LA CARTA FATAL
UN día del año 1760, cuando contaba dieciséis años, la princesa Carlota Sofía de Mecklenburgo-Strelitz escribió una carta que según mucha gente provocó los acontecimientos que la elevarían de su pequeño principado alemán, donde sin duda habría pasado desapercibida, al trono de Inglaterra.
Carlota había estado dando una vuelta en carruaje con su hermana mayor, la princesa Cristina. Una vez por semana —los domingos— se subían al coche tirado por seis caballos y paseaban por la campiña con tanta pompa como se les permitía, lo que significaba que las escoltaban unos cuantos guardias. Vestían sus mejores galas, las que sólo podían lucir los domingos. Su madre, la gran duquesa viuda, y su institutriz, la admirable madame de Grabow, les habían advertido repetidamente que tuvieran cuidado de no mancharlas, ya que no disponían de dinero para comprar más.
Las dos princesas habían de remendar su propia ropa y zurcir sus medias hasta que caían en jirones porque la gran duquesa y madame de Grabow creían en la disciplina y en la necesidad de tener alguna tarea entre manos. Así que las jóvenes eran conscientes de su pobreza y de que ésta había aumentado desde el inicio de la guerra, que duraba desde hacía cuatro años.
Fueron precisamente los efectos de la contienda los que Carlota notó ese domingo por la tarde y que provocaron que se comportara de modo tan imprevisto.
Una mujer había cruzado la calzada justo delante del carruaje haciendo que éste se detuviera bruscamente. Carlota la vio perfectamente cuando agitó un puño en dirección al cochero.
—Nos arrollaríais —gritó la mujer—. No tenemos la menor importancia. Os lleváis a nuestros hombres a la guerra y nuestro dinero en impuestos… así pues ¡qué importa que nos aplastéis!
Carlota se fijó en que sus ojos parecían hundidos en el rostro y que se le veía la piel entre los desgarrones de su vestido.
Al darse cuenta de que las princesas lucían su ropa de do-mingo, la mujer se acercó a la ventanilla del carruaje y continuó rezongando:
—Esa es nuestra granja —señaló hacia un punto indeterminado—. ¿Quién va a labrar la tierra ahora, eh? Han venido a por mi hombre y a por mis hijos… Los prusianos pasan por aquí como si nada…
Los guardias estaban a punto de arrestarla pero Carlota gritó:
—¡No! Sigamos nuestro camino.
Las dos hermanas cayeron bruscamente sobre el respaldo cuando el coche se puso en marcha con una sacudida.
Carlota siguió observando a la mujer por la ventana.
Ha sido horrible… ¿Has visto su cara, Cristina? Ésta negó con la cabeza.
—Ha sido tan… trágico —exclamó Carlota—. Ya has escuchado lo que ha dicho. ¡Esta guerra, esta terrible guerra! ¿De qué le sirve al país? Todos nos hemos empobrecido por su causa. Pero eso no es lo importante. Se han llevado al marido y a los hijos de esa mujer… ya la has oído.
Eres demasiado apasionada, Carlota.
¿Y cómo quieres que sea… cuando ocurren cosas así?
Carlota siguió mirando por la ventana con semblante sombrío. Su hermana Cristina se olvidó rápidamente del incidente y sonrió llevada por sus pensamientos. De nada servía tratar de interesarla en nada desde que el duque de Roxburgh llegara a Mecklenburgo.
Así que Carlota dejó de intentarlo. Quizá si hubiera hablado con
ella, no se habría visto impulsada a dar rienda suelta a su
indignación por escrito. Podría habérsela expresado a su hermana y
conversado al respecto. Pero Cristina estaba demasiado absorta en
sus propios y deliciosos intereses.
Se notan los efectos de esta terrible contienda por todas partes,
reflexionó Carlota y, sin embargo, nunca le habían parecido tan
evidentes como esa tarde. Al contemplar la cara de esa mujer, había
visto algo que nunca olvidaría: un reproche, una súplica. Debía
hacer algo.
Eso no era nada fácil a los dieciséis años. Su madre le espetaría que la guerra no era de su incumbencia y madame de Grabow estaría de acuerdo. En cuanto a su hermano, que gobernaba en Strelitz, nunca tenía tiempo para ella, así que si trataba de hablar con él, la enviaría de vuelta a la sala de estudios. Su amiga y compañera Ida von Bülow era demasiado frívola, le daría la razón —siempre lo hacía—, pero suspira-ría y diría: «Sí, princesa, pero ¿qué podemos hacer?»
—Tiene que haber algo que pueda hacer —manifestó Carlota en voz alta.
—¿Qué? —preguntó Cristina sin gran interés. Ni siquiera se dio cuenta de que su hermana no contestaba.
Carlota se abstrajo en la contemplación del campo y la horrorizaron los efectos que había tenido en él la guerra.
Vio gente mal vestida y malnutrida. Las aldeas por las que pasaban habían sido saqueadas por los soldados, que hasta habían expoliado las iglesias y robado algunos de sus ornamentos sagrados. Y lo habían hecho los alemanes, sus propias gentes —prusianos, los guerreros más brillantes del mundo.
Cuando el carruaje las devolvió de nuevo a su hogar, Carlota se encontraba de un humor combativo.
El castillo, como las aldeas que habían atravesado, se estaba derrumbando. Mantenía su muralla pero la torre era casi una ruina. El viejo granadero que debía vigilar el puente levadizo había depositado el mosquete a su lado para seguir Tejiendo un calcetín.
Alzó la mirada y saludó con un movimiento de cabeza cuando el coche de caballos cruzó traqueteando el puente y entró en el patio.
Carlota, para quien el schloss había sido su casa desde que su hermano heredara la corona ducal ocho años antes, percibió por primera vez lo lamentable de su aspecto. Sólo se notaba que era una residencia ducal por las lámparas de cristal sobre la entrada y las dos grullas colocadas allí, como guardias.
Nunca antes le había parecido tan terrible la guerra. Había seguido su avance en los mapas hechos por su institutriz, madame de Grabow, una experta cartógrafa apasionada por la geografía, afición que había comunicado a Carlota. Sabía que la contienda se debía al deseo de Federico de Prusia de dominar Europa y de María Teresa de Austria de quitarle la provincia de Silesia. Francia, Rusia y Polonia apoyaban a María Teresa, mientras que los ingleses habían prometido ayudar a Federico. Entre ingleses y alemanes había fuertes lazos familiares, y madame de Grabow se refería constante-mente a la isla cerca de la costa europea que se estaba volviendo cada vez más poderosa y que, justamente entonces, estaba en guerra con Francia por las colonias.
Esos ambiciosos gobernantes, reflexionó Carlota, querían obtener victorias a expensas de las poblaciones de pequeños y pobres ducados como Mecklenburgo-Strelitz.
Miró a Cristina de reojo y se dijo que no debía ser muy dura con ella porque, después de todo, tenía veintiséis años y estaba enamorada. No se podían mezclar el amor y la lucha, y Carlota supuso que el primero constituía un tema mucho más seductor.
Ella, por su parte, no tenía ningún motivo para pensar en el amor, por lo que se dedicó a hacerlo sobre la guerra y siguió preguntándose qué podía hacer al respecto.
Había un hombre que podía poner fin a ese malvado exceso, a ese pillaje. Un hombre que, de un plumazo y con una palabra, podía evitar que sus soldados arrasaran aldeas, profanaran iglesias y saquearan las casas que encontraban en su camino: Federico de Prusia, al que llamaban Federico el Grande.
Pero no escucharía a una jovencita de dieciséis años, diría que era una chiquilla boba y si le escribía, nunca le entregarían la carta; además, ¿qué ocurriría si él se quejaba a su hermano? Carlota tendría problemas, seguro.
Sin embargo, pensó, si no hago nada, nunca podré olvidar el rostro de esa mujer; quizá fuera un designio que estuviera en mi camino.
No, nunca se lo perdonaría si no intentaba algo.
Pero ¿qué?
Encontró a su amiga Ida von Bülow y a madame de Grabow en sus aposentos. Ida era una chica frívola pero la institutriz, una dama muy distinguida, una viuda cuyo padre había sido embajador de Mecklenburgo en la corte de Viena. Era tan culta que en el país la conocían como la Safo alemana, la institutriz idónea para las princesas, aprobada por la madre y el hermano de éstas, la gran duquesa y el duque.
Nos han llegado noticias de la última victoria del rey Federico. Os lo enseñare en el mapa.
El plano se hallaba extendido sobre la mesa de la sala de estudios pero Carlota, a quien le gustaba la cartografía casi tanto como a madame de Grabow, no podía disfrutarlo: en las zonas delicadamente sombreadas veía iglesias profanadas, granjas abandonadas y aldeas arrasadas, pobladas por ancianos, mujeres y niños, todos impotentes porque los hombres jóvenes estaban luchando en los campos de batalla.
No habló de sus inquietudes con madame de Grabow, segura de que desaprobaría totalmente lo que pretendía hacer; mas, al llegar a su dormitorio pidió a Ida que le llevara pluma y tinta y, cuando las tuvo, empezó a escribir.
Con la venia de vuestra majestad,
No sé si he de felicitaros o compadeceros por vuestra última victoria puesto que el éxito que os ha llenado de laureles ha dejado el campo de Mecklenburgo despoblado. Me doy cuenta, señor, de que no es apropiado para alguien de mi sexo, en esta época de refinamiento depravado, sentir amor por su país, la-mentar los horrores de la guerra o anhelar el regreso de la paz. Probablemente pensaréis que debería dedicarme a temas de naturaleza más doméstica o a aplicarme en el arte de seducir pero, por muy poco adecuado que sea, no he podido resistir el deseo de interceder en nombre de este desdichado pueblo.
Hace apenas unos años, este país tenía un aspecto de lo más agradable. La tierra estaba cultivada, los campesinos, contentos, los pueblos eran prósperos y alegres. ¡Qué diferente, ahora! No soy muy buena para las descripciones y mi imaginación no puede añadir horrores al panorama, pero sin duda hasta los conquistadores llorarían ante el espantoso cambio. El país entero, mi querido país, es un horrible yermo que sólo presenta imágenes que provocan terror, compasión y desesperación. Ya no hay trabajo para los pastores y los campesinos, pues éstos se han convertido en soldados y ayudan a arrasar la tierra que antes cultivaban. Las ciudades y aldeas están habitadas únicamente por ancianos, mujeres y niños, aunque aquí y allá puede verse algún soldado que ya no es capaz de luchar debido a las heridas o a la pérdida de extremidades, rodeado de niños pequeños que le piden que les explique la historia de cada cicatriz y que se convierten a sí mismos en milicianos antes si-quiera de tener fuerza para ir al campo de batalla. Pero eso no sería nada si no experimentáramos la insolencia de uno y otro ejército en sus avances o retiradas. Es imposible, sí, expresar la confusión que crean quienes se dicen amigos nuestros, pues hasta aquéllos de quienes esperamos alivio nos oprimen con nuevas calamidades. Por tanto, señor, aguardamos un desagravio de vuestra justicia, pues es con vos que mujeres y niños pueden lamentarse, vos, que sois tan humano que escucháis hasta la más insignificante súplica y que, con vuestro poder, podéis corregir el peor de los males.
Vuestra humilde servidora,
CARLOTA SOFÍA MECKLENBURGO-STRELITZ
Las mejillas normalmente pálidas de Carlota estaban teñidas de rosa. ¿Se atrevería a enviarla? Si su madre se enteraba, si su hermano la descubría, ¿qué dirían? Sin duda, se horrorizarían. ¿Cómo osaba ella, una chica de dieciséis años, una muchacha sin importancia, escribir una carta de reproche al rey Federico de Prusia? ¿Cómo se atrevía siquiera a sugerirle lo que debía hacer?
La enviaré, se dijo furiosa. Me despreciaría a mí misma para siempre si no lo hiciera.
Selló la misiva, la guardó en su bolsillo secreto y se la dio personalmente al mensajero, cuando éste partía con cartas para Prusia, con instrucciones de no entregarla a nadie que no fuera el rey Federico.
Entonces, empezó a preocuparse y a darse cuenta de lo que había hecho.
Esperó las inevitables repercusiones.
Carlota dobló la enagua que había estado remendando, la colocó suavemente sobre la mesa y, con una mueca, cogió un vestido del montón de ropa que había entre ella e Ida von Bülow.
Ida se percataba del estado de ánimo de la princesa y creía saber por qué se sentía así. Después de todo, Carlota tenía dieciséis años y debía de preguntarse a menudo si alguna vez escaparía de la monotonía de la vida en el schloss. No cabía duda de que ésta era aburrida, convino Ida para sus adentros, y probablemente la princesa pensaba que un matrimonio la rescataría.
Pero ¿qué oportunidades tenía? El ducado que su hermano gobernaba desde hacía ocho años era insignificante. Tenía unos ciento setenta y ocho metros de largo por poco más de cuarenta y siete de ancho y se había empobrecido como nunca desde el inicio de la guerra. No, las posibilidades de Carlota eran escasas y ni siquiera se la podía considerar guapa, sino más bien lo que la gente bondadosa denominaba feúcha. Aunque poseía una expresión agradable y una viva inteligencia que iluminaba una cara tan pálida que resultaba casi tras-lúcida, era bajita y delgada y carecía totalmente de la carnosa redondez que caracterizaba a la belleza teutónica. Su nariz era demasiado chata y su boca, tan grande, que de haber poseído facciones perfectas, habría impedido que se la calificase de hermosa.
Carlota levantó el vestido.
No le queda mucho tiempo de vida —declaró—. Aunque ponga parches en la falda los codos se me van a deshilachar la próxima vez que me lo ponga.
—una pérdida de tiempo, princesa —convino Ida.
—Pero —continuó Carlota con una sonrisa traviesa e imitando perfectamente la voz de madame de Grabow— al menos me mantengo ocupada, ya sabes que unas manos libres son la manifestación externa de una mente ociosa.
Ida se rio pero Carlota añadió con sensatez:
—Madame de Grabow lleva razón y yo soy muy afortunada de que sea mi institutriz.
—Muy afortunada.
—Debo recordarlo siempre. ¡Ay, Dios! No creo que pueda hacer nada más con este vestido. Ojalá…
No tendréis uno nuevo hasta que se acabe la guerra.
La guerra. No se atrevía a pensar en ella. ¿Qué diría el rey cuando recibiera la carta? Cada vez que se abría la puerta se sobresaltaba; temía ver a un paje con un mensaje para que se presentara ante su madre… o peor, ante su hermano.
Ida la estaba mirando con curiosidad, así que dejó el vestido de lado y cogió un bordado.
—Esto está mejor; tiene un dibujo bonito. ¿No te lo parece? Por supuesto, siempre te muestras de acuerdo. Ida, ¿ves a mi hermana muy enamorada?
—No podría estarlo más.
—¿Crees que le permitirán casarse con el caballero?
Ida lo creía probable. Cristina era diez años mayor que Carlota y si no encontraba marido ahora, nunca lo haría; además, el matrimonio con un noble inglés no era imposible, a que la hija de un duque alemán no podía aspirar a casarse con alguien de la realeza europea. Sí, Ida pensaba que un duque inglés sería muy adecuado.
Espero que sí, Ida —dijo Carlota con fervor—, aunque la echaría de menos porque se iría a Inglaterra.
Y son nuestros aliados en la guerra…
Carlota quería taparse las orejas con los dedos. En su cabeza resonaban frases de esa carta tan impertinente e incluso, a veces, se despertaba por la noche y las oía. ¿Realmente llegué a escribirla?, ¿de veras? ¿En serio se la envié al rey de Prusia?, se preguntaba.
—Me he enterado de que la corte inglesa es magnífica señaló a toda prisa —y mi hermana irá allí, sin duda. Ida, quizá sea bueno que provengamos de un pobre e insignificante ducado porque eso significa que ningún gran rey pedirá nuestra mano… y a Cristina se le permitirá casarse con el duque. Cuidado, ahí viene.
La princesa Cristina entró en la sala. Eran algo parecidas pero ella era más guapa que Carlota y el amor la había transformado.
—¿Qué noticias hay? —inquirió Carlota. ¿Noticias sobre qué? La guerra…
—¡No, no, no! De ti… y tu duque. ¿Qué nuevas podría haber?
Que mamá y nuestro hermano han dado su consentimiento a tu matrimonio. Todavía no pero…
Lo harán —afirmó Carlota—. Tienen que hacerlo. Cristina, cuando seas una duquesa inglesa, ¿me invitarás a Inglaterra?
Puedes estar segura de que sí.
Me pregunto cómo es ese país, si todo lo que escuchamos sobre él es cierto.
Algunas cosas lo son. —Cristina lo sabía gracias a las conversaciones con su amado—. El nuevo rey es muy joven… sólo tiene unos veinte años. El pueblo llevaba mucho tiempo esperando a que muriera el anciano monarca y cree que la situación cambiará ahora que ya no está que será mejor, pues el actual rey es muy bueno… modesto y virtuoso… cualidades poco comunes en un soberano.
Carlota se estremeció al pensar en ese otro rey, al que no podía apartar de la mente.
—He oído decir que en la corte inglesa los modales son libres y desenvueltos —manifestó Ida.
—¡Ah, los ingleses! —Cristina se rio. Ellos no son tan… disciplinados como nosotros. Si desaprueban lo que hace la familia real, no dudan en comentarlo.
—¡Eso está muy bien! —repuso Carlota con vehemencia—. ¡Carlota!
—Yo… yo creo que la gente debe tener libertad para decir lo que piensa.
Pero ¿sobre los reyes?
Sí, sobre los reyes.
Cristina prosiguió:
¡Oh, sí! Por Londres circulan constantemente caricaturas y canciones. La gente se reúne en los cafés que hay por toda la ciudad para tomar chocolate o bebidas más fuertes y habla… y habla…
Madame de Grabow entró en la sala.
He estado con la gran duquesa y me ha dado órdenes de que nos preparemos para viajar a Pyrmont a tomar las aguas.
Cristina pareció ligeramente decepcionada pues eso significaba separarse por un tiempo de su duque.
Mirándola, Carlota se preguntó con anhelo si algún día tendría un pretendiente y si llegaría a casarse.
—Vamos —dijo la eficiente madame de Grabow—, hay mucho que hacer y vuestra madre quiere marcharse sin dilación.
Pyrmont era un lugar agradable. La gran duquesa llevó a sus hijas a todas las reuniones y no cabía duda de que el cambio las beneficiaba. Vivían sencillamente en una casa de campo cercana y participaban en la vida social, como cualquier familia noble de vacaciones.
Cristina se encontraba algo triste, lamentaba estar separada de su amado, que se había quedado en Mecklenburgo pues no tenía pretexto para seguirla a Pyrmont. Sin embargo, le dijo a Carlota que confiaba en que su compromiso se anunciara poco después de la vuelta a casa.
En los salones, donde se mezclaban con otros visitantes después de tomar las aguas, les fue presentado un tal coronel Graeme, un escocés encantador, gran amigo de lord Bute, según le explicaron a la gran duquesa, quien a su vez era íntimo del rey y de la princesa viuda de Inglaterra.
El coronel Graeme era muy cortés y procuraba conversar con Carlota; de hecho, parecía muy interesado en ella y la joven se sorprendió de que su madre le permitiera pasar tanto tiempo con ella.
—¡No puede ser que se haya enamorado de ti! exclamó Cristina.
Eso hizo reír a Carlota.
—Sólo piensas en el amor. No. Es sólo un anciano amable a quien le gusta charlar.
¡Y cómo charlaba! Siempre de Inglaterra. Parecía estar resuelto a que viera Saint James, Kensington, Hampton y Kew, pero más que nada hablaba del joven monarca.
—No sólo es sumamente guapo —le dijo—, sino que es bueno. Os aseguro que toda la nación se alegró mucho cuan-do accedió al trono. Esperábamos con ilusión una época de prosperidad ya que al rey le importa el bien de su pueblo, mucho más que a la mayoría de sus antecesores.
—Parece ser un soberano muy estimado —convino Carlota—. ¿Es… le gusta la guerra?
El coronel Graeme la miró con extrañeza y ella se sonrojó.
—Odio la guerra —se apresuró a explicarle Carlota—. Ya veréis lo que ha hecho a nuestro país. Sin embargo, diríase que a los reyes les encanta y me preguntaba si al monarca inglés le agrada entrar en batalla.
—De hecho, no le gusta —contestó el coronel—. El rey de Inglaterra se opone a la guerra, odia el sufrimiento en todas sus formas y quiere ver a sus súbditos felices y en paz. La muerte de su padre, el príncipe de Gales, lo afectó profunda-mente. Pasó varios días casi sin probar bocado y temimos por su salud. Amaba a su padre, pero también se mostró angustiado durante un tiempo cuando dos jardineros se cayeron de una escalera en los parques de Kew.
—Parece un monarca muy virtuoso.
—Creo que lo tendríais por el mejor rey del mundo, alteza.
Si ama la paz, seguro que sí; sin embargo, a su majestad de Inglaterra no le importaría en absoluto mi opinión.
Yo creo que a su majestad le agradaría mucho, alteza. No cabe duda, pensó Carlota, el coronel Graeme es todo un cortesano.
No lamentó el regreso a Mecklenburgo porque Cristina lo anhelaba.
De hecho, era agradable volver ahora que había llegado el verano y podían pasar mucho rato en los jardines.
Pero no tenían que pensar en el buen tiempo como un pretexto para la ociosidad, afirmó madame de Gabrow; no debían permanecer sentadas con las manos en el regazo por el mero hecho de que el sol brillaba. Una existencia tan sibarita era deplorable. Podían leer al calor del día, estudiar los verbos latinos, contestar a las preguntas que les hacía sobre historia o geografía; podían poner una mesa y dibujar mapas del inundo y también coser y, cuando hubiesen remendado toda su ropa, y no antes, podían bordar o hacer ganchillo.
Cristina se sentía un poco preocupada.
—No entiendo a qué se debe tanta demora.
—¿Y el duque sabe qué pasa? —preguntó Carlota.
—Está tan perplejo como yo. Antes de que nos fuéramos a Pyrmont nuestro compromiso estaba prácticamente decidido. Y ahora nos dicen que esperemos… que tenemos que ser pacientes, y ya llevamos demasiado tiempo siéndolo.
¡Pobre Cristina! Había perdido el resplandor que le daba el amor y la preocupación restaba brillo a sus ojos.
No puede ir mal, reflexionó Carlota, no puede ir mal, ¿por qué había de ser así?
Madame de Grabow les había ordenado que prepararan la mesa y sobre ésta habían colocado pequeños montones de ropa por remendar. No hay mucha hoy, pensó Carlota; no tardaría en tomar su bordado.
Resultaba muy agradable coser al sol. Casi había olvidado la carta que escribió al rey de Prusia y, cuando se acordaba, se decía que probablemente no se la habían entregado. Qué ingenua fue al creer que llegaría a sus manos. Se figuró la escena. El mensajero arribaba a la corte y uno de los secretarios del monarca cogía la correspondencia. ¿Y esta carta?, preguntaba. Es de la princesa Carlota Sofía de Mecklenburgo-Sírelitz. ¿Y quién es ésa? ¡Una jovencita de dieciséis años! Se lo imaginó abriendo el sobre, leyendo su misiva por encima, riéndose y echándola a la papelera o quemándola con la llama de una vela.
¡Qué tonta había sido por preocuparse!
—¡Estáis muy pensativa! —le susurró Ida—. Creo que sé lo que estáis pensando, os preguntáis si algún día tendréis un pretendiente.
Carlota no contestó hasta después de haber enhebrado un hilo de seda azul pálido, le encantaba trabajar con colores hermosos.
—¡Oh, vamos, Ida! —dijo dando una puntada—. ¿De veras piensas que encontrarán un marido para mí? Quizá él os encuentre a vos.
Eres demasiado romántica; creo que lees muchas novelas.
—Bueno, son más interesantes que vuestro griego y vuestro latín.
—¿Cómo lo sabes si no conoces ni el griego ni el latín? Al menos me enseñan a ser realista, mientras que tus novelitas sólo te hacen soñar cosas imposibles.
—¿Por qué imposibles? ¿Por qué no habríais de tener un marido? La mayoría de las mujeres se casa… y sobre todo las princesas.
Carlota miró al otro lado de la mesa, hacia la cabeza de Cristina, inclinada sobre la costura.
—¿Y quién querría desposar a una pobre princesita como yo? —inquirió Carlota casi irritada—. Sé realista por una vez, Ida. Mi boca es demasiado grande y yo, demasiado pequeña; no tengo atractivo ni fortuna. Ningún hombre a quien mi hermano y mi madre consideraran digno me querría para él, así que dejemos el tema en paz.
Justo cuando acabó de hablar, sonó a lo lejos, el cuerno del cartero.
Cartas de lejos —dijo Cristina alzando la cabeza.
Los ojos de Ida brillaron.
Tal vez sea un pretendiente que pide vuestra mano, princesa —susurró a Carlota.
Ella se burló y las tres guardaron silencio. Se oyó nueva-mente el cuerno del cartero, esta vez más cerca.
Percibieron su sonido hasta que llegó a la puerta del schloss.
Un paje atravesaba el jardín directamente hacia la mesa donde estaban cosiendo las jóvenes.
Cristina lo miraba con expresión anhelante. ¡Pobre Cristina!, siempre creía que su hermano iba a mandarla llamar y a decirle que contaba con su consentimiento para la boda.
—Su alteza ordena que la princesa Carlota se presente ante él sin demora —informó el sirviente.
A Carlota le temblaron las rodillas al levantarse. Así se lo había imaginado cientos de veces: las cartas que venían de Prusia, la rabia del rey Federico, su respuesta furiosa dirigida al duque por haber permitido que su hermana mostrase tanta falta de respeto hacia un monarca al que todos los insignificantes duques alemanes debían temer.
Cristina e Ida se alarmaron y hasta madame de Grabow parecía inquieta. La correspondencia acababa de llegar y era raro que a Carlota la mandasen llamar tan pronto, lo que no ocurriría si no se tratara de un asunto sumamente serio.
Carlota siguió al paje hacia el castillo. En el exterior hacía mucho calor y dentro, detrás de los gruesos muros, bastante fresco, pero no se estremeció por el cambio de temperatura, sino de miedo.
No me importa, tenía razón al hacerlo, sé que la tenía, iba diciéndose.
La puerta se abrió de golpe. Ahí estaban su hermano y su madre, uno al lado del otro.
¡Oh, sí!, se trataba de una ocasión muy importante.
—¡Carlota! —exclamó su madre. Ella se aproximó ensayando sus disculpas—. Carlota, mi querida hija —continuó mientras la abrazaba—, tengo una noticia maravillosa para ti… Hoy es uno de los días más felices de mi vida.
La joven pasó la mirada de su madre a su hermano. Él también sonreía y declaró burlonamente:
—Así que te pareció necesario escribir al rey de Prusia, ¿eh?
—Sí —contestó Carlota.
Intentaba mostrarse audaz pero se dio cuenta de que su voz quebradiza revelaba el temor que sentía.
—Y le decías a su majestad cómo conducir sus ejércitos.
—No, no fue así; sólo le hablé de lo que nos había hecho la guerra y le rogué que impidiera que sus soldados saquean las tierras… algo que no beneficia a ninguno de nosotros.
—Fue una carta impertinente —señaló el duque—. Pero —añadió la duquesa viuda con una sonrisa— divirtió a su majestad.
—No… no la escribí para que le divirtiera.
—También le emocionó y ha dado órdenes a sus ejércitos le que no asalten las aldeas por las que pasan.
Carlota entrelazó las manos y sonrió, ya no se sentía preocupada. Había conseguido su propósito; podían castigarla si lo deseaban. Haría un centenar de camisas de la tela más burda para distribuirlas entre los pobres; no le importaría: podría alegrarse cuando se pinchara los dedos, como solía ocurrir con esas telas rasposas, pues pensaría todo el tiempo en Federico de Prusia leyendo su carta y diciendo que tenía razón.
—Al rey le pareció un mensaje admirable para ser de una jovencita de dieciséis años, aunque ahora ya tienes diecisiete, Carlota.
—Sí, mamá.
—Eso es bueno también, es una edad bonita. Ahora, deja que te dé la noticia. El monarca de Prusia hizo copiar tu carta y la enseñó a sus amigos, incluso envió una a la princesa viuda de Inglaterra, la madre del rey.
¡A Inglaterra! ¡Tan lejos!
Es lo mejor que le ha sucedido a nuestra casa en mucho tiempo —intervino el duque.
—¿Queréis decir, alteza, que mi carta…?
—Tu carta… —recalcó su madre sonriendo a su hijo— le pareció extraordinaria a la princesa viuda y también a su hijo.
—¡Al rey! ¡Al rey de Inglaterra!
—La leyó y, según me han comentado, se le llenaron los ojos de lágrimas. La princesa Carlota debe de ser una joven extraordinaria, dijo. Así que envió al coronel Graeme para que te observara y le contase lo que pensaba de ti, y parece que el coronel tiene muy buena opinión de ti.
—Madre… ¿qué me estáis diciendo?
—Que tienes más suerte de la que podríamos haber soñado. El rey de Inglaterra ha pedido tu mano.
—¿Lo veis? —inquirió Ida—. ¿No os dije que se trataba de un pretendiente? Aunque nunca pensé que sería el rey de Inglaterra.
—Pero, Ida… ¡no me ha visto!
—El coronel Graeme sí, y es evidente que le gustó lo que vio.
—¡Qué modo tan extraño de elegir una esposa!
—Las novias reales siempre se escogen así.
—El coronel Graeme debió de exagerar; espero que el rey no tenga una conmoción al verme.
—Tal vez él tampoco sea tan guapo como aseguran —la tranquilizó Ida.
Cristina entró.
—Así que, después de todo, serás la primera en casarte —dijo.
Sólo se hablaba de la próxima boda de Carlota. Ésta se celebraría sin demora: los ingleses iban a enviar inmediatamente a lord Harcourt a Strelitz y, en cuanto llegara, tendría lugar la ceremonia por poderes. Seguidamente, Carlota viajaría a Inglaterra.
Me parece que se apresuran demasiado —susurró la princesa a Ida—. ¿Crees que tienen miedo de que el rey se entere de la verdad y no quiera casarse conmigo?
—¿Qué verdad? Ya conoce la verdad.
Creo que le han dicho que soy una belleza.
No se trata de lo que le hayan comentado; el rey leyó vuestra carta y sabe que sois una sabihonda, eso le interesa más que un rostro bonito.
Al menos Ida era sincera. Con gran aprensión, Carlota estudió su propia cara en el espejo.
Poco agradecida es la descripción más bondadosa que se puede hacer de mí, pensó; fea sería más correcto.
Tenía la esperanza de que al soberano inglés no le gustaran las mujeres hermosas.
¿Por qué la había elegido a ella el rey de Inglaterra… ella, una humilde princesa de un diminuto Estado, una princesa sin belleza ni riquezas?
Ida encontró la respuesta.
Porque sois alemana y protestante. Hay otras princesas en Europa pero no olvidéis que son católicas… y no son de Alemania. Desde Jorge I, los reyes ingleses siempre se han casado con alemanas.
—Además no hablo su idioma.
No os preocupéis, hablará el vuestro; recordad que él también es alemán.
—Eso me tranquiliza. Pero supongo que habré de aprender inglés. ¡Ay, Ida, es horrible! Tendré que irme de casa, viviré en un país extraño el resto de mi vida…
Miró a su amiga y se dijo que sin duda debería dejarla también pues no era muy probable que le permitieran llevársela consigo.
—Es mejor que estar aquí, princesa… haciendo lo mismo día tras día. ¡Vamos, si ni siquiera habéis acudido a un banquete! No habéis vivido con lujos.
—Lo sé, pero siento que querría seguir como hasta ahora, al menos un tiempo más. Me pregunto si Cristina vendrá conmigo a Londres. —Sus ojos brillaron—. ¡Claro que sí! Nos casaremos juntas. Será un alivio porque no estaré sola. —De pronto se puso seria—: Pero, Ida, no puedo evitar pensar que hay algo raro en todo esto; yo soy muy humilde y él es el rey de Inglaterra y es tan repentino…
Aunque Ida hizo lo que pudo por animarla, Carlota no logró apartar de su mente la idea de que había algo extraño en esa buena suerte, que aparecía tan súbitamente, y en la rapidez con que se estaba llevando todo el asunto.
Cristina tenía el corazón roto y no había manera de aliviar su dolor.
Recorría de un lado a otro la habitación de Carlota con los ojos desorbitados por la pena.
—No hay nada que hacer. No, Carlota… sé qué harías cualquier cosa, pero no hay nada que hacer.
¡Ay, Cristina! ¡Es terrible que tu desdicha se deba a mí!
—No es culpa tuya; ha de ser así. Últimamente tenía la sensación de que estábamos condenados a no ser marido y mujer.
—Es tan tonto. ¿Por qué no puedes casarte tú con un inglés sólo porque el rey de Inglaterra vaya a desposarme?, ¿por qué?
—Está estipulado en el contrato. Ningún otro miembro de la familia puede casarse con alguien de ese país. Tienen sus razones.
—Sus razones carecen de sentido.
—Carlota, no te das cuenta de lo que eso significa: serás reina de Inglaterra.
—¿Y por qué mi hermana no puede ser duquesa de Roxburgh?
—Ya te lo he dicho: está escrito en el contrato. Nuestro hermano lo ha firmado con entusiasmo y ya puedes figurarte por qué. Su hermana será reina de Inglaterra, ¡imagínatelo! Daría cualquier cosa por ello, y sólo tiene que sacrificarme a mí.
—¡Ay, Cristina, cómo quisiera que esto no hubiese sucedido!
—¿Desearías no haber sido tan afortunada? ¡Que nadie te oiga! Dirían que estás loca. El rey de Inglaterra podría enterarse y decidir no casarse contigo, después de todo. ¿Quieres destrozar el corazón de nuestro hermano… y el de nuestra madre? ¡Oh no, Carlota! Conténtate con que sólo se rompa el mío.
¿Qué podía decirle a Cristina? Si pudiera sacrificarse, lo haría y de muy buena gana. La idea de ir a Inglaterra le daba miedo y las rutinas más monótonas se habían vuelto maravillosas, no deseaba dejarlas… por lo desconocido.
Pero tanto ella como Cristina sabían que a Carlota no le correspondía tomar decisiones de esa importancia.
¿Quieres que te obliguen a casarte? —preguntó Cristina. No te hagas ilusiones, Carlota, no se trata de lo que tú o yo deseemos… Es una buena boda, Mecklenburgo estará vinculado a Inglaterra. Nosotras no importamos en absoluto, no lo olvides.
No, no había modo de consolar a Cristina.
Lord Harcourt había llegado al schloss.
Era un hombre guapo de poco menos de cincuenta años, sumamente cortés, que se comportó con Carlota como si ya Fuese reina de Inglaterra.
Antes de su aparición, la actividad en el castillo había llegado a su punto culminante. La duquesa viuda rebuscó en sus baúles y sacó la ropa destinada a las ocasiones muy especiales. No habría otro momento más digno que ése. Los vestidos tuvieron que ser retocados para la pequeña Carlota y haciendo acopio de paciencia, la princesa permaneció quieta mientras le estuvieron ajustando unas prendas de terciopelo, una tela que nunca antes se había usado para ella.
Sacaron todas las joyas del schloss para ponérselas en las diversas ceremonias que sin duda tendrían lugar, aunque su madre había dicho que, dado que era su sencillez lo que había gustado al coronel Graeme, debía ser natural y no fingir que llevaba una vida más sofisticada de la que hacía realmente.
Así pues, cuando lord Harcourt llegó, Carlota se hallaba sentada en la sala de estudios remendando una media y su señoría fue conducida hasta allí.
Lord Harcourt casi se dobló al inclinarse sobre la mano de Carlota y le dijo que venía a tratar un asunto muy dichoso para el rey y que su señor estaba impaciente por que fuera concluido y ver a su novia en Inglaterra.
Carlota deseaba preguntar por qué estaba tan impaciente su señor; después de todo, apenas tenía veintidós años. ¿Por qué tantas prisas? Pero no lo hizo y, bajando con modestia los ojos, comentó que se alegraba mucho de recibir a su señoría.
—Tengo un regalo de su majestad con instrucciones de no entregarlo en otras manos que las vuestras.
Carlota lo recibió con exclamaciones de placer. Era un pequeño retrato bordeado de diamantes de un joven de cabello rubio y cándidos ojos azules.
—Qué miniatura tan hermosa. Os ruego que transmitáis mi agradecimiento a su majestad.
—Eso es algo que vuestra alteza serenísima podrá hacer en persona —aseguró lord Harcourt; entonces Carlota cayó en la cuenta de que sus días en Strelitz estaban a punto de acabar, la ceremonia por poderes se haría pronto y ella se marcharía sin demora con él.
—Los… los diamantes brillan mucho —balbuceó.
—Y veo que os ha encantado el retrato de su majestad.
—Es muy guapo —a Carlota le tembló la voz y la afirmación sonó casi como una pregunta pero lord Harcourt no advirtió que ella no entendía cómo un rey tan joven y guapo podía tener tantas ganas de convertir a una joven feúcha e insignificante en su reina.
Cristina recorría el sombrío castillo como un fantasma. No se podía hacer nada por ella. El duque de Roxburgh permaneció en Mecklenburgo esperando, siempre esperando que algo hiciera posible su matrimonio con ella.
Pero el hermano de Carlota tenía muchas ganas de que la boda de ésta tuviese lugar. La mandó llamar y le explicó que la ceremonia por poderes se celebraría al cabo de unas semanas y que después de eso no habría ninguna razón para de-morar su partida.
¡Su partida a una tierra extraña! Carlota pensaba en ello con una mezcla de espanto y emoción. Sería como volver a nacer, una vida completamente nueva en otro país… y con un marido al que nunca había visto.
Le hubiese gustado confiar sus sentimientos a Cristina, pero ¿cómo hablar de matrimonio con su pobre hermana que tenía el corazón destrozado?
Ojalá ocurriese algo que permitiera a Cristina casarse. Sin embargo, ¿qué podía suceder que impidiese la boda de Carlota?
Sabía que Cristina esperaba un milagro.
Y entonces ocurrió algo, algo desconcertante.
Una mañana, las ayudantes de la gran duquesa fueron a despertar a su señora y la encontraron enferma. Antes del anochecer había muerto.
Los acontecimientos se sucedían demasiado deprisa.
Cristina había caído desde la cumbre de la dicha a la más profunda desesperación; Carlota debía dejar su casa para reunirse con un marido desconocido, y todo ello en pocas semanas, después de años de monotonía. Y ahora, el cambio había llegado de donde menos se esperaba: la madre que había gobernado sus vidas estaba muerta y no se hablaría de bodas por un tiempo.
De pie junto al ataúd y mirando su cara autoritaria, ahora tan blanca y quieta, y, cosa extraña, más joven de lo que recordaba haberla conocida nunca, Carlota se sintió presa de miedo al futuro. La vida era irónica, casi burlona. «Estáis pensando en bodas —parecía decir—, pero yo os daré un funeral.»
¿Cómo sabemos lo que nos ocurrirá de un momento a otro, lo que le sucederá a cualquiera de nosotros? El ser humano debía ser fuerte y estar siempre preparado.
En el castillo la gente comentaba: «Esto postergará la boda. La princesa Carlota no puede pensar en casarse tan poco tiempo después de la muerte de su madre.»
Los ojos de Cristina brillaban de nuevo; el retraso suponía una esperanza pues a menudo lo que se aplazaba ya nunca llegaba a realizarse.