UNA BODA EN LA FAMILIA

ERA de esperar que Wilkes no dejara de crear problemas y resultó obvio que estaba resuelto a provocarlos ese mismo otoño e invierno.

La tormenta se formó cuando publicó un poema obsceno llamado Un ensayo sobre la mujer, una parodia del Ensayo sobre el hombre de Pope. Cabía escasa duda de que el propio Wilkes no tuviese algo que ver con su redacción y sólo imprimió doce ejemplares, al parecer, para distribuirlos únicamente entre aquellos de sus amigos a quienes gustaba la pornografía.

Uno de los ejemplares llegó a manos de lord Sandwich. Éste y Wilkes habían sido amigos cuando ambos eran miembros del Círculo de Medmenham hasta el día en que Sandwich conjuró al diablo para que se presentara. A sabiendas de que acostumbraba hacerlo, Wilkes había adquirido un mono al que disfrazó de demonio y se las arregló para que el animal entrara justo cuando Sandwich estaba llamando al diablo, éste se alarmó tanto que dio media vuelta y huyó presa de un abyecto pavor, para gran deleite de Wilkes. Sandwich descubrió la broma que le había jugado y nunca se lo perdonó; cuando cayó en sus manos Un ensayo sobre la mujer vio la oportunidad de desquitarse.

Hacía pocos meses que era ministro y su estilo de vida había cambiado mucho desde los días en que era uno de los miembros destacados de Medmenham. Ahora, expresaba su horror en la Cámara de los Lores ante la publicación de una obra tan blasfema y horriblemente obscena mientras leía unos fragmentos. Wilkes había añadido notas al margen y las había firmado con el nombre del obispo de Warburton, como éste había hecho con el Ensayo sobre el hombre de Pope.

Cuando Warburton se enteró de que se había utilizado su nombre en tan vil documento se levantó enfurecido y atacó a Wilkes comparándolo con el diablo, aunque enseguida le pidió perdón al demonio por ponerlo al mismo nivel que Wilkes. Fue tan feroz la perorata del obispo que incluso quienes tendían a apoyar a Wilkes se volvieron en su contra. Esta vez, Wilkes había ido demasiado lejos y, cuando Warburton sugirió que lo enjuiciaran por blasfemia, la Cámara de los Lores se mostró de acuerdo.

Entretanto en la Cámara de los Comunes también atacaban a Wilkes; el representante de Camelford, Samuel Martin, lo tildó de cobarde y canalla. Wilkes declaró que no le quedaba más remedio que retarlo a duelo.

El drama había llegado a su punto álgido. Todos esperaban el desenlace y la excitación popular aumentó cuando Wilkes se encontró con Martin en Hyde Park y éste lo hirió.

Se difundió el rumor de que los enemigos de Wilkes habían ordenado a Martin que lo hiriera. Las multitudes, predispuestas siempre a alborotar, salieron a la calle y cuando uno de los concejales de la ciudad procedía a quemar el número 45 del North Briton frente al Royal Exchange, obedeciendo las órdenes del Parlamento, éstas se lo impidieron. Acapara-ron todos los ejemplares del periódico y una parte de la turba recorrió con ellos las calles en señal de triunfo mientras otra se quedaba a echar botas y una o dos enaguas a la hoguera para que se supiera a quiénes responsabilizaban de toda esa historia.

Mientras tanto, con el pretexto de la herida recibida en el duelo, Wilkes permaneció en su casa, a pesar de que se le requirió personarse ante la Cámara de los Comunes para dar cuenta de sus maldades.

Algo que no tenía intención de hacer y, al ver que, tarde o temprano, habría de presentarse ante sus jueces, huyó al continente, donde se fue a vivir con una conocida cortesana llamada Corradini. Sus amigos, resueltos a apoyar a Wilkes y a la causa de la libertad, le enviaron dinero y éste se dedicó a disfrutar de unos meses de placer, encantado de haberlos burlado a todos al otro lado del canal.

La situación no mejoró con la ausencia de Wilkes. Hubo problemas con el impuesto que Dashwood, ministro de Hacienda, pretendía cobrar sobre la sidra además de una pugna en la Cámara de los Comunes porque Jorge Grenville trató de defender la necesidad de nuevos gravámenes.

Ya que los caballeros de la cámara manifestaban tan fuer-te objeción al impuesto sobre la sidra, Grenville les rogó lastimeramente que le dijeran dónde podían imponer otros tributos.

 

Pitt se levantó se, imitando la voz de Grenville, repitió la letra de una antigua canción: «Gentil pastor, decidme dónde…»

Grenville preguntó furioso si se permitía tratar con des-precio a los parlamentarios; ante lo cual, Pitt hizo una pro-funda reverencia y salió cojeando de la cámara. A partir de entonces, cuando Grenville aparecía, las gentes le gritaban Gentil Pastor.

Eso era típico de la época; el pueblo siempre encontraba motivos para burlarse y hacer reír, los problemas y las carcajadas iban juntos y la gente de la calle estaba siempre dispuesta a mofarse de la mala suerte de algún pobre político.

 

Pero su primer y más importante blanco era Bute, nadie podía sustituirlo; si su coche de caballos hacía aparición, lo dejaban todo para seguirlo. Algunos se armaban con garrotes y la princesa viuda vivía aterrorizada por lo que le pudiera su-ceder a su amante. Cuando Bute iba a visitarla, ella lo abrazaba efusivamente y le decía que la idea de que pudiera ocurrirle algo malo le hacía temblar.

—No lo soporto —exclamó en una ocasión—, estoy muerta de miedo.

Bute se pasó una mano por la frente. ¡Cómo había cambiado!; antes, él creía que todo era posible y ahora aceptaba sus derrotas.

—Nada es como había imaginado, y la causa es Pitt. Si hubiésemos podido conservarlo en el gobierno, todo habría ido bien. —Frunció el ceño y añadió—: Yo no soy ningún Pitt, Augusta.

—¡Ese hombre nos ha abandonado! —exclamó ella. Bute sonrió, le cogió una mano y se la besó.

—Sois muy leal y no os merezco, Augusta. Enfrentémonos a la verdad: He fracasado.

—¡Tonterías!, vos no conocéis el significado de esa palabra.

—Si hubieseis venido conmigo esta tarde en el carruaje y escuchado los gritos de la turba… si hubieseis visto esas caras amenazantes…

La princesa se estremeció.

—Por favor, no sigáis.

—Pero eso es así, mi amor. Veréis, yo creía que sería un gran político, pero la realidad es otra; no poseo el talento necesario… que tienen Pitt y Fox. Los hombres como ellos… provienen del pueblo y hacen que a su lado los demás parezcamos enanos.

Querido, estáis agotado y nervioso. Si pudiera hacer lo que quisiera con el estúpido populacho…

—No es tan tonto, reconoce la grandeza; ya habéis escuchado cómo la gente vitorea a Pitt.

—No me habléis de ese hombre, si no fuera por él…

—Querida mía, es un gran político. Reconozcámoslo, el país lo necesita al mando y, mientras yo permanezca en él, es-taré desacreditando al rey. Sabéis que desde que estoy en el poder, su popularidad ha descendido considerablemente y el pueblo no cesa de murmurar sobre nosotros.

¡Ay, querido!, ¿qué pensáis hacer?

Dimitir; aconsejar al rey que mande llamar a Pitt y trate de llegar a un acuerdo con él.

Augusta apoyó el rostro contra el abrigo de Bute. Eso no era lo que habían planeado; habían creído que juntos podrían gobernar el país, que manipularían al rey; sin embargo, en algún momento las cosas empezaron a ir mal, fue a partir de que el señor Pitt se negó a dejarse influir y demostró clara-mente que si iba a tomar parte en el gobierno del país, exigiría el mando exclusivo.

Renunciar a su plan suponía un fracaso y, sin embargo, si deseaba que su amante estuviese a salvo, si quería que su relación continuara con dignidad, debería apartarlo de la atención pública.

¡Qué felicidad no tener que preocuparse por lo que le podía ocurrir cada vez que salía a la calle! Augusta deseaba el poder pero, ante todo, quería disfrutar de una vida privada dichosa; para ella, Bute era su marido —más incluso de lo que había representado Federico.

Su seguridad era lo más importante y también vivir juntos en pareja como lo venían haciendo desde hacía tantos años. —Sí— convino Augusta—, id con Jorge y decidle que ya no podéis continuar en el gobierno.

Bute la abrazó tiernamente.

—Estar con vos… que me queráis como lo hacéis… eso es suficiente para cualquier hombre.

Jorge no mostró mucha sorpresa ni tampoco desilusión mientras escuchaba a lord Bute.

—Mi salud no aguanta la tensión —le explicó Bute— y si me mantengo en el cargo, sólo haré que perjudicaros.

Jorge contempló a su más querido amigo con ojos vidriosos. ¡Quién se habría imaginado que Bute llegaría a decir eso! Ese hombre tan lleno de vitalidad, a quien había confiado sus dilemas juveniles, confesaba sentirse viejo, enfermo e incapaz de cumplir con las responsabilidades de su puesto.

—Creo que tenéis razón.

Bute se sintió herido al ver que Jorge aceptaba su dimisión con tanta tranquilidad; había esperado una manifestación de profunda tristeza y hasta que le rogara que no se fuese. Se quedó desconcertado. Sin embargo, Jorge había cambiado últimamente y también se sentía desilusionado.

—Si Pitt aceptara la jefatura… —sugirió Bute.

Pero el rey negó con la cabeza:

—Trata de imponerse, y no acepto que nadie pase sobre mí.

—Entonces, habrá de ser Jorge Grenville.

—Sí, creo que tendrá que ser él.

Bute se despidió y le contó a la princesa viuda que Jorge se había tomado con mucha calma su decisión de dimitir. Tenía la sensación de que estaban perdiendo el control sobre el rey y que se creía capaz de arreglárselas muy bien sin ellos.

—¿No es posible, verdad, que Carlota lo esté alejando de nosotros?

—¿Carlota? Pero si no le permite participar en nada.

—No, pero Jorge siempre se va a Richmond y el ambiente allí es muy hogareño. Carlota ya habla bastante bien el inglés y entiende lo que ocurre a su alrededor. No es tan humilde como algunos creen; recordad la carta que dirigió a Federico de Prusia, ¿os parece que una chica que puede escribir algo así se contentaría con permanecer en segundo plano?

—No; creo que tenéis mucha razón.

—Y Jorge va a verla en cuanto le es posible, parece que sienta cariño por ella. Esos bebés… los unen. Todavía no está embarazada de nuevo o si lo está, yo no me he enterado, pero tuvo a los dos niños en muy poco tiempo y el rey está encantado con ella. Sí, claro, es feúcha, pero Jorge siempre fue bastante dócil… sí, es posible que Carlota esté influyendo en él. Pero siempre ha dicho que no se dejaría influir por ninguna mujer:

—Pobre Jorge, no siempre se entiende a sí mismo —dijo Augusta sonriendo.

 

La princesa viuda fue a visitar a la reina en Richmond. Carlota tenía buen aspecto y le comentó a la princesa que la vida en Richmond le gustaba mucho, sobre todo cuando el rey disponía de tiempo entre sus responsabilidades para quedarse con su familia.

La princesa examinó atentamente a su nuera: no había señales de embarazo. ¡Qué pena, eso la mantendría ocupada!

Carlota la llevó a los aposentos de los niños, Augusta se quedó encantada con ellos. Al pequeño Jorge le brillaban los ojos y su madre aseguró que era muy inteligente. Tenía poco más de un año y empezaba a fijarse en todo, sus niñeras afirmaron que no habían visto nunca a un niño tan alegre y despierto.

La princesa viuda permaneció sentada, moviendo la cabeza como un viejo mandarín. Parloteos de madre, pensó.

—¿Y el bebé?

—¡Oh!, el pequeño Fred es adorable.

—Me pregunto si será como su abuelo. —Augusta sonrió; la dulzura de los niños había suavizado su ánimo—. ¡Oh, pero si es idéntico a su querido papá! ¿También lo cree Jorge?

—Jorge piensa que se parece un poco a mí —reconoció Carlota.

¡Qué Dios lo ayude! —se dijo la princesa—; no, en realidad tiene los ojos grandes y el mentón de su padre. ¿Cómo es posible que vea esa boca de cocodrilo en una criatura tan adorable? ¡Como Carlota! Si así opinaba Jorge, seguramente se estaba atontando y encariñando mucho.

Eso le recordó el tema que más ocupaba su mente y que la había llevado a Richmond.

¿Estaría Carlota empezando a ejercer influencia sobre Jorge de tal modo que ya no sentía tanto afecto por su madre y lord Bute? Muy probablemente.

—¡Pobre Jorge!, el gobierno es tan fastidioso.

—¡Oh, sí! Estuvo muy molesto con lo de ese horrible señor Wilkes.

Así que sí habla con ella —pensó Augusta.

Esa horrible gente no nos deja en paz.

—Y el señor Grenville pone a prueba realmente la paciencia del rey —continuó Carlota—. Jorge dice que cuando lo ha aburrido durante dos horas mira su reloj para ver si es capaz de seguir haciéndolo una hora más. —Carlota se rio aunque recuperó la compostura de inmediato—. Verdaderamente el gobierno es abrumador. El rey se sentiría más a gusto si el señor Pitt regresara; sin embargo, por supuesto, el señor Pitt sólo hace las cosas bajo sus propias condiciones.

—¿Entonces, el rey comenta estos temas con vos?

Carlota ladeó la cabeza. No diría la verdad si dijera que sí, pero se sintió muy tentada de hacerlo. El rey le contestaba muy escuetamente cuando trataba de hablar de política. Se había enterado de casi todo por sus damas aunque odiaba tener que reconocerlo ante su suegra.

Estos asuntos son de suma importancia —contestó, evasivamente.

Así que ésa es la respuesta, pensó la princesa; nos está relegando mientras confía en esta jovencita boba que no sabe absolutamente nada de la política de este país. Está aconsejando al rey y él se está apartando de su madre y de su mejor amigo…

Carlota se creía demasiado importante; no sabía con cuánta renuencia se había casado Jorge con ella, ignoraba cuánto había añorado a Sara Bunbury —antes Lennox—, pensaba que cuando llegó, Jorge la miró y se enamoró instantáneamente de ella. No era de sorprender que la tontuela se diera aires de grandeza.

La princesa viuda no podía permitirlo.

Me alegro de que seáis feliz con Jorge, querida —manifestó en voz baja pero mortífera—. Estábamos un poco preocupados… al principio. Supongo que habéis oído hablar de su obsesión por Sara Lennox. Seguro que ha habido chismorreos.

Sara Lennox —repitió Carlota frunciendo el ceño.

—Se casó con Carlos Bunbury aproximadamente cuando el rey enfermó. Es una criatura bonita y de cabeza hueca.

Carlota la recordó en la boda: era una dama de honor, la chica más hermosa que hubiese visto nunca, y Jorge la había mirado… con anhelo… De pronto se sintió muy triste.

—Quería casarse con ella pero era imposible, por —supuesto. Entonces primó el sentido común y… se comportó como sabía que debía hacerlo un rey. Y no se equivocó. Miraos, tenéis dos preciosos bebés; estoy segura de que no podrían ser más hermosos.

Carlota permaneció quieta, reflexionando: la boda, el sacrificio que había tenido que hacer Jorge y, sin embargo, nunca se lo había mencionado, y tampoco le había sido infiel, estaba segura; pobre Jorge, le habían robado sus sueños, como se los habían hurtado a Cristina. Carlota pensaba a menudo en Cristina, ella no tenía a nadie. A Jorge se lo habían presentado y se había casado con ella porque era su deber y ahora eran padres de dos hermosos niños. Sara Lennox no habría podido tener dos hijos más guapos, le estaba diciendo la princesa.

Carlota se oyó decir a sí misma:

—Es triste que las esposas y los maridos de las familias reales tengan que ser escogidos por otros.

—Es lo más conveniente. Yo nunca había visto a mi marido antes de llegar a Inglaterra y fuimos muy felices… tuvimos nuestros hijos y…

Y entonces me encontré al hombre que amo, añadió para sus adentros. Sí, había sido afortunada, pero en ese momento debía centrarse en Carlota y Jorge.

—Y ahora, querida, tenéis vuestros hijos.

Carlota cogió al bebé y lo abrazó con fuerza. Todo estaba bien. Jorge era un buen marido y ella tenía a los niños ¿por qué habría de importarle Sara Lennox?

Estoy segura —prosiguió la princesa— de que Jorge ha olvidado a Sara Lennox… como olvidó a la cuáquera.

¡La cuáquera!

¡Oh, no tiene importancia! Agua pasada se puede decir. Sin embargo fue un asunto bastante desagradable.

Una cuáquera —repitió Carlota.

¿Nunca os ha hablado de ella?

—Nunca.

—¿Ni de Sara Lennox?

—No.

—Entonces, no me gustaría que supiera que las he mencionado.

—No se lo diré.

—Le molestaría que le hablarais de ellas. Siempre ha dicho que él maneja sus propios asuntos.

Carlota guardó silencio.

A Jorge nunca le han agradado las interferencias —añadió Augusta.

 

La princesa viuda se preguntó si su nuera estaba captando el mensaje, si entendía que Jorge era capaz de querer a otras mujeres y que no era el aburrido marido que sin duda veía en él, ¿empezaba a comprender Carlota que si quería conservar el afecto de su marido, no debía interferir?

El bebé se puso a llorar y Carlota volvió a cogerlo en brazos. Había despedido a la niñera mientras presentaba sus hijos a la princesa viuda y tuvo el placer de sentir que en ese momento se encontraban bajo su control, algo que no ocurría muy a menudo.

El bebé se tranquilizó de inmediato.

¿Qué podía temer, se preguntó, mientras tuviera a sus hijitos?

Sara Lennox estaba casada y no representaba ningún peligro, sin embargo sí que se inquietó por la otra mujer pues se había fijado en varias ocasiones que Jorge se sentía muy interesado por los cuáqueros.

 

La princesa regresó a sus aposentos satisfecha con la entrevista. Mandó llamar a sus hijas, Augusta y Carolina Matilde. Al verlas entrar se le antojó que Augusta parecía muy malhumorada últimamente; eso siempre sucedía con las princesas solteras. Augusta tenía un año más que Jorge y, naturalmente, estaba resentida por no haber sido varón.

De hecho, se dijo la princesa viuda, quizá Augusta hubiese sido mejor soberano. Tendrían que encontrarle un marido antes de que fuese demasiado tarde. Quizá ahora que su querido lord Bute ya no tenía tantas preocupaciones la situación volvería a ser la de antes y podrían hacer planes juntos.

A sus trece años, Carolina Matilde parecía que iba a ser la belleza de la familia. Era muy rubia, como el resto de la familia, y tenía los ojos azules, la tez blanca y el cabello brillante —atributos muy agradables durante la juventud—, pero debían asegurarse de que no engordara pues ése era un defecto familiar.

Maridos para ambas, se dijo la princesa viuda. Tenía que hablar con lord Bute.

Las abrazó con frialdad —sus demostraciones de afecto se centraban casi exclusivamente en Bute y el rey— y, con un ademán, les ordenó que se sentaran.

—He visitado a la reina en Richmond.

—La felicidad conyugal —se burló Augusta.

Pobre chica, siente mucha envidia. Sí, sin duda necesita un marido, pensó la princesa viuda.

—Es bastante dichosa con sus dos hijos.

—Qué suerte que sea fértil, no tiene mucho que ofrecer aparte de eso.

—No creo que sea tan horrible —comentó Carolina Matilde, pero las miradas de su madre y su hermana la obligaron a callarse.

Se está volviendo algo arrogante, me parece; creo que está convencida de que aconseja al rey.

—Eso explica que haya tantos problemas con el gobierno —espetó Augusta, a quien le encantaba mostrarse venenosa.

Estoy segura de que el rey nunca aceptaría su consejo —respondió fríamente la princesa viuda.

Entonces, la gente está descontenta por otro motivo.

¿Cuánto sabía su hija? ¿Estaba enterada de que las gentes marchaban por las calles con botas y enaguas en la mano, que hacía hogueras para quemarlas y que erigían horcas y las colgaban de ellas?

—El pueblo no está nunca satisfecho —afirmó la princesa viuda—. Quiero que las dos vigiléis a la reina. Es muy joven, no mucho mayor que Carolina Matilde, y podrían llevarla por mal camino.

Las princesas abrieron de par en par los ojos y su madre continuó a toda prisa:

—Quiero decir que es posible que escuche los chismorreos. Podría llegar a ser indiscreta y tratar de influir en el rey.

—Jorge siempre ha dicho que no dejaría que una mujer interfiriera en sus asuntos. Y ¿qué hay de Sara Lennox?

—No deseo que le faltéis al respeto al rey por el mero hecho de que es vuestro hermano.

—Pero aceptaréis la verdad, alteza —replicó la princesa Augusta—. Todos saben que Jorge estaba muy enamorado de Sara Lennox.

—Esa mujer está casada y ya no representa ningún problema, aunque Bunbury me da lástima. No deseo que habléis de ese desafortunado asunto, hijas; lo que sí quiero es que sonsaquéis cuanto podáis a Carlota, que descubráis si el rey realmente confía en ella…

—En otras palabras —comentó Augusta—, que la espiemos, como nos ordenasteis hacer con el rey cuando pensaba asarse con Sara Lennox.

—Tonterías, sólo deseo que ayudéis a Carlota.

La princesa Augusta sonrió con aire irónico. ¡Y delante de Carolina Matilde! No cabía duda, pensó la princesa viuda, su hija mayor se estaba desmandando, cada día era más mordaz y cínica y muy consciente de que pronto se convertiría en una solterona.

Así pues, la princesa viuda tenía que preocuparse no sólo por Carlota, sino también por su propia hija.

Despidió a las princesas y decidió que tendrían que encontrarle un marido a Augusta pues se estaba tornando muy molesta.

La princesa viuda no deseaba que el rey olvidara que ella seguía considerando a lord Bute el principal consejero de la familia aunque ya no encabezara el gobierno y cuando se propuso visitar al rey para hablarle de la soltería de su hermana pidió a Bute que se encontrara con ella en los aposentos de Jorge.

No fueron juntos porque eso hubiera supuesto una invitación a que el pueblo les gritara obscenidades y ya era bastan-te incómodo recorrer las calles y ver las botas y las enaguas o algunos carteles colocados en lugares muy visibles.

A la princesa le gustaba viajar con la mayor discreción posible y sabía que a Bute le pasaba otro tanto.

El rey los recibió con afecto pero sin la deferencia que les había mostrado antaño. Su madre ya no precisaba recordar-le constantemente, como sucedía en el pasado, que era el rey: Jorge era muy consciente de la pesada carga de los asuntos de Estado y no quería que se lo mencionaran.

—He venido a hablar con vos acerca de vuestra hermana Augusta —dijo la princesa—. Nos hemos estado planteando su futuro y nos parece que ha llegado el momento de que hagáis algo por ella.

¿Pero qué se puede hacer?

Necesita un marido, cada día se está volviendo más arpía; no olvidéis que es un año mayor que vos. Hemos de esforzarnos en hallar un esposo para ella.

—No es fácil encontrar un príncipe protestante.

—Ése ha sido siempre el problema. Pero tenemos que des-posarla con alguien, estoy segura de que lo que necesita es casarse; está volviéndose bastante molesta en la corte.

—¡Pobre Augusta! —exclamó Jorge. Verdaderamente hemos de hacer todo lo posible por ella.

La princesa viuda suspiró.

—Está muy resentida por ser la mayor y no haber nacido varón. Nunca olvidaré la noche en que vino al mundo y cómo dejamos Hampton a toda prisa para llegar a Saint James, pues vuestro padre esperaba que fuese un niño y era imperativo que el heredero del trono naciera allí. Nada estaba dispuesto, las camas no habían sido aireadas y a la pobre Augusta tuvieron que envolverla en un mantel.

Tanto Bute como el rey habían oído esa historia repetidas veces pero la escucharon con comprensión.

—Y cuando la reina…, vuestra abuela, vino a verla comentó que era una pena que esa pobre cosita hubiera nacido en un mundo tan triste. Y eso parece. ¡Pobre Augusta!, nunca ha aceptado el hecho de ser mujer, así que tenemos que buscarle un marido, Jorge.

—Haremos todo lo posible.

—Y pronto, no podemos retrasarlo mucho, Jorge; ya no se puede decir que sea muy joven.

—Consideraremos el asunto con urgencia. —Jorge miró a Sute, algo de su antigua relación subsistía entre ambos—. Grenville me parece arrogante y Pitt… bueno, Pitt es difícil también. Hice caso de vuestro consejo y lo mandé llamar… se me ocurrió que era necesario ahora que Egremont ha muerto; sin embargo, Pitt sólo regresará bajo sus propias condiciones: desea restaurar a los whigs. Si él vuelve a encabezar el gobierno, perfecto, pero ahora querrá traer a los whigs consigo. Le dije: «Señor Pitt, se trata de mi honor y debo cuidarlo.» Así que Grenville continúa en el cargo, me cansa y me aburre.

—¡Ah, qué tiempos éstos! —susurró Bute; sin embargo, no tenía ningún consuelo que ofrecer.

Qué diferente de otras épocas, pensó Jorge.

Pero ahora debía dedicarse a concertar un matrimonio para su hermana mayor. ¡Pobre Augusta!, naturalmente deseaba casarse y tener hijos antes de que fuese demasiado tarde; lo entendía, al fin y al cabo tenía los suyos en Richmond. ¡Cómo deseaba escaparse e ir a jugar con ellos y disfrutar de la vida de un terrateniente!

Pero primero debía ocuparse de sus responsabilidades, y los pocos días estaba negociando un matrimonio entre su hermana Augusta y Carlos, duque de Brunswick-Wolfenbüttel Jorge estaba disgustado con Grenville, pero éste también lo estaba con Jorge.

Para empezar, sabía que el rey había hablado con Pitt y que únicamente se le había pedido que se mantuviera en el cargo porque las condiciones de aquél eran inaceptables.

Después de enterarse de que Pitt se había visto con el rey, Grenville descubrió que esa entrevista se debía a los buenos oficios de Bute y que éste había sido el primero en sugerir que se hablara con Pitt.

Enfurecido, se fue a ver al rey.

En cuanto Jorge lo recibió, inició uno de esos sermones que tanto aburrían al rey y no hizo nada por terminar pese a que éste bostezaba y miraba el reloj. Finalmente, el monarca, exasperado, le dijo que tenía otros asuntos que atender. Grenville respondió que iría al grano y que le tenía que expresar a su majestad su preocupación porque lord Bute —que había dimitido por deseo del pueblo—, ejerciera todavía tanta influencia sobre el rey como para que su majestad aceptase su sugerencia de pedir al señor Pitt que volviera y que si no hubiera sido por la intransigencia de éste, ahora el señor Pitt estaría al mando.

El rey estaba tratando de captar el propósito de la arenga cuando Grenville afirmó:

Majestad, sólo podré continuar a la cabeza de este gobierno si me aseguráis que lord Bute no tendrá reuniones se-cretas con vos.

—Os lo puedo asegurar —contestó el rey—. Es cierto que invité al señor Pitt a verme, siguiendo el consejo de lord Bute; no volverá a ocurrir.

—Sinceramente, espero que no —dijo con aire sombrío el ministro, a sabiendas de que si dimitía a causa de Bute y el pueblo se enteraba, y él se aseguraría de que así fuera, el rey sería todavía más impopular y aumentarían los escritos burlones y las manifestaciones de odio contra Bute.

—Si he de continuar en mi puesto, majestad, debo insistir en que lord Bute se marche de Londres.

—¡Que se marche de Londres!

—Majestad, es indispensable para que continúe a vuestro servicio. Si os parece imposible desterrarlo, entonces me veré obligado a entregaros los sellos de mi cargo.

Jorge estaba furioso pero se percató de que se hallaba a merced de su ministro. ¿Acaso algún miembro del gobierno se hubiese atrevido a hablarle así a su abuelo? También habían circulado pasquines sobre Jorge II y se comentó que lo dominaban su esposa y sir Roberto Walpole, lo que sin duda era cierto, pero nadie se habría atrevido a imponerle condiciones, tal como acababa de hacer Grenville a Jorge III. Por supuesto, era joven, un novato en el arte de gobernar, y estaba cansado, le dolía la cabeza y no se sentía nada bien pero, por otra parte, sabía que no podía permitirse el lujo de perder a Grenville en esos momentos así que Bute tendría que marcharse de Londres.

Pediré a lord Bute que nos deje por un tiempo —murmuró Jorge.

—Y, majestad, no podemos permitir que uno de sus amigos ocupe su puesto de encargado de vuestros gastos personales.

¡Por Dios! —exclamó Jorge tan humillado que no pudo evitar mostrar su rabia—, ¿acaso sospecháis de mí, después de todo lo que he hecho, señor Grenville?

—Es imperativo para los ministros de vuestra majestad y para la ciudad de Londres que nadie sospeche que lord Bute es vuestro consejero principal.

El rey le dio la espalda y cuando se marchó mandó llamar a lord Bute para informarle de que debía partir.

Le sorprendió la humildad con que Bute lo aceptó; él mismo habría dado cualquier cosa por huir de sus ministros pendencieros, pero tampoco lo lamentó mucho. Recordó los tiempos en que lo veneraba, cuando tenía tanto miedo de ascender al trono sin contar con su apoyo y se quedó asombrado de cómo, en tan corto lapso, había cambiado la situación.

Será una ausencia provisional —murmuró—; no tuve más remedio que aceptar.

Bute asintió con la cabeza.

—¿Se lo diréis a mi madre?

—Lo haré —respondió Bute.

Cuando se hubo marchado, el rey se sentó y meditó sobre Bute y su madre. La verdad era que le indignaba su relación, de la cual se había enterado por la gente de la calle, y eso era lo que había propiciado el cambio en sus sentimientos hacia ese hombre que en el pasado había sido su mejor amigo.

Y sin embargo, pensó, yo mismo mantuve una especie de matrimonio con Hannah y si ésa fue una boda verdadera y ella sigue viva entonces no estoy casado con Carlota y estamos viviendo en pecado como mi madre y lord Bute.

No, no es cierto, se contestó a sí mismo; tengo que apartar esa idea de mi mente, porque si además de lo del señor Pitt, el señor Grenville, el señor Wilkes y el resto de problemas, pensara también en eso me volvería loco.

No le daría más vueltas. Bute se iría por un tiempo y su madre tendría que soportar su ausencia; después de todo, ¿acaso no le habían obligado a él a renunciar completamente a Sara?, ¿por qué entonces habría de quejarse su madre por separarse de Bute durante unas semanas?

Debían olvidar sus propios problemas y hacer los preparativos para la boda de Augusta.

 

Augusta se hallaba muy excitada con su próxima boda. Le habían enseñado un retrato de su futuro marido y no le había disgustado. Carolina Matilde estaba casi tan emocionada como ella.

—Una boda trae otra boda —afirmó— y yo seré la próxima. ¡Oh, Augusta, imagínatelo!, pronto te irás al extranjero. Me pregunto cómo es Brunswick, supongo que no está lejos de Mecklenburgo. ¡Qué extraño!, tú te vas allá y Carlota viene aquí.

—No tiene nada de raro —espetó Augusta—. Es lo natural.

—¡Ah, lo natural! —Carolina Matilde bailoteó por la habitación con su cabello rubio ondeando al aire. Y como es lo natural, yo seré la próxima. ¿Cuándo crees que será mi boda, Augusta?

—Aún falta mucho tiempo, no eres más que una niña.

—Tengo trece años. Carlota tenía diecisiete cuando se casó y, como te he dicho, las bodas llegan juntas. Estoy deseosa de ver a Carlos, me pregunto si se parece a su retrato. ¿No estás temblando de miedo?

—Cuando se tiene mi edad, niña, no se tiembla de miedo, se suspira de alivio.

Carolina Matilde soltó una risilla.

—Espero que sea un poco más guapo que la pobre Carlota.

—¡Calla!, estás hablando de la reina.

—Tal vez todos los alemanes sean feos.

¿Y nosotras?, ¿acaso no somos sobre todo alemanas?

—Eso fue el abuelo. Nosotras somos inglesas. —Carolina Matilde se miró atentamente en el espejo y añadió satisfecha—: De hecho, creo que yo soy bastante guapa.

Augusta se rio socarronamente y Carolina Matilde siguió con sus risillas. Desde que Augusta sabía que iba a casarse se había vuelto mucho más amable con su hermana menor.

En enero, el príncipe Carlos Federico de Brunswick llegó a Inglaterra.

 

Jorge sintió una antipatía instantánea hacia su futuro cuñado, que fue recíproca. Carlos Federico, de veintinueve años, era un hombre alegre, en el camino había estado hablando —con mucha indiscreción— de la política inglesa, había afirmado que el rey carecía de experiencia, que se había dejado manejar por lord Bute antes de que lo despidiera y que además se negaba a aceptar los servicios de uno de los mejores políticos que existían, refiriéndose al señor Pitt. El rey y sus ministros se enteraron de esa conversación, lo que no hizo nada para que Carlos Federico se ganara la simpatía de Jorge.

La princesa viuda, por su parte, declaró que nunca le había agradado la familia del príncipe, lo había aceptado como marido para su hija, pero la vieja duquesa de Wolfenbüttel era la mujer más desagradable que conocía, le dijo a lord Bute en una de sus visitas secretas —no podía esperarse que renunciaran a ellas— y todos sabían que había rechazado a Jorge como esposo para su hija, aunque el abuelo de él hubiera tratado de imponérsela.

Si no hubiera sido porque Augusta necesitaba un marido, nunca habría aceptado ese matrimonio. Pero Augusta era realmente una mujer molesta, su lengua era demasiado viperina y se estaba interesando mucho por la política, apoyaba a Pitt y, junto a su hermano, el duque de York, estaba tomando partido por la oposición y por quienes se oponían a la política de la corte. Era una entrometida, mejor que intrigara en Brunswick.

La princesa viuda fue a entrevistarse con su hijo para hablar de las próximas celebraciones.

—No veo por qué habríamos de molestarnos en impresionar a Brunswick —le dijo.

—Yo tampoco.

Es un bruto, no sabría la diferencia entre una ceremonia en la corte y un baile en una casa de campo, así que ¿para qué gastar tanto?

 

—Supondría un gran dispendio, y no olvidéis que tuvimos que pagarle una buena suma para que la aceptara.

—Ochenta mil libras, una renta anual de cinco mil libras en Irlanda y tres mil en Hannover. Nos está costando mucho librarnos de Augusta, así que, por Dios, no aumentemos los gastos.

—No lo haremos. Ya he dado órdenes de que los criados no reciban nuevas libreas.

 

Jorge poseía mejor aspecto del que había tenido en meses; siempre le había agradado encargarse de los detalles de los gastos domésticos.

—Y he decidido que se hospede en la mansión Somerset —prosiguió el rey—, donde no habrá que apostar guardas.

Augusta asintió con la cabeza mientras pensaba «antes lo habría consultado con nosotros».

—Sin duda no se dará cuenta —comentó la princesa viuda—, de que no se le está tratando con el respeto debido a un caballero de su posición. Creo que en Brunswick los modales son muy burdos.

Quizá eso fuera cierto, pero el príncipe se percató de inmediato de la frialdad con que se le recibía y se enfureció. No era humilde y no tenía intención de ocultar su disgusto; se había distinguido en el campo de batalla con los ejércitos de Federico el Grande y, puesto que había acudido a Inglaterra para quitarles de encima una princesa ajada, esperaba un trato mejor.

La única persona que estaba satisfecha con él en la corte inglesa parecía ser su novia, y ella lo hubiera estado con cualquier novio. Al menos no era deforme y ella fingió no percibir la crudeza de sus modales. Las damas y los caballeros de la corte, imitando a su rey, demostraron tan abiertamente su antipatía que parecía que estaban intentando influir sobre Augusta para que lo rechazara.

Pero el príncipe de Brunswick descubrió el modo de desquitarse: cuando salía a la calle y las gentes se apiñaban alrededor de su carruaje se mostraba sumamente amable e interesado por ellas, saludaba con la mano y sonreía, y al poco rato ya lo estaban vitoreando. En una ocasión vio entre la multitud a un soldado que había luchado con él en el campo de batalla, lo reconoció abiertamente y hablaron un rato mientras la gente se apiñaba en torno a ellos. Eso cimentó su popularidad, helo aquí, un extranjero, un joven novio al que desairaban y ofendían en la corte, al que colocaban en la mansión Somerset sin guardia y al que humillaban públicamente, ya que no contaba con escolta.

El pueblo estaba alborotado. Ese era un nuevo motivo de queja contra el rey y sus ministros. ¿Cómo se atrevían a tratar así a un visitante? ¡Qué falta de patriotismo! Bueno, pues los londinenses iban a enseñar a su rey cómo ser cortés.

Así que a donde quiera que fuese se oía: «¡Viva el príncipe!» Las mujeres le tiraban besos y los hombres lo vitoreaban hasta enronquecer. Carlos Federico, por supuesto, estaba en-cantado. Sólo había una cosa que podía desconcertar más al rey y a sus ministros, y la hizo: se aproximó a los miembros más destacados de la oposición —como había estudiado política inglesa, sabía el efecto que causaría—. Consiguió que los duques de Cumberland y de Newcastle lo invitaran a cenar, pero no se contentó con eso y visitó a Pitt en su residencia de Hayes.

—Es un canalla —farfulló el rey.

Sin embargo, Jorge tuvo que reconocer que el príncipe los había superado —a él y a sus ministros— y eso constituía un fracaso más.

 

Cuatro días después de su llegada, el príncipe y la princesa Augusta celebraron su matrimonio.

 

La princesa Augusta se encontró casada con un hombre dominante, que no se paraba en lindezas y el acostumbrarse a su estilo de vida un tanto rudo le resultó duro; de momento, perdió la arrogancia que siempre le había impedido que hiciera amigos y algo patético asomaba en esa mujer, antes autosuficiente, que se enfrentaba a una nueva vida en una tierra de la que no sabía nada, con un marido que le era casi desconocido. Lo único que Augusta veía claro era que de ahora en adelante iba a llevar una vida muy diferente de la que había gozado hasta entonces.

Carolina Matilde lo observaba todo con un silencio lleno de asombro. El matrimonio, decidió, no era el alegre juego que creía. ¿Y si cuando llegara el momento le daban un marido como ése? La idea la hizo estremecer; hasta ese momento en su imaginación, todos los maridos habían sido tranquilos y agradables como su hermano Jorge.

El novio continuó con su enemistad hacia la corte y, dos días después de la boda, cuando él y su esposa fueron a la ópera con el rey y la reina tuvo la oportunidad de superar nuevamente al monarca.

Carlota, imitando a Jorge, se mostró muy fría con el príncipe, y Augusta se disgustó con ella.

¿Quién se cree que es, con esos aires altaneros?, pensó. ¡La hermana de un duquecillo de Mecklenburgo se atreve a ser condescendiente con el príncipe de Brunswick!

Carlota, a su vez, estaba diciéndose que tenía mucha suerte con un marido como Jorge. Se estremeció al pensar en lo diferente que era ese hombre. Jorge se mostraba tan gentil, tan tierno, tan buen padre y marido. ¡Pobre Augusta!, sentía lástima por, ella.

Augusta no estaba de humor pero se compadeciera de ella esa tontuela de Carlota, a quien tenían casi prisionera en Richmond y en Buckingham y no le permitían dar una sola opinión. ¿Quién era ella para sentir pena de nadie, cuando todos sabían que a Jorge lo habían tenido que convencer de que se casara con ella y que lo había hecho sólo por sentido del deber?

Al entrar en el palco, Augusta le susurró a Carlota:

—La ópera estará llena esta noche, acudirá todo el mundo. Me pregunto si también estará Sara Bunbury; si viene, todos la mirarán… todos. Dicen que es la mujer más bella de la corte.

—Aun así, dudo que se fijen; estarán pendientes de los recién casados —repuso Carlota.

—¡Pobre Sara, tendrá que contentarse con que Jorge se la coma con los ojos!

Carlota se sonrojó ligeramente pero no contestó. ¿Jorge pensaba todavía en Sara?, se preguntó.

Se adelantó con el rey al frente del palco, donde permanecieron de pie mirando al público, que permaneció en silencio. Fue muy embarazoso. Jorge se sentó y Carlota hizo lo mismo; entonces, la princesa Augusta y su marido se acercaron al borde del palco y de inmediato el público se puso de pie. Alguien gritó: «¡Larga vida al príncipe y a la princesa!», y le siguieron ruidosas exclamaciones: «¡Que Dios bendiga a la pareja!»

Augusta y su marido permanecieron de pie, inclinando la cabeza y aceptando las ovaciones.

Carlota se fijó con horror en que cl novio le daba la espalda al rey.

Era un insulto, un insulto voluntario.

Miró de reojo a su marido y se percató de que él también se había dado cuenta pero, aparte de que sus ojos estaban más saltones que de costumbre, nada en su apariencia reflejaba lo que sentía.

No podía hacer nada. El pueblo aclamaba tan ruidosamente a los recién casados para resaltar el silencio con que había recibido a sus soberanos.

 

Jorge estaba decidido.

—Tienen que irse de inmediato, no los quiero aquí —le dijo a Grenville.

—Majestad, la visita había de durar varias semanas más.

—No me importa, señor Grenville. Deben marcharse pasado mañana, y es mi última palabra sobre el tema.

Los labios de Jorge formaban una línea inflexible; estaba resuelto a salirse con la suya.

La princesa viuda aplaudió su firmeza.

Me alegraré cuando vea la espalda de ese hombre; además, desde que Augusta se casó con él se está volviendo más insoportable que nunca.

Así pues, el príncipe de Brunswick se vio obligado a llevarse a su esposa a casa con gran disgusto, ya que no se les ofrecía hospitalidad en Inglaterra.

La princesa Augusta protestó, alegó que hacía mal tiempo para un viaje por mar, pero el rey se mostró inflexible; tenían que irse de inmediato, tanto si les era favorable el tiempo como si no; no iba a permitir que lo insultaran en su propio país.

La princesa montó rabietas y lloró pues cuanto más se acercaba el momento, más alarmante se volvía la perspectiva de dejar su hogar. Su marido no hizo nada por facilitarle las cosas, le había dicho que debería aceptar a su amante, madame de Herzfeldt, a la que no tenía intención de renunciar.

—Ahora todo eso cambiará comentó Augusta, pero él se limitó a reírse.

—Vos —dijo— sólo tenéis que darme un hijo; es lo único que ha de preocuparon.

Me negaré a recibir a vuestra amante.

El príncipe soltó una sonora carcajada

No es a vos a quien querrá visitar; sino a mí. Además en Brunswick no invitamos a la gente. Ya veréis, mi niña, que las cosas allá difieren de vuestra elegante corte.

Oh, sí, no cabía duda, la princesa tenía miedo y buscó todos los medios posibles por retrasar la partida.

Pero Jorge nunca había sentido por ella el cariño que le tenía a la pequeña Carolina Matilde o a Isabel, la hermana que había muerto. Augusta siempre había causado problemas y se alegraba de deshacerse de ella.

Así pues, a la princesa no le quedó más remedio que marcharse con su marido en la fecha que el rey había fijado. Era un día muy frío y ventoso y, en el mejor de los casos, los últimos días de enero no eran un buen momento para navegar, lo que quedó patente cuando se hallaban en alta mar y estalló una violenta tormenta. Como no llegaron noticias de su desembarco en Holanda, se propagó el rumor de que se habían ahogado.

Todo empezó con murmuraciones en las calles y continuó con una gran ola de ira; no habían querido irse, se les había obligado a navegar cuando sin duda se iban a enfrentar a graves peligros a causa del mal tiempo.

Eso se debía a la crueldad de la princesa viuda y de lord Bute, y en esta ocasión no cabía disculpar al rey. Fue la primera vez que lo criticaron con tanta severidad y su popularidad alcanzó su punto más bajo durante unos días.

Pero luego llegó la noticia de que el príncipe y la princesa de Brunswick habían arribado sanos y salvos y los rumores se fueron desvaneciendo.

Sin embargo, el afecto del pueblo por su rey había sufrido un grave golpe. Antes culpaba a él Botas y a la Enagua, pero ahora Jorge se encontraba solo; ya no era su encantador y guapo rey, su aspecto había cambiado y se le había acabado la frescura de la juventud; de ahora en adelante, los ingleses ya no culparían a otros de los desastres en torno al trono.

 

Entretanto, la pobre princesa Augusta llegó a la corte de su marido para encontrarse con que su palacio no era más que una casa de madera, fría y sombría, con muebles de aspecto lamentable. Instalada en ella se hallaba la flamante amante del príncipe, madame Hertzfeldt, a quien el recién casado saludó con efusión y con quien se fue a acostar, dejando que su esposa se instalara por su cuenta en su nuevo hogar.

La princesa empezó a pensar que hasta una muerte en el mar hubiera sido mejor y casi no soportaba recordar sus lujosos aposentos en la corte inglesa.

¿Por qué, por qué creí que cualquier tipo de matrimonio era mejor que estar soltera?, se decía. Ojalá pudiese volver a ser una princesa virgen, pasearme por los jardines de Kew o de Richmond, o participar en una partida de naipes en el palacio de Saint James o en el de Buckingham. Qué suerte tenía Carolina Matilde, que todavía podía hacerlo, pero más afortunada aún era Carlota, que había dejado un lugar como éste para convertirse en reina de Inglaterra.

Pero siendo como era, voluntariosa e independiente, se decidió a sacar el mejor partido posible a su desagradable entorno y al cabo del tiempo dio a luz una niña, a la que llamó Carolina.