ESCÁNDALO EN CASA
UNA familia podía suponer no obstante una pesada responsabilidad. Jorge sabía, desde hacía tiempo, que el estilo de vida de sus hermanos era escandaloso. Lo deploraba pero era consciente de que el modo en que se habían criado tenía parte de culpa: su madre los había resguardado tanto de la influencia de un mundo malvado que los había mantenido apartados hasta que tuvieron demasiados años para proseguir con esa existencia protegida. En cuanto se sintieron libres, se dedicaron a una vida de libertinaje, tratando desesperada y febrilmente de recuperar el tiempo perdido.
Eduardo, el compañero de su infancia, su hermano preferido, con el que había compartido confidencias de pequeños, a quien Jorge había hablado de su amor por Hannah Lightfoot, le había prometido apoyarlo siempre en todo, pero cuando se liberó de las restricciones maternales se dedicó con tal entusiasmo al desenfreno que Jorge ya no pudo sentir el mismo afecto por él. Eduardo, por su parte, le reprochaba su mojigatería. Algo se había roto entre ellos, aunque el cariño todavía existía. Jorge era afectuoso por naturaleza y el amor que sentía por su hermano no podía destruirse tan fácilmente. Pero Eduardo, duque de York, se hizo a la mar y desembarcó en Mónaco, donde asistió a un baile, se resfrió y falleció.
Su muerte supuso una conmoción para Jorge aunque ya no estuviera tan cercano a él; no podía olvidar la amistad de su infancia y durante mucho tiempo se sintió muy triste.
Sin embargo iba a recibir un nuevo golpe, esta vez por parte de Enrique, duque de Cumberland, el menor de los dos hermanos que le quedaban.
El joven Cumberland fue a verlo un día con un aspecto tan abyecto que Jorge supo de inmediato que algo muy malo había ocurrido, y no tardó en enterarse de cuán pésimo era.
—He sido un tonto, Jorge —dijo Cumberland. El hecho de que lo llamara por su nombre de pila indicó al rey que le pedía ayuda como hermano.
—No me sorprende. De vez en cuando me entero de vuestras fechorías. ¿Qué habéis hecho ahora?, ¿eh?
—Se trata de lord Grosvenor, Jorge.
—Bien, bien, bien… ¿y qué pasa con él?, ¿eh?, ¿eh? Vamos, decídmelo.
—Me va a demandar por perjuicios.
—¡Demandar a un miembro de la familia real! No puede hacerlo.
—Pues está amenazando con llevarlo a cabo, Jorge. —¿Con qué motivo?
Cumberland vaciló con expresión avergonzada.
—Bueno, veréis, estuve muy encariñado con lady Grosvenor durante un tiempo.
—¡Idiota! ¡Pequeño tonto! ¿Y ahora qué?
—Me ha acusado ante los tribunales de seducir a lady Grosvenor.
—Pero no es cierto —exclamó el rey, pese a que sabía perfectamente que sí lo era.
Cumberland asintió con la cabeza, abochornado. —Debemos impedirlo.
—Es demasiado tarde. El caso está a punto de ser juzgado. No os lo quería decir porque sabía cuánto os indignaríais; sois tan mojigato, Jorge, nunca entendéis estas cosas.
—¡Oh, dejadme en paz! ¿De qué sirve que dé ejemplo cuando mi propia familia socava todo lo que hago? Enrique dijo con voz quejumbrosa:
—No tiene nada de extraño, Jorge. La mayoría de la gente
se acuesta con la mujer de otro en algún momento de su vida. El rostro del rey se encendió. —¡Fuera de aquí!
Y Cumberland se marchó alicaído, aunque sólo un poco.
El rey tenía que enterarse de que el caso estaba pendiente y él había creído que debía ser el primero en contárselo.
Todo Londres se divirtió con el proceso. El duque de Cumberland se había enamorado perdidamente de Enriquela, lady Grosvenor, y había tratado de seducirla. Ella se lo había permitido y ahora su marido, uno de los peores calaveras de toda la ciudad, había decidido aprovechar el asunto pues esperaba recibir una cuantiosa compensación de un duque de sangre real.
Así pues lo había llevado a los tribunales. Lady Grosvenor, por su parte, como mujer práctica que era, había conservado las cartas de Cumberland y eso ayudó mucho a su marido. Estas fueron leídas en el juicio, estaban repletas de faltas ortográficas y gramaticales, que supusieron un regalo para los caricaturistas. Todo el mundo en Londres sabía lo que ocurría cuando un duque real disoluto, lejos de ser un escolar, perseguía a una noble igualmente disoluta y nada gazmoña.
El asunto entristeció a la princesa viuda, o quizá fuese algo más lo que la deprimía. Ya no podía engañarse a sí misma: algo muy malo le sucedía a su garganta. A veces se sentía falta de energía y sólo deseaba encerrarse a solas en sus aposentos; su mayor deseo era que nadie supiera lo que le ocurría.
Había ocasiones en que sentía mucho dolor, entonces lo calmaba con un poco de opio, que la adormecía y, tras un descanso, se encontraba mejor. Su firme determinación de ocultárselo a todos era para ella como una muleta y aunque a muchas personas les parecía que a veces tenía aspecto cansado creían que se debía a su edad. Tenía poco más de cincuenta años, no era muy vieja pero tampoco muy joven. Era comprensible, se decía a sí misma, que de vez en cuando tuviese un mal día.
Pero, en el fondo, Augusta sabía que lo de su garganta era mortal; conocía a otros que lo habían padecido y suponía que se trataba de un tumor que se volvería paulatinamente más maligno y le iría chupando la vida. Pero todavía no, ni siquiera debía saberlo lord Bute. Y, cuando todo hubiese terminado, la señorita Vansittart lo consolaría. Se alegraba de la existencia de la dama; no lamentaría tanto dejarlo si se quedaba en tan buenas manos.
La princesa viuda se había vuelto más filosófica, se analizaba más que antes.
En ocasiones sonreía a su imagen en el espejo y cuando su rostro le devolvía la mirada ya no se obligaba a mostrarse vital, sino que dejaba ver el dolor que la estaba carcomiendo y susurraba:
Amo de veras a ese hombre.
Y lloraba un poco por el pasado, por ese glorioso día cuando lo conoció en la tienda de campaña, por la bondad y las atenciones que había tenido con ella y por mantener la distancia hasta el día en que, ya muerto Fred, les pareció bueno y correcto convertirse en amantes.
—Nunca nadie ha amado tanto a un hombre —murmuraba.
Pensaba que resultaba bastante extraño que ella, que había logrado
ser una mujer amable y dócil con Federico y que nunca había sentido
gran cariño por sus hijos —a Jorge le había prodigado cuidados
porque iba a ser el rey—, pudiese ofrecer un amor tan exclusivo a
un hombre. Quizá algunas mujeres eran mejores esposas que madres, y
ella era de ésas, sin duda.
Ahora Jorge se había apartado de ella y ya no le tenía confianza. Siempre lo había alentado a ser rey —de hecho, era un tema sobre el que le había insistido machaconamente— y ahora, a su propia manera reinaba: se dedicaba a los asuntos de Estado, tomaba decisiones y sus ministros sabían que debían mantener su favor. Eso, al fin y al cabo, era ser rey.
Pero además habría problemas. Chatham era un hombre enfermo, ¿y los otros ministros? ¡Bah!, se dijo Augusta y pensó que lord Bute habría sido mejor primer ministro. Había renunciado, pero porque todos se oponían a él, se aseguró a sí misma. Creía que si hubiera tenido una oportunidad… habría sido tan competente, o incluso más, que Chatham.
Dificultades por todas partes, y ahora Enrique, ese hijo suyo tan zoquete, tenía que empeorar la situación al involucrarse en un caso tan deshonroso.
Se burlaban de él en la calle, indagaban en su vida privada y había revelado intimidades de su alcoba. ¡Qué asco!
Pero, por supuesto, a la gente le encantaba, y cuando todos se burlaran de Cumberland y lady Grosvenor se acordarían de la princesa viuda y lord Bute; habría más botas y enaguas en la calle, lo veía venir.
Era tan mezquino, tan humillante, tan repugnante.
Sin embargo, el dolor empezaba a molestarla de nuevo y sabía por experiencia que pronto sería tan fuerte que anularía todo lo demás.
Anduvo a tientas hasta su cama y se tumbó: el dolor la estaba reclamando para sí, no había nada que no fuera ese sufrimiento; el pasado desapareció con todas sus ambiciones.
La princesa viuda era consciente de que el dolor la apartaba de la acción y que ella no tendría nada que ver con lo que sucediera en el futuro.
Enrique fue a ver al rey de nuevo. Estaba abatido porque el tribunal había tallado en su contra.
¿Y bien? ¿Qué pasa? —preguntó Jorge
—Diez mil libras por perjuicios contra Grosvenor.
—¡Qué!
—Y tres mil por costes. Trece mil en total.
—Bueno, tendrás que pagarlos, ¿eh?
—Jorge, no tengo ese dinero.
—¿No tienes dinero? Debiste pensar en eso antes de empezar con ese… ese… devaneo. ¡Trece mil libras!
El rey pareció enmudecer del disgusto.
—Se tendrán que pagar —afirmó Cumberland—, si no habrá un terrible escándalo.
—Habrías de haberlo pensado antes. Debiste tenerlo en cuenta, idiota, tonto. ¿Dónde vamos a encontrar tanto dinero?, ¿eh?, ¿eh? Dímelo. ¿Crees que voy a buscarlo por ti, ¿eh? ¡Fuera de aquí! No quiero saber nada más del asunto. ¿Me oyes? ¿Eh?
A Cumberland no le quedó más remedio que salir, pero poco después regresó con su hermano Guillermo, el duque de Gloucester. Este comprendía a Cumberland, y no podía ser de otro modo; sus propios amoríos eran lo bastante candentes como para convertirse en cualquier momento en un tremendo escándalo. Iría con él, le había dicho, y juntos tratarían de convencer al rey de que le ayudara a pagar a Grosvenor para evitar el desprestigio de la familia.
Jorge lo entendió, estaba harto del asunto y de nada servía
discutir. Le hubiera gustado hablar de ello con alguien, pero no
podía hacerlo con Carlota pues no deseaba mancillar los
oídos de su esposa con esa clase de historias tan repugnantes.
No, tendría que tomar una decisión a solas y llegó a la conclusión,
tras pensarlo mucho, de que la mejor manera de tratar esa situación
tan delicada consistía en pagar por los
perjuicios rápidamente. De hecho, aunque no lo podía reconocer ante
nadie, la pérdida del dinero le dolía más que el escándalo.
Despilfarrar trece mil libras por el simple placer de
acostarse con una mujer le parecía no sólo un crimen, sino una
locura criminal.
¡Y qué hay de la locura de haberte casado con Hannah Lightfoot?, le preguntó su conciencia, siempre al acecho últimamente.
Al menos fui decente; me casé con ella.
¡Ja, ja! Lo que ha hecho Cumberland no es ni la mitad de escandaloso y cruel de lo que le hiciste a Hannah Lightfoot. ¿Y qué hay de Sara Lennox? La abandonaste públicamente por no tener el valor de insistir en casarte con ella contra la oposición de Bute y de tu madre.
No se debía culpar demasiado a los jóvenes, se concedió Jorge y seguidamente se preguntó cómo conseguir las trece mil libras, que tenía que encontrar a toda costa. Decidió llamar a North.
Éste acudió de inmediato y no le sorprendió que el rey deseara hablar con él del delito de Cumberland.
¡Querido Fred North!, pensó Jorge; no había cambiado mucho. Ahí estaba, sentado frente al rey pues éste no deseaba formalidad entre él y un viejo amigo, sobre todo en una ocasión como ésta; además se parecía tanto a él que equivalía a mirarse al espejo.
Los ojos saltones y miopes de Fred se pasearon por la habitación.
—Mis dos hermanos han venido a verme —le explicó el rey—. Seguramente habéis oído hablar de la inquietante demanda y de que han fallado a favor de Grosvenor. El dinero ha de pagarse en una semana y no veo cómo conseguir una cantidad tan importante en tan poco tiempo. Os ruego, querido North, que me digáis qué puedo hacer al respecto.
Los ojos de North parecían enfocar al rey, pero no lo veía con claridad. Agitó la cabeza y sus mofletes se sacudieron de tal modo que a algunos les habría hecho gracia, pero el rey ni se fijó.
—Hemos de encontrar ese dinero —dijo finalmente.
—De lo contrario —añadió el rey—, se añadirá más deshonor a la familia, ¿eh?
—Así es, mi señor. Creo que su alteza ya no es amante de la dama.
—No me sorprende —balbuceó el rey—; algo así alejaría a cualquiera, ¿eh? Eso de demandarlo… arrastrar a la familia real a los tribunales… ¡Y que el fallo sea en contra de un duque de sangre real! A veces pienso que se divierten molestándonos, ¿eh? ¿Qué pensáis vos?, ¿eh?
North comentó que la reputación del duque no era buena, que ya tenía otra amante y que ni siquiera había esperado el fallo del tribunal.
—Se trata de la señora Horton, viuda de un terrateniente de Derbyshire, una mujer realmente fascinante, según he oído. Walpole dice que sus pestañas miden un metro y que tiene los ojos más amorosos del mundo.
—Entonces que Dios lo ayude.
—Ese Walpole, al que tanto le gustan los escándalos, asegura que podría haberle hecho perder la cabeza con pestañas de tres cuartos de metro. —North soltó una risilla—. Cotilleos y más cotilleos. No son buenos para la familia, majestad. Hemos de pagar sin demora porque cuanto más pronto se haga, más pronto se olvidará el asunto. Sin duda os sentiréis inclinado a hablar con su alteza para señalarle su responsabilidad hacia el Estado, majestad, de la que no debe desviarse nuevamente… ni siquiera, estoy seguro de que estaréis de acuerdo conmigo, majestad, por pestañas de dos metros.
—Es cierto, North, absolutamente cierto. Hablaré con ese joven idiota. ¿Y el dinero?, ¿eh?, ¿eh? —De la Lista Civil. Es el único modo.
El rey suspiro de alivio.
—¡Trece mil libras! —murmuró—. Pero como decís, North, es la única manera.
Los escándalos familiares iban surgiendo y, por un extraño capricho del destino, se siguieron unos a otros en rápida sucesión.
Desde Dinamarca llegaron noticias muy inquietantes.
Jorge casi no podía creer lo que leía en las cartas; a toda prisa fue a ver a su madre porque le pareció que sólo con ella podía hablar de ese terrible desastre para la familia.
Cuando se enteró de que el rey deseaba verla, la princesa viuda se levantó apresuradamente de la cama. No mandó llamar a sus damas, sino que se maquilló para ocultar el aspecto tenso y el color cetrino de su tez, que se hacía cada día más obvio. Cuando lo recibió se sintió aliviada al ver que él no se fijaba en lo cambiada que estaba, quizá porque él mismo se encontraba sumamente agitado.
—Madre —exclamó abrazándola—, me ha llegado una noticia terrible desde Dinamarca.
La princesa viuda sintió un pinchazo en la garganta pero respondió con calma.
—¿Noticias, Jorge? ¿Qué ocurre?
—Han arrestado a Carolina Matilde.
—¡Arrestado a la reina! ¿De qué la acusan?
—De traición y adulterio.
—¡Es imposible!
—No, madre. Tengo las pruebas, están en estas cartas. Hay una de la propia Carolina Matilde. Está presa cerca de Elsinor y teme por su vida.
—¡No se atreverán!
—Se encuentra muy lejos de su país, y ya sabéis cómo es Cristián.
—Malvado pervertido —exclamó Augusta, su voz reflejó el miedo que sentía. ¿Qué le estaba ocurriendo a su familia? El horrible asunto con Cumberland acababa de solucionarse y ahora a Carolina Matilde la acusaban de adulterio… y de traición.
—Dicen que han encontrado pruebas de un complot contra el rey entre Carolina Matilde y un hombre llamado Struensee, cuentan cosas asquerosas de ellos dos. Los han arrestado. Dicen que Struensee morirá como un traidor y que es posible que lo mismo le suceda a Carolina Matilde. ¿Qué debemos hacer?, ¿eh?, ¿eh?
¡Es un bárbaro! —susurró la princesa viuda.
—Está en sus manos… presa. ¡Mi hermana pequeña! Nunca debimos permitir que fuera allá, habría sido mucho mejor que se hubiera quedado aquí… soltera. Mira a Augusta en Brunswick… me estremezco cuando pienso en lo que está pasando allí. Pero esto… esto es monstruoso, ¿eh?
—No podemos permitir que siga encarcelada, Jorge, es un insulto para nuestra familia.
—Eso es cierto. Tendremos que pararlos. ¿Cómo se atreven? Me dicen que la vida de mi hermana peligra, que la van a ejecutar… ¡y de un modo bárbaro! ¿Qué podemos hacer?, ¿eh? ¿Qué?, ¿qué?, ¿qué?… A veces me parece que me estoy volviendo loco.
—¡Jorge, por Dios, no digas eso!
Durante un momento se miraron horrorizados y la princesa viuda añadió en un susurro:
—Hemos de encontrar la manera de salvar a Carolina Matilde. Creo, Jorge, que éste es un tema que tendréis que plantear a vuestros ministros.
El rey asintió con la cabeza. Había tenido que consultar con North y hacer uso de la Lista Civil para sacarle las castañas del fuego a Enrique, pero éste era un asunto entre dos naciones, mucho más grave y peligroso.