FUEGO EN LONDRES
SUS hijos mayores eran una fuente de preocupación para el rey, sobre todo el príncipe de Gales. En el pasado, el pequeño había disfrutado del bienestar del hogar pero, por desgracia, los niños crecen y ya parecía una tradición en la familia que el príncipe de Gales se enemistara con el rey.
—¿Por qué él, de toda la familia, ha salido así? —le preguntó a la reina.
Pero ella no podía contestarle. La pobre Carlota no había tenido la oportunidad de aprender nada; durante los diecinueve años que llevaba en Inglaterra la habían tratado como a una prisionera, una abeja reina en su celdilla, a la que nunca se le permitió enterarse de los secretos de la política, a la que nunca se le pedía una opinión; la habían convertido en una reina madre, nada más, y la habían mantenido muy ocupada en esos menesteres.
Adoraba a su primogénito; había sido el rey de los aposentos infantiles, y lo sabía. Con su tez sonrosada, sus ojos azules y su cabello dorado, era hermoso, y todos daban por supuesto que un pequeño tan encantador sería un poco intratable.
Lady Carlota Finch había declarado que era una verdadera lata y, peor aún, había conseguido que su hermano Federico, un año menor, le siguiera los pasos. Sin embargo, el joven Jorge estaba lleno de curiosidad, había mostrado una aptitud para los estudios que deleitaba a su padre, que nunca fue muy bueno con los libros. En el aislamiento del pabellón Bower de Kew, el joven Jorge había sido toda una promesa; no había nada por hacer salvo aprender y eso es lo que hizo. Conocía bien los clásicos, hablaba varios idiomas, poseía cierto talento para el dibujo y la pintura y parecía ávido de conocimientos. Temperamental y travieso, había que reconocer que muchas veces había metido a sus hermanos en problemas.
—Es sólo un niño —decía su madre con cariño y se preguntaba cómo una mujer tan fea podía haber producido tal maravilla.
El rey había reglamentado cuidadosamente la vida en el pabellón Bower, el dominio de los niños, que no debía contaminarse con la corte. Tanta influencia había ejercido su madre sobre Jorge que éste convirtió la casa de sus hijos en una imitación casi exacta de la suya de pequeño. No se detuvo a examinar la conducta de sus hermanos, que tanta angustia le había causado, ni la experiencia desdichada de Carolina Matilde en Dinamarca. Hasta él se había mostrado rebelde con su aventura con Hannah Lightfoot y podría haberse opuesto con facilidad a los consejos de sus mayores y haberse casado con Sara Lennox. Jorge no relacionaba la vida descarriada de sus hermanos con su infancia secuestrada, y ahora parecía que el joven Jorge iba a ser tan difícil de controlar como ellos —o más.
No era posible, naturalmente, mantener al príncipe de Gales en el pabellón Bower después de cumplir los dieciocho años pues se consideraba que para entonces los príncipes habían alcanzado la mayoría de edad.
Exigiría una casa propia e independencia, y si él no lo pedía, lo haría el pueblo.
Siempre supieron que era voluntarioso, lo había demostrado en la sala de estudios; se había pavoneado frente a sus hermanos y hermanas y había torturado a sus tutores, recordándoles astutamente que debían andarse con tiento y no olvidar que un día sería rey. Chiquilladas, decían.
Al cumplir los dieciocho años le dieron aposentos propios en el palacio de Buckingham.
Y ahora estaba demostrando lo problemático que podía ser. Disfrutaba de malas compañías y le gustaba pasearse de incógnito por la calle con un grupo de amigos, tan malos como él, y entrar en tabernas y cafés hablando de política. Se zafaba de cualquier dificultad mintiendo descaradamente si el rey decidía regañarle y lo más alarmante era que bebía en exceso.
El rey, abstemio y puritano, estaba realmente indignado.
—Engordarás si bebes o comes demasiado —le dijo—; es un defecto de familia.
El príncipe fingía impresionarse y se burlaba para sus adentros. Lo peor de todo era que no respetaba en absoluto a su padre; aunque no hubiese dicho nada al respecto, esa actitud se hacía patente entre ellos, y el rey lo sabía. ¿Qué podía decirle a su hijo, el príncipe de Gales, que, sin duda, estaba deseando ocupar su lugar?
Además, el rey iba perdiendo popularidad cada día que pasaba. Circulaban escritos burlones sobre él y las caricaturas lo representaban en las situaciones más ridículas. Era muy humillante para él, especialmente porque el príncipe de Gales gozaba de mucha fama y, con sólo aparecer en la calle, el pueblo lo aclamaba.
—¡Qué joven tan guapo! —gritaban las gentes y comentaban que todo sería diferente cuando él fuera rey. Desaparecería la aburrida corte del viejo Jorge, que nunca hacía nada en su vida privada que los pudiese divertir, salvo acostarse con la vieja Carlota y hacer más hijos, para mayor gasto del Estado.
Y he aquí el joven Jorge, mostrando ya lo distinto que iba a ser todo cuando ascendiera al trono. Sería una Inglaterra alegre, como en tiempos de Carlos II, con una corte brillante y un monarca que correría toda clase de aventuras para divertir a sus súbditos.
—Me preocupa mucho Jorge —comentó el rey a Carlota—. ¿Qué opináis vos, eh?, ¿eh?
—Se apaciguará —le aseguró ella—; es muy joven y, después de todo, está experimentando con su libertad. —¡Experimentando, pamplinas!
En realidad, Carlota estaba más inquieta por el pequeño Octavio, que no era tan fuerte como sus otros hijos. La salud de su prole nunca le había causado grandes angustias, había logrado criar a sus hijos sanos; sin embargo, desde su nacimiento, el pequeño Octavio había sido algo enfermizo y, aunque tuviera trece niños, la idea de perder a uno la aterraba.
Había aprendido a no discutir con su marido, así que no intentó defender a su hijo Jorge nunca más y siguió creyendo cariñosamente que se calmaría.
Carlota se encontraba cosiendo cuando el rey entró intempestivamente en sus aposentos. Parecía que sus azules ojos estaban a punto de salírsele de las órbitas y las venas de sus sienes, a punto de estallar.
La reina despidió apresuradamente a sus damas. Cuando veía al rey así se acordaba de su terrible enfermedad; como él, temía constantemente que reapareciera.
—Tengo una noticia indignante… sumamente indignante… Casi no puedo creer lo que he oído. ¿Cuánto tiempo hace que eso ocurre?, no lo sé. Resulta muy degradante y no lo permitiré, le pondré fin, esto no puede continuar así, ¿eh?
¿Eh?, ¿eh?
Hablaba tan rápido que Carlota se asustó: se parecía mucho a la ocasión en que perdió la cabeza.
—Sentaos, os lo ruego, y contadme qué es lo que os está angustiando.
—Es ese hijo nuestro… Jorge… el príncipe de Gales. No sé qué cree que está haciendo… no tiene sentido de su rango ni sentido de la dignidad, ¿eh? ¿Eh?, ¿eh? Tengo problemas… problemas… por todas partes y él viene y los empeora. ¿Qué vamos a hacer al respecto, eh?
—Os lo ruego, majestad, decidme qué ha sucedido.
—Ha estado en el teatro… en Drury Lane y allí ha conocido a una mujer… una actriz… ¿Qué se cree que está haciendo, a su edad, ¿eh?, ¿eh?
Jorge hizo una pausa. Él debía de tener unos catorce años cuando vio por primera vez a Hannah Lightfoot y no era mucho mayor cuando lo preparó todo para que abandonara a su marido inmediatamente después de casarse con él… para irse a la casa de Islington juntos. Pero eso había sido diferente, él no había hecho alarde de su encaprichamiento, no había dado de qué hablar. Era un secreto… muy secreto. Era distinto, se dijo. ¿Eh?, ¿eh? ¿Eh?
—Ha ido al teatro… —repitió Carlota.
—Sí, cada noche, a ver a esa… esa criatura. Y se ha enamorado de ella, la llama su querida Perdita. Ha estado representando Un cuento de invierno o algo así… Shakespeare. No entiendo por qué alaban tanto sus obras.
—Pero ¿qué hay del príncipe?
—Ha estado haciendo el tonto con esa actriz; le ha puesto casa. Eso tiene que acabarse, os lo aseguro, no puede seguir así. La gente habla, la gente comentará. Es el príncipe de Gales… ella es una actriz… una aventura… se está burlando de él. Es mayor que Jorge… lo está poniendo en ridículo y todos se están mofando de él a sus espaldas. Tenemos que hacer que lo comprenda. ¿eh?, ¿eh? Tal vez si hablara con el… Jorge miró a su esposa con desdén. ¿Carlota, hablar con ese joven galán? ¿Qué esperanzas había de que influyera en él? ¿Cuándo había influido en alguien? De lo único que era capaz era de ser una avara tirana en su propia casa, donde tenía la autoridad de despedir a una doncella si así lo deseaba. ¡De mucho serviría que Carlota hablara con él! —Yo le hablaré —declaró Jorge.
El príncipe no podía pasar por alto la llamada de su padre. Entró pavoneándose, muy guapo con su chaleco bordado y sus pantalones de ante.
¡Qué extravagante!, pensó el rey. ¿A cuánto ascenderá su deuda? Eso será lo siguiente: juego, sastres y mujeres. ¿Por qué tiene que ser así mi hijo?
Jorge sonrió con insolencia a su padre. —Habéis solicitado mi presencia, majestad.
—¿Solicitado, eh? ¿Eh? No sé nada de ninguna solicitud; os ordené que vinierais, ¿lo entendéis, eh?, ¿eh?
El rey se había acalorado pero el príncipe permanecía increíblemente frío: no estaba preocupado, el rey no podía hacerle nada. Incluso tenía amigos en la cámara, políticos ambiciosos dispuestos a formar un partido del príncipe de Gales cuando se presentara la oportunidad. O sea, que la historia de los Hannover se repetía. Los príncipes de Gales se peleaban siempre con los reyes y si el monarca era su padre, más feroz era el enfrentamiento. En política resultaba entretenido que hubiese una oposición dirigida por el futuro soberano mientras el rey actual apoyaba a su gobierno. Al príncipe le divertía muchísimo la situación, sobre todo porque ese ocurrente y brillante estadista, Carlos Jacobo Fox, le estaba rondando. La realidad era que el rey era un viejo aburrido e ignorante, un viejo tonto y, aparte de su amor por la música, no le interesaba en absoluto la cultura.
El príncipe se sentía muy superior al rey y no tenía intención de ocultar algo que, de todos modos, le parecía obvio.
Agachó la cabeza y, con estudiada indiferencia, esperó a que estallara la tormenta.
—Se habla de vos, jovencito.
—Sin duda sabéis, majestad, que siempre se ha hablado de mí.
—Nada de insolencias. ¿Lo entendéis, eh? ¿Eh? El príncipe arqueó una ceja.
—Es por esa mujer… esa actriz… ya sabéis a quien me refiero, ¿eh?
—Supongo que os referís a la señora Mary Robinson, majestad.
—¡Ah!, así que no tenéis dudas al respecto. Tiene que acabarse. ¿Me entendéis, eh? Tiene que acabarse.
—¿De veras? —Por favor, nada de insolencias. Creo que no comprendéis el alcance de vuestro deber hacia… hacia el Estado. Debéis llevar una vida más sobria, debéis ser… más… más…— ¿Cómo vos, majestad? —interrumpió el príncipe con un tono ligeramente socarrón.
—Tenéis que recordar que un día podríais ser el soberano de este reino.
—No me había enterado de que existía alguna duda al respecto.
—Callaos y escuchadme. Renunciaréis a esa actriz. Iréis a verla y le explicaréis que vuestras responsabilidades como príncipe de Gales os impiden continuar con esa… esa…
—Aventura —sugirió el joven.
—Esa repugnante relación —exclamó el rey—. ¿Me entendéis, eh? ¿Eh? Ahí estáis, sonriendo… Quiero que borréis esa sonrisa de vuestra cara. Iréis a ver a esa mujer y se lo diréis. Lo haréis de inmediato, ¿eh? ¿Eh? Contestadme. Os digo que borréis esa sonrisa de vuestra cara.
—Pensaba que vuestras preguntas eran retóricas, majestad, y que, como las que soléis hacer, no requerían respuesta.
—¡Mocoso impertinente!
El rey se acercó a Jorge con la mano alzada. Recordó de pronto que una vez su abuelo lo había abofeteado en Hampton Court y que desde entonces ese lugar dejó de gustarle. Pero él nunca había sido insolente, como ese joven; simplemente, tartamudeaba.
Le venían a la memoria cada vez con mayor frecuencia escenas del pasado.
El príncipe mantuvo su postura, divertido por la vehemencia de su padre.
—Cortaré vuestra asignación.
—Eso es algo que tiene que decidir el gobierno.
Demasiado listo, pensó el rey, y demasiado garboso. Hacía que, a su lado, su padre se sintiera torpe; el chico tenía éxito social, mientras que a su edad, el monarca había sido tímido y lento.
Existían enormes diferencias entre ellos. Este Jorge poseía tanto donaire y tanta elegancia que resultaba muy popular, era culto, tocaba bien el violonchelo, podía conversar en francés y en italiano, y dominaba mejor el inglés que su padre. ¡Y su indumentaria! En opinión del rey era escandalosa pero supuso que quienes seguían la moda lo admirarían. ¡Oh, ese hijo suyo!, ese hijo, del que antaño se sintió tan orgulloso, se había apartado demasiado de él. Jorge se dio cuenta con un sobresalto de que ya no podía controlarlo.
—Y —añadió furioso— os reunís demasiado a menudo con vuestro tío Cumberland. Supongo que para él todo eso es correcto, ¿eh?, ¿eh? Supongo que cree que está muy bien poner casas a actrices, ¿eh?, ¿eh?
—Estábamos hablando de una sola actriz y una sola casa, majestad.
—Nada de insolencias. Habéis aprendido vuestros modales con Cumberland y su esposa, lo juraría. Esa mujer, ¿eh? Tenía mucha experiencia antes de que vuestro tío fuese lo bastante tonto para casarse con ella… pestañas de un metro de largo, me dijeron. Tan astuta como Cleopatra, consiguió poner en ridículo a vuestro tío, ¿eh?, ¿eh?
—Me parece que mi tío se conforma con que lo ponga en ridículo, majestad.
—No me repliquéis.
—¡Ah, entiendo! Otra de esas preguntas que no precisan respuesta. Perdonadme, majestad.
¿Qué le podía decir a alguien así? Era demasiado rápido para él. Era el príncipe de Gales, el pueblo estaba de su lado. Él se estaba haciendo viejo, aunque aún tardaría unos años, claro; pero se sentía cansado e incapaz de manejar a ese joven.
—Os ordeno que os relacionéis menos con vuestro tío y su esposa, que dejéis de ver a esa actriz, ¿eh?, ¿eh? No quiero más escándalos, nuestra familia no se puede permitir el lujo de dar más escándalos. ¿Me entendéis?
—¿Es una pregunta, majestad? ¿O una profecía? ¡Vaya insolencia la del muchacho!
—Salid de aquí antes de que yo…, de que yo…
El príncipe no necesitó que se lo repitiera, saludó con una inclinación y fingiendo contener un bostezo salió tranquilamente del aposento.
¡Mocoso impertinente! ¿Qué podía hacer con semejante persona?
Jorge se sentó, su mente daba vueltas. Todo marchaba mal: ¡América!, ¡el príncipe de Gales!, ¡todo!
Se cubrió la cara con las manos y, cosa rara, vio a esa mujer de
su hermano con sus largas pestañas de un metro de largo y al joven
Jorge con su actriz. Había hecho averiguaciones
sobre ella: era una de las mujeres más hermosas de Londres.
Gloucester tenía una esposa hermosa. Todos eran unos canallas y él
trataba de ser un hombre virtuoso, un buen rey.
Como resultado, tenía a Carlota, a Carlota y una numerosa familia,
que se burlaría de él, como su primogénito hacía ahora.
La vida era una tragedia y una decepción.
Era como si Hannah y Sara volviesen para reírse de él.
Todo podía haber sido diferente.
Al principio trató de sacarse de la cabeza las imágenes eróticas que lo inundaron pero luego bajó la guardia. Permaneció sentado pensando en lo que podría haber sido.
Al poco tiempo, un desastre que amenazaba con devastar Londres y Westminster le hizo olvidar los defectos del príncipe de Gales.
Desde su relación con Hannah Lightfoot había sentido que era importante la tolerancia en cuestiones religiosas y, aunque prefería a los cuáqueros, deseaba que se le recordara como el monarca bajo cuyo reinado se había fomentado la libertad de cultos.
Inglaterra era fervientemente protestante y lo había sido desde el reinado de María I, cuando los incendios de Smithfield conmocionaron al país. La historia de Inglaterra podría haber sido distinta si Jacobo II no se hubiese vuelto papista, entonces habría podido seguir reinando y su hijo después de él, y la casa de Hannover nunca se hubiera conocido en Inglaterra. Jorge era rey porque sus antepasados habían sido protestantes.
Siempre le pareció que las leyes contra los católicos eran injustas. Estos no podían poseer tierras; los oficiales del ejército no podían ser católicos; el hijo de un católico que se convertía al protestantismo tenía derecho a apoderarse de la propiedad de su padre; los servicios religiosos católicos eran oficialmente ilegales, si bien desde hacía muchos años se celebraban sin que nadie se opusiera.
En Inglaterra no había existido un gran fervor religioso; el impulso natural había consistido en seguir lada uno su camino y dejar que los demás hicieran lo mismo. Ocasionalmente, las minorías habían sufrido un poco y, varias veces, Jorge expresó su deseo de protegerlas. Empezó profesando amistad a los cuáqueros y, cuando empezaron los rumores al respecto, extendió su benevolencia a otras creencias.
Dos años antes se había presentado en el Parlamento la Ley de Desagravio a los Católicos, se aprobó sin mucha publicidad y Jorge la había firmado de muy buen grado.
Todo habría ido bien de no ser por lord Jorge Gordon, quien a los treinta años era débil, desequilibrado y estaba resentido con la vida. Era el benjamín del duque de Gordon, y su hermano Guillermo había sido amante de Sara Lennox, lo que le había dado cierta celebridad debido a la anterior relación de Sara con el rey.
Había tenido un cargo en la armada, pero, como no le asignaron un barco, dimitió. Era un hombre extraño, un fanático religioso, que, sin embargo, llevaba una vida depravada. Seis años antes había entrado en el Parlamento, donde trató de ganarse una reputación, como lo había hecho en la armada. Era muy guapo y un buen orador; pero algo muy esencial le impedía tener éxito: se ponía fácilmente histérico. Con frecuencia andaba bebido y se sabía que pasaba a menudo la noche en los burdeles.
Nadie le hacía mucho caso y cuando se levantaba para hablar en la cámara, muchos parlamentarios salían discretamente. Estaba ahí por su familia, sin ella no era nadie.
Eso le dolía y buscó un modo de llamar la atención, lo encontró en la Ley de Desagravio a los Católicos. Él era protestante y se había opuesto a la ley, pero su impugnación no tuvo apenas resonancia. ¿O sí? Bueno, ya verían.
Había hallado el modo de que le hicieran caso y no cabía en sí de fanática alegría ante el resultado de sus maniobras.
Primero se había hecho miembro de la Asociación Protestante de Inglaterra, encantada de acoger a un lord, y no le fue difícil convertirse en su presidente.
En Escocia, esa sociedad tenía mucha fuerza; allí se había producido cierta disensión cuando se aprobó la Ley de Desagravio y sus miembros se habían amotinado en una o dos ciudades.
Si él pudiese conseguir que se aboliera esa ley o, en todo caso, instar a los protestantes de Londres a imitar a los de Escocia, se haría famoso.
Entonces nadie podría reírse de él, nadie lo consideraría insignificante, nadie diría que de no ser un Gordon no sería nada.
Así que iba a emprender acciones que colocarían su nombre en los libros de historia del mañana, mientras los protestantes de hoy lo aclamarían como el héroe que los había salvado de la amenaza católica.
Una vez hallada su misión lord Jorge se mostró infatigable. Su oscuro cabello lacio le cubría las orejas, su pálida tez se humedecía con el sudor del esfuerzo; el fanático se asomaba a sus ojos alocados cuando fue a las oficinas de los periódicos para que publicaran un anuncio en el que informaba al pueblo de que estaba trabajando para él: tenía una petición para la anulación de la Ley de Desagravio firmada por miles de personas, y cualquiera que deseara una copia podía conseguirla en los lugares que indicaba.
Mientras tanto, pidió la abolición de la ley en las dos cámaras, declaró que hablaba en nombre de millares y que el gobierno se equivocaría si no le hacía caso.
El gobierno no le hizo caso.
Entonces escribió un extenso panfleto y pidió audiencia al rey; cuando Jorge lo recibió insistió en leérselo.
El rey lo escuchó y enseguida se hartó del excitado fanático que no dejaba de esgrimir argumentos con los que no podía estar de acuerdo. Jorge bostezó significativamente pero Gordon siguió leyendo. El rey miró su reloj y si el otro se percató de la impaciencia de su soberano, no lo demostró.
Por fin, Jorge no aguantó más.
—Dejádmelo, yo mismo leeré el resto.
Gordon no tuvo más remedio que retirarse pero no se contentó con ver que el rey no lo llamaba. Solicitó más audiencias, durante las cuales arengó al monarca, le dijo que numerosos protestantes creían que era papista y le pidió que hiciera algo al respecto.
El rey, que estaba preocupado por la conducta del príncipe de Gales, sus hermanos, la salud de Octavio y el siempre presente tema de América, lo despidió de nuevo.
Pero se quedó preocupado.
Mandó llamar a North.
—Empiezo a creer que ese Gordon está decidido a causar problemas, ¿eh? ¿Eh?
Majestad, es un agitador nato.
—Dice que sospechan que soy papista. ¿Acaso no sabe que mi familia ha sido siempre estrictamente protestante?, ¿eh? Ese hombre es un insensato.
—Un insensato peligroso, majestad. Convoca asambleas, tiene seguidores en todas partes; forman un colectivo impresionante.
—No creo que los protestantes sean tan fervientes respecto a su religión, ¿eh?
—Majestad, mandé a mis servidores a esas reuniones. No se trata tanto de la religión; es que atrae al populacho y éste agradece la oportunidad de provocar disturbios.
—Más vale que encontremos el modo de pararle los pies. North convino en que era una idea excelente.
North, con su talento para equivocarse, intentó sobornar a lord Gordon, prometiéndole dinero y un cargo en el Parlamento si salía de la Asociación Protestante.
Los ojos de Gordon centellearon. ¡Dinero! No deseaba dinero, su familia era rica. ¿Un puesto en el Parlamento que no le dejarían mantener?… Nunca había conservado ningún cargo.
Lo que él quería era fama, y ahora se había dado cuenta de que la podía obtener. North debía tenerle miedo si había intentado comprarlo y eso demostraba lo poderoso que era Jorge Gordon.
Lord Gordon se embriagó de su propio poder: nunca le habían hecho caso en el Parlamento; bien, pues ahora verían que había gente dispuesta a escucharlo.
Dejó a North y se fue a casa para trazar su siguiente maniobra.
Unos días más tarde apareció un anuncio en el Public Advertiser.
Todos los miembros de la Asociación Protestante debían reunirse en Saint George's Fields, donde decidirían un plan de acción. Los congregados tenían que lucir una escarapela azul para diferenciarse de los espectadores.
Era un día caliente y bochornoso. Cuando lord Gordon llegó a Saint George's Fields se quedó encantado al ver que ya se había reunido una multitud. Había miles de escarapelas azules y mucha gente sin ellas pues los londinenses no podían resistirse a los espectáculos y habían acudido de todas partes de la ciudad pala presenciar la diversión.
Gordon fue recibido con una sonora ovación y sus ojos brillaron de satisfacción. Eso era lo que necesitaba. Se dirigió a los presentes para explicarles que iba a llevar al Parlamento su petición de que abolieran la Ley de Desagravio a los Católicos.
El público le aplaudió. Pequeños grupos de miembros de la asociación marcharon alrededor de los jardines cantando himnos y finalmente se organizaron para desfilar hacia el Parlamento.
De camino, muchas personas deseosas de jolgorio se unieron a ellos.
La multitud empezó a mostrarse agresiva.
Eso les enseñará, pensó lord Gordon. Confiaba en que después de esa sesión parlamentaria la ley se anularía y él sería el héroe del día —y de los años venideros—. Llegaría a primer ministro porque tenía el apoyo del pueblo. Un glorioso futuro se extendía frente a él.
La turba se arremolinó a la entrada de la cámara. Había quienes llevaban pancartas con la inscripción «Papismo no». En cuanto los ministros empezaron a llegar, el gentío se burló de ellos, les arrojó basura y les arrancó las capas y los sombreros.
Nadie resultó herido. Gordon se sintió ligeramente decepcionado pues, por muy despeinados que estuvieran, los ministros no habían dado muestras de tener miedo. Al entrar en la cámara presentó su propuesta, alguien la secundó, pero la moción fue derrotada con sólo nueve votos a su favor.
Eso alarmó a Gordon. Tenía el poder de incitar a la turba a la violencia pero si lo hacía, sería culpable de traición; sin embargo, si no lo hacía, su petición se olvidaría y ahí quedaría el asunto.
Gordon salió de la cámara y se dirigió a la gente:
—Su majestad es un rey bueno y amable y cuando se entere de que sus súbditos están rodeando la cámara ordenará a sus ministros que abroguen la ley.
Volvió a entrar y le preguntaron si pretendía hacer pasar a sus amigos. Si lo hacía, advirtió un parlamentario desenvainando su espada, lo atravesaría a él en primer lugar.
Lord Gordon palideció. La violencia lo excitaba pero sólo cuando se dirigía contra otros; eso se debía a que le daba tanto pavor que le agradaba pensar que eran otros los que la sufrían.
Se dio la vuelta y le habló a la multitud de nuevo.
Tenía el poder de convencerla, y la gente empezó a dispersarse.
El monarca había ido a Kew a ver a la reina. Carlota no se encontraba tan bien como en otros embarazos; quizá se debiera a la angustia que sentía por Octavio.
Esperaba dar a luz para setiembre, así que todavía faltaban tres meses.
—Os molesta el calor, ¿eh? —dijo Jorge.
—Ha hecho un tiempo muy caluroso pero aquí se está muy bien, aunque supongo que en Londres no tanto. Me he enterado de que han estallado disturbios.
—¿Disturbios? ¿Eh? ¿Qué disturbios? ¿Quién ha dicho que ha habido disturbios?
—Ese asunto sobre los católicos. Oí hablar a las damas.
—Las damas hablan demasiado; no deberíais escucharlas. Es mejor que vayamos a ver a Octavio, ¿ha mejorado, eh?
—Creo que se encuentra más aliviado.
¿Por qué no charla conmigo?, se preguntó Carlota, ¿soy tan tonta que se supone que no voy a entender nada? ¿Soy una yegua de crianza?, ¿una abeja reina?, ¿una vaca paridera? ¿Así me ve?
Carlota empezaba a sentir antipatía hacia su marido. Al principio lo había creído bueno porque nunca se mostró cruel. ¿O acaso era crueldad tratarla como lo hacía? Su suegra era quien había empezado a comportarse así, con ella; sin embargo, ese trato había continuado igual después de su muerte. Antes eso no le importaba mucho porque tenía a los niños, pero ahora Jorge estaba dando problemas y se decía que Federico era casi tan ingobernable como él. Federico estaba enseñando a Jorge a apostar y el joven Jorge le estaba acostumbrando a beber. Además, ni el uno ni el otro iba a verla; la menospreciaban tanto como a su padre, o quizá más.
Octavio dormía tranquilamente y tenía mejor aspecto.
—El aire de Kew le sienta bien —dijo el rey—. Aseguraos de que no le den comidas demasiado pesadas, ¿eh? Muchas verduras, poca carne y aire fresco. Es lo mejor, ¿eh?, ¿eh?
Un mensajero de parte de lord North los interrumpió.
El rey debía regresar de inmediato porque habían estallado motines por todo Londres.
—Jorge, deberías estar con vos en un momento como este —sugirió Carlota.
—¿Vos? ¿eh? ¿Eh? ¡Qué tontería! Nunca he oído nada tan insensato. ¿Y qué hay del niño, eh? ¿Y si luego resulta que
perdéis el bebé, eh?
Otra vez lo mismo, siempre la mantenían apartada de todo: Ocupate de tu embarazo y deja los asuntos de Estado
para el rey y sus ministros.
Casi lo odió cuando lo vio marcharse.
El niño se movió en su vientre. Tres meses y otro parto, luego
otro, y otro.
¡No! Se rebelaría. Sus relaciones con el rey no le proporcionaban ningún placer, nunca se lo habían dado. Sonrió sombríamente, imaginando su comentario al oírla decir eso.
—¿Placer? ¿eh? ¿Por qué placer? Eso es para tener hijos, ¿eh?, ¿eh?
Había incendios por todo Londres. Una siniestra luz roja iluminaba el cielo nocturno. La plebe se había vuelto loca. Ésos no eran, según North, miembros de la Asociación Protestante, era chusma, escoria, ese elemento de toda gran ciudad dispuesta a salir a la superficie cuando las emociones hierven. Ladrones, vagabundos, presos reincidentes, criminales. Quemaban, saqueaban y gritaban. «Papismo no» sin saber siquiera lo que significaba.
Las casas de los católicos conocidos fueron los primeros blancos, siguieron las de los parlamentarios y, por supuesto, las cárceles. Incendiaron todo Newgate, asaltaron la prisión de Clerkenwell y los reos salieron como una tromba y se unieron a la muchedumbre. Se produjeron asesinatos en las calles.
Jorge permaneció en Saint James. La turba merodeaba por los alrededores, indecisa. Doblaron la guardia y el rey no vaciló ni un momento: no sólo se dejó ver, sino que se esforzó por mezclarse con los soldados y hablarles y les llevó refrigerios durante la vigilancia nocturna. Pero algo había que hacer.
Lord North lo discutió con el monarca.
—Es necesario entrar en acción de inmediato —dijo el rey—. No podemos dejar que esto continúe, se está poniendo cada vez peor. ¿Qué os parece, eh?
—Hemos de actuar, sí, majestad, ¿pero cómo?
—Tenemos un ejército, debemos utilizarlo.
North se quedó pasmado:
—¿Disparar sobre el pueblo, majestad?
—Disparar contra él o permitir que destruya la capital. Lord North estaba horrorizado.
Dejó al rey para ir a consultar con el gabinete.
Jorge, que siempre había odiado cualquier derramamiento de sangre, se encontraba meditabundo. Aborrecía la idea de ser él quien ordenara que sus soldados hicieran fuego contra sus propios súbditos.
La plebe, pobres criaturas engañadas, se dijo, no tienen sentido común, se dejan llevar; sin embargo, he de pensar en mi ciudad; el populacho está dispuesto a destruirla y tenemos que pararlo.
No era hombre que se echara atrás ante lo desagradable; lo que debía hacerse, tenía que hacerse y si eso significaba matar a unos cuantos súbditos para salvar a muchos más, estaría dispuesto a dar la orden. Su consigna fue: «Disparad si los métodos pacíficos resultan ineficaces.»
Todas las familias debían cerrar las puertas de sus casas y quedarse dentro. Los soldados tenían derecho a abrir fuego sin esperar órdenes.
El resultado fue la extinción de los disturbios. En muy poco tiempo, la ciudad quedó silenciosa. Trescientos amotinados murieron, algunos por beber demasiado alcohol robado; otros, llevados por el estupor de la embriaguez, cayeron en las llamas que ellos mismos habían provocado y se quemaron vivos. Pero el terror había terminado.
Ciento noventa y dos rebeldes fueron sentenciados y veinticinco de ellos, ejecutados. A lord Gordon lo llevaron a la Torre acusado de alta traición.
El rey se sumió en la melancolía: había mandado disparan contra sus súbditos y muchos habían perdido la vida.
El deán de San Pablo comentó que, al ordenar a los soldados que cargasen contra la multitud, el rey había salvado las ciudades de Londres y Westminster. Eso era cierto, pero a Jorge no le servía de consuelo.
Ese ardiente verano permaneció triste, pero se alegró en setiembre con el nacimiento de su nuevo hijo.
Lo llamaron Alfredo. Por desgracia, era tan delicado como Octavio
—Habrá que cuidar mucho a este pequeñín, ¿eh? —comentó el rey.
—Quizá hemos tenido demasiados hijos —contestó la reina, dando una desacostumbrada muestra de carácter. Jorge la miró extrañado.