LA CORONACIÓN CÓMICA
EL día después de la boda, Carlota se hallaba sentada frente a su espejo mientras sus damas la arreglaban ceremoniosamente. Estas la observaban con curiosidad y ella sabía por qué, les hubiera gustado preguntar lo que pensaba de la vida de casada. No estaba, de ninguna manera, descontenta; no podía decirse que el rey fuese el amante más apasionado del mundo, pero era bondadoso. Había temido esa primera no-che pero había pasado sin demasiadas molestias, ahora era una iniciada en el matrimonio y sabía lo que se esperaba de ella y que si tenía hijos, tendría éxito como reina.
Al despertar había pensado de inmediato en la principal dama de honor pues estaba segura de que el rey también la había tenido presente y deseado sin duda que se hallara en el lugar de Carlota. No obstante conocía las costumbres corte-sanas lo suficientemente bien para saber que numerosas reinas habían llegado a su nueva tierra para encontrarse con que el afecto de su marido pertenecía a una amante. No creía que Sara Lennox fuese la amante de Jorge y se sentía extraordinariamente optimista respecto a su nueva intimidad con el rey, pensaba que ahora que era su marido pronto dejaría de anhelar a la joven.
Sus damas estaban hablando en susurros. Una, en la que no se había fijado antes, llamativa y hermosa pero no tan joven, estaba diciendo:
—Milord Hardwicke se encontró esta mañana con su majestad, que salía de su alcoba, parecía estar de buen humor y comentó que era un buen día, a lo que milord respondió: «Sí, mi señor, y muy buena noche, también.» Pero a su majestad no le divirtió el comentario.
Aunque estuviesen hablando en inglés, las risillas que siguieron dieron a Carlota una idea del tipo de broma que estaban haciendo; había entendido su majestad dos palabras con las que ya se había familiarizado.
Debo aprender inglés pronto, se dijo. No puedo permitir que parloteen así en mi presencia sin saber lo que están hablando.
Preguntó a la marquesa quién era la dama.
—Es Isabel Chudleigh, mi señora, y la princesa viuda la ha escogido para serviros.
—Presentádmela, por favor.
La dama hizo una profunda reverencia con ojos llenos de malicia —pero ¿cómo quejarse de eso?
Isabel Chudleigh, por su parte, estaba pensando: «Dios mío, ¿qué le han traído al pobre muchacho? Juraría que tiene en mente a la bonita Sara o quizá a su hermosa Hannah. Lo que podría contarle a la pequeña boca de cocodrilo si quisiera.» Estaba segura de sí misma, había participado en el asunto con Hannah Lightfoot, pues el rey, entonces príncipe de Gales, había confiado en ella y le había pedido ayuda. ¿Acaso no fue ella quien encontró las habitaciones en Haymarket para que Jorge se viera a escondidas con su cuáquera? ¡Ella los había auxiliado en su fuga! ¡Y qué provechoso le había resultado el asunto, pues esa vieja y astuta matrona, la princesa viuda, la habría despedido de la corte si no la hubiera chantajeado con cortesía! ¡Lord Bute también le tenía miedo!
Bueno, ahora se ocupaba exclusivamente de sus propios asuntos e intentaba encontrar la manera de desposarse con el duque de Kingston. Este era su devoto amante y ella, la querida sin la cual él no podía vivir, pero estaba casada con Hervey y, mientras esperaba el momento oportuno para salir de ese enredo, servía a la recién llegada reina.
¡Pobre niña! ¿Debía decirle que el rey estaba encapricha-do con la Lennox, explicarle que si era lo bastante astuta, podía ganarle la partida a su suegra? No, más valía no entro-meterse. Su gran objetivo consistía en hallar el modo de convertirse en duquesa de Kingston, la reina ya se las arreglaría sola.
—Habéis servido a la princesa viuda, supongo —comentó Carlota en francés.
—Sí, majestad. Creo que me escogió porque el rey siempre se ha interesado por mi bienestar.
—Me alegro de oírlo.
—Sois muy amable, mi señora, y espero serviros fielmente como desearía su majestad el rey.
Es astuta y sabia, pensó Carlota, una mujer de mucha experiencia. Había sido presentada como señorita Chudleigh y era raro que no se hubiese casado para convertirse en condesa o duquesa; tendría que averiguar más sobre esa mujer que tanto la intrigaba.
Ya estaba vestida y arreglada y salió hacia el salón de recepciones, donde encontró a sus damas y no tardó en observar a Sara Lennox, tan fresca y bella con su hermoso atuendo de terciopelo, como lo había estado con el vestido blanco y plateado y la diadema de diamantes.
Sara se situó cerca del trono como exigía su posición, Carlota se hallaba de pie delante de éste y uno por uno los pares, hombres y mujeres, le rindieron homenaje.
De pronto se sintió muy sola porque no hablaba inglés y resolvió de nuevo aprenderlo rápidamente.
La marquesa estaba diciendo los nombres de las personas que se acercaban a la reina, éstas se arrodillaban, le besaban la mano y le juraban lealtad.
—Lord Westmorland —anunció la dama, y el noble caballero se aproximó mirando a todos lados porque, le explicó en un susurro la marquesa, era casi ciego.
Carlota le sonrió amablemente pero él no la vio y, para gran consternación —y diversión secreta— de todos, se arrodilló y cogió la mano de Sara Lennox, que se encontraba cerca de la reina.
—No… no —murmuró la marquesa y Sara saltó hacia atrás, como si la hubiesen mordido.
La reina alargó el brazo y lord Westmorland le besó la mano. Carlota no se fijó en él, toda su atención estaba centrada en el brusco silencio que se había cernido sobre la sala.
Carlota tuvo su primer choque con su suegra unos días más tarde.
Se estaba preparando para ir a comulgar y sus damas habían sacado todas sus nuevas joyas porque creían que era una ocasión en que debía ponérselas.
La princesa Augusta, la hermana mayor de Jorge, había entrado en sus aposentos y se encontraba presente cuando Carlota anunció que no le parecía adecuado tomar la comunión con una tiara y un corpiño de diamantes.
—¿Por qué no? —inquirió Augusta con su habitual tono perentorio.
Carlota notaba la actitud de la princesa hacia ella pero como se hablaban en francés, idioma extraño para ambas, nunca estaba segura de haberla interpretado correctamente.
—Me parece que no se muestra el debido respeto.
Augusta se rio, su risa era dura y desagradable. Estaba re-sentida porque Jorge era más joven que ella, se había casado antes y siempre le había parecido injusto que ella, la primogénita, hubiera nacido niña. No obstante, le divertía secreta-mente que Jorge hubiese tenido que desplazar a su enamora-da, la frívola Sara Lennox, y conformarse con un pequeño cocodrilo —término con que describían a Carlota debido a su boca, que hacía pensar a todos en esas criaturas odiosas—. Augusta había hecho todo lo posible por obstaculizar ese romance y a menudo había logrado molestar a la Lennox, pero no por eso se había encariñado con Carlota, que no sólo era más joven que ella, sino que ocupaba una posición superior a la suya por ser reina de Inglaterra ¡y provenía de un insignificante Estado del que nadie había oído hablar antes de que se propusiera su matrimonio!
—A nosotros nos parece que sería una falta de respeto presentarse sin ellas.
—No creo que los discípulos llevaran joyas en la última cena.
Insolente cocodrilo, pensó Augusta. ¿Así que quería discutir?
—Claro, como que no tenían.
—No me parece que las joyas vayan bien con la ocasión —dijo Carlota, con ese tono ligeramente autoritario que había manifestado con sus damas en el viaje a Londres— y seguiré acatando las normas que me han enseñado como correctas.
Augusta se sonrojó y pidió permiso para retirarse, la reina se lo concedió sin demora y, una vez fuera de los aposentos, se dirigió a los de su madre.
—Carlota es una criatura sumamente arrogante —declaró—; desprecia nuestras costumbres y me ha dicho que seguirá aquéllas con las que se crio, que son mucho mejores que las nuestras.
La princesa viuda se puso alerta. Tendrían que vigilar a Carlota; después de todo, la habían casado con Jorge para que ellos lord Bute y ella —pudieran continuar controlándolo.
—¿De qué me estás hablando?
Su hija le contó su versión de lo ocurrido la princesa viuda decidió que debía hacer algo al respecto. Esta acudió a los aposentos de la reina justo cuando Carlota, sin joyas, estaba a punto de ir a comulgar.
—¡Pero no pensaréis ir así! —exclamó indignada la princesa viuda.
—Sí.
Pues sí, pensó su suegra, sí que es arrogante.
—No, querida, lo tomaríamos como un insulto directo a Dios.
—Estoy segura de que Él no lo consideraría así.
Así que era insolente y blasfema. Tendrían que tratarla con mano muy firme.
—Querida hija, ahora que estáis aquí querréis aprender nuestras costumbres, no desearéis ofender a la gente comportándoos como lo haríais en el ducado de vuestro hermano.
Carlota se sonrojó.
—No veo cómo…
—Lo aprenderéis, querida.
—Antes que nada, aprenderé el idioma —señaló la reina. La princesa viuda se interpuso en su camino como un viejo y temible general: la reina no iba a pasar.
Vio a Isabel Chudleigh y le dijo en inglés que trajera rápidamente a lord Bute.
Sonriendo para sí, Isabel se apresuró a obedecerla. Entre tanto, Carlota, nerviosa e insegura, no sabía muy bien qué hacer ya que nunca se le había ocurrido que tendría que enfrentarse a una situación semejante.
—Sentémonos —sugirió la princesa viuda—. ¿Dónde está vuestra tiara? Id a buscarla, por favor —ordenó a una de las damas. Cuando se la trajeron la colocó suavemente sobre la cabeza de Carlota—. ¡Qué bien os sienta!, ¡os favorece mucho! —Los ojos que observaban a Carlota eran tan fríos como los de una serpiente—. No entiendo por qué no querríais poneros el regalo del rey en cualquier ocasión.
—Es preciosa —aceptó Carlota—; nunca he tenido joyas así, pero no creo que sean adecuadas para tomar la comunión.
Lord Bute había llegado. Parecía muy preocupado; besó la mano de la reina y la de la princesa viuda. La mirada de ésta se suavizó; por muy dura que fuese con los demás, con él siempre se ablandaba; incluso ahora, cuando llevaban años siendo amantes, se notaba el cariño en la inflexión de su voz.
—Lord Bute, la reina desea que la aconsejéis sobre un pequeño asunto de costumbres. Lord Bute, querida, piensa igual que el rey, nunca han estado en desacuerdo. Él os dirá lo que habéis de hacer; podéis confiar en él. Su majestad quiere ir a comulgar sin sus joyas. Le he dicho que debería ponérselas… que se vería muy mal que no lo hiciera, podría ofender al pueblo si éste creyera que no manifiesta el debido respeto a Dios y a la religión. Es así ¿verdad, milord?
—Absolutamente.
—Yo no lo creo —insistió Carlota con obstinación. Estaba a punto de romper a llorar y se enfadó consigo misma por ello.
—Le he dicho a su majestad que ya aprenderá nuestras costumbres —recalcó la princesa viuda—, que no debe desanimarse si no las entiende todas de inmediato.
—Estoy seguro de que su majestad las conocerán bien como nosotros… en muy poco tiempo.
—Mientras tanto interrumpió la princesa viuda, —desearéis que os aconsejemos. Os aseguro, mi querida hija, que lo haremos encantados y así os evitaremos motivos de turbación.
La expresión de Carlota era todavía obstinada y no la favorecía nada.
¡Qué fea es!, pensó lord Bute. Me sorprende que Jorge no se rebele. Le estaría bien empleado que tomara a Sara Lennox por amante, aunque ese viejo astuto de Fox no lo permitiría. ¡Al diablo con estas estúpidas riñas!; sin embargo, Augusta tiene razón, por supuesto, no podemos dejar que a la muchacha se le suba a la cabeza que la llamen constantemente reina de Inglaterra.
—Hablaré con su majestad el rey —propuso amablemente— y estoy seguro de que cuando conozcáis su opinión os convenceréis.
Una cosa le habían enseñado a Carlota en casa: que debía obedecer a su marido y si éste decidía que tenía que lucir las joyas, entonces se las pondría.
Estaba angustiada, más que nada por la locura de la situación y quizá porque en el fondo se percató de que eso no era más que un indicio de que su poderosa suegra y lord Bute esperaban que hiciese lo que ellos le dijeran. Los miró desafiante, no iría a comulgar, ni con joyas ni sin ellas, hasta enterarse de lo que opinaba el rey al respecto.
Lord Bute encontró al rey en sus aposentos y entró sin ceremonia pues quería que tanto el monarca como los demás se dieran cuenta de la intimidad que existía entre ellos.
Ha habido un problemilla entre la reina y vuestra madre —le susurró—, pero estoy seguro de que entre nosotros lo arreglaremos enseguida.
¡Un problema!
—Sí, mi querida majestad… por unas joyas. La reina cree que no debe ponérselas y vuestra madre, que sí.
—¿No tendría que decidirlo la reina? Es para la comunión, una ocasión algo ceremoniosa.
—A mí… a mí nunca me lo hubiese parecido.
Bute se mostró prudente. Se trataba de una situación que la princesa viuda y él habían temido: si a la reina se le permitía salirse con la suya, no tardaría en aconsejar al rey y una de las primeras consecuencias sería que lo alejaría de su madre. A Bute le traía sin cuidado que llevara joyas o no, pero lo que sí resultaba importante, y mucho, era que la pequeña reina no se diera aires de grandeza y que entendiese que la princesa viuda —y su querido amigo lord Bute— habían guiado al rey antes de su matrimonio y que tenían la intención de seguir haciéndolo.
—Según vuestra madre, no llevar las joyas es una falta de respeto hacia la religión, y yo estoy de acuerdo con ella. El rey pareció asombrado.
Pero…
—¡Ah, esas damas! La reina es encantadora, puede que no sea una belleza pero es encantadora… encantadora… y estoy seguro de que ya se ha enamorado de vuestra majestad… eso lo comprendo perfectamente y me hubiese sorprendido que no fuese así, pero, como está enamorada, cree que puede gobernaros… así son las mujeres.
—No tengo intención de dejarme controlar.
—Eso pensé. Habéis comentado con frecuencia los problemas que causa el que los reyes se dejen influir por las mujeres y recuerdo que en más de una ocasión habéis dicho que no permitiríais que eso os pasara a vos.
—Así es, nunca dejaría que una mujer me convenciera de no hacer lo que me parece correcto.
—¡Qué suerte tiene este país con un rey como vos! Cuando pienso en los últimos reinados… Bueno, eso no viene a cuento, hemos llegado a buen puerto y sé que vais a ordenarme que le explique a su querida majestad que deseáis que lleve las joyas, y no es que… aquí entre nosotros… le demos demasiada importancia al asunto, pero sé que estaréis de acuerdo conmigo, majestad, en que la reina tiene que entender sin lugar a dudas que estáis resuelto a no dejaros gobernar por ella y que su deber es obedecer a su marido. —Antes de que Jorge pudiese hablar, Bute prosiguió—: Esta situación es realmente una bendición ya que por algo tan insignificante podemos poner a la reina en el camino correcto, nos permite hacer saber, con mucha discreción, cuál es la política de vuestra majestad, con lo cual, conociendo a las mujeres, estoy seguro de que os respetará… mucho más que si cedierais y dejarais que os gobernara.
Al poco rato, la princesa viuda tuvo la satisfacción de ver a la reina ir a comulgar enjoyada.
Habían transcurrido unas tres semanas desde la boda y hacía un tiempo espléndido, era el 22 de setiembre, el día fijado para la coronación.
A lo largo del camino entre el palacio y la abadía había andamios y los asientos en las ventanas se alquilaban muy caros. Los habitantes de Londres esperaban con entusiasmo ver coronado a su nuevo rey, era popular por ser joven, por haber nacido en Inglaterra, por parecer y hablar como un nativo y por ser el primer rey inglés que tenían desde Jacobo II, pero como éste nunca les cayó bien y lo echaron, preferían recordar los tiempos del bueno de Carlos cuando ese romántico monarca regresó a Inglaterra con su Restauración e hizo un país alegre. De eso hacía cien años y ahora ahí estaba Jorge, su flamante rey, recién casado. Por supuesto, debían acudir a ofrecerle lealtad a gritos en un día de setiembre tan glorioso.
También estaba la reina, una alemana que no hablaba inglés, lo cual provocaba muecas de disgusto ya que estaban hartos de alemanes que no podían, o no querían, hablar inglés. Sin embargo ella era joven y si se comportaba bien, acabarían aceptándola, pues el rey la había escogido a pesar de haber tenido los ojos puestos en Sara Lennox, a quien ellos habrían preferido; una hermosa y joven inglesa era mejor que una alemana fea, no cabía duda. Pero, bueno, se trataba de una coronación, y un nuevo reinado siempre traía esperanzas de tiempos mejores.
Carlota se despertó con un terrible dolor de muelas y una neuralgia. Decidió no mencionárselo a mademoiselle von Schwellenburgo que se estaba volviendo, tenía que reconocerlo, bastante insoportable; se había autoproclamado jefa de sus damas y establecido la norma de que nadie podía acercarse a la reina sin su permiso. Tenía que advertirle que eso no agradaría a las inglesas; ya había oído a la señorita Chudleigh replicando a Schwellenburgo sin que ésta lo entendiera —Carlota tampoco, por cierto, pero dada la risa de las demás supuso que era una ocurrencia sarcástica.
La señorita Chudleigh y la marquesa de Lorne se mostraban muy amistosas, sin embargo Carlota percibía cierta animosidad entre ellas y creía que se debía a que el duque de Hamilton, primer marido de la marquesa, había estado comprometido con Isabel Chudleigh. Para Carlota, esas dos mujeres eran un tanto frívolas.
Sin embargo, en esos instantes le dolía demasiado la muela para pensar en ellas y permaneció tumbada en su cama, temiendo el momento de levantarse y prepararse para la ceremonia.
Este llegó demasiado pronto. Schwellenburgo iba y venía por la alcoba, hablando a toda prisa en alemán; era una ocasión importante y sólo ella estaría en contacto con la reina.
Carlota se sentía demasiado cansada para regañarla pero sabía que pronto tendría que hacer algo al respecto. Se dejó vestir, silenciosa y tranquila, con el esplendor del terciopelo morado y el armiño; esperaba que la corona no fuera demasiado pesada, temerosa de que su pobre cabeza no lo aguan-tase.
Se animó un poco al recorrer las calles hacia la abadía con Jorge sentado a su lado. Cada día sentía más afecto por él, quería escribir a los suyos para contarles lo satisfecha que estaba con su marido; era muy bondadoso y nunca había dejado entrever que estaba enamorado de otra mujer —o que lo estuviese antes de que ella llegara—. Deseaba explicarles lo contenta que se hallaba, pero a su hermano no le importaría y ¿cómo decírselo a Cristina cuando eso sólo le haría lamentar más su mala suerte? Si se lo contaba a Ida von Bülow, el cotilleo se extendería por toda la corte en un abrir y cerrar de ojos y Cristina se enteraría de todos modos. No, debía guardar sus sentimientos para sí misma.
Jorge se veía magnífico con su vestimenta para la coronación, tenía el rostro sonrojado y sus ojos parecían más azules que de costumbre; irradiaba resolución y el pueblo lo percibía, y ésa era una de las razones de que todos lo vitorearan.
Dios salve al rey! —gritaban. Carlota había aprendido suficiente inglés para saber lo que eso significaba.
—¡Dios salve a la reina! —decían algunos y ella se inclinaba y les sonreía con la esperanza de que el esplendor de su ropa compensara la falta de atractivo de su cara.
La solemne ceremonia empezó sin problemas. El doctor Secker, arzobispo de Canterbury, con su capa pluvial blanca y dorada, presentó a Jorge a todos los que se habían reunido para asistir a la celebración como el monarca indiscutido del reino.
Carlota caminó con él hacia el altar, donde se hallaba abierta la Biblia. Había ensayado esa parte de la ceremonia y memorizado las frases que tenía que pronunciar.
—¿Prometéis y juráis solemnemente gobernar al pueblo de este reino y de los dominios que le pertenecen según los estatutos acordados por el Parlamento, y las leyes y costumbre de los mismos?
El rey, con la mano sobre la Biblia, respondió:
—Lo prometo solemnemente.
Entonces fue el turno de Carlota, que se sintió aliviada al decir las palabras requeridas.
Siguieron más preguntas y finalmente:
¿Haréis respetar, hasta donde os lo permita vuestro poder, las leyes de Dios, la verdadera profesión de los evangelios y de la religión protestante reformada establecida por la ley?
De nuevo, Carlota contestó sin un error, se apartó del altar y se sentó mientras el rey se aproximaba a la silla de san Eduardo para el ungimiento.
La corona pesaba, a Carlota le dolía mucho la cabeza y se alegró cuando ella y Jorge volvieron a encontrarse frente al altar para tomar la comunión.
—¿No debería despojarme de la corona al rendir homenaje al rey de todos los reyes? —preguntó Jorge.
El doctor Secker replicó que no estaba versado en el procedimiento correcto y pidió la opinión de uno de los obispos.
Como éste tampoco lo sabía, el rey dijo que estaba seguro de que sería más adecuado quitársela y que creía que la reina debía hacer lo mismo.
Eso, le susurró el arzobispo, despeinaría a la reina y probablemente no estaba previsto.
—Bueno, esta vez consideraremos que la corona forma parte de la vestimenta de la reina.
Entonces, se quitó la corona y en alemán le explicó a Carlota lo que ocurría. Ella se quedó asombrada pues hacía poco se le había ordenado que luciera sus joyas durante la comunión. Se preguntó si el rey lo recordaba y, de ser así, por qué la había obligado a llevarlas en esa ocasión y, ahora, él se eximía de hacerlo.
Una vez terminada la misa, el rey y la reina se dispusieron a salir de la abadía y, entonces, una de las piedras preciosas más grandes se cayó de la corona del rey. Se produjo un silencio impresionante; ¡un mal agüero!, sentenciaron algunos.
Tras una búsqueda poco digna de la gema, ésta fue hallada, pero todas las miradas parecían centrarse en el hueco donde debía estar, y el incidente ensombreció la ceremonia.
Ese fue el primero de una serie de contratiempos. Después cuando la procesión, encabezada por el rey y la reina, llegó a Westminster, donde se iba a dar el banquete, se encontraron con que el palacio estaba a oscuras. A lord Talbot, el mayordomo real, que estaba encargado de la coronación junto con el conde Marshall se le había ocurrido la excelente idea de encender simultáneamente todas las velas en cuanto el rey y la reina llegaran a las puertas del palacio, y lo había preparado para que prendieran mediante mechas con pólvora.
Se oyó un grito de asombro cuando la pareja real entró tropezando en la oscuridad; a continuación, a Carlota le dio la impresión de que el palacio se había incendiado. Las punzadas de su muela eran tan dolorosas que tuvo que sofocar una exclamación. Las bujías se habían iluminado de repente, pero, durante unos segundos, unos trozos de mecha encendidos permanecieron suspendidos en el aire antes de caer flotando sobre los convidados. Así pues, la admiración deseada fue sustituida primero por pavor y luego por alivio cuan-do se descubrió que nadie había resultado quemado.
Las velas brillaban y los aromas de las carnes sazonadas y de los exquisitos manjares impregnaban la sala. Por supuesto, nadie podía comer antes de que sirvieran al rey y a la reina, y Carlota se percató de que en el estrado en el que se hallaba su mesa, aunque sobre ésta relucían vasos y cubiertos, faltaban sillas.
Lord Talbot y lord Effingham, que actuaba de ayudante del maestro de ceremonias, corrían de un lado a otro presos del pánico, reclamando sillas para sus majestades; sin embargo, pese a los enormes esfuerzos por presentar un banquete inolvidable, resultó difícil encontrar dos asientos adecuados para el rey y la reina.
Lord Effingham, con la peluca torcida, acudió finalmente a la tarima cargando una silla, seguido de lord Talbot con otra. Las colocaron junto a la mesa y se elevó un suspiro generalizado de alivio ya que todos tenían mucha hambre y primero había que servir con mucha ceremonia al rey y a la reina.
—Parece, milord —comentó afablemente Jorge—, que los preparativos para nuestra coronación no pueden calificarse precisamente de eficientes.
—Me temo que así es, mi señor —murmuró Effingham—.
Algunas cosas han sido pasadas por alto, pero —añadió con mayor entusiasmo— me he asegurado de que las próximas coronaciones se lleven a cabo con la mayor precisión posible.
Jorge se echó a reír y le explicó a Carlota lo que había dicho el conde, Effingham se sintió confuso y mucho más abochornado que por la falta de sillas. Pero cuanto más pensaba Jorge en su comentario, tanto más le divertía, así que llamó a lord Bute e insistió en que Effingham lo repitiera, lo que éste hizo, balbuceando y con el rostro cada vez más encendido.
Entretanto, el alcalde de Londres y los concejales de la ciudad habían descubierto que no había sitio para ellos, y el primero estaba declarando en voz alta que lo consideraba una vergüenza; después de todo, era el alcalde de Londres, lo que conllevaba el título de lord, y ¿sabían lord Effingham y lord Talbot que Londres era la capital y que no se inclinaba ante nadie… ni siquiera ante los reyes? ¡Dejar sin puesto al alcalde y sus concejales era la peor omisión que podía hacerse! Lord Effingham huyó del divertido rey para enfrentarse a la cara furiosa del alcalde.
—Milord alcalde —le susurró—, os ruego que os vayáis tranquilamente con vuestros concejales; os recompensaremos de alguna manera.
—Sólo hay un modo de hacerlo —replicó éste—, y es poniendo sillas para nosotros.
—Milord alcalde…
—La ciudad de Londres dará un banquete para el rey, que ha costado diez mil libras. ¿Tenéis la desfachatez, milord, de decirme que no hay lugar para el alcalde y sus concejales en el banquete de coronación del monarca? La ciudad no tiene por qué aguantar esto, señor. Talbot acudió a ayudar a Effingham y susurró que sentarían al alcalde y a los concejales a la mesa reservada para los caballeros de Bath.
Effingham se sintió aliviado cuando la idea satisfizo al alcalde y a los concejales pero, luego, tuvo que enfrentarse a los caballeros de Bath y a una escena semejante. Finalmente, logró colocarlos en otras mesas, más los comensales se hallaban tan apretujados que se alzó un murmullo de quejas al que se añadieron comentarios burlones cuando se vio que no había suficiente comida para todos y que los incompetentes organizadores habían vuelto a errar en sus cálculos.
Sin embargo, todavía faltaba el incidente más ridículo de todos. Según la costumbre, el mayordomo real —en este caso, el infortunado Talbot—, debía entrar en el salón montado a caballo y acercarse al estrado para rendir homenaje al rey y a la reina. Talbot pretendía llegar hasta allí, pronunciar un discurso y salir haciendo retroceder al caballo para no dar, ni él ni su montura, la espalda a sus majestades. Lo había ensayado en la sala vacía, sin embargo éste era un día de contratiempos y Talbot se olvidó de que el caballo había ejecutado perfectamente sus pasos, pero, sin mesas ni sillas; mas ahora el salón se hallaba atestado de gentes que reían o se quejaban e iluminado por miles de velas parpadeantes y ya no era, en absoluto, el mismo escenario cómodo de entonces.
Montura y jinete aparecieron en la sala. El caballo pareció echar una mirada perpleja a la pareja real y le dio la espalda; Talbot intentó en vano guiarlo hasta el estrado: el animal insistía en darse la vuelta y presentar el trasero.
En toda la sala se oyeron carcajadas, mientras el desconcertado Talbot hacía todo lo posible por dirigir al encabritado caballo hacia la tarima, lo que por fin logró con enormes dificultades, pero para entonces, todos —incluso el rey y la reina— se estaban riendo tanto que no pudieron escuchar su discurso.
Fue una coronación realmente cómica, pero coronación al fin y al cabo, y a partir de ese día, quienes rodeaban al rey percibieron en sus modales un nuevo aire de decisión. El primero en percatarse fue lord Bute, que, aunque estaba seguro de contar con el afecto del rey y por tanto, seguro de su propio poder, empezó a sentirse un poco inquieto.