WILKES Y LA LIBERTAD
MIENTRAS CARLOTA se ocupaba de su bebé y esperaba otro, el rey se encontraba cada vez más involucrado en desagradables asuntos de Estado.
Siempre había creído que se acabarían todos sus problemas cuando lord Bute satisficiera su ambición, o sea, poseer el cargo más elevado del gobierno. Había tenido a Bute por una especie de dios, omnisciente y omnipotente, pero la realidad era otra.
Pitt había dimitido y sin embargo lo habían necesitado; además, al parecer, nadie en el país quería a Bute.
—Quienes están contra lord Bute están contra mí —había dicho el rey.
Esa era su doctrina y, por consiguiente, los ataques hacia Bute se dirigían, en cierto modo, contra él.
Eso le preocupaba. Soñaba con desastres en los que le perseguían y empezó a buscar ofensas en cualquiera que se le acercara y a imaginar que oía risas socarronas a sus espaldas.
Cuando se hallaba con Carlota y el bebé, cuando veía que su segundo embarazo se hacía cada vez más evidente, se olvidaba y disfrutaba de la tranquila vida de campo en Richmond, adonde Carlota se había ido para que el niño aprovechara el aire puro. Allí se sentía en paz, pero en cuanto se veía obligado a regresar a Saint James, lo cual sucedía cada vez más a menudo, dada la situación incierta, volvía a sentirse perseguido.
Le resultaba difícil hablar de ello; antaño lo habría consultado con lord Bute, pero éste tenía sus propios problemas y, vista su incapacidad para resolverlos, Jorge se dio cuenta de que su ídolo tenía pies de barro.
En efecto, lord Bute se sentía inquieto. El dulce pastel del éxito se le había indigestado y empezaba a preguntarse si no sería más excitante intrigar y pugnar por una meta, que alcanzarla. Le atormentaba el temor de no ser lo bastante buen político para encargarse del complejo arte de gobernar.
Su gran proyecto había consistido en conseguir la paz; creía en ella aunque había estado a favor de la política de Pitt al principio, pero el país estaba harto de la guerra. Inició conversaciones secretas con la corte de Versalles a través del embajador de Cerdeña aunque actuar a solas y en secreto suponía una maniobra peligrosa. El amoral Carlos II lo había hecho con gran pericia y el resultado fue beneficioso para su país, pero Juan Estuardo, conde de Bute, no era Carlos Estuardo, rey de Inglaterra; carecía, por un lado, del poder necesario y, por otro, del temerario ingenio de su supuesto antepasado. Lord Bute era un hombre preocupado, tenía problemas con Jorge Grenville, de cuyo apoyo había dependido, y empezaba a preguntarse en quién podía confiar para secundarlo.
De pronto pensó en Enrique Fox y la idea le pareció brillante. Tendría que atraer a Fox, apartarlo de la oposición, pero, aun así, creía que era lo bastante ambicioso para aceptar la oferta.
Pidió audiencia con el rey y le explicó que no podía confiar en que Grenville apoyara el nuevo tratado de paz y que precisaba un hombre fuerte como presidente de la Cámara de los Comunes, alguien lo suficientemente astuto para conseguir que se aceptase el tratado.
—Veo que habéis pensado en alguien.
—Fox —respondió Bute.
El rostro del rey se sonrojó. ¡Fox!, ¡el cuñado de Sara! Lo había odiado desde el momento en que renunció a Sara pues estaba seguro de que se burlaba de él por dejarse convencer por su madre.
Es el único hombre lo bastante taimado para lograrlo.
—No lo aceptará; eso significaría abandonar su partido y ser desleal a Pitt.
—Lo único que podría importarle es ser leal a sí mismo.
—Pero ¿en verdad creéis…?
—Estoy convencido de que es el único recurso que nos queda.
¡Que nos queda!, pensó el rey. Así que Bute lo incluía en su fracaso. Jorge se quedó impresionado al percatarse de que por primera vez en su vida criticaba a su querido amigo.
—No podemos permitirnos el lujo de ser demasiado escrupulosos —insistió Bute.
El rey se sintió horrorizado y conmocionado. Ya nada era como en el pasado, todo se volvía contra él. Sintió ganas de llorar.
—Así pues, majestad, ¿me dais permiso para abordar a Fox?
El rey asintió con la cabeza y le dio la espalda.
El señor Fox regresó a la mansión Holland cínicamente divertido tras su entrevista con lord Bute. Tendría en cuenta, le había dicho, las propuestas del noble lord, pero no le entusiasmaban. Lord Bute se había mostrado casi patético en su deseo de mostrar su confianza al señor Fox. Así que, después de todo, milord Bute empezaba a tener sentido común.
¿Y su majestad?, inquirió el señor Fox. ¿Qué pensaba su majestad de que el señor Fox fuese presidente de la Cámara de los Comunes?
Su majestad estaba tan deseoso como lord Bute, según éste.
Bueno, se dijo el señor Fox, sin duda estaban ansiosos. Jorge no había podido mirarlo a la cara después de abandonar a Sara, pero quizá ahora que ella se había casado con Bunbury le pareciera que el asunto estaba zanjado. ¡Bunbury en vez de un rey!, ¡el señor Bunbury… que algún día sería sir Charles! No era un gran matrimonio comparado con uno real, pero Sara lo había escogido y parecía feliz, aunque él no estaba seguro de cuánto duraría. Enrique Fox era más bien escéptico al respecto.
Sin embargo, de momento, lo que importaba no era Sara sino su propio futuro.
Encontró a su esposa en el salón y le dijo que acababa de llegar del palacio de Saint James.
Lady Carolina arqueó las cejas.
—Bute me ha pedido que ocupe la presidencia de la Cámara de los Comunes.
—¿De veras?
—Sí, querida mía, sí. Están muy ansiosos por tenerme y ni siquiera su majestad pliso ninguna objeción.
—Tienen problemas. Más vale dejar que los resuelvan por su cuenta.
—Mmmmm…
—¡No es posible que estéis pensando en aceptar! Fox asintió lentamente con la cabeza.
—Por un tiempo… quizá no sea tan mala idea.
—Sabéis que prometisteis dejar la política.
—No lo he olvidado.
—¿Pero estáis pensando en aceptar su oferta?
Fox pasó un brazo por el hombro de su esposa.
—Por un tiempo. Prometo hacerme rico y jubilarme con un título rimbombante y rodeado de gloria.
Carolina se rio; se entendían. Él era un cínico y le gustaba el dinero aún más que el poder, su único punto débil era lady Carolina; estaban juntos desde su romántica fuga.
Así pues, Carolina lo comprendió; sería el broche final y, una vez terminado todo, vivirían como habían planeado… sin las angustias del gobierno y disfrutando de la vida.
Fox fue recibido en audiencia por el rey en sus aposentos del palacio de Saint James y, como estaba previsto, Bute lo acompañaba.
La expresión de Fox era algo irónica; no era el hombre más guapo del mundo, tan corpulento y de tez oscura, pero cuando hablaba podía derrotar hasta al mismísimo señor Pitt —no con la oratoria brillante de éste, sino con repentinos destellos de humor espontáneo.
Jorge lo observó con ligera aversión.
Nunca confiaría en él, pensó, pero no había más remedio, tenía que aceptarlo. Lord Bute le había explicado que esta han perdidos sin un hombre fuerte al frente del Parlamento un hombre capaz de conseguir que se firmara la Paz de Paris.
—Y bien, señor Fox, lord Bute me dice que está usted dispuesto a ocuparla presidencia de la Cámara de los Comunes
—Con renuencia, majestad, pero dado que es vuestro deseo…
Fox sonrió con ironía, como si, pensó Jorge, ese hombre astuto como un zorro —¡qué bien le quedaba su apellido[4]! supiese cuánto odiaba verse atrapado en esa situación y se lo estuviese recordando.
—Según lord Bute vuestros servicios serían súmamente valiosos.
—Y ya que estáis de acuerdo con él, majestad, los ofrezco de todo corazón.
—Su majestad y yo estamos de acuerdo en que es necesario que esos asuntos importantes tengan la aprobación de la Cámara de los Comunes y la de los Lores. De momento hay mucha oposición y tiene que ser eliminada. Necesitamos un voto mayoritario a favor de la paz.
—No es algo imposible.
—Tenemos enemigos poderosos.
El señor Fox esbozó lo que a Jorge se le antojó una sonrisa astuta y dijo:
—Podemos conseguir su apoyo del modo acostumbrado.
—¿O sea…?
—Sobornos, majestad, sobornos.
—¡Sobornos! ¡Pero eso no lo puedo aceptar!
—Entonces, los tratados serán derrotados y yo no os seré de ninguna utilidad, pero si vuestra majestad y vos, milord, me pedís que haga aprobar esas medidas, os aseguro que puedo hacerlo y os digo francamente cuál es la manera: sobornos.
El rey le dio la espalda, Bute lo contempló inquieto y Fox se encogió de hombros.
—¿Vuestra majestad y vos, milord, no aceptáis la idea de los sobornos? Entonces no puedo seros útil. Comprenderéis que, al apoyaros, estaré oponiéndome a mis viejos amigos.
—La impopularidad es el precio que todos hemos de pagar por el servicio parlamentario —comentó Bute en tono amargo.
—En absoluto, milord. Recordad al señor Pitt: no puede andar por la ciudad sin que un montón de admiradores sigan su carruaje, estén dispuestos a arrodillarse y a besar el suelo que pisa.
Jorge frunció el ceño; no le agradaba la blasfemia.
—En cuanto a mí —prosiguió Fox—, estoy dispuesto a ser impopular si puedo ayudar verdaderamente a vuestra majestad.
—Su majestad y yo estamos ansiosos porque ese tratado de paz sea aceptado, no importa a qué coste —manifestó a toda prisa Bute.
Esperó con gran temor a que el rey hablara pero éste guardó silencio.
Jorge se sentía triste y desilusionado. Le dolía la cabeza y deseaba deshacerse del señor Fox; estaba seguro de que ese odioso hombre se estaba burlando, mofándose de él por haber perdido a Sara; sin duda se iría a cuchichear sobre él con su esposa, la hermana de Sara, que era un poco como ella.
Bute lo observaba angustiado. Son tan extraños sus cambios de humor estos días que nunca se sabe lo que está pensando, se dijo.
Pero Fox estaba a punto de marcharse y dedicarse a su nueva tarea de presidente de la Cámara de los Comunes, un presidente que sabía exactamente cómo administrar los sobornos que harían aprobar medidas impopulares en el Parlamento.
El señor Fox cumplió lo prometido y se dedicó a sus nuevos quehaceres con diligencia. Ofreció sobornos en forma de dinero y de títulos, y puestos en el gobierno para formar una camarilla que lo apoyara firmemente y obedeciera sus órdenes de voto, como lo harían unos perros amaestrados ante el chasquido del látigo.
Los duques de Devonshire, Newcastle y Grafton fueron cesados en sus cargos para ofrecérselos a hombres complacientes. En diciembre, Fox ya estaba preparado para atacar; se había rodeado de parlamentarios que sabían de qué iba el tema. Pitt seguía siendo el héroe, y Bute, el villano sin corazón.
En la Cámara de los Lores, Bute tuvo que defender la política de Fox y, en la de los Comunes, Fox tuvo que enfrentar-se a Pitt que llegó envuelto en vendas y franela, sufriendo horriblemente de un ataque de gota.
Pitt arengó al gobierno durante tres horas, señaló que sus enemigos todavía no habían sido derrotados, que si se firmaba la paz ahora, éstos se recuperarían y se pondrían en pie de nuevo, con el consiguiente peligro para Inglaterra. Su elocuencia fue tan hechizante como siempre pero no pudo con la gota y antes de hacer su resumen final tuvo que retirarse a su asiento. Entonces Fox se puso de pie y razonando con frialdad contraria a la excitación de Pitt, con lógica opuesta a su emoción, defendió la política del gobierno a favor de la paz: Francia y España habían aceptado hacer grandes concesiones y los ingleses tenían que soportar fuertes impuestos.
Al escucharlo, Pitt pareció percatarse de que sería derrotado; en todo caso, sufría terriblemente y, mientras Fox hablaba, se levantó y salió cojeando de la Cámara de los Comunes, dejando sin líder a sus partidarios.
La moción del gobierno ganó: 319 votos contra 65.
Un triunfo para el gobierno, para la política de Fox y para la paz.
No cabía esperar que los seguidores de Pitt aceptaran tranquilamente la situación. Se supo cómo se había conseguido la mayoría a favor del gobierno. ¡Sobornos!, se rumoreaba en la calle y la multitud desfiló blandiendo una bota y una enagua que colgaron ceremoniosamente de una horca.
El resentimiento contra Bute aumentaba: era el enemigo, el escocés que se había atrevido a gobernar Inglaterra, el amante de la princesa viuda, que dominaba con ella al monarca, y por tanto, a Inglaterra.
Hasta el rey recibió su parte de crítica y su popularidad se esfumaba de modo alarmante.
Cuando fue a visitar a su madre, las gentes que seguían su carruaje gritaban: «¿Van a cambiaros los pañales, Jorge?» Y: «¿Cuándo dejarán de daros el pecho?»
Eso no agradó a Jorge, lo hirió en lo más hondo. Al regresar a sus aposentos sollozaba y empezaba a dolerle la cabeza; tenía la impresión de que todos estaban en su contra.
Cuando podía escaparse a Richmond, a la vida tranquila con Carlota, se sentía mejor, pero no era posible ser rey y vivir plácidamente como un caballero de campo.
Bute se sentía enfermo; ya no fanfarroneaba y le inquietaba sobremanera no saber, cada vez que salía, si la gente acabaría echándosele encima y matándolo.
Había conseguido el poder que tanto ambicionó y, ahora que lo tenía, resultaba muy distinto de su sueño.
Y entonces Juan Wilkes atacó.
Juan Wilkes era hijo de un destilador de malta de Clerkonwell, había fundado un periódico junto a su amigo Carlos Churchill con el propósito de atacar las irregularidades de la época. Era parlamentario y apoyaba con fervor a Pitt y, como persona interesada en cualquier controversia, el conflicto entre aquél y el gobierno de Fox le resultaba irresistible.
Wilkes era sumamente feo; sus rasgos, irregulares y sus muecas, diabólicas; para contrarrestar, había adquirido modales muy corteses y un ingenio agudo con los que pugnaba por expulsar de sus escaños a los que, según él, eran indignos de ocuparlos. El primero y más importante contra el que luchar era, por supuesto, Bute.
De joven había viajado mucho y, a su regreso, sus padres desearon que se casara con Mary Mead, la hija de un tendero londinense —muy rico—, y él aceptó. El matrimonio fue un fracaso; la pobre Mary no estaba a la altura del humor y la inteligencia de su marido. Wilkes salió bien parado, no sólo por recibir una sustanciosa parte de la fortuna de su esposa, sino porque obtuvo la patria potestad de su hija Mary, la única persona a la que quería.
Necesitaba una vía de escape para su enorme energía y se hizo miembro de sociedades de mala reputación, como el Club del Fuego del Infierno y el de sir Francisco Dashwood, conocido como la Orden de San Francisco. El objetivo de estas sociedades era practicar el libertinaje y la obscenidad con ingenio y humor. Los miembros de la Orden de San Francisco se reunían en Medmenham, en una abadía del Císter abandonada, y allí se dedicaban a prácticas con las que intentaban impresionarse los unos a los otros burlándose de la Iglesia, y se llegó a decir que en una ocasión dieron los sacramentos a un mono.
Wilkes hizo amigos influyentes dentro de ese club, entre ellos algunos defensores de Pitt, como sir Francisco Dashwood y lord Sandwich; a través de ellos, se convirtió en gobernador civil de Buckinghamshire y, tras un intento frustrado de conseguir un escaño en el Parlamento por Berwickon-Tweed, fue elegido por Aylesbury.
No tuvo mucho éxito en la Cámara de los Comunes ya que carecía de elocuencia, pero su ingenio y su sentido del humor le granjearon muchas amistades; era un compañero divertido y hasta se burlaba de su propia fealdad. Nunca, decía, se había mirado en un río y admirado su rostro, como Narciso; no lo encontrarían observándose de soslayo en un espejo, costumbre que había visto en aquellas personas a quienes la Naturaleza les había otorgado generosamente rasgos agraciados. Hizo un culto de su fealdad. Era sumamente viril y tenía un apetito sexual voraz; en poco tiempo acabó con su propia fortuna y la de su esposa y estaba buscando el modo de hacer dinero.
Descubrió su talento para el periodismo, una profesión emocionante, pues podía expresar sus puntos de vista, oírlos citados, tener influencia en el país…, y eso era, exactamente, lo que deseaba.
Si había un hombre al que Wilkes ansiaba ver caer del pedestal, ése era Bute. Lord Bute personificaba todo lo que él no tenía: belleza, lujo y una amante, la princesa viuda de Gales, que le había sido fiel durante años. Lo envidiaba; él era más inteligente pero Bute era rico y él, pobre; aquél había llegado a ser jefe del gobierno y él, el brillante Wilkes, era un fracaso en el Parlamento.
Y ahora Bute estaba obligando al país a aceptar sus deseos y lo había hecho por medio de sobornos: tema perfecto para un periodista. Uno de los rotativos, The Monitor, criticaba al gobierno, pero sólo era una hoja apenas digna de llamarse periódico. Para desquitarse, Bute había fundado otros dos, The Briton y The Auditor, y había colocado al novelista Tobías Smollett al frente del primero. Bajo su brillante dirección, The Briton atrajo la atención y apoyó la causa de Bute, que resultó beneficiada y empezó a volverse menos impopular. Eso le resultó insoportable a Wilkes, que abordó a su amigo Carlos Churchill, cuya vida era tan poco ejemplar como la suya —también se había separado de su esposa—, y había adquirido cierta reputación como poeta.
—Deberíamos crear un periódico que rivalice con The Briton —le sugirió—. Así informaríamos al país sobre el señor Bute. —¿Qué podríamos decir que no se sepa ya?
Wilkes soltó una carcajada.
—Encontraremos mucho de qué hablar, no os preocupéis. ¡Sobornos!, ¡y eso en un caballero tan galante! Juraría que a la gente le gustaría saber cómo funciona en la cama de la princesa.
—Wilkes, sois un demonio —exclamó Churchill.
—Y os honra el aceptarme como tal, amigo mío. Ahora a trabajar.
En muy poco tiempo estuvieron preparados para publicar su periódico.
—¿Cómo lo titularemos?
Wilkes se lo pensó y una sonrisa pícara se esbozó en su feo rostro.
—¿Por qué no el North Briton?; después de todo, se dedicará a destruir a un caballero del otro lado de la frontera. Sí, eso es.
Así fue como se creó el North Britain
Desde el primer número fue un éxito; nada gusta más a la gente que ver ridiculizados a los grandes y más aún cuando se hace con sentido del humor e ingenio.
Wilkes se encargó de su presentación y la gente lo compraba por miles. A Fox lo pintaban como el fiel secuaz de Bute, habían conseguido que se aprobaran sus medidas, pero ¿cómo? Wilkes no ocultó nada, tenía la información a mano, sabía cómo había pasado el tratado de paz por la Cámara de los Comunes y la de los Lores: ¡Mediante sobornos! El soborno y la corrupción eran los temas que Wilkes y Churchill iban a exponer en el North Briton; ambos estaban a favor de la libertad, la libertad de acción y la de expresión, abogaban por ello y no tenían por qué hacer distinción de personas, no iban a tener consideraciones con nadie que ofendiera las normas de decencia que ellos mismos establecían, y el soborno era una ofensa que provocaba en ellos gritos de ¡qué vergüenza!
Pero el blanco principal era el escocés. Era guapo, muy, pero que muy guapo, tenía esposa y numerosos hijos pero le sobraba tiempo para atender a la princesa viuda. ¿Acaso se percataba el pueblo de que contaba con un genio del boudoir?
Tenían otro método de ataque, más serio éste; comparaban a Jorge III con Eduardo III, la princesa viuda de Gales con Isabel de Francia, reina de Inglaterra y esposa de Eduardo II, y, como Bute debía tener un papel en el drama, le die-ron, por supuesto, el de Roger Mortimer, amante de Isabel, que con la ayuda de ésta invadió Inglaterra y obligó a Eduardo II a abdicar.
Wilkes y Churchill idearon una parodia de la obra de Mountfort, La Caída de Mortimer, que publicaron con una dedicatoria a quien tan bien se lucía en la alcoba, lord Bute. Las ventas del North Briton se dispararon y Wilkes se dio cuenta de que ése era el modo más divertido y rápido de mejorar su posición económica; sólo tenía que recordar que no habían de detenerse ante nada, que nadie debía estar a salvo de su pluma mordaz. La simple realidad era que a la gente le encantaban los cotilleos calumniosos y groseros y cuanto más indignantes los hechos y más elevada la posición de quienes los cometían, más les agradaban.
—Tendrán lo que desean —canturreaba Wilkes, y se lo dio.
Henry Fox se percataba del aspecto que estaban tomando los acontecimientos, y como aliado de Bute, recibía naturalmente parte del oprobio arrojado sobre éste, así que no vio razón alguna para seguir formando parte del gobierno.
Carolina lo estaba exhortando a que dejara la política. ¿Acaso no había prometido que en cuanto pudiera lo haría? Le había dicho que este último escarceo era demasiado importante para pasarlo por alto. Bueno, ya había hecho lo que le pedían, les había enseñado cómo conseguir el tratado de paz que Pitt había rechazado tan violentamente, así que ¿de qué servía continuar en el cargo?
Mientras se paseaba por los jardines de la mansión Holland, con el brazo entrelazado en el de su esposa, deleitándose con el esplendor de la primavera, Enrique Fox se mostró de acuerdo con ella y le dijo que tenía razón.
Ahora que ese odioso Wilkes había publicado su periodicucho escandaloso nadie estaba a salvo y, menos, los altos cargos, el gobierno iba a tambalearse bajo los ataques que lo ridiculizaban.
Si quería salir cubierto de gloria, tendría que hacerlo ya y el precio por sus servicios sería un título.
—¿Qué os parece lord Holland, querida? —preguntó con una sonrisa y una mirada de satisfacción.
—Creo que sería ideal, pero sólo si dejáis el gobierno y os retiráis para que podamos disfrutar de más tiempo juntos, lo que me complacería mucho y os permitiría evitar las calumnias de ese horrendo Wilkes, el desprecio generalizado con que se ve al gobierno y la creciente impopularidad de lord Bute.
—Sabia mujer —comentó Fox—. Mañana veré a milord y con él al rey. No me cabe la menor duda de que vuestro marido será pronto un noble lord.
—Cuanto antes, mejor, porque eso significará que estáis fuera del gobierno.
El señor Fox se presentó ante lord Bute.
¡Pobre Bute! Ciertamente estaba perdiendo su aire juvenil; ser jefe de gobierno no le favorecía. Fox se rio satisfecho para sus adentros. ¡Esos hombres ambiciosos que creían ser lo que no eran! Mejor que Bute volviera a mimar a la princesa viuda, eso lo hacía bien, pero el país necesitaba algo más que mimos.
—Milord, he venido a deciros que mi salud empieza a fallar y, como ya he cumplido mi promesa de ayudaros, no veo ninguna razón para permanecer en el gobierno.
Bute se alarmó; con el apoyo de Fox se sentía seguro, era un político brillante, digno rival de Pitt y tan astuto como indicaba su apellido. Bute se aferraba con todas sus fuerzas a su cargo a sabiendas de que Fox lo secundaba, pero ahora el muy zorro le quitaba su apoyo. ¡Estaba harto!
—Es una mala noticia.
—No, no —lo interrumpió Fox—, un hombre que no cuente con una buena salud es un pobre secuaz. Vos, milord, con esa astucia que os ha llevado a vuestra posición actual, no necesitáis a un pobre y enfermo zorro. Estoy decidido a jubilarme.
—No puede ser vuestra última palabra…
—Por desgracia sí lo es. Mi salud me lo exige. He dado mi palabra a mi esposa de que hoy vendría a deciros que pienso dimitir. Ya no os soy útil, por tanto me iré, con el título que me prometisteis, para mostrar al pueblo que se me considera digno de mi recompensa.
—Un título….
—Barón Holland de Foxley de Wiltshire —lo interrumpió Fox— y espero conservar el puesto de pagador.
Bute se quedó asombrado; era realmente típico de Fox re-clamar el título y un cargo que casi equivalía a una sinecura y que aportaba una renta considerable.
—Creo que hasta mis enemigos estarían de acuerdo —dijo Fox sonriendo— en que el país me lo debe.
El rey se encontraba profundamente preocupado; había leído el periodicucho de Wilkes. ¡Esas terribles acusaciones contra su madre y lord Bute!, ¿acaso todos lo sabían menos él? ¡Menudo bobo había sido! Todos esos años que habían estado juntos mientras él creía que sólo eran buenos amigos y, sin embargo, durante ese tiempo habían vivido como marido y mujer. Todos lo sabían… excepto él… y, sin duda, el mundo entero se estaba burlando de su candidez.
Escondió la cara entre las manos. Había momentos en que sentía que todo el mundo estaba en su contra, no podía con-fiar en nadie, ni siquiera en su madre o en Bute —esas dos personas de las que había dependido toda la vida.
¡Ah, sí!, podía confiar en Carlota porque ella no era más que una jovencita que no sabía nada de asuntos de Estado y nunca sabría. La mantendría alejada de la corte, que era tan malvada; Carlota conservaría su inocencia y seguiría pariendo sus hijos. En agosto tendrían otro; dos ya, y ni siquiera llevaban un par de años casados. Sí, sólo deseaba pensar en Carlota esos días. Empezaba a odiar la política y a desconfiar de los políticos pero si iba a ser un buen rey, debía comprender cómo eran esos asuntos. El modo en que las cámaras habían aceptado la paz lo indignaba; ¡sobornos!, y todo arregla-do por el cínico señor Fox.
Le suponía un verdadero placer escapar a Richmond en cuanto podía, pasear con Carlota por los jardines, sentarse junto a la cuna del bebé y maravillarse de que fuera tan ro-busto.
Y ahora lord Bute le traía a Fox para decirle que el ministro deseaba dimitir y que, como reconocimiento a sus servicios, aceptaría un título, concretamente quería convertirse en barón de Holland y conservar también su cargo de pagador.
—Así que dejáis el gobierno, señor Fox —dijo el rey en tono de desaprobación.
—Majestad, mi salud se ha deteriorado y no estoy en posición de llevar con dignidad el alto cargo que con tanta bondad me habéis otorgado.
Jorge se sintió molesto y desilusionado. El señor Fox era afortunado: cuando quería salir de una situación difícil sólo tenía que dimitir y, para colmo, conseguía un título.
No había nada que hacer, tenían que dejarlo marchar.
El 19 de abril, el rey dio comienzo a la sesión del Parlamento y, cuatro días más tarde, apareció el número 45 del North Briton.
Wilkes comentaba en él la paz de Hubertsberg —que siguió a la de París—, definiéndola como «el mejor ejemplo de desfachatez ministerial jamás impuesta a la especie humana».
Jorge lo leyó, pues ahora todo el mundo seguía el North Briton; lo repasó ansiosamente para asegurarse de que no lo ridiculizaban y reparó en que Wilkes lo mencionaba personalmente.
«La legislatura y el público en general había escrito Wilkes —suelen considerar el discurso del rey como el discurso del ministro.»
Con ello daba a entender que no pretendía atacar al monarca, sino que culpaba al principal ministro, Jorge Grenville.
«Todos los amigos de este país —continuaba— deben la-mentar que un príncipe de tantas y tan destacadas cualidades, a quien Inglaterra reverencia de veras, pueda, desde un trono siempre renombrado por su veracidad, honorabilidad e intachable virtud, autorizar con su sagrado nombre leyes de lo más odiosas y declaraciones públicas absolutamente in-justificadas.»
Cuando Jorge lo leyó no se dejó engañar por la implicación de lealtad; hacía escarnio de su persona y sugería que era, en el mejor de los casos, un títere.
Padecía una de sus jaquecas y repetía mentalmente una y otra vez las frases del artículo.
Deseaba escapar de inmediato, estaba harto de su cargo; si pudiese ser como el señor Fox y alejarse para disfrutar de la compañía de su esposa, pero era el rey y no podía dimitir.
Jorge Grenville pidió audiencia, entró aferrando el North Briton y resultó obvio que se hallaba tan enfadado como el rey.
—Esto no puede quedar impune, majestad.
—Eso mismo estaba pensando yo —contestó el rey—. Nos están insultando, pero ¿qué podemos hacer?
—Podemos enviar un ejemplar del North Briton a los consejeros jurídicos de la Corona; en mi opinión, se trata una difamación sediciosa.
—Que así sea —concluyó el monarca—. Es hora de tomar medidas contra ese tal Wilkes.
Lord Halifax y el conde de Egremont, en su calidad de ministros, no se hicieron de rogar para cursar la orden que exigía Grenville.
Con ella se autorizaba un estricto y minucioso registro en las oficinas del periódico por sedición y traición y el arresto de los autores de la calumnia.
El secretario de Halifax acudió a casa de Wilkes una noche y le leyó la orden pero éste señaló que su nombre no figuraba en el documento y que, por tanto, no era legal. Fue tan contundente su alegato que el secretario se marchó, pero a la mañana siguiente se presentó en las oficinas del North Briton.
Wilkes estaba discutiendo con él cuando Carlos Churchill entró; mirándolo directamente a los ojos, Wilkes dijo a su amigo:
—Buenos días señor Thompson. ¿Cómo se encuentra la señora Thompson?, ¿comerá en el campo?
Churchill adivinó de inmediato lo que estaba ocurriendo y que Wilkes lo estaba poniendo sobre aviso por lo que contestó:
—La señora Thompson se encuentra bien, señor. Venía simplemente a ver cómo estabais antes de reunirme con ella.
Churchill aceptó el caluroso saludo de Wilkes para la señora Thompson y desapareció; se fue sin demora al campo para evitar que lo detuvieran.
Los argumentos de Wilkes para defenderse fueron rechazados y se lo llevaron arrestado aunque protestó diciendo que los demandaría a todos por violación de la ley.
Londres se hallaba alborotada. La detención de Wilkes constituía una amenaza contra los derechos individuales; la libertad de expresión corría peligro y Wilkes era el defensor de las libertades.
Bute contrató al artista Hogarth para que dibujara una caricatura burlona de Wilkes con un aspecto más feo aún, que haría circular por la ciudad. A unos kilómetros de Londres, Churchill se desquitó con unos escritos satíricos y canciones acerca de Bute y sus seguidores en los que dejaba claro que Hogarth estaba al servicio de Bute, que era un artista que trabajaba para quien más le pagara y que, por tanto, sus puntos de vista no tenían valor.
En mayo, Wilkes hizo valer su privilegio de parlamentario en su juicio y el gobierno sufrió una de sus peores derrotas cuando el presidente del tribunal, el juez Pratt, lo puso en libertad.
Arrogante y descarado, Wilkes regresó a su oficina dispuesto a luchar contra ellos. Lo primero que hizo fue demandar a quienes habían ordenado detenerlo.
La ciudad esperó divertida a ver lo que ocurría a continuación. Las burlas contra lord Bute eran aún más ofensivas que antes y al rey lo recibían a menudo con un silencio hostil. Wilkes era el defensor de la libertad y el héroe del pueblo.
A lo largo de ese penoso verano, Jorge se escapó a Richmond cada vez que pudo pero, a principios de agosto, Carlota tuvo que regresar a Saint James para esperar el parto. Había tomado con regularidad clases de inglés y progresaba considerablemente, su acento era decididamente alemán pero ya no se hallaba en la irritante posición de no entender lo que decía la gente a su alrededor. Sin embargo, no podía practicar mucho pues Schwellenburgo se había erigido como jefa de sus damas y, pese a la advertencia que había recibido, no lograron modificar la situación que había creado, así que había demasiadas ocasiones en que Carlota sólo podía expresarse en alemán y requería la presencia de Schwellenburgo o de Haggerdorn.
Carlota se daba cuenta de cómo la limitaban pero se recordaba a sí misma que había estado embarazada casi desde que había llegado a Inglaterra.
Ocasionalmente captaba al vuelo alguna que otra palabra de las conversaciones; se había enterado de que Isabel Chudleigh, su temeraria dama de compañía, mantenía relaciones con el duque de Kingston, lo que la sorprendió, pues no le parecía la clase de amante que se habría esperado para Isabel ya que él daba la impresión de ser un hombre estudioso y era mucho mayor que la dama. Pero quizá lo que la atraía era su título, aunque eso no le servía de mucho ya que el duque no se había casado con ella.
En vista de que su conducta no era muy decente se preguntó por qué le permitían permanecer en la corte.
Se lo mencionó a Jorge, que se mostró de acuerdo con ella, aunque su madre podía sentirse ofendida si la despedían sin consultárselo porque ella se la había recomendado.
—La próxima vez que nos veamos se lo comentaré —dijo Carlota.
Jorge, preocupado por otros asuntos, se limitó a asentir con la cabeza. Pobre Jorge, parecía que sus ocupaciones le suponían una enorme carga aunque, por supuesto, estaba encantado con el embarazo de Carlota.
—Casi no he tenido tiempo de ver Inglaterra —manifestó risueña en una ocasión—. Desde que he llegado he estado embarazada o a punto de dar a luz.
—Y eso es muy loable.
Sí, pensó Carlota, pero debería tener un respiro entre hijos.
La siguiente vez que vio a la princesa viuda le mencionó el asunto de Isabel Chudleigh, pero la princesa puso cara de confusión y murmuró que le parecía que hacía bien su trabajo.
—Es algo frívola —sugirió Carlota.
—Casi todas las damas lo son.
—Sin duda no estáis enterada de que es amante del duque de Kingston.
—Siempre hay algún escándalo. —La princesa viuda se sonrojó ligeramente—. Dudo que alguna de nosotras se salve.
Qué extraño, se dijo Carlota, la princesa Augusta solía ser muy estricta: cuando ella había asistido a bailes después del nacimiento de su pequeño Jorge, la princesa había expresado su desaprobación por semejante frivolidad, aunque se tratara de celebrar el nacimiento del príncipe de Gales. Y ahora se mostraba muy tolerante con la señorita Chudleigh. Carlota recordaba la arrogancia y la autocomplacencia de su dama y se preguntaba si ésta no estaría chantajeando a la princesa.
¡Qué idea tan extraña! Las mujeres piensan cosas raras cuando están embarazadas, se dijo. Sin embargo, se acordó posteriormente de su ocurrencia cuando escuchó a Isabel decir algo sobre el afecto que profesaba el rey a los cuáqueros con una risilla socarrona que podía significar cualquier cosa.
Luego recordó el desfile del alcalde que habían observado desde el balcón de los Barclay en Cheapside: sí, el rey sentía sin duda afecto por los cuáqueros.
¡Saint James, ese palacio sombrío como una prisión! Qué diferente era de su querida mansión en Richmond y qué pena que no pudiera esperar allí la llegada de su segundo hijo. Pero no, el niño debía nacer en Londres; podía llegar a ser rey si algo le ocurría al pequeño Jorge, Dios no lo quisiera; sin embargo, los reyes y las reinas debían estar preparados para esas eventualidades.
Los calurosos días de agosto se sucedían mientras Carlota esperaba. Jorge se hallaba a menudo con ella y casi siempre parecía preocupado; de hecho, ya nunca se había sentido del todo bien desde esa enfermedad que tuvo antes del nacimiento del pequeño Jorge. La política lo inquietaba, siempre había algo que le preocupaba y ahora era ese horrible señor Wilkes. Carlota no sabía exactamente qué pasaba pero sí se daba cuenta de que se trataba de un problema. Intentó enterarse durante las breves conversaciones con sus damas pero éstas solían estar en desacuerdo sobre lo que correcto o incorrecto del asunto, y cuando trató de hablar del tema con Jorge, éste le contestó con indulgencia que no debía llenar su cabecita con preocupaciones tan desagradables, que podía ser perjudicial para el niño; en cuanto a la princesa viuda, ésta se limitó a decirle que si el rey deseaba que se enterase, ya se lo comentaría.
¿Adónde había ido a parar la jovencita resuelta que había escrito al rey Federico? Parecía haberse perdido en la madre. Cuando Carlota llegó a Inglaterra se había imaginado gobernando el país con su marido, se había prometido que intentaría entender los asuntos de Estado para de serle útil.
Pero la mantenían apartada de esos temas.
Cuando nazca mi bebé, se dijo con resolución la situación cambiará.
El 16 de agosto, un año y cuatro días después del nacimiento de Jorge, príncipe de Gales, Carlota dio a luz su segundo hijo, un niño perfecto, fuerte y rebosante de salud.
Ahora, todos decían que Carlota sería una auténtica paridera: dos niños sanos en dos años de matrimonio ¿qué mejor señal?
El rey estaba encantado, diríase que se había deshecho de sus preocupaciones, nada parecía importarle cuando tenía al niño en sus brazos. Wilkes podía echar todas las pestes que quisiera, el gobierno podía atormentarlo, le daba igual, lo toleraba todo cuando pensaba en su familia cada día más numerosa: dos hijos y una esposa que le daría muchos más, es-taba seguro. Era un hombre afortunado.
Al pequeño lo llamaron Federico Augusto y muy pronto él, su madre, su hermano Jorge y él volvieron a disfrutar del aire de Richmond.