CONFLICTO CON LA PRINCESA VIUDA

COMENZARON entonces las semanas más felices de la vida de Carlota. Jorge la encontraba simpática y deseosa de aprender, y como ella sólo hablaba alemán y francés, lo que la aislaba mucho socialmente, le pidió que la guiara y la protegiera. Aparte de su aspecto, Carlota poseía todo lo que él deseaba en una esposa, y como era un hombre que sólo podía hallarse en paz consigo mismo si creía estar haciendo lo correcto, empezó a disfrutar de su matrimonio. Transcurrían días enteros sin que pensara en Sara e incluso cuando vislumbraba las ropas de una cuáquera en la calle se prometía que Carlota y él serían un ejemplo para todas las parejas de casados del país, de modo que sus indiscreciones juveniles pasa-rían al olvido.

Había reprimido sus propios deseos; se había casado con Carlota por el bien del país y ahora era su deber hacer que su matrimonio fuera agradable tanto para ella como para sí mismo.

Se encontraba físicamente satisfecho; no era un hombre sensual, aunque le gustaban las mujeres y solía ser muy sensible a los encantos femeninos, sentía placer al contemplar-los, a sabiendas de que en su posición un hombre menos decente habría alimentado la emoción que despertaban. Pero Jorge, no iba a ser un marido fiel e introduciría una nueva respetabilidad en la corte y en el país.

Así pues se dedicó a Carlota y ella se congratuló de que el aspecto más afortunado de su matrimonio fuese el deseo de su marido de quererla y cuidarla.

Jorge no tardó en descubrir su amor por la música y le propuso que celebraran veladas musicales en las que ella pudiera demostrar su habilidad con el clavecín y escuchar a algunos de los músicos de la corte te encantaría la ópera, estaba seguro, y a los pocos días de la coronación la llevó a presenciar una. Se trataba de un acontecimiento solemne; el pueblo todavía se sentía afectuoso con su rey y su reina y cuando la pareja entró en el palco real fue recibida con una ovación.

Él le dijo que, más tarde, cuando hubiese aprendido inglés, la llevaría a ver una obra de teatro, que sin duda le gustaría, pero ahora no había ningún motivo para perderse la Ópera de los Mendigos que volvía a representarse.

Le contó la historia del salteador de caminos y cómo eran los bajos fondos y ella lo escuchó con avidez aunque no lo comprendía del todo, pues la vida de los rufianes de Londres estaba fuera de todo lo imaginable.

—En tiempos de mi abuelo se los consideraba traidores —le explicó Jorge.

Ella no entendía cómo las payasadas de los criminales y de los presidiarios podían afectar a la Corona.

—¡Oh!, lo que pasa es que algunos caricaturizaban a los ministros del rey. Pero eso ha cambiado, las alusiones ya no tienen sentido y no tenemos miedo a que nos ridiculicen.

Hablaba de modo casi complaciente; los vítores de su pueblo resonaban todavía en sus oídos y estaba convencido de que todo sería distinto bajo su reinado.

La acompañaba a dar pequeños paseos por el campo, y a ella le encantó su nueva tierra, tan hermosa en esa época del año, cuando las hojas se tornaban rojizas y doradas aunque la hierba estuviese verde todavía.

—Sería agradable —comentó Jorge— vivir fuera de la corte… bueno, no del todo, pero sí tener un lugar donde pudiéramos librarnos de las ceremonias. Creo que os compraré una casa.

—¡Una casa para mí! —exclamó Carlota encantada—. Pero me invitaréis a vivir con vos. Hablaron de casas.

—Nunca me gustó Hampton Court —le confió Jorge—; mi abuelo me pegó allí en una ocasión… y siempre me acuerdo.

—¡Os golpeó! Debió de ser un viejo desagradable…

—Lo era; de todos modos, no creo que pensara que me lo iba a tomar tan en serio. Tenía mucho genio y supongo que me creía especialmente estúpido; en todo caso, me pegó y desde entonces no me gusta el lugar.

Entonces a mí tampoco me gustará.

Aunque la verdad es que ya no me agradaba antes del incidente —prosiguió el rey—; es demasiado llano. Le pedí a Capability Brown que hiciera algo con el jardín y me respondió que no, que no había nada que hacer y que se negaba por respeto a sí mismo y a su profesión.

¡Capability! ¡Menudo nombre!

—Su verdadero nombre es Lancelot, pero lo llaman Capability[1] porque, cuando se le muestra un jardín, si desea trabajar en él comenta siempre que tiene grandes posibilidades. Es un déspota en cuanto a jardines se refiere… pero es un genio, y se dice que ningún jardinero del mundo se le puede comparar. Es capaz de transformar cualquier lugar.

¿Y se negó a tocar Hampton?Se negó a tocar Hampton repitió Jorge con satisfacción. —Quiero que venga a ver la mansión Wanstead, que está a la venta.

A Carlota le encantaban esas excursiones con el rey y les proporcionaban una cómoda intimidad. Podían haber sido un noble cualquiera y su esposa, sin responsabilidades de Estado, que escogían juntos su primera casa.

Wanstead era un lugar encantador.

—Una de las mejores mansiones del país. Si os hubieseis alojado aquí camino del palacio de Saint James, este último os habría parecido insignificante.

—Está un poco más alejado de lo que esperábamos —advirtió Carlota—. Es hermoso, lo reconozco, y nunca he visto casa que me deleitase más, pero si viviéramos aquí, no podríamos venir a menudo.

Jorge asintió con la cabeza. Carlota estaba resultando ser una joven práctica.

—Tendríamos que atravesar la ciudad. Sí, tenéis razón; está demasiado lejos de Saint James, nunca podríamos escaparnos sin armar un lío. Sugiero que volvamos a mirar la mansión de sir Juan Sheffield, quiere veintiuna mil libras por ella.

Cuando vio el palacio de Buckingham, Carlota se quedó encantada y declaró que su localización era perfecta, tan cerca de Saint James.

Ambos decidieron que les agradaba y lo inspeccionaron charlando excitados en alemán sobre los cambios que harían.

Jorge consultó el asuntó de la mansión Buckingham con sus ministros y finalmente se decidió que si el rey renunciaba a la residencia Somerset, que se usaría para fines públicos, el Estado pondría el palacio de Buckingham a nombre de la reina.

Eso les pareció un acuerdo razonable y muy grato, y Carlota y Jorge se entregaron a la placentera tarea de planificar una casa.

Al cabo de muy poco tiempo se inició la reconstrucción, y la mansión llegó a conocerse como la casa de la reina. La felicidad tuvo un efecto benéfico en el aspecto de Carlota.

Una de las personas más ingeniosas de la corte comentó:

—El velo de su fealdad empieza a desvanecerse.

Mademoiselle von Schwellenburgo crecía en importancia cada día que pasaba —al menos en su propia opinión—. Resultaba imposible, razonaba, que esas inglesas que rodeaban a su señora fuesen superiores a ella; ella era alemana, conocía a su señora desde que era la insignificante hermana del duque de Mecklenburgo-Strelitz y por lo tanto merecía privilegios especiales.

¿Alberto? Sólo era el peluquero, un sirviente inferior. Haggerdorn, una mujer sin personalidad, cuyo único propósito en la vida era servir a mademoiselle von Schwellenburgo.

Esta había ideado un nuevo método para vestir a la reina: como era una actividad por debajo de su posición, la supervisaría.

Mediante señas y gestos intentó dejárselo claro a las inglesas, pero ellas fingieron no comprenderla. Entonces pidió a Carlota que les explicara que, como asistenta personal de su majestad, tenía autoridad sobre ellas.

Carlota se encontraba tan feliz que deseaba complacer a todo el mundo, así que dijo a sus damas inglesas que a partir de entonces mademoiselle von Schwellenburgo las supervisaría.

Isabel Chudleigh la escuchó con aparente decoro pero de inmediato comentó el asunto con las demás.

—Ya podemos adelantar lo que va a ocurrir. Todo aquí será alemán; así han sido siempre los alemanes: quieren imponer su insulsez a todos. Muy pronto pareceré una hausfrau y vosotras, también; y el único entretenimiento que tendremos será la música, música y más música. Y peor aún, nadie podrá acercarse a la reina si no es a través de la Schwellenburgo.

—Parece que la reina desea dar una posición especial a esa odiosa criatura, pero ¿qué podemos hacer? —inquirió la duquesa de Ancaster.

—Mucho —replicó la señorita Chudleigh, y se puso en acción.

Gracias a sus tortuosas y expertas maquinaciones, la princesa viuda no tardó en enterarse de que la von Schwellenburgo poseía mucha influencia sobre la reina, que daba órdenes en los aposentos de ésta y que las damas inglesas se estaban rebelando.

La princesa mandó llamar a la señorita Chudleigh, quien opinó que mademoiselle von Schwellenburgo era una mujer ambiciosa; además, estaba segura de que en su odioso idioma, en el que parloteaba constantemente, estaba haciendo toda clase de planes para gobernar la corte según sus ideas germanas.

Podía fiarse de que, por lo menos, la señorita Chudleigh olfateaba los posibles problemas, así que la princesa viuda le dio amablemente las gracias, insinuándole que le agradecería más informaciones y que le convendría trabajar para ella pues su posición en la corte era un tanto precaria, dada su dudosa relación con el duque de Kingston. La señorita Chudleigh respondió de modo igualmente indirecto: conocía ciertos secretos acerca del rey y una cierta dama cuáquera y —puesto que había ayudado a que la aventura se desarrollara— sabía bastante más que la mayoría; estaba segura de que en manos de ciertos escritorzuelos y caricaturistas constituiría una historia que no sólo divertiría al pueblo inglés, sino que lo indignaría, pero mantenía el secreto porque deseaba conservar la estima de la princesa viuda tanto como ésta deseaba complacerla a ella.

La princesa viuda inclinó la cabeza, reconociendo lo delicado de la situación. El lugar de Isabel Chudleigh en la corte estaba a salvo, sin importar lo vergonzosa que fuese su conducta; aunque le convenía recordar que había límites que una princesa no estaba dispuesta a traspasar, ni siquiera para evitar que su hijo se viese envuelto en un horrible escándalo.

Ambas se entendían. Como siempre que se sentía insegura, la princesa viuda mandó llamar a lord Bute, quien acudió a toda prisa. Lo miró angustiada y se preguntó si estaba cambiando, si su devoción había menguado un poco. Natural mente, tenía que vigilar al rey por el bien de Iodos, pero ¿no le prestaba menos atención a ella? Y de ser así ¿eso no sucedía desde que Jorge había ascendido al trono?

Sin embargo, cuando Bute se inclinó y la besó, le pareció indigno albergar esas dudas. No era promiscua, no quería un montón de amantes; lo que había entre Bute y ella era como un matrimonio que carecía únicamente de la bendición de la Iglesia. Podía confiar en Bute y él en ella, tenían la misma meta y juntos avanzaban hacia ella.

—Me han dado una noticia preocupante, querido; me in-formó esa mujer, la Chudleigh.

—Si hay alguien capaz de barruntar un problema, es ella. —Puede sernos útil… si podemos confiar en ella—. ¡Ah!, ahí está el quid de la cuestión: saber si se puede confiar en ella. ¿Qué es lo que pasa?

—La Schwellenburgo, se está dando aires de grandeza y actúa como una pequeña reina, lo que causa problemas con las demás damas. A este paso no tardará en vender honores y pondrá a Carlota en el centro de una camarilla de poder… ya conocéis los síntomas.

—Los conozco muy bien. Hace poco tuvimos el destacado ejemplo de Sara Churchill y sabemos que hay buenas razones para recelar de las mujeres ambiciosas que rodean a las reinas pero, en este caso, la solución será sencilla.

—¿En qué estáis pensando?

—En despacharla.

La princesa viuda soltó una carcajada.

—Ya sabía yo que lo resolveríais. ¿Por qué no se me habrá ocurrido a mí?

—Porque queríais complacerme y dejar que yo lo propusiera.

Ella lo contempló con ternura.

—Más vale que vayamos a hablar con Jorge para sugerirle que sería mejor que la Schwellenburgo se fuera.

—Le pediremos que venga él.

—¡Pero, querido…! A veces creo que os olvidáis de que es el rey.

Bute se volvió hacia ella con una expresión tan feroz que a la princesa viuda la alarmó un poco aunque también la deleitó.

—Sigue siendo nuestro Jorge, nada podrá cambiar eso; le pediremos que venga aquí.

Mientras él le ordenaba a un paje que fuese a decirle al rey que solicitaban su presencia en los aposentos de su madre, Augusta pensó que su querido lord Bute se sentía más seguro de sí mismo desde el ascenso de Jorge al trono.

 

 

 

—No creo que Carlota quiera prescindir de ella —dijo Jorge—. La acompañó desde Alemania y es normal que desee conservarla a su lado.

—Es una situación a la que tienen que enfrentarse todas las princesas —señaló su madre—. Llegamos con nuestras acompañantes y, pasado un tiempo, tenemos que separarnos de ellas. Además, la Schwellenburgo está causando problemas con las otras damas.

—Sí, supongo que sí —Jorge suspiró—, pero no me gusta la idea de pedirle que se deshaga de ella.

—No necesitáis preocuparos por eso, majestad —intervino prestamente Bute—, ¿para qué están vuestros súbditos si no para hacer lo que os disgusta?

Y sonrió a la princesa viuda, como diciéndole: ¿Veis con qué facilidad ganamos nuestras batallas?

 

 

 

Mademoiselle von Schwellenburgo estaba indignada.

—Pero, mi señora, eso es monstruoso; no es posible. ¡Van a despacharme! ¿Quién os cuidará? Yo, sólo yo, sé hacerlo. ¡Vine con vos desde Alemania…!

—Es una tontería —la interrumpió Carlota—, ¿quién dice que tenéis que marcharos?

—Son órdenes del rey. He de irme, dejar el palacio en unos días; me proporcionan transporte. Regresad a Mecklenburgo, dicen. ¡Oh, no, es imposible!

Carlota se quedó pasmada; no tanto por la perspectiva de perder a la Schwellenburgo, cuya arrogancia resultaba difícil de soportar, sino porque no la habían consultado.

Fue a ver al rey y le preguntó el significado de todo eso, quería saber cuál era su posición en Inglaterra si no se le permitía decidir quiénes podían ser sus sirvientes.

Jorge parecía abochornado.

—La costumbre es —le explicó— que los servidores extranjeros regresen a casa pasado un tiempo. Veréis, vinieron para ayudaros a estableceros y puede decirse que ya lo habéis hecho, ¿no?

—No lo entiendo. No quiero que Schwellenburgo se vaya… a menos que la despida yo. Decidme, ¿fue vuestra madre quien lo sugirió?

Jorge reconoció que sí.

—Entonces, le pediréis que venga para que me explique personalmente cuáles fueron sus razones.

—Estáis exagerando, Carlota. Tendréis otras damas en su lugar… damas que entiendan nuestras costumbres.

—De todos modos, deseo hablar con la princesa viuda en vuestra presencia.

Jorge estaba incómodo. Esperaba que Carlota no se convirtiera en una arpía, justo cuando se congratulaba por haber conseguido una esposa agradable y dócil.

Sin embargo, deseaba complacerla y en el fondo entendía su punto de vista; después de todo, era la reina y sin duda podía escoger sus propios servidores.

La princesa viuda acudió con lord Bute, y al ver la angustia de Carlota supieron por qué los mandaba llamar.

—Su majestad está preocupada —señaló el rey— porque habéis pedido que se despidiera a mademoiselle von Schwellenburgo.

—Entiendo muy bien cómo os sentís, querida. —La princesa viuda clavó su fría mirada en la reina—. ¿Acaso no sufrí exactamente lo mismo cuando llegué a este país? Por su-puesto, me di cuenta enseguida de que quienes llevaban más tiempo viviendo aquí sabían qué era lo mejor…

—No veo qué daño puede estar causando mademoiselle von Schwellenburgo.

La expresión de la princesa reveló disgusto; la reina carecía de cortesía, ¡la había interrumpido! Sin duda, la pequeña advenediza era vanidosa. ¿De dónde venía?: ¡de un pequeño ducado del que nadie había oído hablar! Horacio Walpole, siempre tan ingenioso, había comentado cuando se supo que irían allí los embajadores ingleses: «Esperemos que lo encuentren.» Pero, claro, ésa era la clase de gente que se daba aires de grandeza. La princesa Augusta no tuvo en cuenta sus propios orígenes pues ella, al menos, había sido una esposa dócil todo el tiempo que estuvo casada, y si una mujer ambiciosa no podía tener inquietudes políticas cuando era libre, ¿cuándo podía demostrar sus dotes? Esa pequeña era la reina, pero ella, Augusta, era la madre del rey y si no hubiera sido por la muerte de su marido, habría llegado a reina. No, tenían que poner a Carlota en su sitio, y éste, por muy reina que fuese, estaba muy por debajo del de la madre del rey.

 

—Entonces, querida, deberéis intentar comprenderlo. Esa mujer es insoportable, está causando problemas entre vuestras damas —situación bastante corriente, por otra parte—, y por ello tiene que irse.

La joven que se había atrevido a escribir una carta a Federico el Grande volvió a surgir ante tal ultimátum. No sentía tanto afecto por la Schwellenburgo para que se le rompiera el corazón si la perdía, ¿quién lo iba a lamentar?, pero tendría que encontrar una dama para reemplazarla y Haggerdorn era demasiado humilde; además, necesitaba alguien con quien hablar su idioma. No, ¡no iba a dejar que se la robaran tan fácilmente!, aunque no fuera más que para demostrar a su suegra que no permitiría que se la tratara de modo tan indignante.

—No quiero que se vaya. Me resulta útil. Hasta que yo no aprenda el inglés necesito una persona que hable alemán conmigo. No os imagináis lo difícil que sería no tenerla aquí.

—¡Que no puedo imaginármelo! —exclamó la princesa viuda—. Querida Carlota, a mí me ocurrió lo mismo, pero tuve el suficiente sentido común para aceptarlo como algo normal.

La discusión estaba transcurrido en alemán, idioma que Jorge entendía mejor que lord Bute sin embargo éste se per-cató de que ambas estaban perdiendo los estribos.

Carlota se acercó al rey y, mirándolo con expresión suplicante, dijo:

—Os pido este favor, dejadme que me quede con mademoiselle von Schwellenburgo.

Jorge se enfrentaba a un dilema: no deseaba disgustar a su madre pero no veía cómo negarle tan sencilla solicitud a su esposa. De hecho, estaba de parte de Carlota; no entendía por qué a la tal Schwellenburgo no se le advertía sencilla-mente de que debía cambiar de actitud, y todo quedaría resuello.

Ésa era la solución. Sonrió encantado y miró a lord Bute que, con su perspicacia masculina, lo apoyaría, estaba seguro. Se trataba de una disputa entre mujeres y, como marido, sentía que debía apoyar a su esposa, aunque fuera en contra de su madre.

Vaciló un momento, pero antes de que la princesa viuda pudiera hablar declaró:

—Mademoiselle von Schwellenburgo se quedará y sé que la reina le hará una advertencia.

—Pero… —empezó a decir Augusta.

—Lo haré —afirmó a toda prisa Carlota.

—Sí.. sí —prosiguió el rey—, debéis aconsejarle que se comporte… adecuadamente… de lo contrario, tendrá que irse.

—Eso no está bien —volvió a insistir la princesa viuda, pero lord Bute le lanzó una mirada de aviso.

Jorge habló con dignidad:

—Debéis entender, alteza, que he dicho que así será. —Miró el reloj—. Y ahora, creo que nuestros servidores nos esperan para vestirnos.

Era una clara despedida y hasta la princesa viuda tuvo que aceptarlo.

Lord Bute reconoció la orden del rey y le dio el brazo a Augusta; no podían hacer nada más que retirarse.

—¿Podéis creéroslo? —exclamó indignada la princesa una vez solos en sus aposentos—. ¿Qué ha podido ocurrirle a Jorge?

—Queridísima, os pasáis la vida repitiéndole que tiene que ser un rey, y por fin ha hecho caso de vuestro consejo.

—¿Queréis decir que va a empezar a llevarnos la contraria?

—Hoy he visto en su cara que quiere que se sepa, que sepamos, que en el futuro, si existe una diferencia de opiniones entre nosotros, él será quien decida.

—Eso me alarma.

—Supone un cambio, por supuesto, y con el que debemos tener cuidado. Hemos de asegurarnos de estar de acuerdo con él de ahora en adelante.

—Pero si se imagina que es el rey y que su palabra es la ley…

—El último monarca lo pensaba y tengo entendido que era la reina Carolina la que reinaba en verdad.

—Es cierto.

Si Jorge II lo creía, ¿por qué negarle ese agradable engaño a Jorge III?

—Sois muy astuto.

Tenemos que serlo, querida, y no hemos de repetir una escena como la de hoy de la Schwellenburgo.

Pero estoy decidida a que esa mujer se vaya. Debéis olvidarlo, alteza; la dama carece de importancia.

—Pero va a manipular a Carlota…

—Querida, también tenemos que quitarle importancia a Carlota.

—¡La reina!

—Sí, la reina. Se la ha traído aquí para que llene los aposentos de los infantes y si lo hace estará muy ocupada. Al rey no le agrada que las mujeres interfieran, me lo ha dicho a me-nudo; fomentaremos esa actitud y, entretanto, vigilad a Carlota.

La princesa asintió con la cabeza.

—Vos, mi amor, seguid influyendo sobre el rey y dejad a Carlota para mí.

 

La princesa viuda había presentado varias damas a la reina.

—Dado que os importa tanto estar rodeada de alemanas, mi querida Carlota, os envío a la señorita Pascal, es de Alemania y me ha servido muy bien.

Carlota, sonrojada por su victoria en el asunto de la Schwellenburgo, aceptó amablemente. También le fueron presentadas las señoritas Laverock y Vernon.

—Todas, mujeres excelentes —declaró Augusta.

La princesa viuda estaba segura de que ellas e Isabel Chudleigh serían muy útiles al servicio de la reina, pero también al de ella. Cumplirían las tareas que les fuesen asignadas por la dominante Schwellenburgo, pero su principal responsabilidad consistiría en espiar para la princesa y contarle todo lo que hiciera y dijera Carlota.

Como siempre, lord Bute tenía razón: no debían tener desacuerdos con el rey. Y si la princesa viuda y Bute sabían exactamente lo que ocurría en los aposentos privados de la reina, les sería mucho más fácil tomar las medidas necesarias, asegurándose a la vez de que la advenediza Carlota se limitara a ser únicamente madre de la nueva familia real.