EL SEÑOR PITT CAE DESDE ARRIBA
EL señor Pitt se hallaba tumbado en su cama, envuelto en vendas, maldiciendo la gota que le impedía gobernar el país; ningún hombre se lo había impedido; su más implacable enemigo era la gota.
Anhelaba estar de nuevo al mando pero, por desgracia, rara vez se sentía lo bastante bien para ir a la Cámara de los Comunes; sin embargo, todavía poseía poder y mientras viviera el rey y su gobierno lo tendrían en cuenta.
Siempre había sido así; recordó una ocasión, hacía mucho tiempo, en que Newcastle vino a verlo a esa misma habitación. Era invierno y al visitante, preocupado siempre por su salud, le pareció demasiado fría la habitación.
—La cama es un lugar agradable para vos, pero yo me moriré en esta gélida casa.
Así que se metió vestido en la cama de Hester; se tapó hasta las narices con las mantas y allí permaneció mientras despachaban sus asuntos. Pero Newcastle ya no encabezaba ahora el gobierno, sino el marqués de Rockingham.
Y no confío en él, pensó el señor Pitt.
¿Había algo más frustrante que estar incapacitado, que ver cómo el miserable cuerpo malograba el talento?
Pitt sabía que era el hombre apropiado para establecer la grandeza en Inglaterra y se veía obligado a permanecer días enteros en cama o a ir a Bath a tomar las aguas, llevando la vida de un inválido, cuando lo que deseaba fervientemente era ser primer ministro y no se conformaba con menos.
Desde su cama denostaba las medidas del gobierno, pero de qué le servía si el dolor tan intenso que le producía la gota, le impedía ir a la Cámara de los Comunes. Quería estar allí discutiendo sobre el impuesto del timbre que Jorge Grenville, su propio cuñado, había adoptado cuando era ministro de Hacienda. Pit estaba en contra de esa ley, que iba a provocar problemas con las colonias americanas, lo había advertido a la cámara, pero era un hombre demasiado enfermo para ir a luchar por lo que creía. Habían llegado numerosas protestas desde América, donde el descontento con la metrópoli era considerable.
Pitt lo entendía; quería que derogaran la ley y si no lo ha-cían, preveía problemas. ¿Por qué Inglaterra habría de adoptar leyes para América?, ¿por qué los colonos tenían que pagar impuestos al gobierno británico? Suponía una imposición absurda, se decía Pitt, e iba a hacer todo lo que pudiera para que la abolieran.
Había hablado del tema con Hester. Su esposa era una mujer brillante que lo amaba tanto que hacía suyo el entusiasmo de su marido. Los hermanos de Hester lo disgustaban constantemente ahora que se habían pasado a la política, pero antaño, cuando lo invitaban a sus casas, todos se quedaban asombrados de cómo captaba los distintos ángulos de un asunto y de su poder de anticipación, que según Hester era sobrenatural porque podía adivinar lo que ocurriría si se tomaba una u otra medida. Él se había reído y le había explicado que tan sólo se trataba de previsión, una de las cualidades más deseables en un político. De hecho, se debía a su total concentración en el asunto en cuestión; poseía ese don y por eso ella lo veía como una especie de adivino.
El mayor placer de su vida consistía en estar con Hester, hablar con ella… No, tenía que ser sincero: Los mejores momentos eran aquéllos en que se levantaba a hablar en la cámara y conseguía lo que quería. Pero Hester constituía el bálsamo de su vida, no sólo le curaba y vendaba las doloridas extremidades, sino que le devolvía el orgullo y la ambición en momentos como éste, en que creía que la gota, su enemiga, lo estaba privando de sus derechos, a él, el mejor político de su época.
Hester entró para decirle que el conde de Northington había llegado y pedía verlo.
—¡Northington! —Pitt se incorporó—. Viene de parte del rey. —Eso me ha dicho.
—Trae un mensaje, un mensaje secreto, sin duda. Jorge está harto del ministerio de Rockingham, creedme, Hester, y quiere que vuelva, siempre lo quiso. Por Dios, si no se hubiese dejado influir por ese tonto de Bute…
—Pero ya no tenéis por qué preocuparos de Bute.
—No, la única cosa que me preocupa, Hester, es esta maldita gota. Más vale que hagáis subir a Northington enseguida.
—Pensé que debía avisaros.
Pitt asintió con la cabeza.
—Sin embargo, hasta que no sepa lo que quiere de mí el rey me costará dar una respuesta. Hacedlo venir, Hester, hacedlo venir.
—No os comprometeréis a nada sin pensarlo, ¿verdad?, no seréis impetuoso.
—¡Impetuoso!, ¿qué es eso?
Sabéis que en este momento no estáis en condiciones de volver; no debéis estar de pie, lo sabéis.
—Sí, Hester, lo sé. Pitt asintió sombríamente. Pero veamos a Northington y escuchemos lo que tiene que decir.
Roben Henley, primer conde de Northington, entró en la habitación acompañado de Hester. De estatura media y rostro colorado, era bastante guapo, pero se le notaban las señales del abuso de alcohol. Sus frases estaban punteadas de expresiones blasfemas, salvo cuando se hallaba en compañía del rey, quien, por extraño que pareciera, le tenía afecto y hacía unos dos años le había otorgado los títulos de vizconde Henley y conde de Northington.
Miró a Pitt con comprensión e hizo una mueca.
—Dios mío, Guillermo, sé cómo os sentís con sólo miraros. —Contempló sus propias piernas y agitó la cabeza—. Lo mío, dicen, fue por la bebida, pero lo vuestro, Guillermo, sólo se debe a la divina Providencia. Sin embargo si hubiera sabido que estas piernas mías cargarían a un canciller, las habría cuidado mejor de joven.
—Compasión de un compañero de sufrimientos —murmuró Pitt mirando la carta que Northington llevaba y que todavía no le había entregado. Muy agradecido, me alegro de que en estos momentos os encontréis mejor.
—Ese viejo demonio de la gota me ha dado un pequeño respiro, Guillermo, y espero que Dios haga lo mismo con vos. Juraría que cuando hayáis leído esta carta os sentiréis mejor.
Es de…
—Lo habéis adivinado, Guillermo; es del propio Jorge. No tiene fe en la gente de Rockingham y por Dios que yo tampoco.
Pitt tendió la mano para recibir la carta.
Richmond
Lunes, 7 de julio de 1766
Señor Pitt, dada vuestra conducta espléndida y leal el verano pasado, desearía saber cómo creéis que se puede formar un consejo de ministros, capaz y digno. Deseo, por lo tanto, que vengáis a la ciudad para llevar a cabo este buen propósito.
No puedo terminar sin mencionaros qué de acuerdo están mis ideas respecto a las bases sobre las que se ha de erigir una nueva Administración con la opinión que expresasteis en el Parlamento unos días antes de partir hacia Somerset.
Os envío la presente por mediación del conde de Northington, ya que no hay hombre a mi servicio del que me pueda fiar tanto y sé que piensa igual que yo sobre su contenido.
JORGE R.
Pitt dirigió una mirada a Northington. Hester, que los contemplaba la captó y supo lo que significaba. De repente, parecía que Guillermo hubiese perdido cinco años y que las líneas trazadas en su rostro por el dolor hubieran desaparecido milagrosamente.
—Podéis imaginaros lo que eso significa —dijo Guillermo.
—¡El rey os está pidiendo que forméis un gobierno! —ex-clamó Hester.
Su marido le entregó la carta.
—Yo diría que sí, ¿qué os parece a vos?
—Jorge sabe que no puede gobernar sin vos —comentó Northington.
—Y vos, que no estáis lo bastante bien de salud replicó Hester.
—Querida, yo sólo sé una cosa: no me puedo resistir a semejante oportunidad.
—Pero…
—Escuchadme. Jorge come de mi mano… me ofrece un gobierno bajo mis condiciones; es lo que yo deseaba y, ahora, me lo está pidiendo.
—Jorge está madurando —manifestó Northington. Pero Hester continuaba preocupada.
—No temáis —le dijo su marido—; ésta es la mejor medicina que podían darme.
—Entonces escribiréis al rey.
En seguida..
—Pero ya no tenéis por qué preocuparos de Bute.
—No, la única cosa que me preocupa, Hester, es esta maldita gota. Más vale que hagáis subir a Northington enseguida.
—Pensé que debía avisaros.
Pitt asintió con la cabeza.
—Sin embargo, hasta que no sepa lo que quiere de mí el rey me costará dar una respuesta. Hacedlo venir, Hester, hacedlo venir.
—No os comprometeréis a nada sin pensarlo, ¿verdad?, no seréis impetuoso.
—¡Impetuoso!, ¿qué es eso?
Sabéis que en este momento no estáis en condiciones de volver; no debéis estar de pie, lo sabéis.
—Sí, Hester, lo sé. Pitt asintió sombríamente. Pero veamos a Northington y escuchemos lo que tiene que decir.
Roben Henley, primer conde de Northington, entró en la habitación acompañado de Hester. De estatura media y rostro colorado, era bastante guapo, pero se le notaban las señales del abuso de alcohol. Sus frases estaban punteadas de expresiones blasfemas, salvo cuando se hallaba en compañía del rey, quien, por extraño que pareciera, le tenía afecto y hacía unos dos años le había otorgado los títulos de vizconde Henley y conde de Northington.
Miró a Pitt con comprensión e hizo una mueca.
—Dios mío, Guillermo, sé cómo os sentís con sólo miraros. —Contempló sus propias piernas y agitó la cabeza—. Lo mío, dicen, fue por la bebida, pero lo vuestro, Guillermo, sólo se debe a la divina Providencia. Sin embargo si hubiera sabido que estas piernas mías cargarían a un canciller, las habría cuidado mejor de joven.
—Compasión de un compañero de sufrimientos —murmuró Pitt mirando la carta que Northington llevaba y que todavía no le había entregado. Muy agradecido, me alegro de que en estos momentos os encontréis mejor.
—Ese viejo demonio de la gota me ha dado un pequeño respiro, Guillermo, y espero que Dios haga lo mismo con vos. juraría que cuando hayáis leído esta carta os sentiréis mejor.
Es de…
—Lo habéis adivinado, Guillermo; es del propio Jorge. No tiene fe en la gente de Rockingham y por Dios que yo tampoco.
Pitt tendió la mano para recibir la carta.
Richmond
Lunes, 7 de julio de 1766
Señor Pitt, dada vuestra conducta espléndida y leal el verano pasado, desearía saber cómo creéis que se puede formar un consejo de ministros, capaz y digno. Deseo, por lo tanto, que vengáis a la ciudad para llevar a cabo este buen propósito.
No puedo terminar sin mencionaros qué de acuerdo están mis ideas respecto a las bases sobre las que se ha de erigir una nueva Administración con la opinión que expresasteis en el Parlamento unos días antes de partir hacia Somerset.
Os envío la presente por mediación del conde de Northington, ya que no hay hombre a mi servicio del que me pueda fiar tanto y sé que piensa igual que yo sobre su contenido.
JORGE R.
Pitt dirigió una mirada a Northington. Hester, que los contemplaba la captó y supo lo que significaba. De repente, parecía que Guillermo hubiese perdido cinco años y que las líneas trazadas en su rostro por el dolor hubieran desaparecido milagrosamente.
—Podéis imaginaros lo que eso significa —dijo Guillermo.
—¡El rey os está pidiendo que forméis un gobierno! —exclamó Hester.
Su marido le entregó la carta.
—Yo diría que sí, ¿qué os parece a vos?
—Jorge sabe que no puede gobernar sin vos —comentó Northington.
—Y vos, que no estáis lo bastante bien de salud replicó Hester.
—Querida, yo sólo sé una cosa: no me puedo resistir a semejante oportunidad.
—Pero…
—Escuchadme. Jorge come de mi mano… me ofrece un gobierno bajo mis condiciones; es lo que yo deseaba y, ahora, me lo está pidiendo.
—Jorge está madurando —manifestó Northington. Pero Hester continuaba preocupada.
—No temáis —le dijo su marido—; ésta es la mejor medicina que podían darme.
—Entonces escribiréis al rey. En seguida…
Pitt se había levantado; todavía cojeaba, pero su mejoría era milagrosa. Eso era vida. Era lo que quería hacer; sobre todo ahora, le dijo a Hester; ¿no se acordaba de cómo había convertido Inglaterra en un imperio?, ¿acaso no había detenido el absurdo desperdicio de hombres y dinero en Europa para centrar su atención en el mundo de ultramar? Bueno, pues ahora estaban a punto de perder las colonias americanas si él no lo evitaba.
—Siento mucho tener que decirlo, mi querida Hester, pero la injusta ley del impuesto de timbre de vuestro hermano será el principio, y yo no incorporé América a nuestro imperio para perderla. Pero la verdad es que tenemos tontos por gobernantes.
Se sentó en su despacho y escribió al rey con un estilo obsequioso; en ese momento lo admiraba.
Majestad:
Conmovido por vuestra bondad sin límite hacia mí y con el corazón repleto de sentido del deber y de celo por el honor y la dicha del más amable y benigno soberano, iré a Londres con la mayor diligencia que me sea posible. Qué feliz sería si pudiera convertir la enfermedad en alas, eso me permitiría el gran honor de poner enseguida a los pies de vuestra majestad el sincero ofrecimiento de los humildes servicios de vuestro obediente súbdito y servidor más leal.
GUILLERMO PITT
Jorge leyó muy complacido la misiva del señor Pitt. Era el mejor político del país y además nunca olvidaba el respeto debido al rey.
En ocasiones, Jorge se enfrentaba a una terrible posibilidad y por eso deseaba formar un gobierno fuerte, por si fuese necesaria una regencia.
Gracias a su constante estudio de documentos de Estado, a la dedicación total a su función, al hecho de que sabía que conocía cada día mejor los asuntos de Estado y que muchos de sus ministros habían fallado al país, Jorge tenía la sensación de saber tanto como ellos y de ser capaz de gobernar. La timidez causada por la modestia de su juventud había desaparecido, se había vuelto obstinado y una vez que tomaba una decisión sobre un asunto se obligaba a creer en ella y se aferraba a ésta como a un clavo ardiendo. Estaba seguro de que con el señor Pitt y sus seguidores podrían gobernar el país del mejor modo posible.
Así que le encantó recibir la carta de Pitt. Pronto estaría con él y mientras hablasen del consejo de ministros se olvidaría del persistente temor que hasta la fecha no había logrado desechar del todo; le causaba inseguridad saber que durante su enfermedad había pasado unas semanas sin ser él mismo; apenas lo recordaba pero era sí: él, el rey Jorge, había sido una pobre criatura incapaz de controlar su mente. ¡Qué idea tan aterradora! Sin embargo había dejado arreglado el tema de la regencia, y el mejor modo de asegurarse de que no volviera a ocurrir era prepararse para el caso contrario.
Hannah estaba muerta y ya no tenía que pensar en ella. Carlota era su esposa y una mujer buena, esperaba otro hijo para setiembre y, durante sus embarazos, su mente se mantenía ocupada casi exclusivamente en el niño que iba a nacer.
Carlota era una buena esposa —representaba todo lo que deseaba en una esposa— y no tenía de qué quejarse ya que ella aceptaba que debía vivir tranquilamente sin entrometerse.
—No permitiré que las mujeres se metan donde no deben —dijo en voz alta y luego se acordó de que su madre siempre se había inmiscuido.
—Ya no lo permitiré —se prometió.
Pero lord Bute, al que había tenido que renunciar por un tiempo, había vuelto a salir a la luz y eso se debía a la relación que mantenía con la princesa viuda. Aunque eran amantes, la suya constituía una unión respetable, pero Jorge no lo aprobaría nunca. Otra cosa que le molestaba era que durante mucho tiempo, mientras todos conocían lo que había entre su madre y lord Bute, él había creído que sólo eran amigos.
Bute se había mostrado afectuoso con él en el pasado, pero únicamente había estado movido por su afán de poder para cuando él, Jorge, ascendiera al trono.
En ese momento, el rey tomó una decisión: nunca más aceptaría consejos de lord Bute. Se sentó a escribirle para comunicárselo y su boca formó la conocida línea obstinada.
Cuando lord Bute recibió la carta se asombró de que Jorge le escribiera algo así. Recordó la amistad del pasado, las manifestaciones de afecto y las constantes afirmaciones de que no sería feliz en el trono si no lo tenía a su lado y le pareció increíble lo que estaba leyendo.
Bute era ambicioso, le decía Jorge, y había querido formar un partido y ser su líder; además, sus consejos habían te-nido muy poco éxito.
¡Oh, no!, no podía ser cierto. Pero lo era, y cuando Bute trató de visitar al rey le dijeron que por el momento no le era posible darle audiencia. Jorge había cambiado; el dócil y entusiasta joven había desaparecido por completo y en su lugar había un rey, un bobo —y siempre lo sería—, un hombre que no se daba cuenta de sus limitaciones.
Os aseguro —le escribió Bute al rey—, que casi no podía creer lo que veían mis ojos cuando leí vuestra carta. ¿Será posible que no percibáis la diferencia entre los hombres que quieren ser jefes de un partido por ambición o por razones sediciosas y yo? Nunca más me mezclaré en política, de ninguna manera, y no le pediría a ningún hombre que me siguiera después de que he perdido el favor real. Pero he de insistir en que seré eternamente leal a vuestra majestad. Termino rogando a mi querido príncipe que me perdone por molestarlo con tan tediosa carta. Espero y rezo porque vuestra majestad crea que no hay otro hombre en este país que pueda seros más leal que yo.
Después de sellar la carta y dársela al mensajero, lord Bute se dejó caer en su silla y apoyó los codos sobre la mesa. Evocó tiempos lejanos, cuando ese otro príncipe de Gales, el padre de Jorge, vivía; recordó un día lluvioso en las carreras, en que lo llevaron a la tienda real para jugar al whist mientras esperaban que amainara. Ese fue el principio. En esa época era persona grata en la familia, hasta el príncipe de Gales sentía afecto por él y era cierto que cuando murió, Bute vio la oportunidad de congraciarse con el jovencito bobo destinado a ser rey a la muerte de su anciano abuelo. Y luego, la madre del niño, la princesa viuda, se enamoró de él.
Constituía una inmejorable situación para un par escocés —a quien por el mero hecho de ser escocés y no inglés se le negaban los ascensos—, verse favorecido en tan altas esferas, y así continuó durante muchos años. Su relación con Augusta era íntima y hogareña; ella le era tan fiel como él a ella —quizá más—, y Jorge lo había tratado como a un padre. Ahora… todo había cambiado.
Tenía que hablar enseguida con la princesa, tal vez ella supiera algo. Recorrió las calles en su carruaje, sentado en el rincón donde nadie lo veía; el pueblo se mostraba menos hostil pero seguía hablando de botas altas y enaguas y podía resultar muy ofensivo. Si Jorge se enteraba de que las gentes alborotaban —lo que amenazaban constantemente con hacer—, se opondría más que nunca a él y hasta podía prohibirle ver a la princesa viuda. Pero no, ella nunca lo permitiría; además, todavía ejercía cierta influencia sobre el rey.
La princesa lo recibió tan afectuosamente como siempre.
—¿Por qué estáis tan inquieto? Por favor, contadme qué os pasa. Venid querido, sentaos a mi lado. No me gusta veros tan preocupado.
Las servidoras de la princesa se habían esfumado discretamente, como siempre habían hecho durante años cuando llegaba su amante, así que podían estar seguros de su intimidad.
—He recibido una carta muy perturbadora del rey. No quiere volver a verme.
¡Oh, no!
—Sí; miradla.
La princesa la leyó emitiendo chasquidos con la lengua. —¡Jorge es un tonto!— exclamó—, siempre lo ha sido y siempre lo será. No tiene ni idea de cómo ser rey.
—Es que ahora se lo ha planteado replicó Bute. —Cree
saber cómo ser un tipo especial de rey y, por Dios, que lo
conseguirá. Se ha vuelto muy obstinado, toma una decisión y nada en
el mundo le hace cambiar de parecer y… se ha puesto en mi
contra.
—Algo le pasó mientras estuvo enfermo —musitó la princesa—. Está muy raro; ese modo abrupto que tiene de hablar… casi irascible. Antes no era así, era bastante lento e incluso tartamudeaba a veces. Me temo que la enfermedad le ha cambiado la personalidad, aunque quizá vuelva a ser como antes.
Bute negó con la cabeza.
—No lo creo. Parece haber desarrollado una profunda antipatía hacia mí… cuando pienso en el gran afecto que me tenía…
—Querido, es un desagradecido, pero no os preocupéis, nos tenemos el uno al otro.
Temí que tratara de prohibirme que os visite.
Eso es algo que yo nunca permitiría. Bute sonrió y la abrazó estrechamente.
Sin embargo estaba pensando que la relación había perdido mucha emoción; casi parecían un viejo y formal matrimonio.
Cuando dejó a la princesa viuda, Bute se fue a ver a la señorita Vansittart, una joven de buena familia, que había sido hermosísima y todavía lo era, aunque ya no tan joven; no obstante, lo era mucho más que lord Bute, que tenía más de cincuenta años.
Lo recibió con agrado y sin sorpresa pues, de hecho, llevaba un tiempo visitándola ya que su compañía constituía un cambio respecto a su relación con la princesa viuda.
La señorita Vansittart era humilde y lo admiraba de todo corazón, no le exigía nada y era muy agradable.
Primero hablaron y luego pareció muy natural que se convirtieran en apacibles amantes, lo que resultaba adecuado para el carácter de ella y la edad de él.
Bute le explicó que el rey se había vuelto en su contra y ella manifestó que no podía creer que fuese tan desagradecido.
Lo tranquilizó y él le dijo que la princesa viuda le era tan fiel como siempre y que la suya era una relación demasiado fuerte para que el rey la rompiera, peor, mucho que lo intentase.
—Pero confío en la princesa, nunca querrá separarse de mí.
Era obvio que la señorita Vansittart lo adoraba y él le comunicó que hablaría con la princesa y que si se presentaba cualquier vacante en la casa de ésta, el puesto sería suyo.
La señorita Vansittart se estremeció, encantada ante la perspectiva de servir a la mujer que llevaba tantos años sien-do la esposa, en todo menos en nombre, del maravilloso lord Bute. Este, a su vez, alivió el golpe que le había causado el rey, gozando de su admiración y explicándole todas las ventajas que poseían los que servían en las casas reales. Él le enseñaría a disfrutar de esos privilegios.
Cuando la dejó se sentía mejor pero, al volver a casa, su esposa, esa mujer tan complaciente, quiso saber si había visitado a la señorita Vansittart.
Él lo reconoció; si nunca se quejaba de su relación con la princesa viuda, ¿por qué habría de hacerlo de la que mantenía con la señorita Vansittart?
Pero se equivocaba.
—Eso tendrá que acabarse —le dijo su esposa—. No se trata de la princesa viuda; es un asunto muy diferente.
—Me parece que estáis celosa.
—Claro que lo estoy.
—¿De esa pobre joven?
—Exactamente. ¿Qué os puede ofrecer esa pobre joven sino a sí misma? Con la princesa viuda es distinto.
—¡Vaya punto de vista más sórdido! —comentó Bute disgustado.
Pero su esposa se burló de él y afirmó que no estaba dispuesta a escuchar cotilleos sobre su marido y la señorita Vansittart.
Lord Bute se sintió melancólico. La vida ya no le sonreía.
Cuatro días después de haber recibido la carta del rey, Guillermo Pitt pidió audiencia a su majestad.
—¡Hacedlo pasar, hacedlo pasar! —gritó Jorge—. ¿No sabéis que no quiero que el señor Pitt espere?, ¿eh?, ¿eh?
Así pues, el señor Pitt entró cojeando y el rey lo observó emocionado. El peor error que jamás había cometido, pensó, fue dejar que Bute lo convenciera de deshacerse de él.
Pero el señor Pitt no le guardaba rencor. El rey preguntó por su familia y le habló de la suya: El pequeño Jorge es cada día más presuntuoso, Federico lo imita y no dudo de que Guillermo también lo hará.
Como sabéis, la reina espera otro hijo para diciembre, ¡ja! Bien, bien, pronto tendremos media docena, ¿eh?, ¿eh?
El señor Pitt, elegante pese a su enfermedad, afable y ceremonioso, pronunció un pequeño discurso sobre las bendiciones de la vida familiar y añadió que la familia real constituía un ejemplo para todas las del reino.
Eso complació a Jorge, cuyos ojos se llenaron de lágrimas al pensar en su propia virtud y la de su esposa y en lo bien que cumplían sus funciones, para mayor gloria de Inglaterra.
La conversación se desvió hacia el motivo de la presencia del señor Pitt en Londres, y el rey le dejó claro que se ponía en sus manos.
El gobierno de Rockingham lo había desilusionado; de hecho, desde que el señor Pitt había dejado de encabezar el gobierno se había sentido decepcionado.
Los ojos de Pitt brillaron triunfantes al escuchar eso; venía preparado para llegar a un compromiso y se dio cuenta de que no sería necesario; se haría lo que él deseara.
Le dijo al rey que le encantaría formar un gobierno y prometió someterlo a su aprobación.
Jorge le apretó calurosamente la mano.
—Supone un gran alivio para mí, entendéis, ¿eh?, un gran alivio.
—Lo comprendo, mi señor. Espero que no hayáis de lamentar vuestra decisión, majestad, sabéis que haré todo lo posible para que este gobierno tenga éxito.
—Sí, sí, sí, nunca lo he dudado, ¿eh?, ¿eh?
El señor Pitt se retiró con una reverencia. El rey estaba distinto y no pudo evitar sentirse intranquilo. Su rapidez al hablar y sus repetidos «¿eh?, ¿eh?» se hacían notar. Había cambiado a raíz de su reciente indisposición… esa misteriosa enfermedad que nadie entendía del todo y sobre la que circulaban tantos rumores.
¿Una regencia? Pitt hizo una mueca mientras lo pensaba. Ya bastaba con los problemas actuales; se enfrentaría a esa contingencia cuando se diera, si es que se daba. Entretanto tenía carta blanca para formar un gobierno.
Pitt presentó la lista de hombres que había seleccionado al rey y éste la aceptó. El ministro del Tesoro sería el duque de Grafton. Esa quizá era una elección un tanto temeraria, no porque el duque fuese incapaz ni porque no pudiera confiar en su apoyo, sino por su estilo de vida. Descendiente de Carlos II, Grafton había heredado muchas de las características de ese rey, sobre todo su amor por las mujeres. Su aventura actual con Nancy Parsons constituía uno de los escándalos de la corte. Nancy Parsons era una notoria cortesana, hija de un sastre de la calle Bond, que había vivido primero con un mercader antillano llamado Horton con el que se marchó a Jamaica, pero el lugar no le había agradado y no tardó en regresar a Londres, donde tuvo muchos amantes; el más importante de ellos, el duque de Grafton. Debido a la descarada relación del duque con ella —se los veía constantemente juntos en las carreras y en lugares públicos—, a su afición por las carreras de caballos y a cómo descuidaba a su esposa, la madre de sus tres hijos, todo el mundo conocía y comentaba los asuntos del duque. Horacio Walpole, el ingenioso comentarista, había dicho de él que Grafton «posponía el mundo por una puta y tina carrera de caballos» y también criticó con mordacidad a «la señora Horton del duque de Grafton, la señora Horton del duque de Dorset, la señora Horton de todos». Ese era el hombre al que Pitt había escogido para cuidar de las finanzas.
El presidente de la cámara sería el conde de Northington, el ministro de Hacienda sería el señor Carlos Townsend y Pitt se reservó el cargo de ministro sin cartera.
Cuando se supo, la ciudad festejó la noticia. Sus habitan Pero cuando ella lo interrogó sobre el gobierno, Jorge se sonrojó y se limitó a decir:
—¡Oh, asuntos de Estado… asuntos de Estado!
—Todo el mundo parece tan emocionado con el cambio. —No deberían hablar tanto. Más vale esperar a ver, ¿eh?— Sin duda, el señor Pitt tendrá muchos proyectos nuevos.
—No lo dudo, no lo dudo. ¿Estáis haciendo ejercicio con regularidad? Es necesario, muy necesario, ¿eh? ¿Os sentís bien?, ¿os molesta el calor?, ¿eh? Es lo normal dadas las circunstancias, ¿eh?, ¿eh?
—Estoy tan bien como lo he estado siempre en esta época del embarazo, pero quisiera saber…
—Cuidaos; no os preocupéis de asuntos ajenos a vuestros conocimientos, no es bueno para el niño ni tampoco para vos, ¿eh? Creo que por aquí iría bien un sendero, ¿qué opináis?, ¿eh?
Y así siempre.
Carlota se sentía a veces como una prisionera, una prisionera mimada con todas las comodidades y casi todas las cosas materiales que pedía, pero sin libertad.
Soy como una abeja reina en un panal, me cuidan para que pueda seguir pariendo, se decía.
Unos días después de haber formado su gobierno, Guillermo Pitt cometió uno de los peores errores de su vida: aceptó la dignidad de par y se convirtió en vizconde Pitt de Burton-Pynsent por el condado de Somersetshire y conde Chatham por el condado de Kent.
Sus amigos no acertaban a saber qué lo había empujado a dar ese paso. La gota le hacía sufrir mucho; la emoción primera de estar de nuevo al mando empezaba a desvanecerse y sabía que su vieja enemiga la gota no le permitiría llevar a cabo todos sus planes; se sentía viejo y cansado y, como la mayoría de sus colegas poseían títulos altisonantes, le pareció correcto convertirse en noble él también ya que había hecho mucho más al servicio de su país.
En todo caso, los aceptó y, al hacerlo, perdió el título que tanto había contado a los ojos del pueblo; ahora era el conde de Chatham pero había dejado de ser el Gran Plebeyo.
—¡Luces para milord Chatham! ¡Un banquete en el ayuntamiento! —exclamaban los habitantes de Londres.
Pero eso no les gustaba; estaban para rendir homenaje al señor Pitt, no a lord Chatham.
—Es tan egoísta como los demás, no pretende servir al país ni al pueblo, está en el gobierno para añadir a su nombre un buen título y todo lo que lo acompaña —decían.
No hubo entusiasmo en la calle, nadie aclamó a Pitt. El pueblo, malhumorado, guardó silencio.
Todos comentaban el cambio.
Lord Chesterfield escribió a su hijo: «Se ha caído desde arriba y se ha hecho tanto daño que nunca más podrá tenerse en pie.»
Pero fue Horacio Walpole quien resumió la situación y señaló que al aceptar el título había perjudicado más al país que a sí mismo: «Mientras tenía el amor del pueblo, no había nada en Europa tan formidable como su nombre. El león sacó las garras cuando ya no inspiraba terror en su propio territorio.»
Enfermo, casi enloquecido por el dolor que le causaba la gota, Pitt quiso desafiar a la opinión pública, que antaño había estado totalmente a su favor, y trató de gobernar con un consejo de ministros formado con miembros de ambos partidos. Pero estaba destinado a fracasar por poner a trabajar juntos a whigs y tories, amigos y enemigos, por haber echado a perder su propia imagen al aceptar ese título y, sobre todo, por estar muy enfermo.
Edmundo Burke describió posteriormente el gobierno como «un pavimento en mosaico pero sin cemento; aquí unas cuantas piedras negras y allá unas cuantas blancas; patriotas y cortesanos, amigos amables y republicanos; whigs y tories; partidarios traicioneros y enemigos declarados… un espectáculo muy curioso, pero muy peligroso, sobre el que no se podía apoyar».
Ese año la cosecha fue mala y el conde de Chatham se vio obligado a imponer un embargo sobre la importación de maíz.
Esa sesión parlamentaria fue muy molesta y, cuando el verano dio paso al otoño, la gota empezó a ser más dolorosa que nunca.
En setiembre, Carlota se mudó al palacio de Buckingham para estar preparada para el parto. Los hijos de la realeza habían de nacer en Londres, pero como Buckingham se había convertido en una residencia real muy popular Carlota no necesitaba ir al sombrío y antiguo palacio de Saint James.
Aunque no la dejaban intervenir, Carlota sabía lo que estaba ocurriendo; se había enterado de que el señor Pitt era ahora el conde de Chatham y que eso había disgustado al pueblo.
Cómo deseaba que Jorge le consultara, qué agradable sería hablar con él de política; después de todo, no era exactamente estúpida, sino ignorante ya que no le permitían aprender.
En su opinión, la princesa viuda era quien había tramado mantenerla apartada y en la ignorancia. Esa mujer estaba simplemente celosa, no cabía duda, y Carlota se alegró de que su amante, lord Bute, hubiese perdido el favor del rey y que Jorge ya no estuviera tan aferrado a las faldas de su madre.
Era una bendición entender inglés porque ahora podía captar toda clase de conversaciones interesantes entre sus damas. La señorita Chudleigh era increíblemente indiscreta. Mejor para mí, se dijo Carlota.
Pero se daba cuenta de que la vida en Inglaterra era muy distinta de como se la había imaginado. Ella había creído que en su nuevo país gobernaría con su marido, y aquí estaba sin hacer apenas nada salvo quedarse embarazada y parir.
Bueno, tenía a sus tres hijos y cuando pensaba en ellos no podía evitar sentirse encantada; después de todo, era mucho más satisfactorio ser madre que gran política, aunque había algunas mujeres que conseguían cumplir ambas funciones.
Las hojas de los árboles empezaban a tornarse rojizas. No tenía ganas de preguntar a qué se debían los gritos en la calle, ¿a la escasez de maíz?, ¿a la traición de lord Chatham?; cuando una nueva vida estaba a punto de iniciarse, todo lo demás carecía de importancia.
—Me gustaría que esta vez fuese una niña —le dijo a la señorita Chudleigh.
Esta contestó que estaba segura de que lo sería por el modo en que llevaba el bebé y porque después de tres varones solía venir una niña.
Así, el 26 de setiembre Carlota tuvo una hija, y su deseo se cumplió.
La llamaron Carlota Augusta Matilde y la reina, encantada y feliz en esos momentos de ser sólo una madre, dijo que era su pequeña oca de san Miguel, porque ese santo se celebraba tres días después.