LA ENFERMEDAD DEL REY
LA vida cambió bruscamente en Windsor. Corría el mes de abril cuando la señora Delany enfermó, tenía ochenta y ocho años y el resultado no podía ser inesperado. Su muerte hundió al rey en una melancolía que no fue favorecida con la noticia de que el príncipe de Gales estaba fuertemente endeudado y que perdía miles de libras en las mesas de juego; por otra parte, se hablaba mucho de su matrimonio con la señora María Fitzherbert aunque Fox lo negó en la Cámara de los Comunes.
También estaba inquieto desde que, hacía algún tiempo, cuando se encontraba en Saint James, una mujer había salido de la multitud y había intentado clavarle un cuchillo. Resultó ser una tal Margarita Nicholson, una loca, pero Jorge no era capaz de olvidar el incidente y poco después de la muerte de la señora Delany empezó a sufrir ataques de bilis y volvió a aparecer, el salpullido que antaño había tenido en el pecho.
Carlota se fijó en que hablaba cada vez más rápido, puntuando sus frases con más ¿eh?, ¿eh?, sin esperar una respuesta. Hacía fuertes ejercicios y, cuando la reina le sugirió tímidamente que quizá se estaba esforzando demasiado, Jorge le gritó bastante excitado:
—No puedo engordar, odio la obesidad, es típica de la familia. Tengo que evitarla y no
puedo hacerlo comiendo demasiado sin hacer ejercicio, ¿eh?
En junio, sir Jorge Baker; su médico, sugirió que el rey pasara un mes en Cheltenham. Podríais tomar las aguas, serán buenas para vuestra salud, majestad. Además si os ausentáis de Londres, evitaréis las largas audiencias y otras tediosas ceremonias.
El rey se mostraba renuente. Su sentido del deber lo mantuvo en Londres hasta julio y, entonces, al constatar que su salud no mejoraba aceptó ir a Cheltenham si la reina y la princesa lo acompañaban.
Permaneció allí un mes y cuando vio que ni con las aguas ni con el descanso se recuperaba decidió volver a Londres. Agitó tristemente la cabeza y dijo:
—Me he vuelto viejo de golpe.
Se sintió un poco mejor al regresar a Kew, allí se sentía más feliz que en ningún otro lugar. Le agradaba pasear por los jardines, observar la Casa de los Infantes y acercarse a verlos para jugar un poco con su adorada Amelia.
Pese a su mala salud, insistió en hacer ejercicio y sus sirvientes se inquietaron mucho un día en que lo pilló un fuerte chubasco paseando y, en vez de regresar, continuó andando. Cuando volvió y se quitó las botas, éstas estaban chorreando.
—¡Aire fresco! ¡Lluvia! Nunca han hecho daño a nadie, ¿eh? —fue su comentario.
Unos días más tarde lo volvió a sorprender un chaparrón y, como lo esperaban en Saint James para una ceremonia, no se molestó en cambiarse de botas y medias. A su regreso a Kew resultó evidente que se había resfriado.
La reina lo regañó. Ella misma le prepararía una bebida reconfortante y cuando la hubiese tomado se acostaría inmediatamente.
El rey no quería ningún remedio, no creía en ellos. Verduras, frutas, agua fría, ésas eran las mejores medicinas. Se tomó una pera y un vaso de agua fría.
A la una de la mañana sufrió un fuerte retortijón estomacal; el dolor era tan agudo que despertó a la reina.
Carlota sintió pánico pues pensó que se estaba muriendo, bajó de la cama de un salto y salió corriendo al pasillo en camisón, para gran bochorno de los pajes. Mas éstos se dieron cuenta enseguida de la urgencia y como los médicos no se encontraban en Kew llamaron a un boticario vecino.
Éste dijo que el rey sufría un ataque, y trató, como antes había hecho la reina, de hacerle ingerir un cordial.
Jorge había recuperado parcialmente el sentido y lo rechazó, pero la reina rogó al boticario que se lo diese como fuera aunque protestase y, con la ayuda de los pajes, lo obligaron a tragárselo.
Al poco rato, el ataque cedió y el monarca se echó tranquilamente en su cama.
No cabía duda de que el rey se hallaba gravemente enfermo y que el mal que padecía había tomado un curso alarmante, pues Jorge hablaba sin cesar y a gran velocidad y a veces no se le entendía lo que decía; su mente parecía saltar de un tema a otro sin que él acabase de expresar ninguno.
Unos días después del ataque nocturno acudió a la iglesia con la reina y las princesas. Mientras el sacerdote pronunciaba su sermón, Jorge se levantó de repente y abrazó a la reina y a las princesa.
—¡Ya sabéis qué es eso de estar nervioso! —gritó.
La reina estaba horrorizada; de hecho, cada día que pasaba crecía su miedo. Hizo lo que pudo por calmarlo:
—Por favor, Jorge, estamos en la iglesia… en la iglesia, ¿comprendes?
El desamparo con el que él miró a su alrededor le provocó ganas de llorar, pero, él le permitió cogerlo de la mano y obligarlo a sentarse de nuevo.
Gracias a Dios, pensó Carlota, que el respaldo del banco era lo bastante alto para evitar que el resto de la congregación los viera.
Regresaron rápidamente a palacio y ella lo convenció de que descansara en su habitación.
Eso no podía continuar; los médicos debían decidir qué tenía el rey. Pero en el fondo de su corazón existía el temor que nunca había cesado de atormentarla desde aquel trastorno mental de años atrás.
—Se curó de eso, se dijo, y se curará de esto.
Unos días más tarde a la vuelta de un concierto, el rey cogió a Carlota del brazo y le confesó:
—Parecía como si la música me afectase a la cabeza; apenas podía oírla.
—Eso es porque no estáis bien, cuando os recuperéis disfrutaréis tanto de la música como siempre.
Jorge la miró con una expresión extraña, como si no la reconociera.
—¿De veras, Carlota, de veras?
—Por supuesto, los médicos os curarán.
—¿De qué? —susurró el rey.
Ella no contestó; no podía mirarlo a la cara, pero él le apretó el brazo con fuerza y gritó:
—Decidme de qué, Carlota. Decidme, ¿de qué?
Carlota levantó la mirada con valentía.
—De vuestra enfermedad —respondió.
Jorge la soltó, giró la cabeza y rompió a llorar.
—Dios mío llévame contigo porque me estoy volviendo loco.
¿Qué puedo hacer?, se preguntó Carlota, ¿cómo impedir que la gente se entere de esta angustiosa enfermedad?
Pensó en el príncipe de Gales que desdeñaba a su padre desde hacía tantos años. ¿Qué sentiría ahora? Los había decepcionado; el encantador niño de los aposentos infantiles se había convertido en un joven alegre y mundano, en todo lo que no eran sus padres, y empezaba a conocérsele como el Primer Caballero de Europa. Aunque sabía que era sumamente alocado y puede que malvado —no podía evitar quererlo y… sí también, admirarlo.
¿Qué haría él ahora?
El rey irrumpió en los aposentos de la reina. Todos sus movimientos eran bruscos y parecía tener una prisa desesperada.
—¡Ah, Carlota… aquí estamos! Aire fresco, Carlota, es bueno para vos. Debéis tomarlo, ¿eh? ¿Estáis preparada? Vamos… Un paseo de un par de leguas. Es bueno para vos. No hay que engordar. Demasiada gordura en la familia, ¿eh?, ¿eh?
Carlota lo riñó. ¿No estaba haciendo demasiado ejercicio?, ¿acaso no habían dicho los médicos que debía tomárselo con más calma? ¿Y si daban un paseo en carruaje? Sería mejor y podrían ir más lejos.
Jorge no parecía escucharla, pero cuando lo llevó hasta el coche se subió sin protestar. Carlota se sentó a su lado y lo dejó hablar sobre la belleza del campo. Y habló mucho: de granjas, de cómo hacer botones, de los mosaicos de papel de la señora Delany, de temas agradables como la princesa Amelia y de otros desagradables como el príncipe de Gales.
De pronto, el rey le gritó al cochero que se detuviera.
El carruaje se paró junto a un roble. Jorge se bajó, hizo una reverencia al árbol, se acercó a él con gran dignidad y sacudió una de las ramas más bajas. Durante unos segundos permaneció allí, charlando, como si se dirigiera al roble. Al contemplarlo y darse cuenta de que el cochero y el lacayo también lo miraban, Carlota fue presa de un terrible pavor y la tristeza se apoderó de ella.
Al cabo de un rato, el monarca volvió a inclinarse cortésmente, sacudió la rama de nuevo, se subió al coche y se sentó.
—Creo —comentó—, que le he explicado nuestra posición con toda claridad al rey de Prusia.
Corrían rumores en la corte y en toda la ciudad. ¿Qué le está ocurriendo al rey?, ¿es cierto que tiene la mente trastornada?, decían.
El príncipe de Gales consultó a sus amigos lo que supondría. ¿Una regencia con el príncipe al frente? Eso era algo muy deseable para todos.
Acudió a Kew para ver con sus propios ojos si eran ciertas las murmuraciones.
El aspecto de su padre lo asombró, había cambiado considerablemente en los últimos meses. Jorge no se equivocó cuando dijo que se había convertido de repente en un viejo.
Recibió al príncipe con dignidad y no se refirió en ningún momento a sus diferencias. La reina se encontraba al borde de la histeria porque temía que el rey se tornara violento. Ella sabía que no podría ocultar por mucho tiempo su estado de salud a los sirvientes y le aterraba la idea de lo que pudiera hacer.
Era inevitable que el príncipe de Gales, que le había causado tanta angustia —lo que sin duda había acelerado el proceso de su enfermedad—, llevara la situación al clímax.
Durante la cena, el monarca empezó de pronto a gritarle a su hijo hablando rápida e incoherentemente, aunque resultó obvio que lo estaba insultando cuando abandonó su silla y se acercó a él.
Le chilló de nuevo, y el príncipe se levantó y le tocó suavemente un brazo.
—Padre, os ruego que bajéis la voz.
El rey se enfureció de repente con su hijo, lo cogió de la garganta, lo arrojó contra la pared y dio la impresión de que iba a estrangularlo.
¿Quién se atreve a señalarle al rey de Inglaterra que no grite, eh? ¿Eh? ¡Decídmelo¡¡Decídmelo¡¡Decídmelo!
Los lacayos se aproximaron apresuradamente para rescatar al príncipe; las princesas, pálidas, se pusieron de pie, y la reina permaneció sentada, abriendo y cerrando las manos, con los labios apretados para no gritar que ya no aguantaba más.
El coronel Digby, el chambelán de Carlota, le hizo una reverencia al rey, que luchaba por librarse de los sirvientes, y le pidió que le permitiera conducirlo hasta la cama.
—¡No os atreváis a tocarme! —exclamó el rey—. ¡No iré! ¿Quién sois?
—Soy el coronel Digby, mi señor —fue la tranquila respuesta—. A menudo habéis sido muy bueno conmigo y ahora yo lo seré con vos, pues debéis acostaros; lo necesitáis.
El rey se asombró tanto que se quedó mudo. Los ojos se le llenaron de lágrimas mientras el coronel Digby lo cogía del brazo y se lo llevaba.
El príncipe de Gales se encontraba a punto de desmayarse y las mayores de sus hermanas se apresuraron a mojarle la frente con agua de Hungría.
—Por favor, acompañadme a mis aposentos —pidió la reina a sus damas.
Estas la obedecieron al momento y, al llegar, Carlota se echó sobre la cama y se puso a reír histéricamente.
El horror se apoderó de sus damas. La reina se incorporó y gritó:
—¿Qué será de mí? ¿Qué será de todos nosotros?
Una vez en su habitación, Jorge pareció apaciguarse.
—¿Dónde está la reina, eh? —preguntó una y otra vez—. ¿Qué habéis hecho con la reina, eh? ¿Eh? Estáis tratando de separarme de la reina.
—La reina está indispuesta, majestad.
—¿Indispuesta? Entonces querrá que la acompañe. Iré con ella. Dejadme pasar; la reina está enferma y debo estar a su lado.
No pudieron impedirle que fuese a verla y, cuando ésta lo tuvo delante con su expresión alocada, aunque más tranquilo que durante la cena, aumentaron sus temores. Había presenciado su ataque al príncipe de Gales y no estaba segura de lo que haría ahora.
—Estáis enferma —dijo el rey—, enferma… enferma… enferma… enferma, ¿eh?, ¿eh? Debéis cuidar a la reina. Dirigió una mirada airada a las damas. —Y ahora Tenemos que descansar los dos. Carlota, os ruego que no me habléis para que pueda dormirme rápidamente. Necesito dormir, necesito dormir, ¿lo entendéis?, ¿eh? ¿Eh? Necesito dormir—. Y siguió comentando su necesidad de dormir y rogándole a la reina que no le hablara aunque ella no diese muestras de querer hacerlo.
Resultaba una situación muy angustiosa para quienes la presenciaron.
Una de las damas sugirió que él y Carlota deberían dormir en habitaciones separadas esa noche para que nadie interrumpiera su descanso.
—¿Alejarme de la reina? —exclamó—. ¡No puedo separarme de la reina!
Finalmente llegaron a un acuerdo: Carlota dormiría en una habitación adjunta a la suya para no estar lejos de él. Jorge continuó rogándole que no le hablara sin dejarla irse a su alcoba. Había pasado la medianoche cuando se marchó. La reina miró fijamente el techo desde la cama, preguntándose repetidamente lo que ocurriría después, qué sería de ellos.
Una figura solitaria con una vela encendida en la mano entró en la habitación de la reina.
Apartó las cortinas de la cama, y Carlota, que dormitaba por primera vez desde esa terrible noche, se despertó para encontrarse con la mirada trastornada del rey. La bujía temblaba en su mano y ella pensó que venía a prender fuego a las colgaduras de su cama y a matarla.
Se incorporó y él la tranquilizó:
—Así que estáis aquí, Carlota. Creía que habían intentado separarnos.
—Aquí estoy y lo estaré siempre que me necesitéis.
Jorge rompió a llorar, era un llanto silencioso; las lágrimas caían sobre su camisón.
Buena Carlota —le dijo—. El nuestro fue un buen matrimonio, buena Carlota.
Se negaba a marcharse y continuó hablando sin parar. Ella no se atrevía a moverse por temor a que su ánimo amable se tornara violento. Transcurrió media hora antes de que los servidores del rey lo oyesen y acudieran para llevárselo a la cama.
El castillo se hallaba sumido en un silencio melancólico. Las damas de la reina se encontraban tumbadas en sus camas incapaces de conciliar el sueño. De una cosa estaban seguras todas y eso ya no podía negarse: el rey estaba loco.
En su habitación, Fanny Burney no pudo soportar la incertidumbre por más tiempo. A las seis de la mañana se levantó, se vistió a toda prisa y salió al pasillo, lleno de corrientes de aire. Los pajes tampoco lograban dormir. Todos esperaban, tensos, a ver qué ocurría de nuevo.
Fanny regresó a su habitación; tenía frío y no sólo porque siempre lo hacía en los corredores del castillo —donde había tantas corrientes de aire que alguien había dicho en una ocasión que allí podría navegar un buque de guerra—. No pasó mucho tiempo antes de que la reina la mandara llamar; se dirigió prestamente a la alcoba de Carlota y la encontró sentada en su cama, pálida y atemorizada.
—¡Ah, señorita Burney! ¿Cómo estáis hoy?
Eso conmovió tanto a Fanny que rompió a llorar y, para gran sorpresa suya, la reina hizo lo mismo.
Durante un rato ambas lloraron a lágrima viva.
—Gracias señorita Burney —dijo la reina al cabo de unos minutos—, me habéis hecho llorar y eso me ha aliviado; llevo toda la noche deseándolo sin conseguirlo. Ya me siento mejor. Creo que me levantaré.
Mientras Carlota se aseaba, oyeron al rey hablar sin cesar en la habitación adjunta.
Había empezado otro temible día.
Ya no había esperanzas de ocultar que el monarca estaba trastornado.
El país entero lo comentaba y se preguntaba qué supondría eso. Habría una regencia; el rey sería reemplazado por su hijo.
Pitt intentaba restringir la regencia, Fox y Sheridan pugnaban por conseguir amplios poderes para el príncipe de Gales, y entretanto, los médicos del rey discutían sobre el tratamiento adecuado para el soberano. Lo llevaron de Windsor a Kew. No se le permitía afeitarse ni usar cuchillo en las comidas. En una ocasión intentó arrojarse por la ventana, a veces se dedicaba a rezar y a hablar de religión y hubo momentos en que pese a su resistencia le pusieron una camisa de fuerza. Consultaron al doctor Warren, que estaba de moda, pero se decía que era amigo del príncipe de Gales, a cuyos fines podría servir. Al monarca le caía mal y la reina lo temía. Ella también temía al rey.
De pronto, Jorge empezó a hablar de mujeres y parecía obsesionado con el tema. El, que había llevado una existencia tan decididamente respetable, vivía otra, erótica en su imaginación.
—Vos sois el que me quitó a Sara Lennox —le gritó un día a un indefenso lacayo—. Sí, lo sois, ¿eh?, ¿eh?
El hombre salió huyendo despavorido.
La fijación por las mujeres marcó una nueva fase. Ahora tenía períodos de lucidez; sabía que había estado enfermo, conocía la naturaleza de su mal y eso lo entristecía. En los momentos en que era consciente de haber estado trastornado volvía a la cordura.
Pero la lucidez acababa desapareciendo. Veía a Isabel Pembroke y retornaban fantasías antiguas a su mente descontrolada. Creía haberse divorciado de Carlota y estar casado con Isabel. La llamó reina Isabel e intentó hacer el amor con ella.
Las barreras que había erigido se derrumbaron. Era el hombre que habría sido si no se hubiese reprimido. Pensaba en mujeres… mujeres… y mujeres.
Y nuevamente aparecía la lucidez; sin embargo, Isabel se encontraba ahí todavía. Estaba casado con Carlota por supuesto, la fea y poco excitante Carlota que no obstante le había dado quince hijos… pero él quería a Isabel.
La pilló en un pasillo. Tenía que ser su amante, le dijo, debía decirle lo que deseaba y él se lo daría.
Isabel le habló con gentileza y bondad, tratando de hacerle olvidar el tema.
La salud del soberano mejoraba. Los períodos de cordura eran más frecuentes y más duraderos. El rey se va a curar, aseguraban sus amigos.
Tres médicos firmaron un boletín anunciando que la enfermedad del monarca había desaparecido por completo.
Jorge volvió a reinar. Se había curado y su enfermedad le devolvió la popularidad. El pueblo deseaba demostrarle que su recuperación lo alegraba. Londres se hallaba iluminada hasta Tooting, y entre Greenwich y Kensington brillaban las luces.
Todos cantaban Dios salve al rey. Las damas que servían en el Club White hicieron bordar ese lema en letras de oro sobre sus cofias. En la catedral de San Pablo se dijeron misas en su honor y por todas partes había festejos.
El monarca iba a ir a Weymouth para recuperarse totalmente y la ciudad estaba decidida a rivalizar con Londres para darle una gran bienvenida.
Weymouth se iluminó de un extremo al otro y, distanciadas por unos cuantos metros, las bandas tocaban Dios salve al rey.
Todos querían decirle a su soberano lo contentos que estaban de que se hubiese curado; hasta los bañistas llevaban inscrito en sus gorras «Dios salve al rey» y, cada vez que Jorge se metía en el mar, los músicos tocaban el himno nacional.
Todo resultaba muy grato según los amigos del monarca.
Pero el soberano contemplaba el futuro con tristeza. En ocasiones, la cabeza le daba vueltas y deseaba hablar sin parar, en su mente aparecían pensamientos sobre esas mujeres… todas las mujeres hermosas que echaba de menos y con las que soñaba.
Sabía que había momentos en que vacilaba entre la locura y la lucidez, y en el fondo se daba cuenta de que lo que le había ocurrido le iba a suceder de nuevo, de que era inevitable. Intentaba no ceder, pero no era lo bastante fuerte.
Miró a Carlota y vio a una ancianita —pues el episodio la había envejecido tanto como a él—, una ancianita poco elegante.
¡Pobre Carlota!, se dijo, ¿qué estará pensando?
No se atrevía a preguntárselo.
El pueblo cantaba:
Nuestras oraciones han sido escuchadas y la providencia restaura a un rey patriota para bendecir las costas de Britania.
El pueblo se conmovía con facilidad, amaba un día y odiaba al siguiente.
Un rey patriota que había perdido América, que les habla dado al príncipe de Gales, que había estado loco un tiempo… y que lo estaría de nuevo.
¡Ah! Él lo había dicho, había dado voz a ese pensamiento que no lo abandonaba y que se convertiría en realidad, lo sabía.
Se le conocería como el rey loco.
Carlota se preguntaba: «¿Qué será de nosotros? Esto no es el fin, es sólo el principio.»