VIDA HOGAREÑA EN KEW

JORGE había decidido ser un rey y quienes lo rodeaban tuvieron que aceptarlo. La princesa viuda había cedido en su dominio con renuencia aunque todavía se negaba a creer que hubiese perdido todo su poder.

Ella había pensado que bastaba con evitar que Carlota le usurpara su lugar, lo que había resultado fácil debido a la capacidad fenomenal de Carlota para poblar los aposentos de los infantes; diríase que en cuanto acababa de dar a luz, otro venía en camino. A Carlota Augusta Matilde le siguió Eduardo y casi inmediatamente se quedó de nuevo embarazada. Carlota no parecía sufrir por los continuos partos; de hecho, le sentaban muy bien.

—Para eso nació —le había dicho la princesa viuda a lord Bute en una de sus visitas—. Y hay que reconocer que lo hace con increíble rapidez y eficacia.

—Resulta agradable pensar que la reina os puede complacer en algunos aspectos —comentó Bute.

—¡Oh, sí!, lo hace muy bien y no tendré queja mientras no se entrometa en política.

Augusta sonrió a su amante con expresión benigna. Todavía lo amaba, era como un marido y ella necesitaba esa clase de relación; no era promiscua, no era sensual, pero precisaba
compañía, la sensación de unidad que sólo podía conseguirse
con un esposo enamorado, y lord Bute se la había proporcionado, más que su verdadero marido, el príncipe de Gales, aunque éste, por otra parte, no le había dado motivos para quejarse.

Hacía poco que le había otorgado un cargo a la señorita Vansittart, y la joven había sabido resultar muy útil en el delicado quehacer de vender los honores. Era muy discreta y la
princesa viuda necesitaba el dinero que estas ventas le proporcionaban, aunque no podía, por supuesto, ocuparse personalmente de algo tan sórdido.

Puesto que la señorita Vansittart era amiga de lord Bute, Augusta sabía que podía confiar completamente en ella, y aunque Bute la visitaba con regularidad nunca delataron delante de ella que su relación era algo más que platónica.

Amaba a lord Bute con devoción conyugal, hacía muchos años que estaban juntos y para ella constituían un verdadero matrimonio.

Recientemente, sin embargo, estaba experimentando unos dolores en la garganta que la alarmaban, pero no había dicho nada porque no deseaba que los médicos le anunciaran una verdad desagradable. El problema se manifestaba y desaparecería, pero había oído hablar de esos síntomas y tenía inquietantes sospechas al respecto.

Si iba a morir —¡oh, enseguida no, pero quizá en un año más o menos!— le gustaría que lord Bute contase con alguien que lo consolara, y la agradable, discreta y silenciosa señorita Vansittart era exactamente la persona que podía hacerlo.

Así pues, en vez de desalentar la relación, conservó a la señorita Vansittart; su amor por ese hombre, que llevaba tantos años dominando sus pensamientos, era demasiado profundo, demasiado duradero para ser egoísta.

Entretanto, nadie —ni siquiera lord Bute— debía enterarse de lo que tenía en la garganta y que le parecía un poco más doloroso cada vez que lo sentía.

Jorge estaba imprimiendo su personalidad a la corte. Muchos la consideraban aburrida, sombría, falta de imaginación y austera. No había nada majestuoso en Jorge ni en Carlota, él podía haber sido un granjero pues le interesaba mucho la agricultura y ella, la dama de un terrateniente, siempre en su casa de campo, pariendo un hijo tras otro.

Empezaba a notarse otra característica que se consideraba poco digna de la realeza: el rey se preocupaba constantemente por cantidades insignificantes de dinero, quería saber el coste de todo y solía agitar la cabeza diciendo que era demasiado caro y que debían ahorrar. Aunque en el pasado había habido muchas quejas sobre el despilfarro de los reyes, ahora deploraban aún más la cicatería de Jorge. En cuanto a Carlota, se estaba volviendo realmente tacaña, según sus damas de compañía.

De hecho, los parientes de Carlota en Mecklenburgo-Strelitz le pedían ayuda constantemente; era la gran reina de Inglaterra e imaginaban su vida muy distinta de la que había llevado en su humilde patria. Era cierto, y Carlota se sentía complacida de que se dieran cuenta. Pidió consejo al rey y éste, bondadoso, los ayudó: a un hermano le concedió una pensión, a otro lo convirtió en gobernador de Celle y a otro le dio un importante cargo en el ejército bávaro. Su familia no creía que Carlota fuese tacaña pero en sus propios aposentos, donde imitó la costumbre del rey de examinar minuciosamente los gastos, la veían demasiado austera, rasgo que resultaba menos popular entre las personas de sangre real que en los plebeyos.

Jorge había decidido llevar a su pueblo hacia un estilo de vida más religioso.

—Quiero que todos los niños de mis dominios sean capaces de leer la Biblia —señaló, y no tardó en expresar su deseo de que el domingo fuese declarado sagrado, de que no hubiese espectáculos y que todo el país respetase ese día.

Ese anhelo de religiosidad se intensificaba cuando pensaba en los escándalos que rodeaban a su familia. Su hermano Eduardo, con quien había tenido una relación muy estrecha cuando eran jóvenes, había muerto hacía un año, pero no antes de haber conmocionado a Jorge con su estilo de vida salvaje. Sus otros hermanos, Guillermo de Gloucester y Enrique, duque de Cumberland desde la muerte de Victor de Culloden, provocaban constantes escándalos con sus relaciones femeninas, y en la calle todavía se hablaba de su madre y lord Bute, se cantaban canciones obscenas sobre las hazañas de éste en la cama y de cómo dependía de él la princesa viuda; el Botas y la Enagua seguían siendo insultos muy conocidos.

—Es necesario que nuestras vidas sean ejemplares —le explicó Jorge a Carlota, en una de las raras ocasiones en que hablaba con ella de algo que no fuera el tiempo y los niños—. Debemos dar ejemplo, ¿eh? Lo entendéis, ¿verdad, Carlota?, ¿eh? Comprendéis que tenemos que estar por encima de cualquier reproche, ¿eh?, ¿eh?

Carlota lo entendía y señaló que con tantos partos le era bastante difícil no llevar una vida modélica.

Él repuso que también tenía sus responsabilidades, pero, aunque estaba resuelto a que su vida fuese completamente virtuosa, no podía evitar que su corazón latiera un poco más deprisa cuando veía a una mujer bonita.

Jorge se alteró bastante cuando se enteró de que Sara Lennox había dado a luz una niña que no era de su marido, según decían, sino de su primo lord Guillermo Gordon.

—¡Indignante!, ¡indignante! —exclamó el rey, pero seguidamente la recordó con nostalgia, añadiendo para sus adentros que tenía mucha suerte de haberse librado de ella y que estaba mejor sin Sara.

Pero eso no le impedía pensar en ella y, por muy virtuoso que fuera y pretendiese continuar siéndolo y por mucho que intentara desecharlas, no podía evitar que por su mente pasaran imágenes eróticas.

También estaba Isabel, lady Pembroke, a la que siempre había admirado. Una hermosa mujer, esa Isabel, que no había sido muy afortunada en su matrimonio. Unos años antes, el conde se había fugado con una tal señorita Kitty Hunter, y Jorge se había mostrado muy compasivo y había hecho lo posible por consolarla, cogiéndola a menudo de la mano y diciéndole que aunque su esposo no la apreciase era una de las mujeres más bellas que él hubiese visto jamás. Isabel siempre se lo había agradecido y si Jorge hubiese sido un poco menos virtuoso, podrían haberse convertido en amantes. Pero el conde regresó finalmente y el matrimonio se arregló. Sin embargo, el rey soñaba a menudo con Isabel Pembroke.

Jorge también había sentido afecto por Bridget, la hija mayor de lord Northington, una joven encantadora.

En sus momentos más sinceros reconocía que Carlota era muy fea y nada excitante, pero era su obligación recordar que como rey tenía el deber de dar ejemplo a sus súbditos así que distrajo su deseo por las mujeres bonitas con controles más estrictos de su propia casa y vigiló que todos tuvieran el domingo por sagrado y que las apuestas en el juego no fuesen demasiado altas.

Al poco tiempo se rumoreaba que era un tirano mezquino en su hogar y que le obsesionaba la necesidad de ser virtuoso y de obligar a los demás a serlo.

Las angustias políticas le suponían una carga. Se sentía muy decepcionado del conde Chatham, de quien había creído que podía tomar el timón como lo había hecho en tiempos de su abuelo y llevarlos a la prosperidad. Pero Chatham ya no era Guillermo Pitt; su título nobiliario parecía asfixiar su inteligencia, había perdido la confianza del pueblo y su enfermedad se había apoderado de él.

El conde Chatham se quedaba en su casa de la calle Bond, en una habitación a oscuras, y maldecía la gota que lo obligaba a estar tumbado y que lo llenaba de melancolía. Sabía que en su condición, aunque pudiera llegar cojeando hasta la cámara, su mente no estaría lo suficientemente alerta para afrontar los problemas de Estado.

Hasta entonces, Jorge había tenido una fe patética en Chatham. Si éste hubiera sido el mismo hombre de antes, hubiera podido enderezar la situación del país y todo iría bien, pero lady Chatham escribía constantemente al rey para decirle que si la salud de su marido pudiera equipararse con la lealtad que le tenía y sus deseos de servirlo, lord Chatham estaría con él en ese momento.

Entretanto en las colonias americanas se resentían amargamente de la intromisión de la Corona y declaraban que no podían ni querían aceptar los impuestos que el gobierno británico les obligaba a pagar.

Inglaterra necesitaba a Pitt, pero éste se había convertido en lord Chatham y se hallaba postrado en su cama retorciéndose de dolor.

Durante ese verano, Chatham no recibió a nadie. Cuando alguno de sus colegas del gobierno iba a visitarlo, lady Chatham les informaba de que estaba demasiado enfermo. Corrían rumores respecto a los motivos que tenía para recluirse tan estrictamente: ¿se había peleado con el rey?, ¿había enloquecido? Grafton trató de controlar el partido y fracasó. En la cámara se echó abajo el proyecto de lord Chatham de derogar los impuestos de las colonias americanas y de establecer relaciones armoniosas con ellas y, finalmente, Townsend, el ministro de Hacienda, aplicó los gravámenes.

En su cuarto oscuro, el conde Chatham era una ruina física y mental, y su esposa trataba de mantener la situación en secreto.

En sus momentos lúcidos, Chatham deseaba —por encima de todo— abandonar y escribía al rey a tal efecto, pero Jorge no lo dejaba ir.

«Vuestro nombre ha bastado para que mi Administración continúe», le contestó. El monarca estaba decidido a que Chatham fuese, por muy enfermo que se encontrara, el jefe aparente del gobierna.

Pero esa situación no podía durar y, unos dos años después de acceder al cargo, lord Chatham insistió en dimitir y entregó el Sello.

Al rey le preocupó tanto recibirlo que recorrió sus aposentos de un lado para otro durante horas. El nombre de Pitt había sido mágico para él y se había aferrado a la convicción de que todo marcharía sobre ruedas mientras estuviera al frente del gobierno.

Deseaba con toda el alma resolver el espinoso asunto de las colonias y estaba seguro de que Pitt, ahora lord Chatham, podía hacerlo y que era el único hombre capaz de conseguirlo.

Pero tuvo que aceptar la dimisión de Chatham, y Federico, segundo conde de North, se convirtió en jefe de la cámara.

North era un viejo amigo de Jorge, había jugado con él en los aposentos infantiles cuando su padre era tutor del futuro rey. Este lo recordaba interpretando un papel en el Catón de Addison cuando eran muy jóvenes y se divertían haciendo teatro. Jorge había sido Porcio y su hermana Augusta, Marcia. Se acordaba perfectamente; además, resultaba agradable hablar de esa época con Federico, que se había convertido en un hombre ingenioso, de muy buen carácter y muy parecido físicamente a Jorge; de hecho, de jóvenes los habrían podido tomar por hermanos. Cuando eran niños, el príncipe de Gales había afirmado que su parecido resultaba sospechoso y bromeaba con el padre de North diciendo que una de las dos esposas debía de haberlos traicionado. La semejanza resultaba todavía asombrosa, y no sólo eso, sino que también compartían otro rasgo: North podía ser tan obstinado como Jorge.

Tenía los ojos saltones, en su caso muy miopes; boca ancha y labios carnosos y, con sus mejillas rellenitas y la mirada que vagaba «sin objetivo», según un comentario de Walpole, daba la impresión de ser un trompetista ciego (otra expresión de Walpole).

Pero Jorge no estaba de acuerdo con esas maliciosas observaciones, veía en North a su amigo de la infancia, tan parecido a él en tantos aspectos que su amistad podía continuar cómodamente.

Si no podía tener a Chatham, North serviría.

 

 

 

Jorge estaba preparando la visita de Cristián VII de Dinamarca y Noruega, marido de Carolina Matilde.

La princesa viuda estaba encantada de que su yerno vi n se a Inglaterra pero deploraba que no trajera consigo a su es-posa.

Se encontraba con lord Bute, comentando la noticia cuando le informaron de que el rey se estaba apeando de su carruaje y que venía a verla.

—¡Oh, querido!, más vale que no os halle aquí.

Se abrazaron, se separaron y ella observó cómo su aman-te desaparecía por la puerta que se abría la escalera secreta que lo llevaría a la calle.

Es todo tan distinto de los viejos tiempos, se dijo Augusta suspirando, cuando estábamos los tres juntos. No entiendo qué le ocurre últimamente a Jorge. Ser rey se le ha subido a la cabeza y se ha rodeado de gente indeseable y eso nos traerá problemas.

Se tocó el cuello y pensó que quizá no estaría presente para verlo.

Jorge entró y la saludó con el mismo cariño de siempre. Aunque intentara evitar su influencia, ella era su madre y él tenía un temperamento demasiado sentimental para olvidarlo.

—Mi querido hijo, ¡qué alegría veros!

—Os encuentro un poco cansada, madre.

—Tonterías, es la iluminación. Espero con ansias la visita de Cristián.

—De eso venía a hablaros. Es muy raro que no traiga a Carolina Matilde; después de todo, a quien de veras deseamos ver es a ella.

La princesa sonrió; Jorge era muy familiar y eso, al menos, la complacía.

—Me han llegado extraños rumores desde Frederiksborg. Jorge asintió con la cabeza.

—¿Creéis que Carolina Matilde es desdichada? —dijo—. Quizá podamos hablar con Cristián —repuso su madre.

—¿Y nos escuchará?

—Si posee un ápice de cortesía, atenderá a su suegra. —Me pregunto si lo tiene.

La princesa viuda suspiró. A sus dos hijas no les había ido muy bien; la pobre Augusta, una simple duquesa, vivía en una horrible ciudad en una miserable casa de madera, mientras la amante de su marido hacía alarde de su posición ante sus narices. ¡Menuda humillación para la orgullosa Augusta! ¿Qué había sido de su lengua venenosa?, ¿le serviría de algo afrontar esa situación tan falta de delicadeza que aceptaba por insistencia del patán de su marido? Bueno, al menos ahora tenía a su hija, la pequeña Carolina Amelia Isabel, que sin duda suponía un consuelo aunque, naturalmente, hubiese preferido un hijo. Pero la princesa no podía siquiera imaginar cómo se criaría la niña en una corte como la de su yerno.

 

En cuanto a Carolina Matilde, su situación era igualmente desagradable, porque resultaba obvio que Cristián no le tenía mucho cariño; de habérselo tenido, ¿habría venido sin ella?

—Según he oído decir, es un joven de poca voluntad —afirmó la princesa viuda—. Ojalá trajera con él a vuestra hermana para escuchar de sus propios labios lo que está ocurriendo allí.

—Me temo que no os tranquilizaría, ¿eh?

—¡Oh!, te refieres al hermanastro de Cristián. No cabe duda de que su madre espera que él sea el heredero.

Jorge sonrió con expresión sombría. Se sentía responsable del bienestar de su hermana y había deseado a menudo que no la hubiesen apremiado a casarse. A los quince años se es muy joven; además, a él le agradaba tener mucha familia a su alrededor. El estilo de vida alocado de sus hermanos le causaba continuamente disgustos y habría disfrutado especial-mente con una hermana menor, a quien aconsejar y querer.

Pero a la pobrecita Carolina Matilde la habían enviado muy lejos para unirse a un joven débil y disoluto, más interesado en algunos de sus ayudantes varones que en su joven esposa, y ella tenía que enfrentarse, en tierra extraña, a esa infortunada situación y a una suegra, la madrastra de Cristián, que esperaba que su propio hijo heredara la corona.

—Pobrecita Carolina Matilde —musitó Jorge—, me pregunto si podré hablar con Cristián.

Jorge es demasiado obtuso, pensó su madre, ¿acaso creía en serio que ese pervertido le iba a hacer caso sólo por ser el rey de Inglaterra?

—Me han dicho que el nuevo favorito de Cristián es el conde von Holck.

Jorge se sonrojó, parecía escandalizado.

—Todo esto es sumamente desagradable, ¿eh? Pero Carolina Matilde tiene a su hijito Federico, así que…

—Así que al menos nuestro disoluto Cristián es capaz de engendrar un hijo.

Pero, cuando Cristián llegó, Jorge se percató de que sería imposible conseguir algo de él. Pidió a lord Weymouth que le preguntara al embajador danés qué era lo que más le podía agradar al joven rey y que le diera ideas de cómo entretenerlo.

 

Cuando Weymouth llegó le dijo que había recibido una respuesta muy directa. El mejor modo de entretener al rey de Dinamarca es divertirlo y cuanto más alocado y pervertido sea el espectáculo, mejor.

—Esto es muy desagradable, ¿eh?, ¿eh?

Weymouth estuvo de acuerdo.

A Jorge le resultaba imposible sentir afecto por su cuña-do, su mera presencia lo disgustaba. Si lo hubiera visto antes de la boda, no la habría aprobado, pero Carolina Matilde se había casado por poderes.

No cabían dudas sobre su carácter; no sólo era pervertido, sino también depravado, y eso parecía afectar a su juicio.

Se hallaba rodeado de cortesanos, cuya principal responsabilidad consistía en alabarlo y glorificarlo. La visita entristeció a Jorge, especialmente cuando se enteró de que Cristián pasaba su tiempo en los burdeles de Londres, en los que se habían preparado toda clase de espectáculos antinaturales.

Jorge decidió que ya no intentaría entretener a su cuñado y se fue a Kew con Carlota y los niños.

—No dejo de repetirme lo afortunados que somos, ¿eh? Cuando pienso en la vida que tiene que sufrir mi pobre hermanita en Dinamarca… y a Augusta no le va mucho mejor en Brunswick. Hemos tenido suerte, ¿eh?, ¿eh?

Carlota se mostró de acuerdo. Estaba embarazada de nuevo, y ese año dio a luz a su segunda hija, a quien llamó Augusta Sofía.

Ahora, tras siete años de matrimonio tenía seis hijos. Qué agradable ver llenas las habitaciones infantiles; sin embargo, comenzaba a desear un respiro aunque sólo fuera de un par de años.

Mientras tanto, el empedernido alborotador Juan Wilkes empezaba a aburrirse en el exilio y sentía nostalgia por su país.

Al principio le había divertido que lo recibiera tan bien el mundillo literario de París. En el Hôtel de Saxe tuvo su propia corte y, posteriormente, cuando se mudó a la rué Saint Nicaise, la excitante y muy solicitada cortesana Corradini se fue a vivir con él y compartió su exilio. Eso le encantó y, tras una corta estancia en París, viajaron juntos a Roma y Nápoles; fue en esa última ciudad donde conoció a su paisano Jai me Boswell y, como compartían muchos gustos, sobre todo en cuanto a mujeres y literatura, ambos disfrutaron de su mutua compañía.

Wilkes tenía la intención de escribir una historia de Inglaterra, pero cuando la Corradini lo abandonó por otro amante perdió todo interés en el proyecto y regresó a París para ver un alojamiento en la rué des Saints Peres.

La añoranza por su país se agudizó. Si hubiera podido ganarse la vida con sus esfuerzos literarios y la Corradini no lo hubiese abandonado, su situación habría sido diferente. Así que la conjunción de esos dos factores lo decidió a dejar Francia. Sentía nostalgia por las calles de Londres, por los cafés y las chocolaterías, por las tabernas y los amigos del mundo literario. Deseaba hallarse en plena batalla, vivir peligrosamente, editar su periodicucho escandaloso y esperar las consecuencias. Y quería dinero; debía educar a su querida hija María, la única persona en el mundo que le importaba, y anhelaba darle todo lo que según él se merecía, o sea, mucho.

Con expresión sombría recorría las calles de París y soñaba con Londres. Su feo rostro ya no era cómico, sino sólo melancólico, por lo que su estrabismo resultaba más alarmante, nada divertido, sino siniestro.

Tengo que regresar, se dijo; aquí me moriré de nostalgia.

Esperaba ávidamente noticias de Londres. Pitt, ahora lord Chatham, había vuelto. ¡Qué tonto fue ese hombre al pensar que el título de conde lo enaltecería más que su simple apellido! Grafton estaba con él y ése sí que podía ayudarlo. No confiaba en Chatham porque no había movido un dedo en su favor cuando tuvo problemas, así que no pensaba pedirle favores, pero Grafton era otra cosa, Grafton podía echarle una mano.

Regresó a Londres y escribió a Grafton, quien se fue de inmediato a ver a Chatham. Eso había ocurrido antes de que lord Chatham se encerrara y sufriese la misteriosa enfermedad que le había quitado su poderosa capacidad intelectual.

El consejo que el conde le dio a Grafton fue que no se mezclara con el señor Wilkes.

Así pues, desanimado, Wilkes regresó a París, pero al cabo de un año ya estaba de vuelta en Londres y vivía en una casa en la esquina de Princes Court en Westminster.

Jorge se inquietó al recibir una carta de Juan Wilkes. El rey se encontraba muy a gusto en el palacio de Buckingham cuando no podía ir a Kew o a Richmond pero, cuando el criado de Wilkes acudió con la misiva, la paz del palacio se desvaneció.

¿Qué quiere ese hombre, ¿eh?, se preguntó Jorge; causar problemas, ¿eh?, ¿eh? Aquí está otra vez después de habernos fastidiado… Debió quedarse en Francia. Más vale que regrese lo antes posible.

Además solicitaba el perdón, ¿eh? ¡Después de eso querría una compensación!

Quizá Wilkes deseaba permanecer en Londres, pero la ciudad no lo quería a él; al menos, el rey prefería que no se quedase y un buen número de sus ministros, también.

Quemó la carta y trató de borrar de su mente a ese tipo tan molesto, ¡como si Wilkes fuera a dejar que lo olvidasen tan fácilmente!

Mantuvo silencio hasta las siguientes elecciones generales y apareció de repente en las tribunas, pidiendo a los habitantes de Londres que votaran por él para representarlos. Fracasó en Londres pero tuvo éxito en Middlesex.

Y fue entonces cuando empezaron los problemas. El nuevo representante de Middlesex era un proscrito, lo habían condenado al exilio y había regresado a Inglaterra sin permiso, pero se entregó noblemente a la justicia cuando ésta lo mandó a prisión.

Las gentes se amontonaron en la calle para ver cómo se lo llevaban. Wilkes se hallaba en su elemento, era el centro de atención una vez más, con su rostro de aspecto maligno, su siniestra bizquera y sus gritos de libertad.

—Los hombres como él —comentó el rey— pueden destruir la paz de las naciones.

La ciudad se hallaba alborotada, la gente se manifestaba en la calle gritando:

—¡Liberad a Wilkes! ¡Wilkes y libertad!

Lo habrían rescatado camino de la prisión pero él no desea que lo liberaran; quería ir a la cárcel porque se daba cuenta de que mientras permaneciese allí conservaría la simpatía del pueblo; sería Wilkes, encarcelado por decir lo que pensaba.

 

Su prisión se hallaba en Saint George's Fields y durante días las multitudes se reunieron allí para hablar de él y pedir su liberación. Juan Wilkes era el principal tema de conversación en la ciudad.

Tuvieron que hacer uso de las tropas para dispersar a la turba. Wilkes se rio encantado cuando se enteró; no había nada que le hubiese dado más placer.

Cuando lo condenaron a un año y diez meses y le impusieron una multa, tras haber pasado un mes en la cárcel, Wilkes recurrió en ambas cámaras.

¡Wilkes! ¡Wilkes! ¡Wilkes! Él era el centro de atención: todos discutían sobre lo correcto e incorrecto del caso y la gran batalla tuvo lugar en los periódicos. En uno, apoyado por los whigs, se publicaron artículos bajo el pseudónimo de Junius, mientras que el doctor Samuel Johnson escribía discursos bastante aburridos a favor del gobierno.

Wilkes estaba emergiendo como ganador en el conflicto y cuando demandó a lord Halifax ganó y recibió una indemnización bastante generosa. Así pues, aunque entró sin un penique en la prisión salió de ella en posición bastante desahogada.

Al rey le preocupaba intensamente casi lodo. Nada era como esperaba; había deseado ser un buen rey, rodeado de súbditos satisfechos, pero durante ese año agotador no sólo tuvo problemas con sus ministros y la controversia con Wilkes, sino que la situación entre Inglaterra y las colonias americanas se volvía más tensa cada mes que pasaba.

 

Ni siquiera en Kew pudo huir de Wilkes. No es que hablara de él con Carlota; allí la vida transcurría según los preceptos que él había impuesto, alejada completamente del mundo exterior. La reina se hallaba —por supuesto— embarazada, en primavera iba a dar a luz a su séptimo hijo y, como tenía menos de veinticinco años, no parecía probable que ése fuese el último.

El príncipe de Gales tenía siete años, inteligente y más despierto que nunca, solía escuchar los cotilleos y repetirlos frente a sus padres para demostrar que estaba enterado de todo. Intimidaba a sus hermanos o, en el mejor de los casos, los trataba con condescendencia; era, en efecto, el pequeño rey de los aposentos infantiles. No dejaba de recordar a cualquiera que se atreviera a reprocharle algo que, después de todo, él era el príncipe de Gales; sin embargo, su hermosura, su gran inteligencia y frecuente simpatía le granjeaban mucho afecto, y las niñeras y las damas de compañía, por supuesto, lo adoraban.

Ni siquiera la reina podía evitar mimarlo un poco; era su primogénito, una prueba de que, al menos, podía tener un hijo guapo aunque fuera una mujercita fea e insignificante.

No le caía bien al pueblo y lo sabía. Nunca olvidaría aquella ocasión en que, camino de Richmond con el rey a su lado, una mujer se acercó corriendo al carruaje y la maldijo. Fue horrible percatarse de semejante odio y enseguida se preguntó qué había hecho para merecerlo.

Regresa a donde perteneces, cocodrilo —le había gritado.

La odiaban por ser extranjera y fea. Era pequeña y delgada y su boca le daba ciertamente el aspecto de un cocodrilo; reconoció el parecido cuando se miró en el espejo después.

Aquella mujer se quitó un zapato y se lo arrojó, por poco le da en la cara, pero acabó estrellándose contra la tapicería del vehículo.

Regresa. Regresa a donde perteneces, alemana.

Una escena: El carruaje se detiene y… los guardas arrestan a la pobre mujer que según ellos está loca. Podrían haberla castigado severamente pero el rey y la reina se opusieron.

Sin embargo, el odio irreflexivo de la turba era algo aterrador y supuso que todos los reyes y las reinas lo padecían en algún momento.

Pero en sus aposentos de Kew se sentía gratamente segura; diríase que estaba envuelta en un capullo que la protegía del resto del mundo. Cuando llegó a Inglaterra se imaginó que gobernaría el país con el rey; ahora sabía que nunca se lo permitirían, así que reinaría sobre su propia casa en Kew… su querido y pequeño Kew… donde podía vivir con los niños apartada de las cosas desagradables del mundo. No iba a inmiscuirse en la política como la princesa viuda —Augusta había empezado a hacerlo después de la muerte de su marido—; ella se contentaría con mandar en su propia casa.

Y eso hacía, interesándose por los detalles más nimios. Siguiendo el ejemplo del rey, examinaba los gastos y quería saber adónde iba a parar cada penique. Le fascinaba ahorrar, lo que no le granjeó la simpatía de sus criados.

Alberto, el peluquero que había venido con ella desde Mecklenbugo, era uno de los que se rebelaban.

Un día fue a verla y le dijo:

—Mi señora, deseo regresar a Mecklenbugo.

Carlota se asombró. ¡Quería dejar Inglaterra, un país en plena expansión, por un pequeño ducado! Sin duda, Alberto había perdido la cabeza.

—No, mi señora —fue la respuesta—. Encontraré un puesto más lucrativo en casa del duque, estoy seguro. Con las habilidades que tengo sin duda me recibirán con los brazos abiertos, y si vuestra majestad me permite retirarme con una pensión…

—¡Una pensión!

La reina se horrorizó. ¡Más dinero regalado! No soportaba esa idea.

Alberto le señaló con tristeza que sus expectativas al venir a Inglaterra no se habían visto satisfechas.

—Eso nos ocurre a muchas personas —replicó la reina y dio el tema por zanjado. No podía permitir que Alberto se marchara.

Según sus damas de compañía se estaba convirtiendo en una vieja avara que medía las conservas en la alacena. Consciente de su hostilidad, Carlota se volvió cada vez más autoritaria aunque cedía en todo a la voluntad del rey.

Había establecido la norma de que todas sus damas debían comprar productos ingleses.

—Yo misma —le explicó a lady Carlota Finch con una sonrisa— uso un camisón inglés. Al rey le agrada que lo haga y espero que vos sigáis el ejemplo, lady Carlota.

La dama, a quien le gustaba escoger su propio vestuario, se sintió desanimada, pero dada su posición en los aposentos de los niños no le quedó más remedio que obedecer. —Y la ropa de los niños debe ser también de aquí—. Entonces, majestad, deseáis que pida un nuevo vestuario inglés para ellos.

—No, por Dios, ¡qué despilfarro! Sólo cuando llegue el momento, lady Carlota.

Ésta sonrió; como a las demás damas de la corte, le agradaba burlarse de la reina sin que ella se diera cuenta, por supuesto.

Entonces, Carlota encargó una lista de la ropa que utilizaban los niños. Cada niño recibía seis trajes de gala por año, aparte de varios corrientes para uso diario; les compraban zapatos nuevos y sombreros cuando los necesitaban.

Me parece que el príncipe de Gales tiene muchos sombreros.

Le gusta jugar a la pelota con ellos, majestad.

—¡Qué horrible desperdicio! ¡Eso tiene que acabarse!

Pero incluso a Carlota le gustaba la energía que desplegaba su hijo.

¡Y los zapatos de Guillermo! ¡Y los de Eduardo! ¡No es posible que necesiten tantos pares! Un par en primavera y otro en otoño deberían bastar.

—Les apasiona dar puntapiés a las piedras, majestad, pero si se encuentran cualquier otra cosa también la patean.

—Entonces se les debe prohibir. ¡Qué malcriados! ¿Dónde aprenden eso?

—Del príncipe de Gales, majestad.

Siempre el príncipe de Gales.

Es un canalla, opinó afectuosamente su madre, pero lo quería tanto que hasta se olvidaba de escandalizarse por los gastos extravagantes que causaba.

¡Ah, sí! Qué días tan agradables pasaba en el querido y pequeño Kew, esperando a que nacieran sus hijos, qué placer ver otra carita en los aposentos de los niños.

Y, claro, el rey venía a menudo para descansar de los asuntos de Estado. En algunas ocasiones a Carlota le habría gustado razonar con él, preguntarle por qué no quería hablar con ella de esos temas. Habría sido muy interesante. No es que no fuera humilde por naturaleza, ni mucho menos; pero no podía olvidar esas horribles semanas de enfermedad, cuando Jorge divagó y estuvo —tenía que reconocerlo— un poco trastornado y la princesa viuda y lord Bute trataron de mantenerla alejada, mostrándole de antemano una idea de cómo sería su vida si llegaba a perderlo.

A veces, cuando los ojos de Jorge se ponían más saltones, cuando se aceleraba aún más su modo de hablar, puntuado con mayor abundancia de sus interminables ¿eh?, Carlota sentía un miedo terrible a que Jorge pudiera sufrir de nuevo la misma enfermedad que había padecido esa primavera.

No, Kew significaba un refugio para él tanto como para ella. Allí desempeñaba el papel de terrateniente y hablaba de convertir parte del parque en tierra cultivable, supervisaba la educación, la dieta, la ropa y el personal de la Casa de los Infantes. Esos eran los momentos más felices de su vida, cuan-do revisaba los pequeños detalles, que eran de suma importancia para él.

—Mucho ejercicio —solía decir— y mucho aire puro, ¿eh? Y nada de exagerar con la comida, ¿eh? Verduras. Son buenas para la salud. Nunca vino. Hemos de asegurarnos que a los niños les den carne magra.

El mismo seguía las reglas que establecía, seguro como estaba de que eran necesarias para todos.

El rey se encontraba en Kew en busca de un respiro mientras el problema con Wilkes alcanzaba su punto culminante y la gente se amotinaba en la plaza de San Jorge, a las puertas de la cárcel.

Carlota se lo nombró al rey pues había oído a sus damas hablar sobre Wilkes —todo el mundo lo hacía— y a los criados susurrar su nombre cuando no se daban cuenta de que ella podía escucharlos. Naturalmente, eso provocó la indignación de su majestad.

—¡Vamos, Carlota!, creí que comprendíais que vengo aquí para huir de esos molestos asuntos, ¿no lo sabíais?, ¿no lo sabíais?, ¿eh?, ¿eh? ¿Dónde hallaré un poco de paz si oigo hablar de Wilkes en Saint James y en Kew?, ¿eh?, ¿eh?

La reina comentó que ese nombre parecía estar en boca de todos por lo que suponía que era normal que también estuviera en las suyas.

No, en Kew, no. Vengo aquí para alejarme de todo eso y no me sirve de mucho si me encuentro con que Wilkes me está esperando, ¿eh?

Para tranquilizarlo, Carlota le preguntó si deseaba ir a la Casa de los Infantes para verlos comer; probablemente se estaban sentando a la mesa y, sin duda, les iba a encantar ver a su padre.

La sugerencia devolvió el buen humor a Jorge y juntos dejaron el edificio principal y recorrieron la corta distancia que los separaba de la casa pequeña ocupada por sus hijos.

Carlota tenía razón; los pequeños estaban ocupando su sitio para comer, bajo la vigilancia de lady Carlota Finch.

La reina se fijó en que era día de pescado y que no había nada sobre la mesa que el rey prohibiera.

Los niños saludaron a sus padres con mucha alegría y con gritos de deleite por parte del pequeño Eduardo, imitado por la pequeña Carlota que acababa de cumplir la edad suficiente para sentarse con los demás a la mesa. Naturalmente, la benjamina, Augusta Sofía, no estaba presente.

El príncipe de Gales proclamó, como hacía cada vez que tocaba pescado, que le gustaba la carne y que cuando fuese rey la comería a diario.

—Entonces —replicó su padre —seréis un rey muy gordo.
¿Más gordo que vos? —preguntó Jorge.

—Mucho más… tanto que sólo podríais moveros en carruaje. Eso no os agradaría, ¿eh?, ¿eh?

—Sí que me gustaría..

—Yo os digo que no.

—Pues sí replicó el príncipe de Gales malhumorado. —Odio el pescado, quiero carne.

La reina miró a lady Carlota Finch, quien comentó que el príncipe de Gales parecía olvidar que se encontraba en presencia de sus majestades.

—No lo he olvidado; ¿cómo puedo olvidar que están aquí?

—El príncipe de Gales no recuerda sus buenos modales, me parece, ¿eh? —dijo el rey, mirando tan intensamente a lady Carlota que ésta se sonrojó.

—Sí los recuerdo —señaló el príncipe— pero no siempre los practico.

La reina trató de no sonreír pero el niño supo, por el ligero movimiento de sus labios, que le había hecho gracia, como siempre, y continuó en tono imperioso:

—Y si no quiero practicarlos, no lo haré.

—Quizá deberíamos pedir al príncipe de Gales —manifestó el rey, mirando todavía a lady Carlota—, que deje la habitación hasta que encuentre los modales que ha perdido, ¿eh?

El pequeño Eduardo miró debajo de la mesa como si creyera que los modales fuesen algo que debían ponerse o llevar en el bolsillo. Federico, que siempre imitaba a su hermano mayor, afirmó:

—Yo tampoco comeré pescado.

—Entonces podéis dejar la mesa y vuestro hermano os acompañará. Me entendéis, ¿eh?

—Perfectamente —aseguró el príncipe de Gales con aire altanero—. Vamos, Fred.

Los dos niños se dirigieron con mucha dignidad hacia la puerta y, al salir, el príncipe de Gales insistió:

—Nunca he podido soportar el pescado.

—¡Esos cachorros! —exclamó el rey cuando se cerró la puerta. Guillermo habló de su nuevo cachorro y la reina le contestó alegremente, fingiendo que sus dos hijos mayores no habían sido despedidos por su mal comportamiento.

—Hablaré con ellos después —dijo Carlota conciliadora—. El pequeño Jorge tiene tanta vitalidad… y Fred lo imita en todo.

El rey gruñó; ya estaba planeando nuevas disposiciones para reforzar la disciplina en la Casa de los Infantes.

Permanecieron sentados con sus hijos menores hasta que éstos terminaron de comer y, cuando los dejaron, el rey habló en tono exaltado con la reina acerca del joven Jorge.

—Pero me han dicho que aprende rápido y que es muy listo en sus clases.

—Ha de aprender a ser humilde —insistió el rey—; hay que enseñárselo. Estáis de acuerdo, ¿eh? Reconoceréis que se mostró bastante arrogante y no lo aprobáis, ¿eh?, ¿eh?

—Tiene un carácter muy fuerte y eso no es malo. Creo que en general deberíamos sentirnos bastante orgullosos de él.

El rey asintió con la cabeza y añadió que establecería más normas para la Casa de los Infantes y se aseguraría de que al príncipe de Gales le enseñaran un poco de humildad. Preguntó cómo les iba con la música. Debían amarla; él había hallado más placer en la música que en cualquier otra diversión. Según él, Handel era uno de los mejores músicos y quería que los niños —y en su momento, las niñas— se familiarizaran con su obra. Si habían heredado su amor por la música como si no, tendría que agradarles a la fuerza… como había de gustarles el magro y el pescado cuando no tocaba carne.

La puerta de la habitación se abrió con cautela, la reina se dio rápidamente la vuelta pero el rey no se enteró.

Carlota vio el rostro bastante sonrojado de Federico, los ojos llenos de determinación y, detrás de él, la figura más alta del príncipe de Gales.

—¡Wilkes y el Número Cuarenta y cinco para siempre! —gritó de repente Federico.

El rey se levantó de un salto. Se oyeron pasos apresuraos, Jorge corrió hacia la puerta y vio a sus dos hijos mayores desaparecer escaleras arriba.

Carlota se acercó a él.

El rey empezó a sonreír y ella se contagió, al poco rato ambos se estaban riendo.

—Ahí lo tenéis —señaló la reina comedida—, no podéis escapar de Wilkes, majestad, ni siquiera en Kew.

 

Los niños deberían ser más conscientes de su responsabilidad pública —afirmó el rey, y nadie podía negar que fuese un padre devoto.

Jorge ordenó que se creara una granja modelo en Kew en la que los niños se responsabilizarían de sus propios animales para que tuvieran algo en que interesarse y dejaran de centrarse en su propia importancia. El rey pensaba que todo lo que a él le encantada les había de gustar de igual modo a sus hijos y, de hecho, él disfrutaba más de la granja que ellos. Cuando se encontraba en Kew iba a ver cómo ordeñaban las vacas y a participar en la preparación de la mantequilla.

—Vamos Jorge —solía decir—, vamos Fred. No sois príncipes en este momento, sois granjeros, ¿lo entendéis?, ¿eh?, ¿eh? Prefieres ser príncipe, Jorge, no lo dudo, no lo dudo, pero tendrás que aprender a apreciar la satisfacción de trabajar la tierra, chico.

En general, los niños se divertían jugando con su padre; sentían afecto por los animales, pero ninguno poseía el don de su padre para tratarlos.

El rey había decidido que todos los jueves se abriera Kew al público, se podría pasear por los jardines y la granja y observar a los niños jugar. La gente contemplaba los partidos de cricket y de rounders —un juego parecido al béisbol—, en el que los mayores eran muy buenos; además, al príncipe de Gales le agradaba tener público.

La apertura de Kew al público fue una medida positiva y la popularidad del rey empezó a crecer de nuevo; se podían decir muchas cosas de él, pero todos estaban de acuerdo en que era un buen padre y cuando se encontraba con alguien por los jardines se comportaba con suma cortesía y no esperaba que le dieran el trato debido a un rey.

Decían que era un poco aburrido y que no había nada emocionante en su corte, pero era un buen marido y un buen padre, cualidades poco habituales en los reyes.

Sin embargo, eso de mezclarse con el público podía exagerarse y se oyeron algunas críticas cuando Jorge decidió que los niños tuvieran su propia corte. A los pocos meses de nacer Federico, siete años atrás, se le concedió al pequeño el título de obispo de Osnabrück, lo que divirtió tanto a los caricaturistas que siempre lo representaban vestido de obispo en los numerosos dibujos que aparecieron desde su nombramiento.

En la recepción, los cinco mayores se mantenían de pie sobre una tarima, desde donde recibían a los invitados con gran solemnidad. El príncipe de Gales lucía la Orden de la Jarretera y tenía un aire especialmente desenvuelto y Federico, el pequeño obispo, lucía la de Bath.

La ceremonia era de un ridículo subido, para delicia de los nobles, que se tenían que inclinar con sus esposas ante niños tan pequeños.

Los dibujantes no carecían de tema y sus caricaturas pasaban de mano en mano; al príncipe de Gales se le representaba haciendo volar una cometa mientras un dignatario whig le hacía una reverencia.

El rey se percató de que había cometido un error, y era muy susceptible respecto a los sentimientos que provocaba en sus súbditos. Pero, aunque esta ceremonia incitaba las burlas de escritores y artistas, todos siguieron reconociendo que era un buen padre y que encontraba tiempo para supervisar la educación de sus hijos pese a la situación del país y a las angustias que le causaba la hostilidad entre sus ministros, y su ineptitud para solucionar los problemas de la nación.

Jorge era un hombre de familia.