LIV

Müller regresó en el camión, al lado del conductor. Iba en silencio, con la amarga sensación de haberse dejado manejar por la gente a la que no le importaba más que mantener la posición de dominio de a los suyos. Podía haber capturado a Göring, y posiblemente también a Von Schuller. Podía haber acabado con aquella red de tráfico de drogas y con la financiación del partido nazi, pero lo único que tenía era la morfina y unas cuantas bolas de opio. Tenía lo que era perfectamente sustituible a costa de un dinero que no tardarían ni dos meses en recuperar.

Al día siguiente la prensa hablaría de un nuevo éxito del comisario Müller, pero él sabía que había sido un fiasco. Y el ministro también lo sabía. Los nazis podían estar tranquilos, porque el dinero seguiría fluyendo sin sobresaltos a sus bolsillos. Y el barón. Y toda aquella gentuza. Todos podían estar tranquilos, porque nada cambiaría.

Al día siguiente todo serían parabienes y felicitaciones. Habían llegado demasiado pronto y no había tenido ocasión de plantearse el dilema de si obedecería al ministro o se llevaría a Göring detenido. Seguramente lo hubiese detenido, aunque eso hubiera supuesto un traslado a algún pueblo de la frontera austriaca, en medio de las montañas. Debería estar contento por haber tenido la suerte de salvar a la vez el caso y la carrera, pero no lo estaba.

Cuando llegó a comisaría dio orden de descargar las cajas y dejarlas en su despacho. Podía haberlas depositado en la sala de armas, como solía hacer con casi todo lo que requisaban, pero no quería someter a sus hombres a la tentación de hacerse con un dinero tan fácil. No era lo mismo guardar azúcar o café del mercado negro, a sabiendas de que podían faltar pequeñas cantidades, que dejar aquello: si alguno de sus hombres se llevaba algo de azúcar o algunas patatas sería para a su casa, pero si sustraía una docena de frascos de morfina lo haría para venderla, y el dinero extra era lo único que el comisario no consentía de ningún modo.

Iba a examinar detenidamente el contenido de las cajas en busca de alguna señal de su origen cuando llamaron a la puerta.

—Pase.

Era el agente que había estado en la oficina toda la tarde, y que acababa ya su turno.

—Con el ajetreo me había olvidado de decirle que han llamado preguntando por usted.

—¿Qué querían?

—Era una mujer. La señora Strahler. Dijo que era muy urgente y que por favor la llamase a cualquier hora.

Müller respiró hondo.

—¡Lo que faltaba! —exclamó en voz baja.

El agente se encogió de hombros, como disculpándose de haberle dado la noticia y volvió a cerrar la puerta.

Müller descolgó el teléfono, buscó rápidamente el número y lo compuso furiosamente en el disco.

—Soy el comisario Müller, ¿me ha llamado usted? —preguntó haciendo acopio de buenos modales en cuanto la mujer respondió al teléfono.

—Si. Le he llamado hace una hora. ¿Puede venir usted a mi casa? Es muy importante.

—¿Ocurre algo?, ¿tiene algún problema?

—Le suplico que venga, comisario.

—En veinte minutos estaré ahí —cedió Müller.

—Gracias —respondió la joven antes de colgar.

El comisario resopló, llamó a su casa para decir que iría tarde a cenar, y cerró con llave la puerta de su despacho al salir. Delante de la comisaría aún permanecían algunos hombres de los que habían participado en la operación del aeropuerto, y Müller llamó a uno de ellos para que lo llevase hasta la Reisingerstrasse.

—Hay que alejarse más de la jaula o te pueden cazar de nuevo —bromeó Müller al ver el gesto de disgusto del agente, que seguramente estaría pensando en irse a su casa.

El coche arrancó a la primera y el trayecto no les llevó más de diez minutos. Por lo menos la mecánica se mostraba cooperante aquel día.

—¿Le espero, comisario? —preguntó el agente en cuanto llegaron.

—No. Deje el coche delante de comisaría y váyase a casa. Y alégrese de no estar en mi puesto.

—Ya me alegro, comisario. Buenas noches.

Las campanas de un reloj cercano dieron las diez cuando Müller llamó al timbre. La mujer le abrió enseguida, como si estuviese esperándolo.

—Pase, por favor —lo invitó.

Müller esperaba ver a Gunther Strahler, pero la mujer estaba sola. Esto reforzó sus temores de que había ocurrido algo grave. Después de la muerte de Binder ya sólo se esperaba lo peor de aquel asunto. Como antes de la muerte de Binder. Como siempre.

—¿Qué ocurre? —preguntó.

La mujer se sentó en el sillón de las otras veces, el día mismo que ocupaba su marido el día que lo asesinaron.

—Siéntese, por favor.

Müller obedeció resignado. Luego esperó en silencio a que ella dijese lo que tuviese que decir, hipnotizado de nuevo por sus ojos. La mujer también lo miraba.

—Comisario —empezó al fin— he estado pensando mucho y creo que ya sé lo que pasó en esta casa.

—Pues dígame, por favor.

La mujer tomó aliento, como si le costara hablar.

—He repasado mis impresiones, como me indicó. He releído con mucha atención los periódicos y he tenido en cuenta todo lo que usted dijo. Lo que le dijo a la prensa y lo que me dijo a mí.

—No creo que haya mucha diferencia.

—La hay, porque al oír la historia en su voz cobra otro significado.

Müller no supo como interpretar aquella frase y prefirió guardar silencio.

—Mi marido sufrió un accidente, pasó varios días en coma y cuando salió ya no pudo volver a dormir.

—Quizás la morfina, como insinuaba el señor Binder… —terció Müller.

—¡Eso es una estupidez!

—Disculpe. Prosiga.

—Usted se enteró de que no dormía y sospechó que podía estar desequilibrado. Se llamaba Lothar, calzaba el mismo número que el asesino, tenía dinero, y conocía al impresor.

—Y al sastre, y pudo ser recibido por el diputado —añadió Müller, ayudándola a recapitular lo que ambos conocían.

Magda asintió.

—Luego cogieron a un culpable con las manos aún manchadas de sangre y todo el mundo exageró su triunfo para acabar con usted cuando se produjera el siguiente crimen. Pero mi marido murió y el siguiente crimen nunca se produjo. Usted lo mató, comisario.

Müller apretó el mentón, bajó la vista unos instantes y luego volvió a mirar fijamente a la mujer.

—Ya le dije una vez que ese razonamiento sólo era bueno si su marido era el culpable. ¿Usted cree que su marido mató a ocho personas?

Magda se levantó del sillón, fue hasta un gran aparador de madera oscura y abrió un joyero de plata que había sobre él. Luego volvió junto a Müller con un afilado estilete en la mano. Müller se hundió en su sillón, sobrecogido.

—Lo encontré en uno de sus abrigos. En uno de los que se puso aquel invierno —explicó Magda.

—No… No puede ser…

Lo ojos de la mujer brillaban como si estuviese en el límite entre la divinidad y la locura.

—Mi marido mató a ocho hombres y usted lo mató a él.

—Señora Strahler, deje esas ideas destructivas. No creo que su marido matase a nadie, y usted tampoco lo cree.

Magda acarició el estilete suavemente.

—Recuerdo que la primera ocasión que lo vi a usted, en la comisaría de la Thorplatz, me pidió que tratase de recordar algún detalle inmaterial, un olor, o una impresión.

—Sí, eso le dije.

Magda comenzó a desabrocharse la blusa. Se volvió contra la pared y acabó de desvestirse lo suficiente para mostrar una gran cicatriz redonda a Müller.

—Este es mi nuevo ojo, comisario. Este ojo lo vio todo. Y le señala a usted. Usted mató a mi marido, y al fiscal Seidl, y disparó también contra mí.

—¡Señora, por favor! —exclamó Müller.

Magda se dio la vuelta mostrando su magnífico torso desnudo. Con la punta del estilete señalaba en su pecho izquierdo la cicatriz del orificio de salida de la bala.

—Me pidió que recordase una impresión o un olor y ahora sé que recuerdo el suyo.

—Ya está bien de tonterías —replicó Müller sin poder apartar la vista de ella.

—Sólo una más, comisario. Sólo una más y le dejaré en paz para siempre. ¿Lleva encima su pistola?

Müller iba a negarse, pero decidió seguir el juego y sacó su arma del bolsillo de la chaqueta.

—Apúnteme al pecho con su arma. Sólo eso. Quiero verle apuntándome con ese arma y así sabré si es verdad lo que sospecho.

Müller dio dos pasos al frente, apoyó el cañón se su pistola en el pecho de la mujer y sostuvo férreamente su mirada. Luego la agarró con firmeza por la nuca y la besó.

—Béseme ahora usted a mí y sabré si es cierto lo que sospecho yo —replicó a media voz.