Un recién llegado a la corte
UN RECIÉN LLEGADO A LA CORTE
Isabela, la condesa de Cornwall, sabía que su parto sería difícil. Los últimos años de su vida eran tristes y solitarios y adivinaba que su marido estaba aburrido de su compañía y lamentaba haberse casado con ella.
Aquello nunca debía haber sucedido. Ella se lo decía a menudo. Ella misma le había dicho a Ricardo, desde el principio, que una viuda que le había dado seis hijos a su primer marido no sería una esposa adecuada para Ricardo de Cornwall.
Ricardo se había negado a escucharla y acaso ella no había insistido todo lo necesario, porque estaba enamorada de él y creía en los milagros. Durante un año, poco más o menos, el milagro había sucedido, pero, luego, la realidad venció a los sueños. Las visitas de su marido fueron menos frecuentes y, cuando venía, estaba evidentemente apurado por marcharse.
Su hijo Enrique era despierto, inteligente y hermoso. Por lo menos, ella le había dado un hijo a Ricardo.
Pero Ricardo era joven y robusto y afecto a la compañía de las mujeres; lo seducía la realeza y, como durante algún tiempo le había parecido que Enrique y Leonor no tendrían vástagos, se había considerado heredero del trono. Le bastaba con hacer una seña y muchas mujeres acudían fácilmente a él. Nada tenía de asombroso el que sus visitas a su mujer fuesen poco frecuentes y el que, cuando iba, fuese evidente que lo acuciaba más que nada el deseo de ver a su hijo.
Hacía tanto frío en el castillo de Berkhamsted… Tanto frío como el temor que acechaba en el corazón de Isabela. Las corrientes de aire parecían penetrar hasta a través de aquellos gruesos muros y a Isabela le costaba mucho no helarse, a pesar del vivo fuego de la chimenea.
Sus camareras le decían que eso se debía a su estado y procuraban consolarla agregando que la criatura que llevaba en su vientre sería, casi con seguridad, un varón. Pero, aunque así fuese y Ricardo se sintiera complacido durante algún tiempo… ¿apuntalaría eso el matrimonio de ambos? La existencia del pequeño Enrique —por más que su padre lo amara— no lo había logrado.
No. Ella era una mujer que envejecía y cuyo marido estaba cansado de ella. Ricardo había tratado de encontrar una razón aceptable para divorciarse, pero, dado su fracaso en ese sentido, le pedía seguramente al cielo que se muriera.
Era un estado de cosas muy lamentable para una mujer sensible. Quizás ella había sido más feliz con Gilbert de Clare… un matrimonio que le había concertado su poderoso padre. Gilbert había sido prisionero de su progenitor cuando, inmediatamente después de la muerte del rey Juan, había apoyado al príncipe de Francia, y William Marshal, el padre de Isabela, estaba decidido a sentar a Enrique en el trono. Gilbert era un digno esposo para la hija de Marshal de modo que, sin consultarla, su progenitor le había concertado ese casamiento. No había resultado del todo insatisfactorio y, al morir Gilbert, ella lo había llorado sinceramente con sus tres hijos y sus tres hijas. Luego, se había enamorado de Ricardo de Cornwall y se había casado románticamente, creyendo a medias en sus juramentos de amor eterno porque quería creer en ellos, aunque el sentido común le advertía que era improbable que un hombre como él le fuera fiel a ninguna mujer, sobre todo teniendo en cuenta los muchos años que ella le llevaba.
De modo que aquel poco satisfactorio matrimonio con Ricardo se había arrastrado durante nueve años y, en su transcurso, ella le había dado un hijo, Enrique, quien tenía ahora cinco años. Y era para ver a Enrique para lo que venía Ricardo a Berkhamsted de vez en cuando, ya que el niño era el único motivo por el cual no lamentaba del todo el desatino que había cometido al casarse con ella.
Y ahora, ella era una mujer envejecida, próxima a alumbrar, con unos inquietos presentimientos de que aquel parto sería difícil y de que acaso estuviera viviendo sus últimos días en este mundo.
Por las ventanas, Isabela podía ver caer la nieve, cuyos copos eran arrastrados por los fuertes vientos del norte. El pequeño y rubicundo Enrique estaba sentado a sus pies jugando con un tablero y un dado… un juego que llamaban “tableros”. Tenían que jugarlo dos, pero, como su niñera le había dicho que nadie debía molestar a la señora Isabela y ésta parecía hallar consuelo en la compañía de su hijo, Enrique, niño de recursos, jugaba consigo mismo.
Su madre lo observaba con ternura. Era, realmente, un hermoso niño.
Enrique la miró y, al ver sus ojos posados sobre él, dijo:
—¿Cuándo vendrá mi padre?
—No estoy segura, tesoro mío.
—¿Estás llorando? —preguntó el niño, con aire de duda.
—¡Oh, no!
—Pues parece que estuvieras llorando. ¿Te duele algo?
—No, no. No me duele nada. Me siento feliz porque estás conmigo.
—Él —dijo Enrique, señalando el otro lado del tablero—, está perdiendo y yo estoy ganando.
Y se echó a reír, olvidando su momentánea alarma.
Se inclinó sobre el tablero y rió al arrojar el dado.
Ella sintió un repentino dolor y dijo:
—Enrique, ve y diles que vengan inmediatamente.
El niño se levantó, con el dado en la mano.
—Estoy a punto de ganar —dijo, con tono de reproche.
—No importa, querido. Ve ahora mismo.
El niño vaciló, la miró y lo asustó de pronto el rostro de su madre, deformado por el dolor. Entonces, salió corriendo del aposento, llamando a gritos a las camareras de Isabela.
* * *
Su criatura había muerto y ella estaba agonizando. Ricardo había venido, pero Isabela apenas advertía su presencia. Estaba sentado junto a su cabecera y un sacerdote sostenía la cruz ante los ojos de Isabela.
De modo que todo había terminado… aquella breve vida. Ricardo sería libre y tendría además a su hijito. Gracias a Dios, se trataba de un varón y Ricardo siempre había querido un varón. Aunque volviera a casarse, Enrique sería siempre su primogénito. Él recordaría esto y haría todo lo que pudiera por su vástago.
Isabela quería que la enterraran en Tewkesbury, junto a Gilbert de Clare. Su primer marido la había amado y cuidado. Era justo que ella durmiera su último sueño junto al padre de sus tres hijos y sus tres hijas.
Había dado a entender claramente su deseo. Ahora, sólo le restaba esperar la muerte.
Advirtió a Ricardo junto a su cabecera. Lloraba, y también lloraban sus camareras. ¿Ricardo, llorando? ¿No serían las suyas lágrimas de cocodrilo? Íntimamente, debía de sentirse contento. Había procurado divorciarse de ella y se había sentido irritado y frustrado al negárselo el Papa. Ahora, la Muerte le daba lo que le negara el Papa.
Pero quizás sintiera cierto pesar y sus lágrimas fueran sinceras. Acaso recordara aquellos primeros días en que ambos se habían amado apasionadamente. Pero ella estaba demasiado cansada para hacerse más preguntas.
Su única preocupación era el hijo de ambos.
—Enrique —murmuró.
Ahora, el rostro de Ricardo estaba próximo al suyo.
—No temas por Enrique. Lo quiero tanto como a mi propia vida. Es mi hijo. No temas, haré cualquier cosa por él —dijo.
Ella asintió. Podía creerle.
Cerró los ojos y se marchó de la vida en paz.
* * *
De modo que su matrimonio había terminado y era libre. Sólo el más repulsivo de los hipócritas podía pretender que no sentía alivio. Desde hacía tiempo ya, en realidad después de los dos primeros años de su matrimonio, Ricardo había comprendido su grave error al casarse con Isabela. Pensó en su hermano Enrique, con su joven reina y en lo excitado que se había sentido en la corte de Provenza, entre aquellas muchachas. Y, ahora, envidiaba a Enrique.
Pues bien; ya no había obstáculos en su camino. ¡Pobre Isabela! Durante su juventud, había sido una beldad. Pero esa juventud se había esfumado con harta rapidez y la tristeza de Isabela causada por sus infidelidades no había acrecentado por cierto su encanto. Si ella hubiese aceptado que sus aventuras con otras mujeres eran inevitables, acaso él se habría sentido inclinado a visitarla más a menudo.
Pero… ¿de qué le servía ahora recordar? Era un hombre libre.
Ella le había expresado su deseo de que la sepultaran en Tewkesbury, junto a su primer marido, lo que era un reproche para él; le sugería al mundo que su primer matrimonio había significado para ella más que el segundo. Él no haría eso. Ciertamente, no la enterraría en Tewkesbury. Lo haría en Beaulieu, el lugar adecuado para una esposa suya.
Pero era poco prudente hacer caso omiso de los deseos de una muerta y Ricardo estaba dispuesto a transar. Sabía lo que iba a hacer. Le haría sacar el corazón al cadáver, lo pondría en un ataúd de plata dorada y ordenaría que lo sepultaran en el gran altar de Tewkesbury. Eso, satisfaría tanto a los muertos como a los vivos.
Después de haber tomado esa decisión, desechó todo pensamiento sobre aquello. Isabela había muerto. Y él podía irse de allí.
Desde que naciera el príncipe Eduardo, se había estado preparando para su cruzada. Antes había vacilado, porque parecía que Enrique no tendría hijos, en cuyo caso, si moría repentinamente, él sería el rey. Era muy poco aconsejable abandonar el país cuando podía presentarse esa contingencia. Pero, ahora, el trono tenía un heredero, que daba la impresión de ser muy sano. Ricardo estaba más lejos del trono; por lo tanto, podía continuar con sus planes de marcharse.
Mandó en busca de su hijo y, cuando le trajeron al niño, le alzó la cara. Enrique tenía la piel blanca y un cabello castaño impecable, fuerte, unos ojos vivaces y unas cejas bien delineadas; y, más que nada, una inteligencia alerta que lo deleitaba.
—Enrique, hijo mío —dijo, con aire serio—. Ahora no tienes madre.
—Ha muerto —contestó, con un suspiro, el niño.
—Pero tienes aún a un padre que te quiere muchísimo.
Enrique asintió y esperó.
—No temas, hijo mío, que yo me olvide de cuidarte.
—Pero olvidaste venir a ver a mi madre.
¡Qué inocente era el niño! No procuraba complacerlo. Decía la verdad tal como la veía, con tanta naturalidad como si ello fuera lo único posible.
—He tenido tanto que hacer… He estado combatiendo en la guerra del rey.
—¿Tendré que hacer lo mismo?
—Cuando seas grande. Pero antes, hijo mío, debes crecer y eso demorará mucho. Sólo tienes cinco años, pero parece que tuvieras más. Has asimilado bien tus lecciones y tus deportes. Tu profesor de equitación me dice que montas como si hubieses nacido para eso.
—Me gusta mucho montar a caballo, padre. Ya no uso la rienda guía.
—Eso está bien.
—¿Te gustaría ver mi halcón?
—Más tarde. Ahora, quiero hablar contigo. Enrique asintió, con aire grave.
—¿Adónde se ha ido mi madre? —preguntó.
—¿No has comprendido, hijo? Se fue al cielo.
—¿Cuándo volverá?
—Se ha ido para quedarse con los santos. Será tan feliz con ellos que no querrá volver.
—Querrá volver por mí —repuso Enrique, con aire confiado—. Quizás me lleve consigo.
—Dios no lo quiera —dijo su padre, atrayéndolo con firme abrazo contra su pecho.
—Sí que lo hará —dijo Enrique, siempre confiado—. Nunca le gusta que yo esté lejos de ella durante demasiado tiempo. Me pregunto cómo será la vida en el cielo. Debe de haber muchos caballos… Blancos, supongo.
—Enrique, hijo mío… Hay algo de que debemos hablar. Las cosas cambiarán aquí… ahora que tu madre se ha… marchado. La echarás de menos, de modo que te sacaré de aquí por algún tiempo.
—¿Me llevarás contigo? —exclamó el niño.
—De ningún modo. Voy a luchar contra los sarracenos. Proyecto hacerlo desde hace tiempo, pero he tenido que postergarlo varias veces. Ahora, iré.
—Yo podría acompañarte y pelear contra los sarracenos.
—Tienes que crecer para poder hacerlo. Quizás lo hagas algún día. Pero antes hay mucho que hacer y te llevaré a Londres, y allí vivirás en el palacio del rey. El rey es tu tío… ¿comprendes?… y llega un momento en que todos los que pertenecemos a la corte debemos incorporarnos a ella.
—¿Se trata del rey Enrique?
—Sí, claro. De tu tío el rey Enrique, quien ha oído hablar mucho de ti y te recibirá con alegría en la corte.
—¿Qué haré en su corte, padre?
—Poco más o menos lo que haces aquí. Tomarás lecciones, te dedicarás a diversos juegos, aprenderás a intervenir en justas y torneos, estudiarás las leyes de la caballería y te convertirás en un caballero digno de tu cuna y de tu posición.
Enrique lo escuchaba atentamente.
—Luego, volveré y entonces mi madre ya estará aquí.
Ricardo no contestó. Más valía que el niño creyera que la partida de su madre no era algo definitivo.
—Mañana, emprenderemos viaje a la corte del rey —dijo—. Eso te gustará, hijito. Tú y yo cabalgaremos juntos. Saldrás al mundo.
El niño pensó que aquello le gustaría. Habría querido que su madre los acompañara; pero, más adelante, él volvería y se lo contaría todo a ella. Se trataba de algo que se podía esperar.
* * *
El niño se sintió algo desencantado al ver al rey. Asustaba un poco porque tenía un ojo oculto a medias y el niño no podía reprimirse y lo miraba sin cesar. La reina fue algo distinto. Era hermosa y sonreía y le gustó inmediatamente.
—Este es mi hijo —dijo Ricardo.
El rey se inclinó hacia el niño y dijo:
—Bienvenido a la corte, sobrino.
La reina se hincó de rodillas y abrazó al niño. Lo besó y el pequeño Enrique, subyugado por su belleza, le echó los brazos al cuello y la besó.
—Eres la dama más hermosa que he visto —dijo.
¿Sería ya un diplomático su hijo?, pensó Ricardo. El niño no hubiera podido decir nada que les agradara más al rey o a la reina.
Leonor lo había tomado de la mano y, sentándose sobre el sillón ornamentado que estaba junto al rey, rodeó con el brazo al niño.
—Te quedarás en nuestra corte, Enrique —dijo—. ¿Crees que te gustará?
—¿Estarás ahí? —preguntó a su vez el niño.
—¡Oh, sí! Yo… y el rey y nuestro hijito. Debes conocerlo, Enrique. Tú y él serán tan buenos amigos…
—¿Qué clase de caballo monta?
—Todavía es demasiado pequeño para montar a caballo. Deberás tener paciencia con él, Enrique.
Enrique asintió.
—¿Sólo es un bebé?
—Sólo es un bebé —asintió la reina y miró a su marido—. Llevemos a Enrique al cuarto de los niños para que pueda conocer a su primo.
Fue allí con él, sin soltarle la mano y los siguieron su padre y el rey. Y allí, en una cuna, yacía un bebé que la reina levantó con mucho cuidado, dando a entender al pequeño Enrique que lo consideraba muy precioso.
—Ven a mirarlo, Enrique —le dijo—. Este es tu primito Eduardo. ¿Verdad que es lindo?
En realidad, al pequeño Enrique los bebés no le parecían hermosos, pero no quiso contradecir a la reina.
—Tómale la mano —dijo Leonor—. Suavemente. Recuerda que sólo es un bebé. Eso es. Ahora, di: “Eduardo, quiero ser tu amigo”.
—¿Puedo ser amigo de un niño tan pequeño? —preguntó.
—No será un bebé toda su vida. Crecerá con mucha rapidez y, entonces, no notarás que tiene menos edad que tú. Vamos… Dile que quieres ser su amigo.
—Seré su amigo… si me gusta —dijo Enrique.
Todos se echaron a reír y el rey dijo, afectuosamente:
—Nuestro sobrino es demasiado joven, aún, para prestar juramento de lealtad.
—Bésale la mano —dijo la reina.
Enrique tomó la mano de Eduardo y la besó. Y la reina pareció satisfecha.
Luego, entregaron al pequeño Enrique a las niñeras y les dijeron que se quedaría en la casa real hasta que su padre quisiera que partiese. Como en la corte vivían también otros hijos de familias nobles —de acuerdo con la costumbre— a nadie le sorprendió ver entre ellos al hijo del conde de Cornwall.
Ricardo se fue a fin de hacer sus últimos preparativos para la cruzada, convencido de que la muerte de Isabela había sido realmente una liberación feliz no sólo para ella, sino también para su hijo y para él.