sí! Ambos se estaban consolando mutuamente.
Pero los tíos de Leonor no se daban por vencidos, teniendo en cuenta todo lo que estaba en juego y las negociaciones prosiguieron. Apareció un destello de esperanza cuando Enrique hizo una rebaja en el monto de la dote pedida.
—Todavía es demasiado —dijo el conde—. Hasta lo que pide ahora no está a mi alcance.
—Hará otra rebaja —le aseguró el tío Boniface.
—Y yo, no tengo interés en esos regateos con respecto a mi hija —repuso el conde, con dignidad—. Es una princesa, no un pedazo de tierra que se puede canjear por otra cosa. Te digo, Boniface, que, a pesar de lo importante que es ese casamiento, estoy empezando ya a hartarme de ese asunto.
Por lo que a él se refería, estaba dispuesto a dar por terminado el regateo. Pero los tíos de Leonor estaban resueltos a continuarlo.
* * *
A Ricardo lo divertían aquellas dilatadas discusiones. Como se consideraba el causante del matrimonio propuesto, ansiaba que se efectuara. Leonor era una princesa poco común y él sabía que su hermano se sentiría encantado con ella; además, ella le estaría agradecida y, como discrepaba tan a menudo con el rey, le convenía tener una aliada en la reina.
—Conque esos planes matrimoniales se están frustrando —dijo Ricardo, cuando se quedó a solas con su hermano.
—Con esas cosas, siempre pasa lo mismo.
—Pides demasiado. Enrique. ¡La muchacha más bella del mundo y su peso en oro!
¡La muchacha más bella del mundo! Esa idea había impresionado a Enrique. La novia del rey de Inglaterra debía ser, naturalmente, la muchacha más bella del mundo… pero también debía aportar una dote digna de su marido.
—Creo que me darán lo que quiero —dijo Enrique.
—Querido hermano, ignoras la pobreza de la Provenza.
—Siempre has hablado en términos tan admirativos de esa corte…
—Es una cuestión de cultura, no de derroches. Tú debieras comprenderlo, Enrique.
—Lo comprendo. Respeto al conde, dada su devoción por la música y la literatura. Pero no puedo creer en la pobreza que alega y pienso que, posiblemente como tiene que casar a tres hijas, no quiere darle la parte que le corresponde a la mayor y prefiere reservarla para conseguirles buenos matrimonios a las otras. Quiero que comprenda que el casamiento que se le ofrece a su hija no es un matrimonio cualquiera.
—Lo apreciará como cualquier otro. Pero no es un hombre de mundo.
—¿Qué quieres decir con eso?
—Pensará más en la felicidad de su hija que en su progreso. Lo que quiero decirte, hermano, es que preferirá ver una condesa feliz a ver una reina desdichada.
—No veo ningún motivo para que no sea una reina feliz.
—Quizás él no lo piense así. Verás… En esas negociaciones has mostrado ser un poco interesado. Tienes la oportunidad de casarte con esa muchacha excepcional y regateas. Los emisarios van y vienen inútilmente. Recuerda que conozco al conde. He estado en su casa. Le causará resentimiento ese insulto a su hija.
—No veo ningún insulto. ¿Cómo crees que yo podría insultar a mi propia reina?
—Sin embargo, lo estás haciendo, al poner en la balanza lo que te aportará. El romántico Luis dijo de su hermana: la quiero y con eso, me bastará.
Ricardo adivinó que su estrategia estaba dando resultado.
—¿Qué te dijo el conde en su último mensaje? —prosiguió.
—Que no podía darme la dote a pesar de la rebaja.
—Quiero decir… ¿En qué forma te lo dijo? Eso es importante.
—Te mostraré su última carta.
Ricardo la leyó y meneó la cabeza.
—Lo comprendo perfectamente. Es un hombre muy altivo. Y lo has herido en su orgullo. Te da a entender aquí muy claramente que pronto pondrá término a ese regateo. ¿Cómo marchan las negociaciones con Ponthieu? Me parece que, si no las has interrumpido…
—Sabes perfectamente que las he interrumpido.
—Reanúdalas. Quizás el padre de Juana pueda proporcionarte la dote que deseas.
—No tengo la intención de casarme con Juana. Lo que quiero, es conseguir a Leonor.
—¿De veras, hermano? No lo parece. Pronto, la gente empezará a decir: “¡Otro de los matrimonios que se había propuesto el rey ha fracasado!”.
—No dirán semejante cosa, porque no fracasaré. Me casaré con Leonor de Provenza. Estoy decidido a hacerlo.
—Pero… ¿y qué harás con la dote?
—He tomado una decisión. No pediré dote… Sólo a Leonor. Llamaré a Hubert y le diré que quiero que me envíen sin demora a Leonor.
Ricardo sonrió.
—No lo lamentarás —dijo—. Te lo prometo.
* * *
¡Qué excitación reinó en Les Baux cuando llegaron los emisarios de Inglaterra!
El rey estaba cansado de mantener tanta correspondencia. Quería a su novia. En cuanto a la dote, era algo que no tenía por qué demorarlo. Lo que anhelaba, era casarse.
Sancha dijo que aquello parecía un columpio. Tan pronto subía como bajaba.
—De ningún modo —exclamó Leonor—. Esta vez, estaré en guardia.
Al parecer tenía razón. Los emisarios hablaban de la impaciencia del rey. Antes, el monarca se refería a la dote; ahora, pedía la partida inmediata de su prometida.
—Tenemos que emprender viaje sin demora —dijo el tío William, obispo electo de Valence.
Y, con gran satisfacción del conde y su esposa, manifestó que se proponía acompañar a Leonor a Inglaterra.
El conde decidió ir a París con la condesa y sus dos hijas, lo cual les brindaría la oportunidad de ver a Margarita. Ese día de otoño, partió de Les Baux una alegre cabalgata. Aunque la mañana era algo fresca, el sol calentaba bastante. Había mucho follaje en las limas, pero algunas hojas caídas formaban una alfombra sobre la hierba, como una advertencia de que el verano se estaba esfumando. Leonor contemplaba la lozana campiña verde, quizás por última vez, y, aunque su familia le aseguraba que volvería, el mar iba a separarla del hogar de su infancia y debía ser la reina de un país nuevo.
Rodeada por su familia, se sentía casi alegre, aunque le entristecía abandonarlos. Sancha estaba a punto de prorrumpir en sollozos al pensarlo y lo mismo le sucedía a Beatriz.
Sancha dijo que aquella boda parecía mucho más importante que la de Margarita, quizás por todo el revuelo que había causado.
—O tal vez, hayamos sido más jóvenes entonces —agregó sabiamente.
Leonor les dijo que, cuando fuese la reina de Inglaterra, insistiría en que sus hermanas fuesen a pasar algún tiempo con ella.
—¿Y si el rey no nos quiere ahí? —preguntó Sancha.
—Le diré que tal es mi deseo —repuso Leonor.
Quizás ella conseguiría hasta eso, pensó Sancha.
Leonor lograba siempre lo que se proponía.
Cuando llegaban a la frontera de Champagne, los recibió el conde de Champagne, muy conocido en toda Francia como rey de los trovadores. Algunos, lo consideraban el poeta más grande de su tiempo.
El conde les ofreció una suntuosa hospitalidad y cabalgó rumbo a su castillo con ellos, entre el conde y la condesa de Provenza, a la cabeza de la comitiva.
Thibaud de Champagne, tenía algo de atrayente, algo que difícilmente podía atribuirse a su aspecto. Era tan gordo que casi resultaba torpe. Pero su carácter era alegre y bondadoso y decían que, cuando hablaba, su voz era de plata, y, cuando cantaba, de oro.
Hasta cuando viajaba con ellos, no pudo contenerse y cantó y todos lo escucharon con admiración.
Además, esas canciones habían sido escritas por él; descollaba tanto en la letra como en la música.
Leonor le pareció seductora. Le dijo en voz baja que su marido la amaría y la apreciaría. Había leído uno de sus poemas y pensaba que tenía un fino talento.
—Soy poeta —declaró—. Y, según me dicen, de algún mérito. Pero, como veis, mi aspecto no está en consonancia con la belleza de mis palabras. Vos estáis dotada por partida doble, mi señora Leonor, y vuestro marido os amará tanto que no podrá negaros ni el menor de vuestros deseos.
Estas palabras deleitaron a Leonor; le parecía flotar en una nube de gloria.
Fueron al castillo de Thibaud, para descansar un poco allí y brindarle al conde la oportunidad de agasajarlos.
Esto lo hizo en forma digna de un rey, ya que quería que todos recordaran que era el bisnieto de Luis VII y que, si su abuela hubiese sido un varón en vez de una niña, habría sido el rey de Francia.
Los soldados apostados en el castillo increparon a la comitiva que llegaba, pero, desde luego, esto era una mera formalidad. Todos estaban dispuestos a recibirlos allí, va que el centinela cuya misión consistía en sentarse en lo alto del torreón y otear el horizonte por si se avistaba alguna cabalgata, había reconocido desde el primer momento a su amo y sabía que traía consigo al conde de Provenza y su familia, quienes debían ser agasajados en forma principesca.
Habían organizado espectáculos para divertirlos.
La pequeña Beatriz estaba muy excitada, pero Sancha no podía olvidar que ellas debían separarse de su hermana de un momento a otro. No sólo porque echaría de menos a Leonor, sino porque entonces ocuparía su lugar como hermana mayor en el hogar y pronto le tocaría el turno de despedirse de la casa paterna.
El castillo estaba construido en el estilo familiar a todos ellos y la escalera era uno de sus aspectos más importantes, ya que los huéspedes gustaban de sentarse allí cuando el tiempo era fresco. En lo alto de la escalera, había una especie de corte, donde el conde se enfrentaba con sus vasallos e impartía justicia cuando se requería. Mientras el castellano agasajaba a sus huéspedes, él y ellos se ubicaban en sillas dispuestas sobre ese estrado, a fin de contemplar las justas y los juegos que se desarrollaban al pie de la escalera; y los peldaños eran usados como asientos por los que observaban los espectáculos.
Para la familia del conde de Provenza, naturalmente, habían preparado sitios de honor en el estrado, junto al conde de Champagne, y de las aldeas vecinas acudió mucha gente a presenciar los actos, pero más que nada para ver a la joven elegida como esposa por el rey de Inglaterra.
Desde lo alto de la escalera, se veía la vasta sala de recepción y, cuando las noches eran frías, se encendía un fuego en el centro y los huéspedes se juntaban allí, escuchaban a los trovadores y miraban bailar o bailaban.
La sala de recepción era muy espaciosa. En un extremo, se hallaba el estrado y, sobre él, la mesa alta, que daba sobre otra baja. Junto a la alta, estaban sentados Leonor y su familia con el conde de Champagne, como invitados de honor.
A diario, esparcían sobre las lajas de piedra del piso juncos frescos y, también en honor de los huéspedes, hierbas fragantes y flores.
Aquella experiencia era maravillosa y lo mejor de todo sucedía de noche, cuando oscurecía y retiraban las mesas con sus caballetes de la sala de recepción y el conde entonaba sus canciones de amor.
Entonces se transformaba en una figura romántica, a pesar de sus dimensiones, ya que muchas de esas canciones versaban sobre amores no correspondidos; y había una dama a la cual se referían a cada momento. Leonor se preguntó quién sería.
Se quedaron cinco días con sus noches en el castillo y, durante ese tiempo, la muchacha encontró una oportunidad para preguntárselo a Thibaud.
Era tarde, los leños que ardían en el centro de la sala de recepción estaban al rojo y muchos de los invitados cabeceaban, soñolientos, sentados sobre escabeles de piedra ubicados en distintos lugares de la sala y sobre los cofres de roble que contenían algunos tesoros del conde, pero que servían de asiento en esas ocasiones.
Leonor dijo al conde:
—Siempre cantáis a una dama… ¿no es así? O quizás haya varias. Pero siempre habláis de su belleza y su pureza y retraimiento. ¿Existe esa mujer o sólo cantáis a un ideal?
—A una mujer y a un ideal —contestó él.
—¿Conque existe, en realidad?
—Sí, existe.
—¿Y no os ama?
—No me ama.
—Quizás os ame algún día.
—Nunca me mirará. Es una gran dama. Está lejos de mí… y siempre lo estará.
—¿Quién es? ¿Se trata de un secreto? Él la miró, con aire zumbón.
—¿Creéis que puedes inducir a un hombre a traicionarse, no es así? —preguntó.
—No había pensado en eso —negó Leonor.
—Ah… os sobra encanto, mi señora. Miradme. No tengo una figura romántica… ¿verdad? ¿Sabéis qué escribió sobre mí un poeta? Os lo diré. Yo suspiraba por mi amor, ansiando ceñirla entre mis brazos, y ésta es la canción que él escribió:
“Señor, has hecho bien,
al contemplar a tu amada:
tu gordo e hinchado abdomen
te impediría llegar hasta ella”.
Leonor se echó a reír.
—Ya lo veis —murmuró él—. También vos os burláis de mí.
—De ningún modo —exclamó ella—. No hay tal cosa. Creo que vuestra dama podría amaros por las palabras que habéis escrito sobre ella. Le habéis dado una vida inmortal, ya que la recordarán eternamente gracias a vuestras canciones.
—No las necesita para eso. Vivirá gracias a sus propios actos.
—Con que se trata de una dama de alta jerarquía.
—De la más alta.
—Os referís a la reina.
—Que Dios me ayude, sí. A la reina.
Leonor se sonrojó intensamente. ¡Margarita!, pensó.
Él leyó inmediatamente sus pensamientos y exclamó:
—¡No, no! No se trata de la reina joven. Hablo de Blanca… la incomparable Blanca… La reina Blanca, con su llameante cabellera rubia y su blanca piel y su pureza.
—Debe de ser muy vieja. Es la madre del rey de Francia.
—Una belleza como la de ella, es intemporal —murmuró él.
Luego, rasgueó su laúd y empezó a cantar nuevamente en voz baja las alabanzas a su dama.
* * *
A pesar de su ansiedad por casarse, Leonor lamentaba abandonar Champagne. Thibaud insistió en unirse a la comitiva y en acompañarla hasta la frontera de Francia, de modo que todos emprendieron el viaje con mucha pompa y derroche. El pueblo salía de sus casas para contemplar boquiabierto aquella magnificencia, que recordaría eternamente. A su debido tiempo llegaron a la frontera, y allí, Thibaud se despidió de ellos.
Leonor lamentó su partida, pero la excitación que significaba para ella volver a ver a su hermana se lo hizo olvidar muy pronto. Porque ahí estaba Margarita… transformada después de su infancia en Provenza en reina de Francia y, junto a ella, el rey Luis.
El conde y la condesa sintieron una intensa emoción al ver a su bella hija y su marido. Realmente, formaban una hermosa pareja. Margarita ya no era la muchachita que abandonara su hogar; se había convertido en una reina. Tenía un continente regio que conmovió profundamente a sus progenitores y los enorgulleció mucho.
Leonor lo notó y se alegró de que la vida le brindara un papel tan encumbrado como el de su hermana.
Desde luego, le impresionó Luis y se preguntó si Enrique sería como él. El rey aventajaba con su estatura a todos los demás presentes y, como era además muy esbelto, parecía más alto aun de lo que era. Su cabello muy rubio llamaba la atención; y, aunque no vestía con el lujo de Thibaud, parecía ser, en todos los detalles, el rey de Francia.
El conde le dio las gracias por la felicidad que le había proporcionado a su hija, a lo cual Luis respondió, con los términos más amables, que era él quien le debía gratitud por haberle dado a Margarita.
Resultaba emocionante viajar solos junto al rey y la reina de Francia… precedidos por las flores de lis doradas.
Luis no tardó en advertir que Leonor tenía un espíritu vivaz y despierto como el de su hermana y le gustó departir con ella. Habló de Inglaterra, admitiendo que nunca había ido allí, pero diciendo que su padre sí había estado y agregó que, en un par de oportunidades, le había hablado de aquel país.
—A menudo, nuestras naciones han estado en guerra, pero, teniendo a dos hermanas por reinas, deberíamos ser amigos —dijo Luis.
Leonor replicó que nunca podría ser enemiga de su querido hermano y su querida hermana, a lo cual Luis contestó, gravemente:
—Lo recordaremos.
Leonor se inclinaba a pensar que Luis era un poco solemne. Se propuso averiguar si Margarita pensaba lo mismo y si no habría preferido casarse con un hombre más afecto a los placeres de la vida.
Durante su viaje a París, fueron agasajados como en el castillo del conde de Champagne. Margarita insinuó que estaba algo cansada de presenciar tantas justas y de verles hacer piruetas a tantos volatineros. Pero Leonor no había visto a menudo aquellas cosas y, como eso se hacía en su honor, tenía una especial seducción para ella.
Cuando se acercaban a la capital, les salió al encuentro una cabalgata, a la cabeza de la cual viajaba la reina madre de Francia. “Esa es la dama de todas las canciones del trovador”, pensó Leonor.
Blanca era una mujer realmente hermosa, que parecía una estatua exquisitamente tallada, con facciones modeladas de una manera perfecta. Parecía harto joven y esbelta para ser la madre del rey… y de varios hijos más. Su cabellera, que, según lo descubrió más tarde Leonor, era abundante y muy rubia, estaba oculta en una cofia de seda. Evidentemente, era una mujer muy enérgica y, dada la devoción que le había inspirado a Thibaud, le interesó más que nadie a Leonor. Luego, notó que su llegada había causado un sutil cambio en los modales del rey y la joven reina. Luis le prestaba mayor atención a su madre —atención que ella exigía a todas luces— y menos a su reina. Leonor pensó, con indignación: “Si yo fuera Margarita, nunca permitiría eso”. Todos le hablaban a la reina Blanca con deferencia. Sus ojos, de un azul glacial, escudriñaron a Leonor con aire de aprobación. Le alegraba el que la hermana de su nuera se casara con el rey de Inglaterra porque, como lo mencionara Margarita, en Francia se consideraba que los casamientos de ambas hermanas ayudarían a mantener la paz entre los dos países.
De modo que la cabalgata siguió hasta París, donde los viajeros admiraron las mejoras hechas por Felipe Augusto, el abuelo del joven rey. París no merecía ya el epíteto de “Ciudad de Barro” que le pusieran los romanos, ya que Felipe Augusto la había provisto de piedra dura y sólida, que lavaba la lluvia y, si no llovía, la propia población de París, que se enorgullecía de su ciudad.
Los viajeros admiraron Les Halles, el mercado cerrado que construyera aquel rey, la gran Catedral de Notre Dame y las mejoras hechas al viejo palacio del Louvre.
Llegaron pues, a París, en la última etapa de su viaje por Francia. Allí, descansarían durante algún tiempo antes de reanudar su viaje a la costa.
* * *
Margarita anhelaba estar con su familia todo el tiempo posible y la indujo a quedarse unos días con ella en Pontoise que, como se lo confesó a Leonor, les gustaba a ella y a Luis más que cualquier otra de sus residencias.
De modo que la cabalgata partió, llevándose las cosas necesarias, hasta los tapices que colgarían de las paredes ya que, en su mayoría, los castillos reales estaban casi desiertos, cuando no deshabitados. Su servidumbre se adelantó a fin de preparar todo lo necesario para su mayor comodidad.
El rey no los acompañaba. Su madre le había dicho que su presencia era necesaria en París.
—Estoy segura de que a Margarita le gustará tener consigo a su hermana —le dijo, también.
Leonor había adivinado inmediatamente que cuando la reina madre hacía declaraciones de esta índole ello equivalía a una orden. Resultaba desconcertante advertir la maestría con que aquella dama intimidaba con su actitud a Margarita y a Leonor le resultó evidente que el matrimonio de su hermana distaba de ser la alianza ideal que le habían hecho creer.
Desde luego, Margarita era la reina de Francia, la trataban con gran respeto dondequiera iba y le rendían homenaje a cada momento. Era muy evidente que Luis la amaba.
Pero obedecía a su madre y, si ello implicaba separarse de su esposa, lo aceptaba.
En el castillo de Pontoise, Leonor había tenido oportunidad de hablarle a su hermana de su casamiento y, poco a poco, pareció lograr el ascendiente que tuviera sobre ella en Les Baux, a pesar de la condición actual de Margarita.
Quiso saber cómo habían sido la boda y las ceremonias de la coronación, qué esperaba de ella Luis, y si Margarita era, en realidad, más feliz de lo que lo fuera en el hogar paterno.
Margarita se mostró reservada sobre lo ocurrido en la cámara real. Eso, dijo, con cierta afectación que irritó a Leonor, era lo que tendría que descubrir y que aceptaría porque era su deber hacerlo. Luis, al parecer, era un dechado de virtud. Ella no habría podido pedir un marido más bondadoso y afectuoso, pero…
Eso era. Margarita se había traicionado. ¿Pero, qué? Leonor quiso saberlo.
—Pero me gustaría estar a solas con él más a menudo. Ella está siempre ahí.
—¿Te refieres a la reina Blanca?
—Es la madre de Luis, claro, y él la cree maravillosa. Te explicaré… Luis sólo tenía doce años cuando murió su padre y ella lo había hecho rey, dice él. Siempre le hace caso. Sé que su madre es muy inteligente y es lógico que él obre así. Pero ella trata de separarnos. A veces, creo que está celosa de mí.
—Claro que lo está. Quiere a su gallardo hijo para ella, solamente. Gracias a Dios, Enrique no tiene a una madre que viva en la corte.
—Está lejos y, a juzgar por lo que he oído decir, le hace marcar el paso a su flamante marido. Sí. Debes estarle muy agradecida al cielo, Leonor, por el hecho de que Isabela de Angulema no viva en tu corte. Aunque nos alegraría mucho el que abandonara Lusignan y decidiera vivir en Inglaterra.
—Cuidaremos de que se quede en Lusignan. Yo no toleraría, Margarita, esa situación. Yo que tú, estando segura de que Luis me ama, diría que ya es hora de que su madre se retire a un segundo plano.
—No harías eso si tu suegra fuera la reina Blanca —afirmó Margarita.
—De modo que tu Luis le tiene miedo.
—No, no. Pero es tan bueno… No querría herirla. Escucha lo que le dice la reina madre, pero, si no está de acuerdo, obra como le parece mejor. Es muy respetado, Leonor. Tiene tantos deseos de gobernar bien… Lo preocupa el pueblo. ¡Les da tanto a los pobres!… A veces, después de la misa, se va a los bosques y ahí se sienta sobre la hierba y le pide a todos los que pasan, por humildes que sean, que le digan lo que piensan. Y escucha lo que tienen que decir. Quiere saber si, en opinión del pueblo, hay injusticias en Francia. Lo he visto hacer eso hasta en París, en los jardines de nuestro palacio. No lo preocupa mucho su vestimenta. Lo he visto a menudo con esa levita que detesto… a medias de lana, a medias de algodón. Y no usa sombrero. Quiere que el pueblo vea en él a un hombre… no a un rey.
—Esa no es la manera adecuada de ganarse el respeto del pueblo.
—Él cree que sí y todos lo respetan. ¿Qué crees que me dijo, cuando me quejé de que no tenía el aspecto de un rey?
—No dudo de que habría dicho que se vestiría más suntuosamente, para complacerte.
—Dijo algo de eso… pero con una diferencia. Todo lo que hace Luis, no es lo esperado. “Para complacerte, Margarita, me pondré una ropa suntuosa. Pero si me visto así para complacerte, también tú debes vestirte en forma tal que ello me proporcione placer. Eso significa que te pondrás una ropa sencilla y renunciarás a tu esplendor”.
—Y, como veo, te rehusaste a hacerlo.
—¿Resulta eso evidente?
—Por lo menos, él no te ordena que renuncies a tus sedas y tus joyas.
—Luis nunca me ordenaría eso. Le gusta que la gente tenga libertad. Te aseguro, Leonor, que no hay otro hombre como él en el mundo entero. Francia tiene suerte de que la gobierne un rey así.
—A quien gobierna su madre.
—Eso no es cierto. Pero ella es astuta… y quiere estar a su lado.
—¿En vez de ti?
Margarita guardó silencio.
—Cuando yo llegue a Inglaterra, gobernaré con mi marido —dijo Leonor.
—Si él te permite que lo hagas.
—Me aseguraré de que lo haga —dijo Leonor.
Margarita la miró fijamente. Como conocía a Leonor, pensó que así sería.