La venganza de Londres

LA VENGANZA DE LONDRES

La tensión existente entre Enrique y los barones se había agravado y el rey había considerado necesario fortificar la Torre de Londres y el castillo de Windsor para defenderlos de un ataque que, lo temía, podía producirse de un momento a otro.

Lo acusaban de haber violado las Estipulaciones de Oxford, reforma establecida por el parlamento que habían apodado El Loco y que se había reunido en Oxford en 1258. Sus miembros habían redactado reformas para la Iglesia y la casa real, lo cual significaba que se debía poner coto a los absurdos despilfarros del rey. Más tarde, se había añadido otra cláusula destinada a prohibir la entrada al país a los extranjeros y a expulsar a los que ya estaban allí y a quienes se consideraba responsables de la constante necesidad del rey de imponer pesadas gabelas a su pueblo para reabastecer las arcas reales.

El hecho de que el rey hiciera caso omiso de esas normas y de que, en realidad, gastara cada vez más, había provocado un descontento tal que los principales barones, acaudillados por Simon de Montfort, estaban resueltos a no tolerar que persistiera esa situación.

Enrique se sentía abatido. No podía cabalgar sin una escolta armada. Los barones, decía, estaban induciendo a sus súbditos a rebelarse contra él.

Recordó que su abuelo, en un acceso de melancolía, había hecho pintar un cuadro que representaba a un águila que estaba en su nido, donde lo atacaban varios aguiluchos. Él era el águila, y los aguiluchos sus hijos. Su situación no era tan lamentable como la de su abuelo. No podía imaginar nada peor que tener a una familia que se rebelara contra uno. Gracias a Dios, eso no le había sucedido y el infortunado problema con Eduardo había quedado resuelto y se debía a que aquel maligno Gloucester envidiaba a Simon de Montfort. Eduardo era su muy querido hijo y, si deseaba una prueba de afecto de su familia, le bastaba con recordar cómo había engañado Margarita a su marido y a sus ministros dados sus intensos deseos de ir a Inglaterra y pasar algún tiempo con los suyos.

Ahora, los traidores a su rey eran los barones, encabezados por el hombre que amenazaba desde hacía tanto tiempo su tranquilidad… Simon de Montfort.

Enrique fue a orar a la abadía de Westminster y, cuando volvía al palacio, se cruzó con uno de los monjes, que estaba pintando un cuadro que representaba la abadía. Se detuvo a admirarlo. El monje había captado en una forma muy talentosa el centelleo de la piedra.

—Bonito cuadro, William —dijo.

El monje inclinó la cabeza, con aire complacido.

—Sois todo un artista —agregó el rey.

—Dios ha sido bondadoso conmigo —respondió William—. Todo lo que tengo proviene de él.

—Es cierto. Pero el hecho de que os haya elegido como Su instrumento redunda en vuestro honor.

El rey permaneció inmóvil unos instantes, examinando el cuadro.

—Pintaréis otro para mí, mi buen monje —dijo.

Sus ojos se entornaron y agregó:

—Me pintaréis con mis súbditos, que se esfuerzan en despedazarme; pero seré salvado… me salvarán mis propios perros. ¿Haríais eso, mi buen William?

—Mi señor, puedo pintar cualquier cuadro, con el tema que sea.

—Entonces, ahí tenéis el tema. Mostrarás a las generaciones futuras lo que he tenido que soportar de los que debían servirme mejor. Podéis estar tranquilo se os pagará bien.

El monje inclinó la cabeza y el rey siguió de largo. Mientras continuaba pintando la abadía, William pensó que el rey estaba sobreexcitado y que no habría tenido nada de extraño que los rumores circulantes fuesen ciertos. Se incubaba algo serio y, cuando los súbditos de un rey se mostraban inquietos y prontos a sublevarse contra él, bastaba con una pequeña chispa para provocar un gran incendio.

Creyó que el rey lo olvidaría, y se sorprendió cuando, al día siguiente, Enrique lo mandó llamar. Ese mismo día, comenzó a pintar el cuadro.

Cuando lo concluyó, el rey se declaró satisfecho. No cabía duda sobre el significado de la tela.

Enrique dijo:

—Lo pondrán en mi vestuario, aquí, en Westminster. Vengo acá cuando me lavo la cabeza y nunca dejaré de mirarlo y de maravillarme de la ingratitud de los hombres cuyo deber es obedecerme. He ordenado a mi tesorero, Philip Lovel, que os pague vuestro trabajo. Lo habéis hecho bien.

De modo que colgaron el retrato y, durante varias semanas, el rey lo miró todas las mañanas, cuando iba a su vestuario. Poco después lo olvidó, porque Simon de Montfort, comprendiendo que el país no estaba maduro aún para sublevarse, partió para Francia.

* * *

Había una rebelión en la Gascuña y se requería allí la presencia del rey.

Enrique dijo a la reina que tendría que ir y le resultaba insoportable la idea de separarse de ella.

—Entonces, te acompañare —replicó Leonor.

Enrique frunció el ceño.

—No puedo pensar en ir sin ti, pero temo abandonar el país.

—Ese miserable de Montfort ya no está aquí. El pueblo parece recobrar el buen sentido.

El rey meneó la cabeza.

—El asunto no es tan fácil. La gente parece odiarme menos, pero estamos rodeados de enemigos. No podemos permitir ahora una rebelión en la Gascuña. Al mismo tiempo, quiero ver a Luis… sondearlo… quizás conseguir su ayuda.

—¿Crees que te la dará?

—A ningún rey le gusta que derroquen a otro.

—¡Que te derroquen! ¿Piensas que se atreverían?

—Trataron de hacerlo con mi padre. Fue lo peor que le haya sucedido nunca a la monarquía. La gente no lo olvida. Creo que a Luis no le gustaría verme derrocado. Sentaría un precedente. Él podría ayudarme.

—Te ayudará —dijo Leonor—. Después de todo, es el marido de Margarita.

—Dios mío, querida… No todos tienen unos vínculos de familia tan sólidos como los que te ha enviado el cielo.

—Debo acompañarte, Enrique. Insisto en ello. En estos últimos tiempos, no te has sentido bien.

—En realidad, la idea de ir sin ti me entristece mucho.

—Tenemos un hijo. Que Eduardo vuelva a Inglaterra.

—Su edad le permite ahora tomar las riendas del poder en tu ausencia. ¡Oh, querido Enrique! ¡Vacilas! Ningún hijo mío tomaría partido jamás contra su padre.

Enrique le tomó la mano y se la besó.

—Veo que tienes razón, como tantas otras veces. Debo dejarme guiar por ti. Eduardo volverá. Nuestro hijo se encargará aquí de todo mientras estemos ausentes; y tú y yo no nos separaremos.

La reina debió agradecer a Dios el hecho de haberlo acompañado ya que, al parecer, el rey tuvo mala suerte allí. Al llegar a Francia, lo postró en el lecho una fiebre que lo debilitó mucho y hasta hizo peligrar su vida y, de no mediar los infatigables cuidados de la reina, habría muerto. Sin ella, reconoció Enrique, se habría vuelto apático y sin ánimos para luchar por su vida. Pero ella estaba ahí para asegurarse de que él tuviera médicos y cuidados suficientes y todo lo posible para que mejorase. Sobre todo, Leonor le dijo que debía vivir por ella y por su familia.

Le recordó cómo había llorado Eduardo cuando partiera a Francia años antes, cuando sólo era un niño. Le recordó la visita reciente de Margarita de Escocia. ¿No le demostraba eso lo mucho que lo querían?

¿Era tan importante el que sus súbditos fuesen ingratos y fáciles de extraviar, si él tenía a su lado a su querida familia? Debía pensar en ella, porque si no luchaba por su vida y no se aferraba a ella, condenaría a todos los suyos a un dolor que podía comprender perfectamente, ya que también él lo sentiría si le quitara a su esposa y reina.

Con los solícitos cuidados de Leonor, el rey empezó a reponerse, pero no había alcanzado la finalidad de su visita. Después de permanecer varios meses en Francia, la rebelión de la Gascuña se había solucionado, pero Luis no parecía dispuesto a ayudarle materialmente. Lo único que podía darle eran consejos, algo de lo que Enrique creía poder prescindir muy bien. Y Enrique volvió a Inglaterra.

* * *

Simon de Montfort había vuelto y su ausencia había reforzado su imagen ante los rebeldes. Los barones temían que Simon se cansara de la lucha y los abandonara para que lucharan solos contra el rey y, cuando volvió, lo acogieron con tanto entusiasmo que parecía haber llegado el momento oportuno para negociar con el monarca.

Convinieron en entrevistarse con éste y Simon fue a verlo con un grupo encabezado por él y por Roger Bigod de Norfolk.

Las Estipulaciones de Oxford debían ser respetadas, dijeron al monarca. Las había establecido el parlamento y el rey debía aceptar los deseos de su pueblo.

Roger Bigod dijo:

—Mi señor, desde vuestro regreso de Francia habéis traído más extranjeros aun al país. Esto, contraría los deseos del pueblo.

—Señor de Norfolk —repuso el rey—. Sois audaz, por cierto. Olvidáis de quién sois vasallo. Debéis volver a Norfolk y dedicaros a trillar maíz. Recordad que yo podría emitir un decreto por el cual me reservaría el derecho a trillarlo.

—Así es —dijo Bigod—. ¿Y no podría yo contestar mandándoos las cabezas de vuestros trilladores?

Esto era un desafío. Y Enrique no estaba muy seguro sobre la manera como debía librar en semejantes situaciones. Miró con enojo a los barones, quienes lo observaban atentamente. Un paso en falso y ésa podía ser la chispa que provocara el incendio.

¡Maldito Bigod y más maldito aun de Montfort!

Enrique adivinó que todos estaban prontos para la acción.

Se encogió de hombros y dijo a los barones que podían retirarse. Pero había traicionado su debilidad.

—Se acerca la hora en que podremos asestar el golpe —dijo Bigod.

Había tensión en todo el país. Ni el rey ni la reina se atrevían a salir sin la protección de una escolta armada. Enrique estaba fortificando rápidamente sus castillos y los más importantes, la Torre de Londres y el castillo de Windsor, fueron equipados para resistir un sitio.

A Londres, poco le faltaba para sublevarse. Los ciudadanos estaban hartos de impuestos. No había posibilidad de enriquecerse, porque, apenas prosperaba el comercio, el rey o la reina inventaban un nuevo impuesto para arrebatarles esas ganancias.

Los que más sufrían eran los judíos, pero esto no hacía que los demás simpatizaran con ellos, ya que los irritaba su capacidad de superar la persecución, de pagar las exorbitantes gabelas y de enriquecerse de nuevo al poco tiempo. Eso no era natural, decían los mercaderes londinenses.

Se habían dictado medidas punitivas contra los judíos. No habría escuelas para ellos, y en sus sinagogas debían orar en voz baja para no ofender a los cristianos. Ningún cristiano estaba dispuesto a trabajar para un judío. Ningún judío podía unirse a una cristiana ni tampoco ningún cristiano a una judía. Los judíos tenían que llevar una medalla sobre el pecho para que se supiera que lo eran. No debían entrar jamás a una iglesia cristiana. Si desobedecían alguna de esas reglas, serían despojados inmediatamente de sus bienes.

Los judíos podían afrontar todas esas reglas; lo que les hacía la vida imposible era el exceso de impuestos. Pero, así y todo, aprovechaban los períodos durante los cuales los dejaban en paz y siempre parecían prosperar rápidamente.

Esto suscitaba una gran envidia y había constantes choques cuando los cristianos atacaban a los judíos en una forma susceptible de arrebatarles sus bienes.

La reina estaba en la Torre de Londres y el rey en Windsor con Eduardo. Leonor advertía la efervescencia reinante en las calles y no se arriesgaba a salir, ya que le habían dicho que el estado de ánimo del pueblo era dudoso y que, como siempre, la gente se le mostraba hostil.

Dijo a sus camareras que se sentiría más tranquila en compañía del rey y pensó ir al día siguiente en barca a Windsor. Esta sugestión fue aprobada de inmediato por todos los que tenían a su cargo su protección.

Por desgracia, esa misma noche se proyectaba atacar a los judíos. La muchedumbre había convenido que, cuando tañera a medianoche la campana de San Pablo, todos se reunirían y marcharían contra ellos, sorprendiéndolos en sus camas para que no tuvieran tiempo de ocultar sus bienes.

En su alcoba, la reina oyó las campanadas y, casi de inmediato, comenzó el vocerío en las calles. El ataque contra los judíos había comenzado.

La muchedumbre irrumpió violentamente en las viviendas de los judíos, vociferando y exigiendo venganza. A algunos los degollaron y mutilaron sus cadáveres, pero la finalidad principal era apaciguar la envidia y codicia de la gente con el robo.

La reina se vistió presurosamente y mandó en busca de los guardias.

—¿Qué sucede? —preguntó.

—Señora, la gente corre como loca por las calles, robando y matando a los judíos. Esta noche, no quedarán muchos en Londres.

—No debemos quedarnos aquí. ¡Quién sabe dónde terminará esta violencia!

Los guardias admitieron que, cuando la gente concluyera con aquella malvada obra y sabiendo que la reina estaba en la Torre de Londres, podía volverse contra ella. Su estado de ánimo era muy agresivo y se sentía ávida de sangre. Podía afirmarse que su odio a la reina era tan intenso como el que les inspiraban los judíos.

—Vamos, pues —dijo la reina—. No perdamos tiempo.

Tembló, recordando las venenosas miradas que le dirigían a menudo; siempre había presentido que el pueblo de Londres le haría daño si se atrevía. Aquel pueblo nunca olvidaría el Impuesto de la Reina y la culpaba de las pesadas gabelas que había tenido que pagar para mantener a sus parientes.

—¡Que preparen la barca! —gritó—. Bajaremos por el río hasta Windsor.

Sus mujeres la envolvieron en su capa. Leonor ansiaba irse sin demora.

Junto a la escalinata del muelle, la barca real estaba pronta. La reina bajó a ella inmediatamente.

La embarcación avanzó por el río y entonces, de pronto, se oyó un grito en el puente.

—Mirad ahí. ¡Es la reina! ¡Es esa vieja harpía!

Los rostros se asomaron para mirarla desde el puente. Algunos de los mirones escupieron.

—¡Oh, Dios mío! ¡Sálvame de esa multitud! —oró la reina.

Le arrojaron desde allí alimentos podridos y basura. Todo aquello le salpicó la ropa.

—¡Ahogadla! —gritaron—. ¡Ahogad a la bruja!

—Nos matarán —dijo la reina—. ¡Oh, Dios mío…! ¿Será esto el fin?

—Señora… Si seguimos avanzando, nos hundirán —dijo el botero.

Y así era. La multitud arrancaba madera del puente. Lo cual, después de todo, era justo. El puente estaba podrido y lo habían declarado peligroso. La razón era que el rey le había dado a la reina los impuestos percibidos por el derecho de peaje a través del puente, y ella no lo había reparado con aquel dinero. Una piedra de gran tamaño cayó al río y estuvo a punto de acertarle a la barca. El agua levantada por ella cayó sobre sus ocupantes.

Resultaba imposible seguir adelante.

—Podríamos llegar hasta San Pablo y quedarnos allí en el palacio del obispo —dijo la reina, desesperada—. El obispo tendrá que ofrecernos refugio. Allí estaremos a salvo. El rey se enterará de esto y algunos lo pagarán.

La idea era feliz. En realidad, la única esperanza posible. El botero acercó la barca a la escalinata del embarcadero y bajaron.

Presa de terror, sucia y desgreñada, toda la comitiva real llegó al palacio del obispo.

Los hicieron pasar. Ahí, había derecho de asilo.

Al día siguiente, la reina se dirigió muy silenciosamente a Windsor. Cuando el rey y Eduardo supieron lo sucedido, su ira fue grande.

—Esto es un insulto que no perdonaré jamás —gritó Eduardo—. Los londinenses pagarán por lo que te han hecho. No lo olvidaré.

El rey también juró vengarse de Londres y la reina se sintió un poco apaciguada. Era la prueba más terrible a que se había visto enfrentada en su vida.

* * *

—No podré tener jamás un momento de paz después de lo sucedido —dijo el rey—. No puedo estar siempre contigo. Comprenderás que nos acercamos rápidamente a una guerra. ¿Verdad, amor mío?

—¿No se puede hacer nada para evitarla?

—Los barones, resueltos a ello, se están agrupando bajo la dirección de Montfort. Te pediré, querida, que te vayas a Francia. Ve a ver a tu hermana. Yo no podría hacer lo que debo sabiendo que corres peligro. Tienes que ir. Te lo ruego.

—Si estás en peligro, Enrique, mi lugar está a tu lado.

—No podrías seguirme en la batalla, amor mío, y yo lucharé mejor si sé que estás a salvo. Ve a Francia, te lo suplico. Quizás puedas alegar en favor de nuestra causa ante Luis. Margarita podría ayudarte. Podríamos muy bien necesitar la ayuda de Luis.

Leonor se quedó pensativa, pero el recuerdo de la muchedumbre que viera en el Puente de Londres seguía siendo vívido. La acosaban las pesadillas, soñaba que aquella gente de ansias criminales la cercaba.

Enrique tenía razón. Ella debía abandonar Inglaterra. Sería más útil en Francia. Allí podría reunir dinero para Enrique. No dejaría de trabajar para él por el simple hecho de no estar a su lado.

Por eso, finalmente, consintió en ir a Francia. El rey insistió en acompañarla hasta la corte francesa y allí la dejó, según dijo, en las mejores manos posibles.

Luego, volvió a Inglaterra y a la guerra.

* * *

Enrique había establecido su cuartel general en el castillo de Lewes. Sabía que el conflicto era inminente, pero no perdía las esperanzas. Tenía un buen ejército. Su hijo Eduardo estaba a su lado y su hermano Ricardo, rey de los romanos, quien se había apresurado a volver a Inglaterra al enterarse de que la guerra amenazaba a Enrique, estaba también allí para combatir junto a él. La reina se hallaba a salvo en Francia y Enrique estaba seguro de que tenía buenas probabilidades de vencer.

Ambos hermanos conferenciaron en uno de los aposentos del castillo con Eduardo y con el hijo de Ricardo, Enrique. Sabían que el ejército de los barones estaba acampado cerca de allí y que sólo un milagro podía evitar el choque.

Ricardo dijo que tenían superioridad en materia de soldados y que los suyos se hallaban mejor adiestrados y equipados. Sólo una acentuada mala suerte podía causar su derrota.

—¡Una derrota! —exclamó Eduardo—. Me sorprende, mi señor tío, que puedas usar esa palabra. Hablemos, más bien, de victoria.

—Creo que es preferible prever todas las contingencias —repuso Ricardo.

—Salvo la de la derrota —exclamó Eduardo.

Sonrió a su primo Enrique, casi con aire de conspiración. Ambos eran los más jóvenes y tenían una fe en sí mismos que les faltaba a los mayores. Eduardo no dudaba de la victoria.

El rey extendió un mapa sobre la mesa y lo estudiaron. Eduardo debía encargarse del ala derecha del ejército y Enrique de las tropas del centro, bajo el comando de su padre.

—Los londinenses han mandado fuerzas para servir en Hastings a las órdenes de Montfort —dijo el rey.

—No les daré cuartel —exclamó Eduardo, con los ojos centelleantes—. ¡Cuando pienso que pudieron haber matado a la reina, me prometo vengarme! Gracias a Dios, no tuvieron éxito en su intento, pero la agraviaron. Pensad en ello… ¡La reina! ¡Que a nuestra hermosa reina la hayan tratado así! Me alegro de que estén aquí hoy. Eso me da más alientos aun para la batalla.

—En lo que debemos pensar es en hacer comprender a los barones que, por el hecho de que una vez se hayan rebelado contra el rey, no deben habituarse a hacerlo —observó Ricardo.

—En esa época, eran poderosos —dijo el rey.

—Lo son ahora —replicó su hermano.

Se acercó a la ventana y miró.

—Sucede algo —dijo—. Al parecer, llega un emisario del enemigo.

Se oyeron pasos en la escalera. Eduardo abrió de par en par la puerta y entró uno de los guardias.

—Un emisario de Simon de Montfort, conde de Leicester, señor —dijo.

—Hazlo pasar —repuso el rey.

El emisario entró y se inclinó ante él. Era uno de los barones de menor jerarquía.

—Mi señor —dijo—. Vengo en nombre del conde de Leicester.

—Quienquiera venga en nombre de nuestro enemigo, no es bienvenido aquí —dijo Eduardo, con aspereza.

—Mi señor de Leicester os hace llegar una proposición, señor —explicó el emisario—. Lamenta que el país esté dividido. Cree que se podría discutir alrededor de una mesa la manera de solucionar las diferencias y que eso sería un medio más satisfactorio de resolverlas que la guerra.

El rey replicó:

—En eso estoy de acuerdo con él, pero, al parecer, nuestras conferencias no han dado ningún resultado.

—Mi señor, sabemos qué significa eso —exclamó Eduardo—. De Montfort teme ser derrotado. Es la única razón por la cual quiere hablar.

—Los barones darían treinta mil marcos a la tesorería si se llegara a un acuerdo.

“Treinta mil marcos”, meditó el rey.

Le brillaron los ojos. Aquello sería una victoria, porque todos creerían que de Montfort ansiaba evitar la lucha. Y… ¡treinta mil marcos!

Eduardo estaba furioso e indignado.

—¡Quiero vengar el insulto inferido a mi madre! —gritó.

—El insulto no provino de Simon de Montfort ni de los barones.

—Los londinenses han venido a apoyar al ejército de Montfort —gritó Eduardo—. Son nuestros enemigos desde hace muchos años. ¿Acaso no te han probado su hostilidad? Y sus insultos a nuestra señora la reina nunca serán olvidados. Yo me despreciaría a mí mismo si no combatiera ahora.

¡Qué aspecto noble era el de Eduardo, con su elevada estatura y su cabellera rubia! Es un dios que ha bajado a la tierra, pensó el rey. ¡Mi hijo! ¡Mi hijo Eduardo!

Sin embargo, treinta mil marcos y la paz…

Eduardo estaba a su lado.

—Será una paz intranquila —dijo—. Ellos nos seguirán acosando. ¡De ningún modo, padre! Solucionemos este asunto. Estamos preparados para la victoria. Sólo nos ofrecen esas condiciones porque nos temen. No nos dejaremos engañar por espejismos.

El joven Enrique de Cornwall miró a su padre. Creía prudente que el rey parlamentara con Simon de Montfort, porque sabía que el conde era un hombre valeroso e íntegro que quería sinceramente hacer de Inglaterra un país bien gobernado. Si el rey no hubiese sido su tío, Enrique habría considerado conveniente apoyar a Simon de Montfort, pero, desde luego, no podía enfrentar a su familia. Miró a su padre, nuevamente. Ricardo era prudente. Él sabría qué convenía hacer.

Pero el rey de los romanos estaba indeciso. Se sentía enfermo y la apatía propia de su familia se había apoderado de él. Después de todo, aquella batalla no era la suya. Había acudido en ayuda de Enrique porque era su hermano y tenía que mantenerlo en el trono. Quizás fuese prudente entenderse con de Montfort y evitar una matanza. Pero no estaba seguro de ello y le faltaba la vitalidad requerida para mediar.

Su hijo Enrique comprendió. La salud de su padre lo inquietaba desde hacía algún tiempo, pero, periódicamente, Ricardo tenía destellos de acción que revelaban que podía haber sido un caudillo capaz.

Ahora, no obraría, comprendió Enrique. Y Eduardo le estaba hablando en aquella forma fogosa a su padre. Nada debía detenerlos. Obtendrían la victoria. El pueblo inglés recordaría la batalla de Lewes es durante toda su historia.

El rey, desde luego, se dejó vencer por la admiración que le inspiraba su hijo.

—Ya habéis oído lo que ha dicho mi hijo Eduardo —dijo al emisario—. Id a ver a vuestros señores y decidles que no queremos saber nada de parlamentar.

* * *

La batalla se desarrollaba bien para las fuerzas del rey, mucho más numerosas que las de los barones. Habían hecho bien en no parlamentar, pensó el monarca. Ricardo era un buen soldado y su hijo Enrique estaba con él. Y el mejor de todos, era Eduardo. ¡Qué caudillo era! ¡Un hombre de ésos a quienes los soldados del rey seguirían hasta la muerte!

Obtendrían la victoria. Tuvo la certeza de ello.

También lo creía Eduardo. La jornada estaba a punto de concluir con un triunfo. Acaudillaba a la caballería y los soldados advertían muy bien su presencia. Su estatura lo destacaba por encima de todos los demás.

—¡Eduardo Piernas Largas! —gritaban los soldados, al entrar en combate.

Eso era lo que quería Eduardo. Acaudillar a los soldados. Demostrar a su padre que le serviría bien. Borrar para siempre el recuerdo de la época en que el rey había dudado de él.

Entonces, Eduardo notó a un grupo de hombres que se adelantaba para atacarlos. Los lideraba Hastings, con el grito de batalla de Londres.

El corazón de Eduardo dio un vuelco. Aquéllos eran sus mayores enemigos. Eran los hombres que estaba resuelto a aniquilar.

Se lanzó al ataque con tanta furia que, a poco, los londinenses, en desorden, empezaron a replegarse.

—¡Sigámoslos! —gritó Eduardo.

Enrique quiso protestar. Habían rechazado a los londinenses, que se retiraban del campo de batalla. Nada se ganaba con perseguirlos. Nada, sólo la venganza.

—¡Adelante! —gritó Eduardo.

Enrique cabalgaba a su lado… al galope. Y, con ellos, los fieles soldados de Eduardo, con su grito de batalla.

Huían los restos de las dispersas fuerzas de Londres, pero Eduardo no quería cejar en su persecución. Estaba resuelto a castigarlos por lo que habían hecho a su madre.

—¡En nombre de la reina Leonor! ¡Venganza! —gritó—. ¡Muerte a los londinenses, en nombre de la reina!

La carretera estaba atestada de cadáveres, pero Eduardo se hallaba resuelto a que no se escapara ninguno si podía evitarlo. Gritando en nombre de la reina, mataba a los hombres que estaban a su alrededor, pero todavía huían algunos.

Habían llegado hasta Croydon y entonces el contingente londinense quedó ya exhausto y no pudo seguir su fuga. Muchos de sus caballos se habían desplomado. Imploraban piedad, pero Eduardo no quería escuchar sus súplicas. La matanza era despiadada.

—¡Esto por la reina! —gritaba—. ¡Por la noble dama a quien los londinenses se han atrevido a insultar!

* * *

A su alrededor, reinaba el silencio. Sobre la hierba ensangrentada, yacían las víctimas de su venganza. Sus hombres estaban cansados; sus caballos daban señales de fatiga.

Entonces, Eduardo se acordó de la batalla.

Se habían alejado mucho de Lewes, pero debían volver sin demora. Tenían que estar allí para alegrarse de la victoria. ¡Cómo disfrutaría contándole a su padre la venganza que se había tomado de los que se atrevieran a insultar a la reina!

Ambos primos volvieron, cabalgando el uno junto al otro, a Lewes.

—Nunca debimos abandonar este campo —dijo Enrique.

—¡Abandonarlo! ¿Qué quieres decir, primo? Allí, a mi merced, estaban los enemigos de mi madre. Ahora, sabrán lo que les sucede a los que insultan a mi familia.

—El rey esperaba seguramente que estuviéramos allí.

—De ningún modo… La batalla se ganó. Ahora, volveremos y reclamaremos el botín.

Pero Eduardo estaba equivocado.

La batalla de Lewes no se había ganado cuando se alejó y la ausencia de Eduardo y de su caballería había sido desastrosa para las fuerzas leales.

Habían tomado prisionero al rey junto con su hermano Ricardo y, cuando volvieron Eduardo y Enrique, los rodearon, los capturaron y les anunciaron que los retendrían como rehenes.

¡Oh, sí! La batalla de Lewes había estado a punto de ser un triunfo para el rey, pero, como el heredero del trono se había alejado para librar su guerra de venganza privada, había dejado expuesto el flanco del ejército de su padre… y la victoria pasó a manos de Simon de Montfort.

* * *

En la batalla de Lewes, habían muerto cinco mil hombres y el rey ya no era libre.

Simon de Montfort lo recibió con gran respeto y le aseguró que no se proponía hacerle daño.

—Nunca olvidaré que eres el rey —le dijo.

—¡Pero me has hecho prisionero! —exclamó Enrique.

—Serás tratado con respeto. Pero tienes que comprender que el país debe ser gobernado con mayor justicia que la que hemos visto hasta ahora. Los pesados impuestos que han estado debilitando nuestras industrias deben cesar. No se puede permitir que los extranjeros se alimenten de nuestra prosperidad. Por eso es por lo que hemos luchado y eso es lo que tendremos.

—Me dices que soy tu rey y sin embargo me sigues gobernando.

—Estoy resuelto a imponer la ley y el orden en este país y a que lo gobierne el parlamento.

—¿De modo que derrocarás al rey?

—De ningún modo. Pero lo haré trabajar con el parlamento, no contra él.

Luego, Simon dijo que se proponía convocar a un parlamento en nombre del rey. Se llamaría a dos caballeros por cada condado, a dos ciudadanos por cada ciudad y a dos burgueses por cada burgo, y éstos representarían a los distritos de los cuales provenían.

—Nunca he oído hablar de algo parecido —dijo Enrique.

—No. Y habría sido mejor que hubieses oído hablar de ello. Esta forma de parlamento da la seguridad de que el país estará representado. Significa que debemos dictar leyes que no agravien al pueblo.

—¿Y me pides que yo consienta en esto? —preguntó Enrique.

—Te lo pido —dijo Simon—. Y al mismo tiempo te hago notar que, como prisionero de los barones, no tienes otra alternativa.

Fue así como Simon de Montfort hizo nacer un tipo de parlamento que no se había conocido hasta entonces.