Felicidad conyugal

FELICIDAD CONYUGAL

Cuando Leonor le dijo a su tío William que el rey le había prometido que conservaría a sus camareras provenzales durante todo el tiempo que quisiera, se mostró asombrado y complacido.

—Me sorprende —exclamó—. Es algo inaudito.

Ella se echó a reír.

—Enrique se muestra ansioso de complacerme. Dice que no puede negarme nada.

—Querida niña, tienes en tus manos un gran poder. Debemos asegurarnos de que lo usarás en una forma adecuada.

—¿Acaso no lo he hecho así?

—Perfectamente. Perfectamente. Habrá que someterlo a una gran prueba… pronto.

—¿Cuál, tío?

—Quiero quedarme aquí. Me necesitas. Hay tanto bien que podemos hacerle… a la Provenza y a Saboya. Nuestra familia te bendecirá. Leonor.

—Haré todo lo que pueda.

—Imagínate cómo se enorgullecerán de ti en la corte de tu padre. Creo que, para él, esto podría significar el fin de su pobreza. Estoy seguro de que Enrique se mostrará ansioso de ayudarle. Ya ves cómo renunció a la dote que pedía. Y no lo lamenta, lo sé. Hay tantos de nosotros que podríamos prosperar en Inglaterra… Quizás venga tu tío Boniface. ¡Quién sabe!… Aquí, hay innumerables oportunidades para los que sepan aprovecharlas. Debemos usarla, Leonor.

—Naturalmente, haré todo lo que pueda para ayudar. Hasta ahora, no te has desempeñado mal, querida hija mía. Pero es un principio. Si yo pudiera quedarme aquí… Quizás pueda haber algún nombramiento para mí… algún alto cargo en la Iglesia.

—Eso sería maravilloso, tío.

—Bueno, veremos qué se puede hacer. Por ahora, no le digas a Enrique que quiero quedarme. Habrá oposición, no lo dudes. Peo tú y yo juntos la superaremos. ¿No estás de acuerdo?

El éxito sonrojaba a Leonor. Le había resultado tan fácil conseguir que sus camareras se quedaran… Claro que conseguir un alto cargo para su tío sería algo más delicado… pero era un desafío que le gustaría afrontar.

Era divertido, y la exaltaba y complacía mostrarles a todos la influencia que tenía ya sobre su marido y se proponía acrecentarla cada vez más.

* * *

Cuando Enrique vio el placer que le proporcionaba a Leonor la compañía de su tío, decidió compartirlo. Lo hacía tan feliz su matrimonio que quería que todos supiesen cómo apreciaba a su reina. Leonor no sólo era muy hermosa, sino que su amor a la literatura, su talento para escribir, cantar y comprender la música armonizaba tanto con su propio carácter que Enrique tuvo la convicción de que había encontrado a la esposa perfecta.

Como él, ella quería tener hijos y Enrique tuvo la certeza de que la unión de ambos no tardaría en dar frutos. En esos primeros meses, se hallaba en un estado de euforia tal con su matrimonio que se sentía completamente feliz. Quería darle a Leonor todo lo que le pidiera.

Leonor, a quien deleitaba la aprobación de su marido y del tío a quien le habían enseñado a respetar, se sentía muy satisfecha de su suerte y, recordaba cuando cómo había conseguido aquello gracias a la inteligencia de Romeo de Villeneuve —y, desde luego, a la suya propia— no cesaba de maravillarse. Se comunicaba a menudo con su familia y Romeo le escribía también. Ella y su tío leían esas cartas y lo que ella deseaba más que nada era favorecer a su familia, lo cual no sólo significaba la Provenza sino también Saboya, el país de sus ambiciosos tíos.

Con el amor incondicional de su marido y el afecto de su tío, Leonor se sentía muy querida. A menudo, sucedía que cuando Leonor y Enrique estaban a solas, el tío William se reunía con ellos. Entonces, discutían asuntos de Estado muy próximos al corazón de William y éste exponía su punto de vista, que Enrique escuchaba con profundo respeto.

A los pocos meses de la llegada de Leonor a Inglaterra, comenzaron a arribar amigos de la Provenza y de Saboya. Leonor se sentía tan satisfecha de recibirlos que Enrique tenía que experimentar el mismo sentimiento y, cuando ella le sugería que les concediera cargos… ¿cómo podía desencantarla negándoselos?

En esa época, sólo se proyectaba una sombra sobre la felicidad de ambos: Leonor no lograba quedar embarazada.

Enrique la tranquilizaba.

—Apenas eres una niña, amor mío —le decía—. Solemos olvidar tu juventud debido a tu sabiduría, pero así es. No te preocupes. Ya lo conseguiremos con el tiempo. Te juro que tendremos los hijos e hijas más hermosos del mundo. Tendrán que serlo… si se te parecen.

Esa devoción le parecía engreimiento a la corte de Enrique. Algunos procuraban sacar partido de ella y uno de esos hombres era Simon de Montfort, conde de Leicester. Simon había decidido probar suerte en Inglaterra, un país que, dadas las tierras de su padre y que el rey le había permitido conservar y el título de conde de Leicester que obtuviera, le parecía de mejores perspectivas que Francia para él. En dos ocasiones, había procurado contraer un matrimonio ventajoso… y las dos veces con ricas viudas de edad madura, las condesas de Boulogne y de Flandes. En ambas oportunidades, el rey de Francia había frustrado sus esperanzas. Era comprensible, pues, que le volviera la espalda a su país. Enrique se había mostrado bondadoso con él; bajo la influencia de la reina, se inclinaba cada vez más a sonreír a los extranjeros, sobre todo a los que lograban ganarse la simpatía de la reina. Los ingleses que no querían ver a extranjeros obteniendo ventajas en su país, consideraban un extraño a Simon. Poco antes, éste había empezado a alentar grandes esperanzas. Sus ojos oscuros y algo salientes brillaban al pensar en eso.

Claro que aquello le haría fruncir el ceño a más de uno. No sería fácil; pero la princesa Leonor, la hermana del rey, era una joven muy resuelta y, cuando se proponía algo, era difícil hacerla desistir. Quizás aquello fuese un sueño descabellado… pero… ¿quién se atrevería a decir que no podía convertirse en realidad? Mientras tanto, él debía unir sus fuerzas a las del obispo de Valence y demostrar que podía ser un buen paladín… ya que, si quería progresar, era más fácil que lo consiguiera con la influencia extranjera que con la de los ingleses.

William de Valence tenía ya partidarios en el país, pero sus ambiciones se estaban haciendo demasiado grandes para que las reprimiera. En aquel estado de cosas, resultaba imposible que eso pasara inadvertido. Ya se murmuraba: “¿Qué está sucediendo en la corte? ¿Es cierto que hay reuniones secretas entre William de Valence y sus amigos? ¿Será posible que esos extranjeros pretendan gobernar nuestro país? Se debe a la reina. Los extranjeros han venido con ella. El rey los recibe para complacerla y ellos lo están convirtiendo en un títere”.

Cuando la reina recorría las calles, le salían al paso rostros sombríos. Alguien le gritó, audazmente:

—Volved a vuestro país. ¡No queremos extranjeros aquí!

Aquello fue un penoso golpe para ella. Creía que su belleza cautivaría a todos.

El rey no había estado con Leonor cuando sucedió esto y ella había ido inmediatamente a verlo, casi deshecha en lágrimas. Él la tranquilizó.

—Debe de haber sido un demente —le dijo—. Seguramente la gente de buen sentido te quiere.

—No fue sólo lo que me gritaron. Fue su manera de mirarme… como si me odiaran.

—¡Oh, la gente es veleidosa! Un día, cantan tus alabanzas… Al día siguiente, son capaces de crucificarlo a Él.

—No quiero que me crucifiquen. Quiero que me amen.

—Les ordenaré que te amen —dijo su enamorado esposo.

Pero esto no era tan fácil como lo suponía.

Ricardo visitó a su hermano y le dijo que quería hablar con él a solas.

—Tú no lo comprendes, Enrique —le dijo—, pero el desasosiego está creciendo en todo el país. Lo sé de labios de varios barones. No les gusta lo que está ocurriendo.

—No comprendo —dijo Enrique, con frialdad.

—Por eso, los que te quieren bien tienen que aclarártelo. Si no dejas de mimar a los extranjeros, los barones se sublevarán. Las dificultades que tuvo nuestro padre revivirán.

—No lo permitiré.

—Por desgracia, no tienes alternativa. Los barones se están reuniendo… como lo hicieron antes. Hablan de la Carta Magna y ya sabes qué significa eso. Hasta se dice que William de Valence está formando en secreto un consejo de extranjeros y que éstos son tus asesores.

Enrique palideció. Era cierto que discutía los asuntos de Estado con William de Valence y algunos de sus amigos a los cuales les estaba cobrando afecto. Ahora, apenas se veía con Hubert de Burgh y con los condes y barones más destacados. Sabía que Edmundo de Canterbury estaba disgustado con él y siempre había temido ganarse el antagonismo de la Iglesia. Se imaginaba a Ricardo acaudillando a sus críticos; y sabía, por lo que le había pasado a su padre, que toda aquella gente era capaz de lanzarse a actos desesperados para librarse de un rey que les disgustaba. Y ahí estaba Ricardo… el amigo de los barones, dispuesto a servirles si ellos decidían arrebatarle la corona a su hermano y coronar a otro.

Había sido bastante imprudente. Se había sentido tan feliz con su bella Leonor…; había acogido de buena gana a sus amigos y éstos le interesaban más que muchos de los barones ingleses. Les gustaban la poesía y la música; la discusión y las conversaciones refinadas; y… ¿era concebible que, mientras lo seducían con todo eso, le arrancaran concesiones que motivaban aquel descontento?

Ricardo le dijo:

—Hay tantas cosas en que te conviene pensar, hermano… Y los ingleses sólo quieren ser gobernados por ellos mismos.

—Eso no sucedía cuando nuestro padre estaba en el trono. ¿Acaso no invitó al francés a que viniese a gobernarlos?

—Enrique, afrontemos la verdad. Nunca hubo un rey como nuestro padre. Cometió todas las tonterías imaginables. Los barones estaban resueltos a librarse de él. Pero cuando llegaste al trono… ¿cuánto tiempo tardó Inglaterra en librarse de los extranjeros?

—Se marcharon de buena gana.

—Porque sabían que tenían que hacerlo. Los ingleses no quieren a extranjeros en su tierra, Enrique. Si lo permites, encontrarán alguna manera de desembarazarse de ti, como lo hicieron con nuestro padre.

—Yo quisiera que la gente no hablara sin cesar de nuestro padre.

—Él es una lección para cualquier rey… sobre la manera como no debe comportarse un rey, Enrique. Te apoyaré y te estoy poniendo en guardia. Podrían surgir dificultades… y pronto. Te lo advierto.

—Entonces… ¿qué debo hacer?

—Librarte de William de Valence.

—Pero es el tío de la reina. ¡Ella lo quiere tanto!

—Confío en que te querrá más a ti. El precio por conservarlo bien podría ser tu corona.

—Hablas de una manera imprudente, Ricardo.

—Hablo por tu propio bien, hermano —replicó Ricardo, encogiéndose de hombros—. ¿No quieres hacerme caso? Perfectamente. He cumplido con mi deber. Ya verás lo que sucederá. Dentro de unas pocas semanas…

—Simplemente, no lo creo.

—No. Estoy seguro de que no lo crees. No has notado el aire hosco de la gente… lo que se murmura… Y los barones se están preparando. Te lo advierto, Enrique.

Ricardo ya le había vuelto la espalda y se disponía a marcharse cuando Enrique lo llamó.

Los hermanos se miraron y Ricardo dijo, lentamente:

—Líbrate de William de Valence… o habrá guerra, como la hubo con nuestro padre… guerra entre la corona y los barones. No tengo más que decirte.

* * *

Enrique se paseaba nerviosamente. ¿Qué podía hacer? Íntimamente, sabía que Ricardo tenía razón. Estaba enterado del descontento reinante. Ya se lo habían hecho notar otros. Hubert se lo había insinuado, pero ahora, no hablaba mucho. Después de haber sido perseguido, ya no confiaba en el rey. Enrique se imaginaba lo que decían, lo que hacían.

Pero… ¿cómo podía decirle a Leonor que su tío debía irse? Su esposa lloraría y le suplicaría que no lo permitiera y él no podría resistirse a sus lágrimas.

Lo salvó de esto la aparición del propio obispo de Valence.

William se sentía alarmado. Había oído los rumores que circulaban. Creía que algunos de los barones podían tomarlo prisionero.

—Nunca lo permitiré —exclamó Enrique.

—No, pero ellos lo intentarían de todos modos.

—¿Qué haréis?

—Volveré a Saboya. Querido sobrino, no tratéis de convencerme de que no lo haga. Veo que es eso lo que debo hacer.

—Leonor se sentirá afligida.

—¡Mi querida niña! Vamos a sus aposentos. Quiero hablar con ambos.

Los dos fueron en busca de Leonor, quien, apenas se enteró de la decisión de su tío, se echó en sus brazos.

—Querida hija mía —dijo William—, no te aflijas. Advierto que corro peligro y que de nada me valdrá quedarme. Debo irme de inmediato… Me iré furtivamente… disfrazado, quizás. Pero te diré esto: no tardaré en volver.

—¡Oh, Enrique! —exclamó Leonor—. ¿Qué haremos con mi queridísimo tío?

—Nos tenemos el uno al otro —replicó el rey.

—Ah… Eso me alegra, hijos míos. Me iré ahora… y volveré. Entonces, quizás Enrique tenga en la Iglesia algún cargo para mí que justifique debidamente mi permanencia aquí. Estoy decidido a volver. Esta despedida sólo es temporaria.

William de Valence los abrazó y se dirigió con rapidez a su residencia.

A los pocos días, muchos se sintieron muy satisfechos al enterarse de que había abandonado el país. Esa alegría menguó cuando supieron que se había llevado consigo todo el tesoro que había acumulado desde su llegada a Inglaterra.

* * *

Aquella era una advertencia. Ni Leonor ni Enrique hablaron mucho del asunto, pero pensaban en ella. Su indulgencia con sus amigos y parientes, aunque complacía a la joven reina, le había causado a su pueblo un efecto opuesto y Leonor había aprendido lo suficiente para saber que no debía agraviar a la gente en forma demasiado ostensible.

Por eso, la consoló ocuparse de asuntos más domésticos.

Enrique le dijo, confidencialmente, que su hermana la princesa Leonor quería casarse con Simon de Montfort.

—Nunca oí un disparate parecido —dijo—. Montfort tiene una alta opinión de sí mismo… ¡Cree que puede casarse con un miembro de la familia real! Me siento muy inquieto, amor mío.

Leonor se quedó cavilosa. Trató de ponerse en el lugar de su cuñada. Aquello era difícil. La boda de la hermana del rey de Inglaterra con un simple conde de Leicester no podía considerarse algo brillante y ella no podía imaginarse que quisiera hacerlo; pero, en el supuesto caso de que así fuese, lo haría sin duda y supuso que la princesa tenía un carácter tan obstinado como el suyo.

—Te veo pensativa, queridísima —dijo Enrique.

—Creo que tu hermana se casará digas lo que digas.

—No se atreverá a hacerlo.

—Es una mujer que se atrevería a muchas cosas. La casaron una vez por razones de Estado cuando apenas era una niña. Creo que ahora querrá hacerlo a su gusto y basta con verlos juntos para darse cuenta de que Simon de Montfort es el hombre a quien ha elegido para ello.

—Tienes una alta opinión de mi hermana.

—Adivino su carácter.

—Es cierto que se ha convertido en una mujer decidida durante su viudez. De modo que mi reinecita lo ha notado.

—Sí, tu reinecita lo ha notado y cree que podría ser interesante que consintieras en esa boda.

—Leonor… ¡Querida mía!

—Simon de Montfort es un hombre fuerte. Se advierte inmediatamente. Ya viste cómo venció a Norfolk con respecto al cargo de senescal. Creo que es un hombre que debieras tener de tu parte.

—¿Qué sugieres? ¿Que yo consienta en ese matrimonio?

Leonor asintió.

—Algo me dice que ellos se casarán aunque no lo quieras.

—¡Pero no se atreverían!

—Te he dicho ya que tu hermana se atrevería a muchas cosas y lo mismo Montfort. Tenemos demasiados enemigos. ¿No convendría, mi señor, que los tuviéramos de nuestra parte?

—Amor mío, habrá mucha oposición a ese matrimonio. De Montfort inspira antipatía por ser extranjero. Los ingleses son una raza insular. Creen que el hecho de ser inglés es algo divino. Te aseguro que si un hombre a quien consideran extranjero se casara con mi hermana, habría dificultades. Te lo aseguro.

—Y las habrá si no se casan.

—Como ves, el hecho de ser rey causa muchos problemas —dijo Enrique, afectuosamente.

Ella le rodeó el cuello con los brazos.

—Pero tú los resolverás siempre. Enrique… teniéndome a tu lado.

El rey la besó, cariñosamente. ¡Cómo me ama!, pensó ella. Cautivarlo, gobernarlo, había sido todo lo fácil que lo creyera siempre. Era un hombre que no había disfrutado de un afecto y una pequeña ostentación de cariño lo conmovía profundamente, sobre todo proviniendo de ella.

—Tengo un plan, Enrique —dijo—. Llama a tu hermana y dile que puede casarse.

—Varios de los barones ingleses se sentirían irritados si yo lo hiciera. Por lo pronto, creo que no le gustaría mucho a mi hermano Ricardo.

—Eres el rey. Conserva el asunto en secreto. Así, Simon de Montfort será tu amigo durante todo el resto de su vida.

—¡Qué inteligente criatura eres!

—Te burlas de mí.

—De ningún modo. Hablo en serio.

—Entonces, pruébamelo siguiendo mi consejo.

—¡Lo haré, sí, por todos los santos!

—Sé que estarán siempre a tu lado si lo haces y creo que Simon de Montfort es un hombre que vale la pena de tener en cuenta.

Enrique la tomó del brazo y ambos se acercaron a la ventana y se quedaron allí de pie.

—¿Puedes imaginarte lo que significa para mí tenerte a mi lado? —dijo él—. Nunca hubo un rey tan satisfecho de su matrimonio como yo.

—Sólo nos falta una cosa. Un hijo.

—Ya aparecerá… en el momento oportuno. Ya lo verás.

—Así lo espero —repuso ella con fervor.

* * *

Un frío día de enero, Simon de Montfort desposó a la hermana del rey en la capilla real de Westminster y, aunque la ceremonia se realizó muy secretamente, el propio Enrique dejó traslucir lo ocurrido. Apenas lo hubo hecho, sintió grandes recelos. Pero los recién casados eran muy felices y, como lo profetizara la reina, hicieron llover sobre él sus expresiones de gratitud y sus protestas de lealtad.

Cuando Enrique se quedó a solas con la reina, ella le tomó las manos y se las besó. ¿Acaso no había sido tan maravilloso ver la felicidad de aquellos dos seres? ¿Cómo podían dejar de sentir placer al verla ellos, que eran tan felices? La princesa Leonor y Simon se lo agradecerían eternamente.

—A menos que lamenten haberse casado —dijo Enrique.

—La parejas tan enamoradas como lo están ellos no lamentan haberse casado —replicó ella, severamente.

Leonor deleitaba a su marido. Enrique nunca había creído que la dicha conyugal pudiera llegar a esos extremos. A menudo, pensaba en el pobre Ricardo, encadenado a una esposa envejecida, a quien visitaba con la menor frecuencia posible. Desde que llegara a Inglaterra aquella fascinante reinecita suya, había dejado de envidiar a su hermano. En cuanto a Ricardo, no sólo codiciaba su corona sino también a su esposa.

Ese estado de cosas era muy satisfactorio, pensaba Enrique. Y lo mismo pensaba Leonor, ya que cada vez era más evidente que le bastaba con pedir lo que quería y el rey no podía negarse a concedérselo.

* * *

Dos meses después de aquella boda secreta, la reina estaba sentada en su solario rodeada por varias de sus camareras provenzales cuando entró uno de sus servidores y le anunció que un visitante quería verla.

—¿De quién se trata? —preguntó ella.

—Ese visitante ha pedido que no se mencione su nombre, mi señora.

La reina se sintió perpleja.

—¿Dónde está?

—Espera en el cuarto de guardia, mi señora. Me dijo que os anunciara su presencia antes que al rey.

—¿Dónde está el rey?

—En la cámara del consejo, con el conde de Cornwall y el conde de Chester, mi señora.

Leonor asintió y dijo que iría inmediatamente a resolver el misterio.

En el cuarto de guardia, se adelantó hacia ella una figura envuelta en una capa y la abrazó.

—¡Tío… William! —exclamó la reina.

—Sí. He vuelto, ya lo ves.

—¡Es maravilloso volver a verte! ¿Cuándo llegaste?

—Hace un par de días. Vine directamente aquí.

—Sin aviso previo. Debimos saberlo.

—Creí conveniente averiguar antes cómo estaba el ambiente. Recuerda que debí irme casi huyendo.

—Los barones son unos estúpidos… unos envidiosos. Temen siempre que alguien, en todo caso más inteligente que ellos, les quite algo. Esta vez, queridísimo tío, no debes irte.

—Quizás haya hecho bien en irme cuando me fui —dijo el obispo electo de Valence y sonrió íntimamente.

Su fuga había sido provechosa para él. Ahora, tenía a salvo el tesoro que se había llevado. Y, si había podido acumular tanto en el breve término de un año, eso revelaba todas las grandes riquezas que esperaban allí el momento en que se las llevarían.

—Ahora que estás aquí, querido tío, ya verás que eres muy bienvenido tanto para mí como para Enrique.

—¿Crees que a Enrique le agradará verme?

—Si tu regreso me alegra a mí, lo alegrará a él.

—¡Ah!… Con que las cosas siguen así… ¿eh?

—Lo son y siempre lo serán.

—¡Mi inteligente sobrinita!

—Confío, querido tío, en que no te verás obligado a huir de nuevo.

—Haré todo lo posible por consolidar mi posición, y la mejor manera de lograrlo será obtener algún alto cargo en el país… En la Iglesia, naturalmente, ya que me han preparado para ello.

Leonor guardó silencio. Sabía que lograría convencer a su marido, pero su tío se había visto obligado a huir del país debido a la animosidad de los barones.

—Te explicaré por qué he vuelto ahora. He oído decir que Peter des Roches, el obispo de Winchester, se ha debilitado tanto desde que volvió a Inglaterra que no cabe esperar que viva mucho tiempo más. Pronto el obispado quedará vacante. Quiero que convenzas a Enrique de que me lo conceda.

—¡El obispado de Winchester! Es uno de los más importantes del país. ¡Si hasta rivaliza con el de Canterbury!

—Lo sé, querida. Por eso lo quiero.

—Pides mucho, tío.

—Pero confío muchísimo en tu ayuda. Sé que me lo conseguirás. Te diré, querida… Tu casamiento ha sido muy beneficioso para nosotros, en nuestro país. No hay motivo para que no lo sea más aún. Cuando yo tenga el obispado de Winchester, tendrá que venir tu tío Thomas. Estoy seguro de que podrías hacer algo por él… ¿verdad?

—Lo haremos —dijo Leonor, con firmeza.

Le complacía mucho que le asignaran tanta importancia.

Enrique se mostró encantado al enterarse de que William de Valence había vuelto a Inglaterra.

—El hecho de que yo no quiera pregonar tu presencia en todo el país no significa que no seas bienvenido —le dijo—. Me sentiría muy afligido si te pusieran de manifiesto una vez más la poca hospitalidad cuyos efectos sufriste hace poco tiempo.

El obispo dijo que tenía la mejor sobrina y el mejor sobrino del mundo y que estaba seguro de que la malevolencia que le habían demostrado los barones los había herido más que a él.

Comprendía la prudente medida que había sido ocultar su regreso lo mejor posible y, sólo en el mes de junio, cuando murió Peter des Roches, emergió de su escondite.

Entonces Enrique, acuciado por Leonor, anunció que tenía al hombre indicado para ocupar el obispado de Winchester. Un hombre de vasta experiencia, de costumbres santas y que se preocupaba muy íntimamente por el bien de la Iglesia, el tío de su esposa, William de Valence.

La reacción fue inmediata.

Ricardo vino a verlo y le dijo:

—Enrique… ¿sabes qué está diciendo la gente? ¿Quieres que retornen los tiempos de antaño?

—Te pido que no vuelvas a recordarme la Carta Magna —dijo Enrique, con frialdad—. Sé que existe y que debo vigilar a los barones. Pero no soy como nuestro padre. Hemos dejado atrás esos tiempos nefastos. Soy un rey que gobernará.

—Te diré esto —dijo Ricardo, irritado—. Si sigues favoreciendo a esos extranjeros, tus súbditos se sublevarán y protestarán en todo el país.

—Por favor, recuerda que son mis súbditos… y que también lo eres tú.

Ricardo inclinó la cabeza. Estaba empezando a preguntarse si el casamiento de su hermano había sido tan beneficioso como lo esperaba. Era verdad que Leonor era una linda muchacha, pero estaba influyendo demasiado sobre el rey, y su familia se estaba convirtiendo en un impedimento. Era demasiado obstinada y el rey demasiado estúpido. Enrique estaba harto embelesado con su esposa, a tal punto que cometía disparates.

Ricardo dijo:

—He oído otro rumor que me inquieta mucho. No lo creo… y, sin embargo, debe de tener algún fundamento. Dicen que Simon de Montfort confía en casarse con tu hermana.

—¿Y qué? —repuso Enrique, con aspereza.

—Eso no podría ser, naturalmente…

—¿No podría ser? ¿Por qué?

—Sería demasiado indecoroso.

—¿Quién lo dice? ¿Tú, hermano? Tú no eres quien gobierna este país. Si consiento en que Simon de Montfort y mi hermana se casen, se casarán.

—No podrías cometer esa imprudencia.

Enrique sintió en la nuca un cosquilleo familiar, como siempre que tenía miedo. Y exclamó, repentinamente:

—Entonces, permíteme que te diga esto, hermano. Están casados ya y he dado mi consentimiento.

Ricardo lo miró, con aire de horror.

—¡Has dado tu consentimiento y están casados! Esto, no te lo perdonarán jamás. ¿Quién es ese hombre… ese extranjero?

—Es, ahora, nuestro cuñado.

—¡Enrique! Estás siguiendo los pasos de nuestro padre.

—¡Qué estupidez!

—¿Cómo crees que reaccionarán los barones ante esto?

—No lo sé. Ni me importa. Les diré que soy el rey y que decidir quién puede casarse con quién y quién puede ocupar el obispado son cuestiones mías.

—De ningún modo, hermano. Eso es algo que nunca aceptarán. Olvidas la Carta Magna.

—Si me vuelves a mencionar eso…

—Enrique, no lo olvides, por amor de Dios. Un rey tiene siempre enemigos y tú tienes los tuyos. Siempre habrá quienes digan que ningún hijo de Juan puede gobernar bien. Lo sabes.

—Lo sé —repuso Enrique—. Soy el rey y cuidaré de que lo recuerden.

Ricardo lo miró apenado y Enrique se sintió tan sobresaltado por el temor que dijo.

—Esa boda era necesaria.

—¿Necesaria? ¿Para quién?

—Para tu hermana —repuso con aspereza Enrique—. Simon de Montfort la había seducido. Por esa razón ella no podía casarse con otro. Consentí porque era necesario hacer de ella una mujer honesta.

—¡El bribón!

—¡Ah! Lo dices tú… el seductor de tantas… ¡Y te muestras escandalizado!

—Nuestra hermana es una princesa de la casa real.

—¿Y eso agrava el delito?

—Claro que sí, Enrique. Y ya oirás hablar de eso. No creas que, con ello, se acaba el asunto. Hay algo más. El pueblo nunca aceptará a William de Valence como obispo de Winchester.

—Si le otorgo el obispado, lo aceptarán, Ricardo —dijo.

—Perdóname, pero voy a retirarme.

Y le volvió la espalda y salió.

* * *

Enrique se sentía desasosegado. Las advertencias de Ricardo resonaban aún en sus oídos. Se despreciaba por la calumnia que dijera sobre Simon de Montfort. Claro que eso no era cierto, pero le había parecido una salida de esa situación, una excusa para obrar como lo había hecho. Aquello era mejor que decir. “Mi esposa lo quería y no pude negárselo”.

Como se odiaba, empezó a odiar a Simon de Montfort. Era una característica suya. Quería ser bueno, obrar bien; pero, cuando descubrían lo que había hecho, buscaba excusas, sin importarle si acusaba falsamente a los demás. Por eso, Enrique se despreciaba a sí mismo y apaciguaba su vanidad detestando a la gente que lo había forzado a despreciarse.

Trató de olvidar el infortunado asunto del obispado de Winchester que, a pesar de sus esfuerzos, temía no poder darle a William de Valence, mientras pensaba con aborrecimiento en Montfort y procuraba convencerse de que Simon era efectivamente el seductor de su hermana.

Esperó, con cierta nerviosidad, las consecuencias. Estas, no tardaron en llegar. Los barones expresaron ruidosamente su desaprobación y Ricardo los acaudillaba. Enrique estaba furioso.

—¿Qué está haciendo, ahora? —preguntó—. ¿Por qué no emprende su peregrinaje?

La respuesta, fue que Ricardo había tenido dificultades domésticas: su esposa estaba enferma.

—¡Para lo que le importa! —comentó burlonamente Enrique—. Si se queda, sólo es porque confía en que su mujer se morirá y lo dejará en libertad de casarse con otra.

Luego, se echó a reír con placer, porque sabía que su hermano habría querido casarse con Leonor de Provenza. Pero no podía esperar que todo resultara a su gusto.

Y. mientras los barones se rebelaban contra lo que llamaban el desatino del rey al permitir que un advenedizo extranjero se casara con su hermana y al concederle demasiados favores a la familia de Leonor, Enrique se sentía cada vez más cautivado por ella, se alegraba infinitamente de que fuese su esposa y le concedía todos sus deseos para que el mundo entero supiese lo mucho que la apreciaba.