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La reunión iba a celebrarse a iniciativa de Dullkraut, pero Arkmann había tenido la delicadeza de asegurar a su rival que él mismo estaba a punto de enviar a uno de sus hombres a proponerle un encuentro.
El lugar elegido era la torre china del Jardín inglés, una especie de pagoda de cinco niveles construida en el siglo XVIII, y donde tradicionalmente los estudiantes se reunían a debatir de toda clase de asuntos y a contemplar el paisaje femenino. Aquella tarde, las inmediaciones de la torre estaban llenas de gente que buscaba una mesa donde sentarse a tomar una cerveza y comer unas salchichas, o que simplemente disfrutaba de la tarde paseando por los senderos de aquel descomunal parque de cuatro millones de metros cuadrados donde era fácil olvidar que aún se estaba en medio de una gran ciudad.
Arkmann llegó vestido con un impecable traje de lino ahuesado, acompañado de Hans Fallen. Casi al mismo tiempo, haciendo gala de una asombrosa puntualidad, se presentó Dullkraut con Boden, el hombre que solía servirle de consejero y guardaespaldas. Arkmann no dejó de reparar en el detalle de que Dullkraut iba vestido como un oficinista mientras que era su subalterno el que lucía un elegante traje claro, muy parecido al suyo propio.
Tras los saludos de rigor, los dos hombres dedicaron los diez primeros minutos a hablar de intrascendencias, como la paulatina mejora de la situación económica y lo agradable que era volver a ver a gente sonriente en el Jardín Inglés, en lugar de los rostros hambrientos y desencajados del verano anterior. Cuando encontraron un buen sitio, se sentaron y pidieron dos pintas de cerveza mientras sus acompañantes se situaban en otra mesa, a quince o veinte metros, y se miraban fijamente sin cruzar una palabra. Hans Fallen y Boden se conocían, y precisamente por eso ambos tenían razones para sospechar que el otro había participado personalmente en alguna de las muertes que habían conducido a aquella reunión. Ellos, sin embargo, no tenían por qué ponerse buena cara ni simular que estaban allí para festejar nada y se limitaban a mirarse por encima de la espuma de la cerveza, imaginando el día en que uno trataría de dar caza al otro. El silencio entre dos hombres que se miran sabiendo que es probable que lleguen a tener que matarse entre sí tiene mucho en común con el de dos amantes.
Dullkraut y Arkmann brindaron por la buena marcha de los negocios y ambos le dieron un gran trago a su jarra. Luego Dullkraut, se echó hacia atrás en su banco y sin más preámbulos, entró en materia.
—Hasta ahora los negocios han marchado bien porque todos hemos sabido mantenernos en nuestro sitio, sin necesidad de delimitar siquiera cual es el lugar de cada uno.
—Así es. Nunca ha habido necesidad —reconoció Arkmann afable.
—No niego que se hayan producido pequeños deslices, pero no es lo común —reconoció Dullkraut con mal fingida expresión de culpabilidad.
—Nosotros también hemos cometido algunos errores. Ya sabe que no siempre se cuenta con la gente que mejor entiende lo que debe y lo que no debe hacer —secundó Arkmann alzando las cejas.
Dullkraut chasqueó la lengua.
—El problema es que últimamente ya no hablamos de pequeños errores, aunque sí podría tratarse de la obra de algún descontrolado.
—Por nuestra parte, creemos todo lo contrario. Creemos que se trata de la obra de alguien demasiado bien controlado —replicó Arkmann un poco tenso. No le gustaban los modales de tabernero de Dullkraut, ni el modo condescendiente en que había abordado la cuestión.
Franz Dullkraut colocó ambas manos sobre la mesa y abrió los dedos, como si tratase demostrar una baraja.
—Veamos: ¿qué tienen ustedes que ver con el desagradable final de Mathias Humm? Era un hombre de mi máxima confianza y estoy muy interesado en saber por qué le pegaron un tiro a la puerta del gimnasio Apolo el jueves pasado. ¿Le suena? —preguntó con brusquedad.
—Esa misma noche mataron a Mathias Hoffer, ¿me equivoco? —repuso inmediatamente Arkmann—. Y sólo unos días antes a Robert Hinkmann, que también era uno de mis hombres de confianza. Uno de mis mejores hombres en realidad. ¿Tiene usted alguna explicación para eso?
Dullkraut dio un puñetazo en la mesa y los dos guardaespaldas, que seguían atentamente los gestos de ambos, se tensaron en sus asientos. Fallen fue el primero en darse cuenta de que no ocurría nada y le ofreció otra cerveza a Boden, que aceptó de buena gana. Si algún día tenían que matarse se matarían, pero no había razón para estar allí sentados, combatiendo con la mirada. Los dos lo habían comprendido a la vez.
—Tengo una explicación, por supuesto —gruñó Dullkraut con cierto deje despectivo—. Ese tal Hoffer tenía tratos con la policía, y al mismo tiempo que acabaron ustedes con mi amigo Humm liquidaron también al soplón para echarme a mí el muerto. Una jugada maestra.
—¡Eso es una estupidez!, ¡eso es una maldita canallada! —gritó Arkmann. Esta vez, los guardaespaldas ni siquiera los miraron. Estaban en un sitio lo bastante concurrido para que, sucediese lo que sucediese, ninguno de sus jefes se atreviese a pasar de las palabras.
Dullkraut rio a carcajadas.
—¿Una estupidez?, ¿me quiere hacer creer que no lo sabía? Mathias Hoffer llevaba años trabajando de soplón para la policía y trataba de formar su propia banda a sus espaldas, con el visto bueno de los polis a los que informaba. Era parte de su precio. Y usted eliminó a la vez a su garbanzo negro y a uno de mis pocos distribuidores que trataban con la gente que usted considera su clientela exclusiva. ¿No fue así?
Arkmann apretó los labios.
—Empiezo a verlo claro. ¿No sería al revés? Mathias Humm se trataba con demasiada frecuencia con mi gente. Nunca lo supe a ciencia cierta, pero no me extrañaría que estuviese pensando en cambiar de patrón. ¿No sería usted el que quiso dejar claro que la venta a la puerta de los cafés era sólo asunto suyo y castigar a un individuo de fidelidad dudosa?
—¡Eso es una majadería, Arkmann! —exclamó Dullkraut apeando de pronto al otro el tratamiento de respeto.
Helmuth Arkmann se quitó el grueso anillo de oro, coronado por un rubí de maravillosa transparencia roja y miró a través de la piedra.
—Lo siento, señor Dullkraut, pero creo que mi majadería es más sostenible que la suya. Días antes de los lamentables hechos que discutimos, uno de mis lugartenientes fue asesinado en el mismo portal de su casa y su cadáver arrojado al hospicio. Robert Hinkmann, ¿le suena?
—¿Y a mí por qué me iba a sonar? —menospreció Dullkraut.
—Si tan bien informado está de las actividades de mi gente, y si tanto sabe de quién trabaja para la policía y quien no, seguramente sabrá qué Hinkmann era una pieza de importancia en mi organización. Lo sabe, sin duda.
—Creo que sé quién era. ¿Un viajante de farmacia?
—Me alegro de que se le aclare la memoria. Lo mató un grupo de gente que se suponía que iba pegando carteles políticos la noche antes de las elecciones. Fue el primer muerto. El primero, ¿se da cuenta? Así que no puede acusarme a mí de haber empezado esto. ¿O este también era un traidor y también lo mandé matar para acusarle a usted?
Dullkraut rechazó la acusación con un gesto de cabeza.
—No sé de qué me está hablando. No tuve nada que ver con eso, pero creo que empiezo a verlo todo mucho más claro.
—Ilústreme, si es tan amable —rogó irónicamente Arkmann mientras volvía a colocarse la sortija en su anular izquierdo.
—Alguien mató a su viajante de farmacia, usted nos acusó a nosotros y respondió con la muerte de Mathias Humm al tiempo que eliminaba a su Judas. Al menos lo entiendo, y ese no es un mal paso.
Arkmann dudó entre negar o no su participación en la muerte de Humm. No deseaba que le atribuyesen algo que no había hecho, pero tampoco quería dar la impresión de que no había reaccionado de ninguna manera. Mientras pensaba la respuesta rio entre dientes.
—O sea que debo creer que usted no ha hecho nada en absoluto. A Hinkmann lo asesinó alguien y a Mathias Hoffer lo maté yo para culparle a usted. Debo creer eso, ¿verdad?
A Dullkraut le temblaba la papada: se daba cuenta de que su posición era difícil de mantener, pero no estaba dispuesto a rebajarse suplicando a su adversario que le creyera.
—Crea lo que le dé la gana —replicó irritado, levantándose de su asiento—. Piense lo que quiera, pero sobre todo piense lo que hace.
Fallen y Boden se levantaron también, dejando a medias sus cervezas y su conversación sobre la presión policial contra los prostíbulos.
—Todos debemos ser prudentes —se despidió Arkmann con frialdad.