«EL GRAN PLEBEYO»
LA princesa viuda Augusta tenía razón cuando se le ocurrió pensar que lord Bute se interesaba más por el rey que por ella. Siempre lo había considerado como un marido y le parecía natural que el bienestar de su hijo lo absorbiera casi totalmente, pues estaba segura de que se consideraba uno más de la familia y veía a Jorge como a un hijo. Todo lo que hacía era por el bien de éste y, como le había señalado, lo que era bueno para el rey lo era también para ellos pues su único propósito era el de asegurarse de que Jorge reinara sobre sus do-minios, feliz y seguro.
Lord Bute le había hablado largo y tendido sobre la monarquía y estaban completamente de acuerdo.
Según él, un rey debía ser el gobernante supremo y así había sido en el pasado. Carlos II tuvo mucho poder y resultó ser un gran hombre de Estado, había llevado a cabo negociaciones secretas con los franceses a espaldas de su propio gobierno para beneficio, señaló con presteza, no sólo suyo, sino también del país. Pero Carlos era un Estuardo, como el propio Bute —si bien éste no podía asegurar que había un parentesco directo aunque como el apellido era el mismo, la relación debía de existir.
Lord Bute quería que Jorge se convirtiese en monarca absoluto.
—Pero ¿y la Constitución? —había preguntado la princesa.
—La hicieron para Guillermo el Holandés, y era natural que el pueblo la quisiera entonces: el hombre era extranjero y acababan de deshacerse de Jacobo II, que carecía de la inteligencia de su hermano. Después de eso estuvo Ana, una mujer, y luego volvieron sus miradas hacia la casa Hannover. A ninguno de los dos Jorges anteriores les importó Inglaterra y los ingleses se daban cuenta, pero eso ha cambiado; nuestro Jorge es nativo, nacido y criado en Inglaterra. Es el momento de que el país vuelva a la monarquía verdadera.
—¿Y el gobierno?
—¡Ah!, mi amor, habéis puesto el dedo en la llaga. Mientras el señor Pitt esté al frente, este país será dirigido por el gobierno y no por el rey.
—¿Y qué proponéis, mi amor?
—Deshacernos del señor Pitt.
—¿El héroe del pueblo?
—El pueblo olvida rápidamente a sus héroes.
—¿Y creéis que el señor Pitt se retirará voluntariamente? —Querida, hemos de llevar al señor Pitt al punto en que no le quede más remedio que dimitir.
—Tendremos que ser muy cuidadosos.
Lord Bute le sonrió.
—¿Os parece que visitemos a su majestad?
La princesa asintió con la cabeza y, tras levantarse, enlazó su brazo con el de su amante.
Tanto la princesa como lord Bute percibieron la nueva determinación del rey cuando lo encontraron en su escritorio examinando documentos de Estado.
Los saludó cariñosamente y los abrazó.
—Perdonadnos por robaros parte de vuestro tiempo, majestad —murmuró Bute.
—Querido amigo, siempre me alegro de veros.
—Y a vuestra madre también, espero —añadió la princesa—. Queridísima madre, bien sabéis que sí.
—La princesa y yo hemos estado hablando de la guerra —señaló Bute.
Jorge frunció el entrecejo; odiaba las guerras. ¡Matar!, pensó; mueren hombres en la flor de la vida… o, peor, quedan tullidos en un abrir y cerrar de ojos: Un precio terrible por el poder. Sin embargo, el señor Pitt le había asegurado que ésta era necesaria para el bien del pueblo.
—Estábamos diciendo —añadió su madre— que sería una bendición terminar con tanto derramamiento de sangre.
—Estoy completamente de acuerdo con vos.
—Mucho me temo —manifestó Bute con expresión triste— que el señor Pitt piensa de otro modo. El señor Pitt es evidentemente un gran estadista repuso el rey. —He oído decir que en toda la nación en el extranjero se le conoce como el más grande de los ingleses.
—Sí, el Gran Plebeyo. —Bute se rió—. Reconozco que hubo un tiempo en que hizo mucho bien al país, en eso hemos estado de acuerdo a menudo, majestad. Pero el éxito se sube a la cabeza; lo mismo ocurrió con el duque de Malborough: victorias sonadas en toda Europa: Blenheim, Oudenarde, Malplaquet… ¡Maravilloso, maravilloso! Y todo ello a la gran gloria de Inglaterra… y del duque. ¿Y Pitt? Victorias en América del Norte y en la India… un imperio, nada me-nos. Pero el problema con esos héroes es que no saben cuán-do parar.
—¿Queréis decir que primero luchan por la gloria de Inglaterra y luego por la propia?
—Tenéis una mente muy aguda, majestad. Sí, eso es lo que he querido decir.
—¿Y creéis que la guerra ya no es necesaria?
—Creo que habría que ordenar al señor Pitt que ponga fin a su guerra.
La princesa dio un respingo. ¿No se estaría mostrando demasiado tajante su querido lord Bute?, ¿no era muy atrevido atacar a él Gran Plebeyo en esos términos? ¿Qué ocurriría si llegara a sus oídos?, ¿trataría de quitar a lord Bute de su camino, como lo haría con una mosca? Ah, pero lord Bute no era un insecto que se dejase apartar tan fácilmente. ¿Y no podía ser el propio Pitt el que saliera perjudicado?
De todos modos, no entraba en su política, la de ambos, dejar ver su juego tan abiertamente.
El comentario sobre el señor Pitt asombró a Jorge pues el Gran Plebeyo lo abrumaba con su mera presencia, a él, al propio rey, aunque siempre había mostrado el mayor de los res-petos por la Corona —de hecho, tenía tendencia a humillarse ante la realeza—, y daba la impresión de que él, el primer ministro, decidía la política del país, de que él, y no el rey, era quien gobernaba.
—Creo —prosiguió Bute— que deberíais estudiar la posibilidad de llegar pronto a una paz, majestad. Los franceses la desean con toda el alma y estoy seguro de que estaréis de acuerdo conmigo, majestad, en que podría hacerse sin perder prestigio.
—Me gustaría ver un final a la guerra —convino el rey—, la idea de tanto derramamiento de sangre me horroriza.
—Sabía que vos, majestad, su alteza y yo pensábamos igual murmuró Bute.
Entonces, él y la princesa se sentaron junto a Jorge y juntos analizaron los documentos de Estado.
La princesa Augusta se percató de que, aunque seguía escuchando a Bute, el rey ya no se sometía a sus razonamientos como antes y, cuando salieron, le dijo a su amante:
—Sí que se ha operado un cambio en Jorge, cada día está más claro.
—Era inevitable —contestó Bute satisfecho de sí mismo—, cada día que pasa se da más cuenta de que es el rey. —Ya no se muestra tan dispuesto a estar de acuerdo—. Debemos estar más seguros de nuestros argumentos; todavía le falta mucha experiencia.
—¿Y Pitt…?, ¿no creéis que hemos sido demasiado francos?
Bute sonrió todavía más complacido.
—Cuando Jorge accedió al trono, Pitt era todopoderoso: había probado que su política funcionaba, era el héroe del pueblo y el difunto rey creía que no podía hacer nada mal. Era el político de mayor éxito de toda Europa y esa clase de éxito provoca envidias; hay muchos hombres con poder en el gobierno cuyo mayor deseo es verlo expulsado.
—¿Y habéis hablado con ellos?
—Los he… tanteado, digamos. Bedford, Hardwicke, Grenville y… Fox: están todos a favor de la paz; de hecho, están dispuestos a oponerse a Pitt.
—¡Fox!
—Sí, mi amor, el propio Fox.
La princesa se quedó satisfecha; por supuesto que su querido amor sabía lo que estaba haciendo.
Con esos hombres de su lado, tendrían la oportunidad de echar a Pitt y, con su ayuda, Bute conseguiría aquello por lo que había trabajado cautelosa y constantemente desde antes de la ascensión de Jorge al trono.
Lord Bute gobernaría Inglaterra con Fox de adjunto.
Pitt era reconocido y vitoreado cuando atravesaba las calles de Londres en su carruaje. El Gran Plebeyo era el ídolo del pueblo; había dado un imperio a Inglaterra, y la fortuna en ultramar significaba prosperidad en el país. Había guerra, sí; éstas suponían impuestos y pérdida de vidas pero también había trabajo y era mejor un soldado en la guerra que muerto de hambre en las calles.
Pitt reconoció los vítores con una dignidad ligeramente teñida de menosprecio. Aunque se mostraba sumamente obsequioso con el rey, podía ser casi despreciativo con las gentes de la calle, sin embargo éstas no parecían resentir su actitud; era el gran Pitt y cuanto más mostraba su desdén, tanto más parecían respetarle. Sus ojos de águila miraban directa-mente al frente y se sentaba muy recto, por lo que nunca de-jaba de parecer el hombre alto e imponente que era. Lucía un inmaculado sobretodo de gala y siempre llevaba peluca; en todas las ocasiones vestía tan escrupulosamente bien como para esa visita al rey.
Se imaginaba que la razón por la que lo había mandado llamar tenía que ver con el deseo de los franceses de negociar la paz y estaba decidido a no ceder ante un joven inexperto que, por casualidad, era rey. Tendría que armarse de paciencia y explicarle por qué, en su opinión, en ese momento la paz no era deseable; y, siendo como era, Pitt no dudaba de que lo haría eficazmente. Tenía enemigos, por supuesto, y el mayor de todos era lord Bute, que en el pasado había apoyado su política. Pero Bute era ambicioso y su peculiar relación con la princesa viuda —aunque quizá no debería calificársela de esa manera pues por desgracia, dada la moralidad del país, las relaciones como ésa eran demasiado corrientes— le había hecho pensar que podía guiar al rey a donde él lo deseara.
Tendría que darle una lección al respecto.
El rey recibió a su ministro con el mismo respeto que siempre le había mostrado. Pitt hizo una profunda reverencia, intercambiaron unas cuantas bromas de cortesía y Jorge entró de lleno en el tema para el que lo había citado.
—He estado pensando en la oferta de paz de los franceses. Me parece que el país está cansado de la guerra y algunos de mis ministros opinan que ha llegado el momento de que las negociaciones tomen el lugar de las armas.
—Habéis tenido en cuenta, majestad, el hecho de que el país nunca había contado como hasta ahora con un comercio tan próspero?
—Lo que sé —contestó con firmeza el rey— es que muchos de mis ministros sienten que las presiones impositivas que sufren ciertos miembros de la comunidad son demasiado pesadas.
—Sin duda les explicaréis, majestad, que todo progreso se ha de pagar.
—Hemos obtenido grandes beneficios y soy el primero en reconocerlo. Nos ha ido bien pero quizá haya llegado el momento de pararse.
—¿Estáis seguro, majestad, de que los franceses son sinceros?
—Podemos averiguarlo.
—Creo que si hemos de obtener la paz con Francia no tenemos por qué negociar las condiciones, debemos imponerlas y han de favorecernos.
—Estarían dispuestos a ceder toda Norteamérica y una buena parte de sus intereses en la India, lo único que piden a cambio es Menorca. Esas condiciones estarían claramente a favor nuestro, ¿no?
Pitt guardó silencio un momento. Esa guerra era su guerra, él la había planeado, la había llevado a cabo y veía en ella la respuesta a los problemas del país. Cuando tomó la jefatura del gobierno, Inglaterra era una simple isla junto a la costa de Europa, con una población de apenas siete millones frente a los veintisiete millones de franceses del otro lado del canal de la Mancha. Era una nación a la baja, unida a la casa de Hannover a través de sus reyes, pero cuando Pitt tomó las riendas del gobierno pensó que sin una pronta y drástica acción Inglaterra se volvería tan insignificante que casi ni podría llamarse país y hasta podía convertirse en una dependencia de Francia. Entonces explicó su plan al difunto rey y éste le dio poder, y ¿qué había ocurrido?: Pitt desvió la esfera de influencia de Europa, donde sabía que no se consolidaría gran cosa, y miró hacia horizontes más amplios; soñó con un imperio y lo creó. En pocos años, Inglaterra pasó de ser un pequeño reino insignificante a constituir la mayor potencia del mundo. Las gentes del pueblo lo sabían, cantaban Rule Britannia y Hearts of Oak, caminaban con orgullo y dignidad y el comercio prosperaba en la ciudad de Londres; a sus ciudadanos no les cabía duda de quién lo había logrado. Pitt fue quien se deshizo del nepotismo, el que demostró al rey que los príncipes no debían encabezar los ejércitos por el mero hecho de ser sus hijos y quien construyó un imperio, cuyos beneficios estaba cosechando el país.
Nadie lo sabía mejor que Pitt.
He estado pensando en la posibilidad de declarar la guerra a España —explicó pausadamente.
El rey pareció asombrarse.
Acabo de enterarme de que Francia y España se disponen a firmar un tratado secreto —añadió Pitt.
—¿Para qué?
—Recordaréis, majestad, la fuerte relación familiar entre ambas casas; los dos reyes son Borbones… un tipo de familia sólida. ¿La razón? España desea atacar Portugal, que ha sido siempre nuestra aliada. Veo que sois de la misma opinión que yo, majestad. Una paz demasiado apresurada podría suponer un desastre para Inglaterra… sobre todo ahora que nuestra posición es tan buena. Nunca convencería a mi gobierno de que aceptara la clase de paz por la que claman algunos de vuestros ministros.
El tono de Pitt dio a entender que el tema se había agotado, y el rey carecía todavía de suficiente experiencia y se dejaba apabullar demasiado por él para atreverse a contradecirlo.
Pitt celebró una reunión del consejo de ministros para proponer la declaración de guerra a España y se encontró con un coro de desaprobación. No querían luchar contra España, sino la paz con Francia.
Pitt señaló las desventajas de negociar el fin de la contienda: la importancia de Inglaterra aumentaba día a día, era la mayor potencia y no les hacía falta considerar la paz en esos momentos; eran los franceses los que la necesitaban urgente-mente. Sentarse a discutir las condiciones de paz significaba renunciar a un juego que Inglaterra estaba ganando. Sólo aceptaría una paz que conllevara la humillación total de Francia, y eso sólo podían lograrlo si permanecían un poco más en el campo de batalla, pero acordar una paz con concesiones por ambas partes… eso supondría, inevitablemente… perder una ventaja a duras penas ganada.
Lord Bute habló en su contra, y todos sabían que lo apoyaba el rey.
—Sugiero que retiremos de inmediato nuestro embajador en Madrid —insistió Pitt.
Fox se levantó para expresar su opinión contraria. Durante algunos minutos esos dos formidables adversarios se enfrentaron y Pitt descubrió, para su asombro e indignación, que muchos estaban de acuerdo con Fox. Encabezados por éste, Jorge Grenville, cuñado del propio Pitt lord Hardwicke el duque de Bedford y Bute —sus críticos— se mantuvieron firmes. Consternado, vio que sólo lo apoyaban otros dos cuñados, lord Richard Temple y Jacobo Grenville. El consejo de ministros había derrotado al gran Pitt, algo que hasta entonces parecía inconcebible, y éste sabía que detrás se hallaba la mano de lord Bute.
No tuvo otra alternativa que dejar su cargo.
En la calle, las gentes susurraban asombradas:
—Pitt ha dimitido.
Los habitantes de la capital estaban indignados, Pitt era su héroe y recordaban los días en que había poco comercio y miles de personas no encontraban trabajo. Pitt había hecho de Londres uno de los puertos más importantes del mundo ¡y ahora lo habían echado! Era intolerable.
Querían saber quién había provocado su dimisión. El escocés, seguro; no deseaban escoceses en Inglaterra, que regresaran a donde pertenecían más allá de la frontera; preferían tener ingleses en el gobierno, que conocían lo que más con-venía a Inglaterra; querían a Pitt, el Gran Plebeyo, estaban orgullosos de él, no era duque ni conde, ni buscaba honores, deseaba comercio y prosperidad para Inglaterra, y ahora el escocés lord Bute y su amante lo habían echado. Estaban convencidos de que el escocés era el responsable. Hacía años que circulaban bromas sobre él y la princesa viuda y ahora se habían intensificado, eran un poco más indecentes y crueles.
Un día, lord Bute fue reconocido cuando recorría las calles en su carruaje y las gentes le arrojaron lodo.
—Regresa a donde perteneces y llévate a la dama, podemos prescindir de vosotros.
Bute se indignó.
—No queremos que se queme carbón escocés en la alcoba del rey, ni tampoco de Newcastle —gritaban—. ¡Queremos carbón de mina[2]!
Las dos frases se habían inventado hacía unos meses y agradaban al pueblo. Deseaban carbón de mina y lo tendrían.
Bute fue a ver al rey en cuanto pudo y le dijo que debían hallar el modo de que Pitt retornase al gobierno; la gente de la calle lo quería, empezaba a inquietarse, y a él le parecía poco prudente oponerse tan frontalmente a sus deseos.
—Independientemente de lo que hiciera un nuevo ministro, el pueblo lo insultaría —comentó—. Las gentes están re-sueltas a que Pitt vuelva y creo que deberíamos pedirle que lo haga.
El rey se mostró totalmente de acuerdo pues también deploraba la dimisión de Pitt.
—No era eso lo que pretendíamos —dijo Bute—, pero es un arrogante y sólo tiene en cuenta sus propios deseos. Por tanto, con su dimisión, no ha pretendido más que desestabilizarnos.
—Lo cual ha conseguido —apuntó Jorge.
—Sólo nos queda una baza que jugar —añadió Bute—. Si lo mandarais llamar, majestad, podríamos llegar a un compromiso; él propondría sus condiciones para reincorporarse al consejo de ministros, y, no me cabe duda, de que tiene tantas ganas de volver como nosotros de que lo haga.
Pitt sonrió satisfecho de sí mismo cuando el rey lo mandó llamar, sabía perfectamente que no podían prescindir de él. Las gentes lo vitorearon cuando atravesó las calles en su carruaje; no habían tardado en descubrir que iba a ver al rey y se imaginaron por qué.
—No pueden arreglárselas sin él —comentaban.
Así pues, Pitt se presentó ante el rey muy confiado. Jorge era joven y necesitaba que lo guiaran, aunque una de sus más atractivas cualidades era la voluntad de cumplir con su deber, pensó el ministro, y si podía sustraerlo del influjo de Bute, no tendría problemas con él.
Bute; había estado pensando en él. ¿Cómo romper una in-fluencia de tantos años? Había sido el compañero constante de Jorge desde su niñez; en vida de Federico, príncipe de Gales, era casi un miembro más de la familia y se comportaba como un tío privilegiado y, posteriormente, como figura paterna. Tenía que hacer algo con él.
Pitt decidió que si conseguía tener a Bute bajo su mando, lograría refrenar sus ambiciones.
Manifestó ante el rey su profundo e invariable respeto hacia la realeza y le expresó sus requisitos: formaría un nuevo consejo de ministros en el que lord Bute tendría un puesto si daba su palabra de que lo apoyaría sin restricciones.
Cuando Jorge habló con lord Bute se dieron cuenta de lo que buscaba Pitt; quería restar todo poder a Bute, que debería ser su adjunto; de hecho, destrozaría todo aquello por lo que éste había luchado durante años.
—Era una condición inaceptable, le dijo Bute al rey, y tendría que pedirle otra alternativa.
Como respuesta, Pitt presentó un consejo de ministros compuesto por sus amigos; él sería el secretario de Estado; lord Temple, ministro del Tesoro, y nadie que no apoyara su política tendría cabida en él.
Bute se dirigió a los aposentos del rey acompañado de la princesa viuda con el fin de analizar la nueva situación. Soltó una risa burlona:
—Después de esto pedirá la corona. ¿De dónde saca esa propuesta? ¡Que nadie tenga poder si no se somete al señor Pitt! La enfermedad de la gota parece habérsele subido a la cabeza y se la ha inflado desmesuradamente… aunque Dios sabe que ya la tenía bastante grande.
—No seréis rey, Jorge —señaló su madre—, mientras Pitt gobierne en Inglaterra.
Jorge estaba completamente de acuerdo con su madre y Bute, y no estaba dispuesto a ocultar su ira.
Queréis rebajarme a vuestras condiciones al negaros a aceptar mis propias decisiones —le escribió a Pitt—. No, señor Pitt; antes de someterme a esos términos, pondré la corona sobre vuestra cabeza y la mía bajo el hacha del verdugo.
—Pero ¿qué haremos ahora? —quiso saber cuándo hubo enviado su respuesta—. ¿Podríais formar un ministerio? —preguntó a Bute.
Lord Bute estaba seguro de poder hacerlo pero recordó con cierto temor el barro que le habían arrojado a su carruaje y el hecho de que cada vez que Pitt aparecía en las calles de Londres se oían vítores.
—Las gentes se opondrán a nosotros porque Pitt no está de nuestro lado —se quejó—; lo ven como a un dios.
No mencionó la opinión que tenía el pueblo de él pero la conocía de sobras. Bute se daba cuenta de que el rey se estremecía de rabia cuando oía los comentarios en la calle sobre su madre y él, y lo conocía lo bastante bien para saber que esos constantes chismes podían influir en su actitud hacia ellos puesto que, en el fondo, Jorge era un mojigato y su gran proyecto consistía en devolver el sentido de la moralidad a Inglaterra. Debían andarse con mucho tiento.
—Lo mejor que podríamos hacer —sugirió lord Bute— se-ría ofrecer una recompensa a Pitt… cuanto más importante, mejor; tentarlo tanto que no pudiera negarse y, cuando la aceptara, nos aseguraríamos de que el pueblo se enterase de que se trata de un soborno. Con eso disminuiría mucho su prestigio.
A la princesa viuda y al rey les pareció una idea muy acertada y buscaron algo para proponerle.
—Lo más obvio sería nombrarle gobernador general de Canadá —manifestó Bute—, así se encontraría a tres mil millas de Inglaterra. ¿Qué podría ser mejor que eso?
—¿Creéis que aceptará?
—Podríamos intentarlo, y ofrecerle cinco mil libras anuales.
—Nunca ha estado demasiado apegado al dinero.
—Siente algo muy especial por Canadá, lo ve como su propia conquista. Cabe la posibilidad de que acceda y, cuan-do lo haya hecho, podemos correr la voz de que el señor Pitt ha aceptado Canadá; en otras palabras, que ha desertado de Inglaterra por un nuevo país.
—Era una idea muy buena, convino Jorge, y escribió de inmediato una carta dirigida al señor Pitt en la que decía que conociendo el interés del señor Pitt por el dominio del Canadá, que él mismo había conquistado, el rey se complacía en nombrarle gobernador general de ese país con una anualidad de cinco mil libras.
La respuesta de Pitt fue rápida y clara: aunque se le permitiera conservar su escaño en la Cámara de los Comunes, rechazaría el proyecto porque quería permanecer en Inglaterra, donde estaba su corazón.
La siguiente oferta fue el ducado de Lancaster, un dulce muy goloso, pues sólo tendría que aceptar los ingresos aportados por la Corona.
Pero Pitt era demasiado astuto para caer en la trampa.
A continuación le hicieron una última propuesta: su esposa sería paresa del reino con el título de baronesa de Chatham y él recibiría una pensión de tres mil libras anuales durante tres generaciones o sea que, cuando falleciera la percibiría su esposa y a la muelle de ésta, su hijo, y si su esposa parecía antes que él, su nieto recibiría la tenía a la muerte del hijo.
Desdeñoso, Pitt había rechazado las otras ofertas pero vaciló ante ésta.
Cuando se lo explicó a su esposa percibió un destello de satisfacción en sus ojos. ¡Así que a Hester le agradaría ser baronesa de Chatham! Pitt estaba profundamente enamorado de ella desde mucho antes de su matrimonio. Era una Grenville —la única chica entre varios hermanos—, y antes de su compromiso lo habían invitado con frecuencia a Wootton Hall, donde su elocuencia e innegable aire de grandeza fascinó no sólo a Hester, sino también a sus hermanos. Se había casado con ella hacía siete años y ahora tenían cinco hijos —tres varones y dos chicas—; el benjamín contaba apenas unos meses. Pitt quería mucho a su familia; ésta —sobre todo Hester— y su carrera eran lo único que le importaba.
Su esposa le había revelado con una mirada que le gusta-ría disfrutar de un título y él tenía la posibilidad de ofrecérselo. Sabía, además, que le agradaba la idea de contar con una pensión de tres mil libras anuales —y no sólo por él—. No eran pobres, ni mucho menos; Hester había aportado una cuantiosa dote al matrimonio y él había heredado algo de su familia; además, la excéntrica duquesa de Malborough le había legado diez mil libras en agradecimiento por defender con nobleza las leyes de Inglaterra, como precisó en su testamento. Ahora, esa nueva oferta venía sin condiciones, podía aceptarla sin renunciar a nada, incluso parecía una buena idea ausentarse provisionalmente del centro del escenario pues la gota le hacía sufrir lo indecible.
El rey y Bute se sorprendieron y se alegraron mucho cuando aceptó.
—Ahora —exclamó Bute— le daremos al pueblo nuestra versión de lo ocurrido.
Lo primero que hicieron fue nombrar a Carlos Wyndham, conde de Egremont, sucesor de Pitt en el cargo de secretario de Estado para el Departamento Sur y Bute se aseguró de que a la nación le quedara absolutamente claro que Pitt había aceptado una pensión y la dignidad de par a cambio de su puesto.
Apareció en el Boletín de la Corte:
Habiendo depositado el honorable Guillermo Pitt los Sellos en manos del rey, su majestad ha tenido el placer de nombraren el día de hoy al conde de Egremont para ser uno de sus principales secretarios de Estado. En consideración a los grandes e importantes servicios del señor Pitt, su majestad ha ordenado que se publique un bando en el que se otorga a lady Hester Pitt, su esposa, una baronía de la Gran Bretaña con el nombre, estilo y título de baronesa de Chatham, transferible a sus herederos varones y que confiere al nombrado Guillermo Pitt una anualidad de tres mil libras esterlinas durante su vida, la de lady Hester Pitt y la de su hijo Juan Pitt.
El pueblo se quedó atónito —y eso era lo que pretendía Bute— al enterarse de la noticia. Pero éste no tenía intención de que se acabara ahí el asunto; como todos los políticos contaba con influencias en el mundo literario y las utilizaba para favorecer su propia causa.
Al poco tiempo empezó a oírse por las calles de Londres una canción que se mofaba del ídolo caído:
Tres mil al año no es cosa despreciable para aceptar de manos de un rey patriota, con agradecimiento además por su servicio y méritos, que él, su esposa e hijo, los tres, heredarán con honores limitados a ella y sus descendientes. Así que adiós a la vieja Inglaterra y adiós a las preocupaciones.
Pitt no estaba dispuesto a dejar que lo malinterpretaran. Como político que había hecho mucho por su país —y hasta sus enemigos lo reconocían—, no se le había pagado de más con la dignidad de par y una pensión de tres mil libras anua-les y no pensaba permitir que el pueblo supusiera que lo había aceptado a cambio de dejar su puesto.
Así que hizo circular una carta con su propia versión:
Al descubrir con gran sorpresa que en la ciudad se han desvirtuado exageradamente tanto la causa de mi dimisión y el modo en que se ha producido, como las amables y espontáneas pruebas de reconocimiento a mis servicios por parte de su majestad y que se han interpretado con infamia como una negociación para traicionar al pueblo, me veo obligado a declarar la verdad sobre ambos hechos, de modo que ningún caballero pueda contradecirme. Una diferencia de opinión respecto a las medidas a tomar contra España, medidas (le suma importancia para el honor de la Corona y para los intereses más esenciales de la nación (y esto basado en lo que España ya ha hecho
y no en lo que esa corte pueda hacer en un futuro), ha sido la causa de mi renuncia a los Sellos. Lord Temple y yo presentamos un escrito firmado por ambos en el que explicábamos nuestra humilde opinión a su majestad y, ante el rechazo conjunto de los demás servidores del rey, renuncié a los Sellos el día cinco del presente mes a fin de no ser responsable de disposiciones que ya no serían mías. Unas amables muestras de aprobación de su majestad siguieron a mi dimisión, no me las merezco ni las he solicitado, pero siempre me sentiré orgulloso de haberlas recibido de manos del mejor de los soberanos.
Cuando su mensaje se propagó por toda la ciudad y se supo la evidente verdad, la popularidad de Pitt volvió a ascender; los intentos de lord Bute por desacreditarlo habían fracasado estrepitosamente.
El pueblo se había dado cuenta de que Pitt no tenía intención de olvidar su deber aunque estuviese fuera del consejo de ministros.
La princesa viuda, que no se había percatado de la opinión pública, estaba encantada.
Acompañada de lord Bute fue a ver a su hijo y, abrazándolo, exclamó:
—¡Gracias a Dios! Ahora, Jorge, sois en verdad el rey de Inglaterra.