UNA BODA REAL

LA CORTE de Mecklenburgo estaba de luto pero eso no iba a impedir que los esponsales se celebraran sin demora. Eran órdenes del duque.

Éste mandó llamar a Carlota —la perpleja Carlota—, que hacía tan poco había perdido a su madre pero que iba a recibir un marido. La pobre Cristina no iba a ganar nada, pensó Carlota, pero al menos se quedaría en una corte que le era familiar.

El duque observó a su hermana con el creciente afecto que le inspiraba desde que el rey de Inglaterra decidió convertirla en su esposa.

—Mi querida hermana —le dijo y la abrazó brevemente, como si fuese un deber y un reconocimiento de su recién adquirida importancia, pensó Carlota—. Entiendo tu dolor por la muerte de nuestra madre y lo comparto. He pensado en aplazar tu matrimonio pero no veo de qué podría servir.

—¡Una boda tan pronto después de un entierro…! —empezó a exclamar Carlota.

Sin embargo su hermano la silenció; no la había manda-do llamar para oír su opinión, sino para queda escuchara la de él.

—Es lo mejor que puedes hacer para olvidar tu pena. He ordenado que no se retrase.

—Pero…

—Estoy pensando en ti, hermana. Es lo que habría desea-do nuestra madre, ella sabe que lamentas su pérdida. Tu marido te consolará.

—¿Y Cristina…?

Su hermano alzó las cejas. Cristina había sido una tonta, se había enamorado de un duque inglés, lo que no habría sido absurdo de no existir la cláusula en el contrato matrimonial de su hermana. El asunto estaba zanjado para el duque y Carlota se había mostrado sumamente indiscreta al mencionarlo. Y esa carta que había dirigido a Federico de Prusia, ¡qué impertinencia! Sin embargo, por suerte para ella, la había favorecido y aunque ahora se sentía encantado de que la hubiese escrito en su fuero interno la consideraba muy imprudente.

¡Qué suerte que Carlota se iba a marchar pronto a Inglaterra!

El duque calló a su hermana con una mirada.

—La boda por poderes se celebrará casi de inmediato y después de eso tu partida no se retrasará mucho más. La coronación tendrá lugar el veintidós de setiembre y para entonces debes haberte casado con él, así que, como ves, disponemos de poco tiempo.

—¿Tan pronto…? —susurró Carlota.

Su hermano le sonrió.

—Tu novio es un hombre muy impaciente, al menos, con respecto a la boda.

El duque entró en la alcoba de Carlota. La muchacha lucía el vestido más espléndido que hubiese visto nunca aun-que por dentro estaba tiritando, pero no de frío.

—¿Estás preparada? —le preguntó su hermano con ex-presión severa.

—Sí.

Él la cogió de la mano.

—Todo está dispuesto en el salón.

Unos lacayos abrieron las puertas para que entraran en la gran sala iluminada por miles de velas. Carlota pensó que debían de ser muy caras; sin embargo, el pequeño ducado de Mecklenburgo se estaba aliando al trono de Inglaterra así que no era momento de reparar en el coste de unas cuantas velas.

Y todo esto por mí, se dijo Carlota, más impresionada que nunca por lo asombroso de la ocasión y lo que significaba. Vio el sofá ceremonial de terciopelo en el que debería tenderse y, al lado de éste, al señor Drummond, representante del rey de Inglaterra en esa ceremonia preliminar.

Al observar el sofá, la embargó el temor, pues recordó nuevamente las responsabilidades a las que se enfrentaba.

 

No se trataba sólo de marcharse de casa, de destruir el noviazgo de Cristina, sino de vivir íntimamente con un extraño, de darle hijos y de tener los ojos del mundo puestos en ella por ser la madre del siguiente rey de Inglaterra.

El sofá representaba una cama ceremonial, la cama real que tendría que compartir con un joven a quien todavía no conocía, y en la que tendría que llevar a cabo ritos que ignoraba.

Estaba temblando; sus testarudas piernas se negaban a llevarla hacia el simbólico sofá. Todavía no era demasiado tarde. ¿Qué ocurriría si decía que no quería seguir adelante?, ¿si gritaba que debían dejar que Cristina se casara con su inglés porque ella, Carlota, había decidido no desposarse con el que le habían impuesto? Su hermana anhelaba el matrimonio y tenía el corazón roto porque se lo habían prohibido; ella, en cambio, se estaba dando cuenta en ese solemne momento de que no quería casarse, no deseaba dejar su hogar, quería quedarse, ser una niña durante más tiempo, seguir con sus lecciones de latín, historia y geografía, dibujar mapas con madame de Grabow, remendar y coser ropa… ¿Por qué no podía protestar por lo repentino que había sido todo? Lo apresurado de la boda despertaba sus recelos: ¿por qué tanta precipitación? ¿A su novio le estaban dando tantas prisas como a ella? ¿Acaso él, en Inglaterra, también estaba oponiéndose a la boda como ella aquí? ¿Por qué estaba vacilando, ella que había escrito a Federico el Grande?

Sin embargo todo se debía a aquella carta… ella misma había construido su propia trampa; aunque, al menos, probaba que tenía el poder de manejar su vida.

No es demasiado tarde, resonaba en su mente.

Su hermano le cogió la mano y se la presionó con impaciencia.

—Venga, te estamos esperando.

—No… susurró Carlota.

—No seas criatura —murmuró furioso su hermano—, vas a ser reina de Inglaterra.

¡No seas criatura! Pero si estaba a punto de cumplir diecisiete años… era lo bastante mayor para dejar su hogar, casarse y tener hijos; ése era el destino de todas las princesas. A lo largo de la historia otras se habían encontrado en su misma posición, no se esperaba de ellas que tuvieran voluntad propia, debían obedecer órdenes y desposarse por el bien de su país con quien escogieran sus padres o sus hermanos. Y los de ella habían decidido que sería reina de Inglaterra con el mismo entusiasmo y la misma crueldad con que habían dispuesto que Cristina perdiera sus esperanzas de felicidad.

Se tendió sobre el sofá y la taparon con una colcha, debajo debía descubrir la pierna derecha; era parte de la ceremonia nupcial por poderes.

El señor Drummond, el inglés, se quitó la bota y metió la pierna, desnuda hasta la rodilla, bajo la manta. Carlota trató de evitar que le castañetearan los dientes cuando su piel tocó la de ella.

El símbolo se había cumplido y el señor Drummond sacó su pierna y se calzó, Carlota arregló su vestido para volver a cubrir la suya bajo la colcha y se levantó.

La ceremonia había terminado.

Su hermano, todo ternura y afecto, la abrazó.

Ahora era una persona muy importante y la llamó majestad.

—No debemos retrasar los preparativos para el viaje —el duque estaba dando órdenes a todos en el castillo—; tenemos que pensar en la coronación de su majestad y disponemos de muy poco tiempo.

A Carlota sólo le quedaban dos días en Mecklenburgo y tendría que ocuparlos en ceremonias. Ya no comía en la sala de estudios de los niños, bajo el escrutinio de madame de Grabow, lo hacía en público, cumpliendo por primera vez con todas las formalidades.

Tuvo que sentarse a una mesa aparte en el banquete que siguió a la boda por poderes; a su lado, pálida y melancólica, Cristina daba la impresión de que nunca volvería a sonreír. La princesa Schwartzenburgo, tía abuela de las jóvenes, sustituía a su madre que, por razones obvias, no podía asistir y no dejó de hablar del gran honor que recibía Carlota, de lo orgullosos que se sentían todos y de que ésta debía ser una esposa dócil y dar muchos hijos a su marido. Cristina habló poco y casi no comió. ¡Pobre y triste Cristina!

Carlota empezó a pensar que no lamentaría irse de casa… dadas las circunstancias.

En el gran salón, su hermano estaba sentado con el enviado inglés lord Harcourt, el señor Drummond y miembros de la embajada inglesa. Había ciento cincuenta invitados en total y por las ventanas, Carlota podía ver los jardines iluminados por cuarenta mil farolas.

Todo en honor de mi boda, se dijo. Ahora soy muy importante aquí.

Pero pronto estaría camino de su nuevo país.

 

Cuando llegó a su alcoba se encontró con que la estaban esperando madame Haggerdorn y mademoiselle von Schwellenburgo, sus dos nuevas camareras. Todo sería mucho más ceremonioso a partir de ahora.

Esas dos damas habían sido elegidas para acompañarla a Inglaterra, aunque hubo cierta controversia al respecto pues parecía que el rey deseaba que acudiera sin ayudantes y que escogiera unas inglesas o que lo hicieran por ella. Pero Carlota había rogado que le permitieran la compañía de al menos dos compatriotas suyas y había dado como razón que no comprendía el idioma. Hablaba un francés aceptable, le dijo su hermano, y todos entenderían el alemán así que no tenía por qué asustarse. El enviado inglés aceptó que la acompañasen dos mujeres a condición de que las eligieran bien, también le permitió llevar a su peluquero Alberto.

Mientras las dos mujeres la ayudaban a prepararse para acostarse —y resultaba obvio que madame Haggerdorn le tenía pavor a mademoiselle von Schwellenburgo desde un principio—, Carlota pensó con nostalgia en Ida y en la falta de formalidades de los viejos tiempos.

Mademoiselle von Schwellenburgo tomó las riendas de inmediato y dejó claro que tenía la intención de hacer que la ocasión fuera lo más ceremoniosa posible, efectuó una seña a madame Haggerdorn para que le diera el camisón y ella misma lo pasó por la cabeza de Carlota.

—Supongo que no necesitáis nada más, majestad. —No, gracias.

—Entonces solicitamos vuestro permiso para retirarnos. Sí, se dijo Carlota, retiraos y dejadme en paz.

Así que se marcharon y ella permaneció acostada, incapaz de pensar; escenas del agitado día entraban y salían de su mente. Recordó cómo se adentraba en el iluminado salón, oyó nuevamente la voz impaciente de su hermano, se vio tumbada sobre el sofá y sintió el tacto frío de la piel del inglés contra la suya.

Imágenes acompañadas en todo momento por los ojos melancólicos de Cristina.

Creo, reflexionó, que por mucho miedo que tenga a lo que el futuro me pueda deparar no lamentaré irme.

 

 

 

Hubo un día más de ceremonias y luego salió de Strelitz para siempre, pensó, y en el fondo sabía que así sería.

Adiós, hermano, se dijo para sus adentros, tú que estás tan contento de verme marchar. Adiós, Cristina, mi pobre hermana, con el corazón roto.

Su hermano el duque manifestó su nuevo afecto con un abrazo. Amor a una corona y no a una hermana, pensó cínicamente Carlota.

Te marchas a un nuevo país, hermana; vas a ser reina, pero nunca olvides que eres alemana, nunca olvides tu patria.

Carlota sabía lo que quería decir: no debía dejar pasar ninguna oportunidad que se le presentara para hacer algo positivo por Mecklenburgo-Strelitz.

—Ahora eres el miembro más ilustre de la familia —continuó su hermano, sonriente.

Adiós Cristina, perdóname por lo que te he hecho… si no hubiese escrito aquella carta, habría sido tu boda la que hubiéramos celebrado; claro que no habría habido miles de velas, ni ceremonias; sin embargo, hubieses ido hacia tu marido por tu propia voluntad y muy feliz, mientras que yo…

Pero se había prometido no pensar en lo que la esperaba en esa tierra remota.

La importancia de mademoiselle von Schwellenburgo aumentaba por momentos. La reina debía tener tal cosa… hacer tal otra. Diríase que proclamaba constantemente: «Estoy sirviendo a la reina y nadie en su séquito es tan importante como su camarera Schwellenburgo», y tanto la pobre Haggerdorn, como Alberto parecían estar de acuerdo con ella.

Todos hablaban con preocupación del tiempo y nadie estaba más aterrorizado que el duque de que sucediera algo que retrasase la partida de su hermana hacia Inglaterra.

El día estaba nublado e indicaba la proximidad de una tormenta cuando el séquito, consistente en treinta carruajes, emprendió el camino. En su recorrido por el campo, los aldeanos salían a verlos pasar, boquiabiertos por el asombro, pues eso de ver un cortejo nupcial constituía una experiencia nueva y mejor bienvenida que los soldados a los que estaban acostumbrados.

 

Carlota miró por última vez el castillo, tratando de olvidar lo que dejaba atrás y de deshacer el nudo que se le había formado en la garganta. Había de sonreír en todo momento y hablar alegremente cuando alguien le dirigiera la palabra; eran órdenes de su hermano, no debía ofender a los ingleses haciéndoles pensar que la buena suerte de casarse con su rey no compensaba todas las penas que acababa de sufrir.

Se sentiría mejor, se dijo, cuando llegara a Stade, pues allí se encontraría con la comitiva inglesa que había atravesado el mar con el fin de escoltarla a su nuevo país; una vez a bordo de la nave se daría cuenta plenamente de que había deja-do el pasado atrás.

Cuando el séquito llegó a Stade, el viento soplaba con fuerza, pero las campanas doblaban y los cañones lanzaban salvas en su honor.

Carlota miró las nubes bajas y comentó a Schwellenburgo:

No podremos embarcar con este tiempo.

Sería muy desagradable, majestad, y poco seguro.

Carlota suspiró; no estaba segura de si debía sentirse contenta o triste. Por un momento deseaba seguir adelante, enfrentarse a su novio y al rato quería aplazar el encuentro.

Se habían detenido a pernoctar en un pequeño castillo. Lord Harcourt vino a ayudarla a bajar del carruaje y le explicó que las damas y caballeros de la comitiva de Inglaterra habían llegado y esperaban para saludarla.

Al entrar en el castillo vio que la aguardaban espléndidos en sus brocados y terciopelos y que se arrodillaban para rendir honores a su reina. ¡Su reina!, apenas podía creer que esa extraña y ridícula ceremonia la había convertido en reina.

Majestad, éstas son vuestras damas de compañía, la marquesa de Lorne y la duquesa de Ancaster.

Las miró fijamente; nunca había visto mujeres como ellas, parecían diosas, sin duda por sus lujosas prendas; no, no era eso, se debía a la piel suave que ambas poseían, a sus magníficos ojos, al abundante cabello recogido alrededor de sus hermosas cabezas, a su gracia, a su encanto. Siempre supo que se la tenía por poco agraciada pero ahora se daba cuenta de que era realmente fea.

—Para serviros, majestad.

Se escuchó a sí misma hablar espontáneamente en francés porque hasta ahora casi todos los ingleses parecían preferirlo al alemán:

—¿Son todas las inglesas tan hermosas como vosotras? Las damas se rieron.

—Sois muy amable, majestad.

Eso no contestaba a su pregunta, y apenas se fijó en las otras personas que le presentaban pues estaba pensando en lo que haría el rey al verla. Si estaba acostumbrado a mujeres como ésas —y tenía que reconocer que nunca había visto dos damas tan hermosas—, ¿qué pensaría de su nueva esposa?

Eso la asustó.

—Estáis cansada, majestad —susurró lord Harcourt a su lado.

Carlota admitió que así era y él sugirió que anunciara su intención de retirarse a los aposentos que le habían preparado.

Una vez allí examinó su imagen en el espejo. ¡Qué fea era su boca… grande y fina! Evocó los hermosos labios, carnosos y bien formados, pintados de color de rosa de las inglesas; no dejaba de oír la risa en sus voces cuando les preguntó si todas sus paisanas eran tan bellas y recordó que no habían contestado.

Schwellenburgo entró y Carlota, pillada ante el espejo, dijo:

—Las inglesas son realmente hermosas. Me temo que el rey se sentirá decepcionado al verme.

—Él os escogió, majestad.

—Sin haberme visto.

Esas dos mujeres me parecen muy frívolas.

—Supongo que cuando se es tan hermosa como ellas todo lo demás se puede excusar.

Con el perdón de vuestra majestad, eso son tonterías. —¡Ay, Schwellenburgo, tengo miedo!

¡Qué decís, majestad! ¡Pero si sois una reina!

—Desde hace muy poco. ¿Qué ocurrirá si él decide que soy demasiado fea y me envía de vuelta a casa?

—No puede hacer eso. Olvidáis, majestad, que se ha casado con vos por poderes.

Carlota suspiró. Ésa no era la respuesta que quería escuchar; deseaba que la tranquilizaran, que le dijeran que no era tan horrible como creía, pero la Schwellenburgo no era de las que alababan y contestó con la verdad lógica: Carlota carecía de atractivo y era probable que si el rey esperaba una belleza, se sentiría decepcionado; no obstante, la ceremonia por poderes se había celebrado y, pensara lo que pensase, tendría que aceptarla.

Todo esto ha sido tan apresurado —se quejó—. Schwellenburgo, ¿no os parece un tanto misterioso?

Sin embargo a su ayudante no se lo parecía en absoluto, el matrimonio se había concertado como se hacía normal-mente con las bodas reales y opinaba que si Carlota le daba hijos a su marido, nadie podría quejarse.

Lord Harcourt pidió audiencia.

Carlota lo recibió con placer, aunque se dio cuenta de que su expresión era grave.

—Me ha llegado un mensaje de su majestad el rey. Nos ordena que nos dirijamos sin demora a Cuxhaven y que allí embarquemos hacia Inglaterra.

¿De inmediato? —balbuceó Carlota.

—Pasaremos la noche aquí y nos marcharemos por la mañana, aunque yo pensaba aguardar a que cambiara el tiempo. —Quizá haya mejorado por la mañana.

Esperemos que sí, majestad, pero sea lo que sea, mis órdenes son de zarpar.

Carlota asintió con la cabeza; no le tenía mucho miedo al mar.

Se oyó el repicar de campanas, seguido de una salva de cañones.

—Los habitantes de Stade están resueltos a daros la bienvenida, majestad —comentó Harcourt.

Carlota frunció el ceño.

—¿Acaso soy digna de tantos honores?

Lord Harcourt hizo una reverencia y murmuró: Sois la reina de Inglaterra, majestad.

 

Cuando la comitiva real llegó a Cuxhaven llovía a cántaros y el viento aullaba. Lord Harcourt estaba preocupado y, según se percató Carlota, también lo estaban las hermosas mujeres que ahora cabalgaban a su lado y amenazaban con hacer enfadar a Schwellenburgo.

Eran un poco traviesas, pensó Carlota, y despreciaban a Schwellenburgo y a Haggerdorn por ser, según ellas, espantajos. Carlota podía ser la primera en reconocer que eran poco elegantes y bastante feas pero, en definitiva, se sentía más a gusto con ellas, pese a la actitud dominante de Schwellenburgo.

No había remedio, tenían que subir a bordo. El barco se zarandeaba para disgusto de todos, menos de Carlota, que parecía no darse cuenta; ella nunca había navegado y no tenía idea de lo que significaba marearse. Carlota había toma-do una decisión: si no le gustaba al rey, éste tendría que hacer de tripas corazón pues ella no había pedido casarse con él —aunque su hermano estuviera más que entusiasmado—; cumpliría con su deber y si su marido no hacía lo mismo, ella trataría de no darle importancia. Después de todo, las dos inglesas eran hermosas, sí, pero no eran princesas y lo que a ella le faltaba de belleza lo compensaba su posición social… aunque ésta no fuera precisamente de las más encumbradas.

Mientras Carlota se apoyaba contra la barandilla, observando las últimas imágenes de su tierra, lady Lorne se acercó y se detuvo a su lado.

—Parece que el vaivén no os afecta, majestad.

—¿Debería hacerlo?

—Afecta a la mayoría de nosotros.

¿Y a vos?

—Todavía no, pero con vuestro permiso, majestad, si esto se pone más incómodo, me retiraré a mi camarote.

Os lo ruego. Pero no contestasteis a mi pregunta sobre las mujeres de Inglaterra; ¿son todas tan hermosas como vos y la duquesa de Lancaster?

Espero que no me consideréis demasiado vanidosa, majestad, pero en la corte se nos considera bellezas extraordinarias.

El alivio de Carlota fue palpable.

—Me había imaginado una corte de diosas.

—Sois demasiado amable, majestad.

—No es ésa mi intención… sólo digo la verdad, ambas sois sin duda muy hermosas. Habladme de vuestra vida en palacio.

La marquesa contestó que había llegado a la corte diez años antes con su hermana y su madre, procedentes de Irlanda; su nombre de soltera era Isabel Gunning.

—Fuimos a probar suerte.

—¿Y lo conseguisteis?

La marquesa guardó silencio un rato.

—Supongo que hay quienes dirían que sí; un año después de nuestra llegada me casé con el duque de Hamilton. ¿Fuisteis felices?

La marquesa esbozó una sonrisa triste.

—Nos fugamos, majestad, nos casamos en una capilla de Mayfair media hora después de la medianoche y, como el duque no había pensado en conseguir una alianza, usamos un aro de cortina.

Parece… novelesco comentó Carlota pensativa. Debió estar muy enamorado de vos.

—Así es, majestad. Entonces, me presentaron al rey, y ésa fue una gran ocasión.

—Se trataría del abuelo de mí… marido.

—Sí, mi señora. Se mostró muy amable conmigo… pero no se le consideraba tan bondadoso como su majestad, el rey que tenemos ahora.

—Así que el monarca os parece… bondadoso.

—Creo que el rey no sería cruel con nadie; es muy distinto de su abuelo, que tendía a ser irascible y a encolerizarse. Perdonadme, majestad, me estoy yendo de la lengua.

—Os he pedido que seáis sincera. Así pues ¿mi marido es diferente de su abuelo?

Mucho. Es alto y guapo y hay en él cierto encanto… cierta gentileza…

Carlota empezaba a sentirse mejor, le agradaba charlar con una mujer como la marquesa y hacerse una idea de lo que la esperaba.

—Lord Harcourt me ha dicho que está impaciente porque la boda se celebre pronto.

—Es cierto, ha fijado la fecha de la coronación y he oído que desea que su reina comparta la ceremonia con él.

Carlota asintió con la cabeza; empezaba a sentirse casi feliz. Sentía curiosidad por esa mujer y quiso saber por qué era marquesa de Lorne si se había casado con el duque de Hamilton.

El duque murió cuando llevábamos seis años de matrimonio.

¿Y os habéis vuelto a casar?

—Sí, majestad, con el marqués de Lorne.

Así que ahora sois marquesa en vez de duquesa. —Mi marido, majestad, es el heredero del duque de Argyll.

Carlota sonrió.

—Entonces es una pérdida de rango, provisional. ¿Tenéis hijos?

—Sí, una hija y dos hijos de mi primer marido y un niño pequeño del segundo.

—Sois una mujer muy afortunada. ¿Vuestra hermana tuvo tanta suerte como vos?

—Mi hermana falleció hace un año de consunción; dicen que fue por el plomo blanco que usaba para la tez.

—¡Oh… eso es terrible!

—Yo misma estuve muy enferma hace menos de un año y pensé que me moría de lo mismo, pero mi marido me llevó al extranjero y ahora estoy recuperada del todo.

Carlota asintió con la cabeza.

—¡Plomo blanco! —murmuró.

—Sí, majestad, produce una blancura perfecta que, según dicen, es muy atractiva.

Carlota se rio con ganas; era la primera vez que sentía tanta alegría desde el día de su boda.

—Quizá sea mejor no ser tan bonita y no tener que conservar la belleza por medios tan mortíferos.

La marquesa susurró que si su majestad le otorgaba permiso, se retiraría a su camarote pues empezaba a sentirse un poco mareada.

Carlota permaneció junto a la barandilla; le gustaba el viento en la cara y no se sentía mal en absoluto.

Se le ocurrió que empezaba a contemplar su nueva vida con cierto entusiasmo.

El barco se debatía contra los elementos y todas las ayudantes de Carlota estaban tumbadas en las literas de sus camarotes, gimiendo, rezando porque terminara el viaje… o deseando morirse.

Sin embargo el temporal no afectaba a Carlota lo más mínimo. Habían subido un clavecín a bordo para que se entre-tuviera y pasaba mucho tiempo tocándolo, aunque sus da-mas no lo oían, pues todas, hasta la temible Schwellenburgo, se encontraban postradas.

Lord Harcourt la informó de que faltaban varios días para avistar las costas de Inglaterra y que se acababa de enterar de que la tormenta los había desviado tanto que casi tocaban Noruega.

—Es una lástima para mis damas que no esperáramos un tiempo más propicio comentó Carlota.

—Majestad, el rey había ordenado que zarpáramos sin demora.

—¿Por qué, lord Harcourt, por qué está tan impaciente?

Lord Harcourt se inclinó ceremoniosamente y sonrió.

—Creo que eso os lo dirá su majestad cuando lleguéis.

Lo que sugería era que el rey deseaba encontrarse con ella lo más pronto posible, pero ¿cómo podía ser así si jamás la había visto? ¿Por qué habían decidido que se casara sin demora?

Existía algún misterio, de eso estaba segura.

Bueno, quizá lo descubriese pronto.

No hay nadie que os, atienda, majestad —señaló lord Harcourt.

—Pobres damas, todas están postradas. El mar no las trata tan bien como a mí.

—Sois afortunada, majestad… en más de un aspecto.

¿Lo soy?, se preguntó Carlota, ¿cómo será mi vida con mi marido, en Inglaterra?

—Les tocaré el clavecín —anunció—, tal vez las consuele. Si dejo abierta la puerta de mi salón, podrán oírlo desde sus literas.

Carlota se deleitó tocando pero las damas sólo se daban cuenta de su propio malestar.

 

 

 

El viento amainó de pronto y la tormenta pasó; el sol moteó el agua gris, tornándola verde y opalescente.

Una tras otra, las damas dejaron sus camarotes; el cambio obrado en ellas fue milagroso. Schwellenburgo volvió a ser tan dominante como antes y Haggerdorn, su fiel segunda; las dos damas inglesas recuperaron su serena elegancia, como si fue-se un vestido, y no tardaron en estar tan hermosas como antes.

Mientras se vestían y el horror de los últimos días se iba desvaneciendo, la duquesa de Lancaster declaró que se sentía de nuevo como un ser humano. Comentaron entre ellas que sería muy conveniente advertir a la reina del cariño que sentía el rey por Sara Lennox.

—Es tan feúcha … con esa boca casi parece un cocodrilo. —Pobre mujer. Jorge se va a sentir muy decepcionado; juraría que le han dicho que es una belleza.

—A las reinas suele atribuírseles más hermosura de la que poseen; Jorge debería saberlo y pasar por alto la mitad de todo lo que ha escuchado. Pero no es nada mundano; nunca se le ocurriría ponerlo en tela de juicio.

—¿Y qué hay de la pequeña Lennox?

—¿Qué pasa con ella?

—Sabéis que el rey lamenta muchísimo no haber desposado a Sara.

—Oh, eso se ha acabado y Jorge es un joven muy bueno; dicen que no pensará en ella cuando esté casado con Carlota. —¿Y lo creéis?— preguntó desdeñosa la duquesa.

—No, pero me parece que es mejor que Carlota lo descubra por sí misma, aunque podríamos, al menos, tratar de hacerla más atractiva.

—Tarea difícil.

No obstante… quizá sea posible mejorarla un poco. Lo intentaré.

La severa Schwellenburgo se pondrá muy molesta —señaló la duquesa.

Que se ponga; no conoce la competencia que supondrá Sara Lennox para Carlota.

—Sara es una criatura bonita pero no es precisamente una belleza.

—Posee algo más que belleza: encanto. Y es joven. —También lo es Carlota.

Tanto peor; tendría una oportunidad de ganarse a Jorge si fuese un poco mayor, si poseyese un poco más de experiencia. Creo que su aspecto podría mejorarse un poco… aun-que esa boca lo echaría todo a perder. De todos modos, pienso que debo intentarlo.

 

 

 

Alberto estaba peinando a Carlota.

Las dos damas inglesas lo observaban con expresión triste y la duquesa de Lancaster sugirió que tal vez a su majestad le gustaría probar un estilo inglés.

Carlota contestó de inmediato:

—No, no me agradaría.

—Un pequeño tupé… rizado, hermoso… supondría una gran diferencia en vuestro aspecto, majestad —añadió la marquesa.

Carlota examinó el cabello de las dos damas y comentó fríamente que le parecía que el peinado que le hacía Alberto era tan favorecedor como el de ellas.

Las damas guardaron silencio; quizá tuviera razón al pensar que ningún estilo embellecería un rostro tan feo.

—Si el rey desea que me ponga una peluca, lo haré —declaró Carlota—, pero no antes.

—Al monarca le gusta ver a las damas a la moda inglesa. ¿Así vais vestidas?

—Sí, majestad.

Carlota las examinó de arriba abajo con la cabeza ladeada.

—No creo que ese estilo me favorezca. Entiendo que sois dos de las damas más hermosas de la corte del rey, pero no es por vuestra ropa. No, me vestiré como siempre y trataré de no imitaros, mis queridas damas.

Las dos mujeres intercambiaron una mirada, habían hecho cuanto podían y el rey iba a encontrarse con una esposa totalmente distinta de Sara Lennox.

El rey —estaba diciendo Carlota— puede vestirse como guste y yo lo haré como mejor me parezca.

—Sin duda tomaréis vuestras decisiones cuando veáis la moda de la corte.

—Sin duda, pero no tengo intención de cambiar si el rey no me lo pide expresamente.

Iba adquiriendo confianza. Era una maravilla lo que le había beneficiado el viaje por mar, lo mucho que le había supuesto haber visto a esas elegantes damas presas del mareo mientras ella tocaba tranquilamente el clavecín para consolarlas. A la jovencita que se había atrevido a escribir al rey Federico el Grande no se la convencería fácilmente de que luciese una moda que no estaba segura de que la fuera a favorecer. Además, si se vestía como ellas, la comparación se-ría aún más terrible; si no podía ser una belleza, al menos re-saltaría por lo distinto de su vestimenta.

Decidme lo que sabéis del rey —les pidió, con el fin de hacerles comprender que el tema no debía volver a mencionarse.

El monarca había cambiado desde que ascendió al trono, le explicaron. Siempre había sido serio, pero ahora lo era más y a menudo se encerraba durante horas con lord Bute y su madre, que hacía las veces de consejera principal, para gran disgusto del señor Pitt y del señor Fox.

¿Cómo se divertía?

Bailaba un poco, no era exactamente un buen bailarín pero dominaba la técnica, y de vez en cuando jugaba a las cartas, pero nunca apostaba fuerte. Iba a reformar la corte, según decían, porque en tiempos de su abuelo a veces había sido escandalosa.

—Su majestad se levanta temprano por tanto le gusta acostarse pronto.

—¡Oh! —exclamó Carlota—, no me seduce la idea de irme a la cama al mismo tiempo que las gallinas, y no tengo intención de hacerlo.

Las damas se sorprendieron aún más. Parecía que cuanto más se aproximaban a Inglaterra más confianza en sí misma adquiría Carlota.

Lord Anson, que estaba al mando de la expedición, le comunicó a lord Harcourt que, en contra de lo previsto, había decidido atracar en Harwich. Las tormentas los habían desviado tanto de su rumbo que Harwich resultaba mucho más conveniente; además, temía encontrarse con un buque de guerra francés si iban más al sur, y lord Harcourt podía imaginarse lo que eso significaría.

Éste expresó su temor de que no hubiese nadie allí para recibir a la reina; en cambio, en Greenwich la esperaban y le darían la bienvenida que se merecía.

—Más vale una esposa sin recibimiento que una prisionera de los franceses —replicó lord Anson y Harcourt tuvo que estar de acuerdo.

Así pues, a las tres de la tarde del siete de setiembre, dos semanas después de haber salido de Cuxhaven, Carlota desembarcó en Harwich.

Todos, a excepción de la propia Carlota, se sintieron aliviados al tocar tierra firme. El alcalde, al percatarse de que la reina se encontraba en su ciudad, mandó llamar a sus concejales para darle la bienvenida.

Ésta tuvo que ser breve pues lord Harcourt le explicó al alcalde que debían emprender camino sin demora ya que los esperaban inmediatamente en Londres. Así, al cabo de dos horas llegaron a Colchester, donde se detuvieron en casa de un tal señor Enew a tomar el té, que, según Harcourt, refrescaría a la reina. Así fue y ésta se deleitó especialmente con una caja de dulces de eringe, producto típico de la ciudad, que le regalaron. Lord Harcourt le explicó que estaban hechos de raíces de eringe, una especie de cardo corredor, y que los habitantes de la ciudad acostumbraban a ofrecérselos a los miembros de la familia real que los honraban con su visita.

De Colchester se dirigieron a Witham, allí pensaban pernoctar en la mansión de lord Abercorn, pero, por desgracia, este se encontraba en Londres; no sabía que iba a recibir huéspedes tan distinguidos. Sin embargo, los miembros de la familia que se hallaban en la mansión demostraron su lealtad a la casa real preparando un recibimiento tan impresionante como les fue posible, dado el poco tiempo con que contaban. Al enterarse de la llegada de la reina, otros nobles de los aire-lectores se apresuraron a acudir para ser presentados.

Carlota empezaba a creer que los ingleses se alegraban realmente de verla; quizá por eso, a la mañana siguiente cuan-do se preparaba para el viaje, y a sabiendas de que conocería a su marido ese mismo día, dejó que Isabel la convenciera de vestirse a la moda inglesa. De hecho, era más favorecedora que la alemana y le agradó el efecto, sentía que tenía un aspecto pasable aunque no se veía con la deslumbrante belleza de su dos damas inglesas. La caída de su cofia era de fino encaje, el corpiño que le habían traído estaba adornado con diamantes y su vestido era de brocado blanco con bordado de hilo de oro, realmente magnífico y mucho más elegante que todo cuanto poseía.

Cuando emprendieron el camino y se dio cuenta de la muchedumbre que había salido a su encuentro, se alegró de llevar ropas más acordes con lo que esas gentes acostumbraban a ver en sus reyes, y, sentada en el carruaje, sonreía al pasar.

En Romford, la recibieron los servidores del rey, quienes rodearon su carroza y se dispusieron a acompañarla a la capital; en el camino se unieron más soldados, todos con espléndidos uniformes y con la misión de escoltarla.

Así fue cómo entró en Londres.

Se sentía perpleja y fascinada a la vez, tanto, que se olvidó momentáneamente de la prueba que la esperaba. La magia de la gran ciudad la envolvió mientras el carruaje traqueteaba sobre los adoquines y pasaba frente a magníficos edificios, cuya existencia nunca hubiese podido imaginar. Vio a gentes bregando por vislumbrarla; otras, la llamaban desde las ventanas de las casas y, pese a, no saber lo que decían, se inclinaba y sonreía. Su gozo por lo que observaba parecía tan obvio que se ganó el corazón de los londinenses. Era feúcha, sí, pero no por ello les dejó de caer bien. Se trataba de una joven novia para su joven rey; su llegada supondría una boda, un día de festejos y diversiones, y una coronación.

—¡Viva la reina! —gritaban.

Carlota vio los carteles de alegre colorido de las tiendas; aprendices con sus maestros y las esposas de éstos; damas sentadas en sus sillas, elegantemente perfumadas, empolva das y arregladas; hombres con abrigos de brocado, alzando sus impertinentes hacia el séquito y con delicados encajes que colgaban de sus muñecas; mendigos harapientos y sucios; mujeres con niños en los brazos o agarrados a sus faldas, y vendedores ambulantes que anunciaban en alta voz sus mercancías y cuyos gritos se mezclaban con los saludos de lealtad. Había cantantes de baladas, pasteleros, lecheras con cestas en los hombros, vendedoras de alfileres, de manzanas, de pan de jengibre… todos participaban y añadían al ruido y a la miseria, el colorido y la excitación de las calles londinenses.

Carlota los observaba asombrada mientras rodaba su carruaje

El efecto que ejercía Londres sobre Carlota divirtió a la marquesa, que miró el reloj que colgaba de su costado, y declaró:

—Apenas tendréis tiempo de vestiros antes de la noche para vuestra boda, majestad.

—¡Esta noche! Pero dispondré al menos de un día para… para acostumbrarme al rey, ¿no?

—Todo se ha preparado para que se celebre esta noche, mi señora.

De pronto, Carlota se percató de lo que eso significaba y se sintió como si la hubieran golpeado. Casi había llegado a Saint James, allí vería por primera vez al hombre que le habían elegido por marido. Apresurarían la ceremonia y luego la dejarían sola con él.

No puedo hacerlo, se dijo; es pedir demasiado.

La marquesa la estaba observando extrañada.

—¿No os encontráis bien, majestad…? —empezó a preguntar, entonces lanzó un chillido pues Carlota, con el rostro blanquecino, se había caído de lado.

—¡Rápido! —gritó la marquesa a la duquesa de Ancaster—, la reina está a punto de desmayarse; llegaremos en un minuto y no podemos tenderla a los pies de su novio… desvanecida.

La duquesa sacó un frasco de agua de lavanda de su bolsillo, lo abrió y le mojó la cara a Carlota. Cuando el perfume impregnó el carruaje, ésta abrió los ojos.

—Ha vuelto en sí —susurró la marquesa—. ¡Gracias a Dios! Majestad, ya hemos llegado.

La carroza se había detenido frente a la puerta de un jardín, por la que estaba saliendo un joven.

—El duque de York —susurró la marquesa al oído de Carlota.

 

Haciendo acopio de toda su fuerza de voluntad, Carlota apartó todo rastro de debilidad y paseó la mirada a su alrededor. Tenía la impresión de que una gran multitud la estaba apretujando. «Ayúdame, Dios mío, porque voy a desmayarme otra vez.»

Un joven alto se había acercado a ella. Supo de inmediato quién era pues la miniatura que le habían regalado constituía un retrato bastante fiel, halagador por supuesto, pero ahí estaban los prominentes ojos azules, la mandíbula cuadrada y esa boca que trataba de sonreír pero que cuando descansaba podía resultar taciturna.

Ese era su marido… el hombre de quien tendría hijos… y cuyo lecho compartiría esa misma noche si era cierto que se iban a casar sin demora.

Sentía que se le doblaban las rodillas y que no podrían sostenerla; estaba a punto de dejarse caer cuando el rey le cogió ambas manos y se las besó.

Jorge no la miraba a los ojos y Carlota supuso que estaba desilusionado; lo sabía: sin duda le habían dicho que era, si no hermosa, relativamente atractiva. Y ella se sentía tan mal, tan débil.

Sin embargo le habló bondadosamente y con voz tierna.

Al menos estaba resuelto a ocultar su decepción, y ella se lo agradeció.

—Mi madre está esperando para daros la bienvenida —le dijo el rey—. Permitidme llevaros ante ella.

Le cogió la mano y entraron en el palacio, seguidos por el resto del séquito.

Al lado de Augusta, princesa viuda de Gales, se hallaba un hombre alto, de mediana edad pero todavía increíblemente guapo.

Carlota supuso que era lord Buta, a quien había oído mencionar muchas veces como hombre poderoso gracias a la influencia que ejercía sobre el monarca y su madre.

El rey la presentó primero a su madre y Carlota se fijó en sus astutos ojos, que la examinaban detenidamente; no estaba segura de lo que significaba su expresión pero le pareció que la aprobaban.

—Mi hermana, la princesa Augusta —continuó el rey—, que desea daros la bienvenida a Inglaterra y a la familia.

La princesa Augusta, un año mayor que el rey, no parecía en absoluto complacida, pensó Carlota; pronunció unas palabras de recibimiento en francés y Carlota le respondió, después siguió la presentación de Carolina Matilde —una niña de poco más de diez años según calculó Carlota—, que también le dio la bienvenida.

Llegó el turno de lord Bute —mi querido amigo, lo llamó el rey—, quien le besó la mano con la mayor cortesía y comentó con voz emocionada lo encantados que estaban de tenerla entre ellos.

La princesa viuda se había levantado y señaló que no disponían de mucho tiempo pues la boda se celebraría a las nueve.

—Vuestro vestido de novia está preparado en la habitación, aunque quizá se precisen algunos retoques.

Parecía estar dando a entender que no se podían haber imaginado que la reina de Jorge fuese tan menuda.

—Así que no perdamos el tiempo —prosiguió mientras se dirigía a otro aposento con Carlota a su lado.

El rey se había quedado atrás con lord Bute y Carlota fue presa de pánico. Se sentía más segura con su marido que con la fría mujer que era su suegra, la joven altanera de su cuñada o la pequeña Carolina Matilde, que parecía divertirse a su costa. ¿Por qué?, ¿le hacía gracia que fuera tan delgada, pequeña y fea?

—¡Oh! —exclamó Carolina Matilde al entrar en el tocador donde se hallaba el vestido—, ¿habéis visto alguna vez ropa tan magnífica?

Carlota dijo en francés:

—No hablo inglés.

—Entonces tendréis que aprenderlo rápido, ¿no? —replicó Carolina Matilde.

La duquesa de Lancaster y la marquesa de Lorne se presentaron de repente y la princesa viuda les ordenó que ayudaran inmediatamente a la reina a vestirse e hizo una señal a sus hijas para que salieran con ella.

Tan pronto como se hubieron marchado, entraron las costureras con alfileres en papeles, que colgaban de su cinturón; sus pequeños ojos, con aspecto de haberse enterrado en el rostro de tanto trabajar, redondos y brillantes, se mantuvieron alerta mientras pasaban el magnífico vestido sobre la cabeza de Carlota.

—Estáis temblando, majestad —comentó la marquesa—. Vos podéis sonreír —replicó Carlota—, os habéis casa-do dos veces y yo, nunca, así que yo no le veo la gracia.

 

Efectivamente no la tenía, pensó mientras las costureras le probaban el vestido, se lo alzaban en los hombros y metían las costuras. Es como un mal sueño que nunca se acaba, se dijo; una pesadilla.

Finalmente el vestido de novia, blanco y plateado, estuvo arreglado. Era realmente espléndido, como también lo era el manto de terciopelo morado que se abrochaba en un hombro con un racimo de hermosas perlas, todas iguales. El obsequio de boda del rey a Carlota consistía en una tiara y un corpiño de diamantes que tenían un valor de sesenta mil libras. Brillaron tanto cuando se los puso que estaba segura de que desviarían las miradas de su cara. Nunca antes había visto semejantes diamantes y se preguntó lo que diría Ida von Bülow si pudiera contemplarla ahora.

Deseaba saber lo que había pensado el rey al verla por primera vez.

En sus propios aposentos, Jorge trataba de engañarse a sí mismo mientras lo vestían para la boda. El aspecto de su esposa lo había sobresaltado pues se había formado una idea romántica y muy distinta de ella: una combinación de Sara Lennox y Hannah Lightfoot. Se había convencido de que Carlota se parecería a las dos mujeres que tanto había amado y al verla pálida, delgada y pequeña, con esa gran boca, se había conmocionado; sin embargo, esa bondad inherente lo había obligado a sonreírle, a tratarla con especial amabilidad. En esos primeros momentos lo más importante no fue su decepción, sino su deseo de ocultarla.

La había besado afectuosamente, le había hablado con ternura y esperaba que no se hubiese dado cuenta de su aversión.

Estaba resuelto a ser un buen marido, a no pensar nunca en otra mujer. El destino había sido bueno con él respecto a Hannah y cuando pensaba en los problemas que podría haber provocado esa imprudencia juvenil —esa pasión incontrolable— se decía que para pagar esa locura había tenido que renunciar a Sara. En todo caso, el asunto con Sara se había terminado; Carlota era su esposa y su deber como marido consistía en serle fiel y como rey, en dar ejemplo de moralidad al pueblo.

Así que dejaría de comparar a Carlota con Sara, no volvería a pensar nunca más en ella; Hannah y Sara pertenecían al pasado, Carlota era el presente y el futuro.

 

Lord Bufe entró en el aposento con la billa de ceremonia que manifestaba ocasionalmente a fin de subrayar la intimidad que existía entre él y el rey.

—Estáis sonriendo, majestad. Confío en que estéis complacido con vuestra esposa.

—Ya siento afecto por ella —mintió Jorge intentando creer sus propias palabras.

—Creo que será una buena esposa y, espero, que fértil.

El rey inclinó la cabeza en señal de asentimiento. Se sintió más animado; tener niños compensaría muchas cosas, los hijos de Carlota vivirían bajo su techo y él podría ser un buen padre.

Se entristeció nuevamente al pensar en Hannah y en sus hijos… viviendo en una casa de Surrey sin saber quién era su verdadero padre.

¡Cuánto misterio! ¡Cuánta intriga! Qué bien que ahora es-taba debidamente casado; construiría una sólida vida familiar sobre las imprudencias del pasado.

Lord Bute le estaba sonriendo con expresión burlona y Jorge creyó que su buen amigo le estaba leyendo la mente.

 

 

 

En la capilla real, el arzobispo de Canterbury esperaba para iniciar la ceremonia. Eran las nueve y Carlota se sentía más tranquila ahora que lucía su magnífica ropa de novia, aunque el manto de armiño y terciopelo pesaba tanto que amenazaba con caérsele de los delgados hombros.

Las damas de honor se unieron a ella, eran diez, todas hijas de duques o condes, criaturas encantadoras, pensó Carlota, y se fijó con tristeza en que la belleza de algunas era comparable a la de sus dos damas de compañía, sobre todo la que estaba a la cabeza de todas, con su vestido blanco y plateado y su tiara de diamantes.

Susurró al duque de Cumberland —tío del rey, al que conocía por su victoria en Culloden y que iba a acompañarla hasta el altar— que las damas de honor eran adorables y le preguntó el nombre de la principal.

Cumberland agachó la cabeza y la miró con gran ternura, mirada un tanto grotesca en su rostro distorsionado prematuramente por la parálisis.

—Es lady Sara Lennox, majestad, hija del duque de Richmond y cuñada del señor Fox, uno de los principales ministros del rey.

—Es encantadora murmuró Carlota

Y se percató de una ligera risilla cuya razón no comprendió.

Sus cuñados, el duque de York y el príncipe Guillermo, se hallaban cerca; el arzobispo, doctor Secker, estaba dispuesto a empezar la ceremonia.

—Amados míos, nos hemos reunido aquí bajo los ojos de Dios y frente a esta congregación…

Carlota miró de soslayo a su joven novio, parecía resuelto, casi inflexiblemente decidido.

Puedo ser feliz con él, se dijo. Había en su rostro una bondad que resultaba tranquilizadora y le hacía creer que sería tierno con ella. No había oído ni una sola palabra desagradable sobre él; era un joven determinado a ser un buen rey y un buen marido, y como ella estaba igualmente decidida a ser una buena esposa y una buena reina, ¿qué podía fallar?

—Contémplalos, oh, Señor, con misericordia desde el cielo y bendícelos, así como hiciste con Abraham y Sara…

El rey se sobresaltó y miró a la principal dama de honor, que lo estaba observando fijamente con ojos casi suplicantes, como si le estuviese pidiendo perdón. Carlota se dio cuenta y vio cómo la hermosa joven volvía la cabeza y miraba con ex-presión vacía hacia otro lado.

Había algo de lo que tenía que enterarse, se dijo Carlota, pero podía adivinarlo; lo ocurrido no necesitaba expresarse con palabras.

¡Lady Sara Lennox! ¡Abraham y Sara! Probablemente se habían encontrado con frecuencia; su hermano era duque y su padre —uno de los más importantes—, también; así que había tenido seguramente numerosas oportunidades de verse con el rey. Y era hermosa, representaba todo lo que Carlota no era, pero ésta se repitió una y otra vez que tenía una ventaja que la hacía más deseable: era una princesa.

 

 

 

La ceremonia había terminado y se había iniciado el cortejo de salida de la capilla.

Carlota sentía el peso de su manto, las manos que lo llevaban de la cola eran las de Sara Lennox. Ese nombre se repetía con insistencia en la mente de Carlota. Así que el rey había querido a Sara Lennox —esa muchacha más bella incluso que la duquesa y la marquesa que habían ido a Stade, más hermosa porque era joven y fresca y ellas eran ya mujeres adultas.

Se le antojó que las pequeñas manos tiraban con rabia del manto, pero no podía ser, era demasiado pesado para ellas. Carlota sentía cómo resbalaba por su espalda y observó varias miradas divertidas. Posteriormente se enteraría de que Horacio Walpole, el empedernido chismoso que tomaba nota de todo lo que sucedía, había señalado que los espectadores conocían tan bien la mitad superior de la reina como el propio rey. Y en efecto, Carlota tenía la impresión de que le quitarían toda la ropa antes de alcanzar el salón de banquetes.

Finalmente llegaron sólo para encontrarse con que los preparativos se habían retrasado. Todos sabían ya que Carlota había tocado el clavecín para sus damas enfermas, así que alguien sugirió que deleitara a los presentes hasta que se sir-viera la cena. Como había tocado y cantado toda la vida Carlota no sintió vergüenza y lo hizo tan encantadoramente que todos la aplaudieron con entusiasmo y declararon que la música poseía encantos que tranquilizaban no sólo a las bestias salvajes, sino también a los estómagos vacíos.

Al cabo de un rato se sirvió la cena. El rey, sentado al lado de su esposa, se mostró muy atento con ella, como si con ello quisiese compensar el tropiezo en la capilla, comentaron algunos, cuando se sobresaltó al oír el nombre de Sara y no pudo evitar mirar a la principal dama de honor. Carlota, todavía bajo los efectos de su éxito con el clavecín, se sentía excitada y halagada por la atención que le dedicaba el rey; cuanto más sabía de él mejor le caía, y eso, se dijo, suponía un buen principio.

Una vez terminada la cena, el monarca la cogió de la mano y le explicó que debían mezclarse con los invitados, que probablemente querían ser presentados. Así lo hicieron; el rey parecía no tener prisa por terminar la fiesta, ni tampoco Carlota, pues en cuanto eso sucediera se retirarían a su alcoba y se encontrarían totalmente solos.

Diríase que todos se percataban de ello y que comprendían los sentimientos de los jóvenes esposos.

Por fin, el duque de Cumberland se aproximó al rey.

—¿Cuándo pensáis poner fin a esto, majestad? —preguntó—. Estoy agotado y tendré que marcharme sin vuestro permiso si no me lo otorgáis.

Jorge se lo concedió de inmediato.

Eran casi las tres de la mañana y todos miraban a la pareja real con ojos expectantes. Había llegado el momento de la celebración nupcial, que consistía en acostar a los novios, contemplarlos juntos en la cama, hacer comentarios maliciosos y susurrar sugerencias.

Jorge había estado temiendo ese momento, pero se animó: él era el rey y podía hacer lo que le placiera; anunció, pues, su intención de abolir esa antigua costumbre, que le parecía de muy mal gusto.

No habría ninguna ceremonia y el rey llevaría solo a su esposa a la alcoba.

¡Qué desilusión! Todos, salvo los protagonistas, se divertían mucho en esas ocasiones; sin embargo, la resolución del rey los dejó admirados y nadie pudo oponerse a sus órdenes. Así pues, Jorge cogió a Carlota de la mano y la llevó a la cámara nupcial.

 

El rey se disculpó:

—Nos hemos conocido, hoy y os parecerá que soy casi un desconocido.

—No, de ninguna manera. Desde que me enteré de que habíais pedido mi mano, he escuchando pocas cosas que no tuvieran que ver con vos.

—Entonces… me alegro.

—Espero no ser una extraña para vos.

—No…, así como vos habéis oído hablar de mí, yo he oído hablar de vos.

Se miraron nerviosos.

—Supongo que estaréis de acuerdo conmigo en que, ya que nos encontramos en esta situación, debemos cumplir con nuestro deber.

—Eso es lo que siempre querré hacer… cumplir con mi deber.

Mientras la corte especulaba sobre lo que podría estar ocurriendo en la alcoba real, Jorge y Carlota cumplían solemnemente con su obligación.