XXVI
Ni siquiera en el despacho del ministro consiguió quitárselo completamente de la cabeza, pero cuando Müller volvió a su comisaría ya había conseguido recordar, al fin, dónde había visto el nombre del barón Von Schuller: en la lista de visitantes que le habían entregado los agentes encargados de vigilar el domicilio de Atila Takacs, aquel brujo de mierda.
La lista le había parecido en un principio una simple colección de aburridos y mentecatos de clase alta, con muchos apellidos compuestos y muchos títulos nobiliarios, pero quizás al final se pudiera sacar algo de aquello.
Además de un par de comerciantes ricos y conocidos, figuraban dos baronesas, una princesa rumana, un conde sueco y el barón Von Schuller, entre otros nombres. Cuando el ministro insistió en que vigilase especialmente la entrada de delincuentes extranjeros recordó aquel informe. Y allí estaba Von Schuller, por supuesto: barón Karl Benedictus Von Schuller y Elisa Juliette Von Schuller, su hija, a juzgar por la descripción. Padre e hija acudiendo al mismo adivino ya era demasiada coincidencia. Allí había algo más.
Había varias formas de analizar aquellas visitas: podía ser que el salón del adivino fuese un punto de reunión de la clase alta, como la Hermandad de Armeros. El comisario subrayó esa coincidencia, aunque por sí misma no valiese gran cosa.
También, por otro lado, acudían demasiados extranjeros a aquella casa, pero no parecía que fuesen mafiosos, delincuentes callejeros, ni la clase de gente que preocupaba al ministro; no era descartable que hubiese descubierto por casualidad una trama de espionaje.
Escribió la palabra «espías» en letras mayúsculas, aunque no se imaginaba qué podía querer espiar nadie en Alemania. Y menos agentes suecos, rusos, húngaros y rumanos.
Por último, y eso era lo que más le interesaba, aquel barón Von Schuller podía estar relacionado con el tráfico de drogas tal y como a regañadientes le insinuase Kinkel el día anterior. En ese caso, podía ser simplemente el proveedor de Takacs, que consumía drogas con toda seguridad, o podía ser el proveedor de toda aquella gente de clase alta, que seguramente no mandaría a sus criados a buscar semejantes porquerías a locales donde pudiesen ser reconocidos y relacionados con sus amos.
Müller escribió la palabra drogas y la rodeó con un círculo.
Cualquiera de las tres posibilidades podía ser cierta. La única interpretación que el comisario no estaba dispuesto a aceptar era que todos estuviesen interesados de algún modo en el Más Allá. En aquella casa estaba pasando algo, pero no sabía qué. Quizás lo mejor fuese enterarse de donde vivía el barón Von Schuller e ir a verle en primer lugar.
O quizás no.
En la calle rompió a llover de pronto. En sólo veinte minutos se había nublado completamente el cielo y caía agua a mansalva. Müller se sonrió al darse cuenta de que había atribuido a sus pensamientos el repentino oscurecimiento del despacho, tapó la pluma y releyó sus notas. La lluvia siempre le ayudaba a reflexionar.
Buscar a Von Schuller, ¿para qué? ¿Qué le importaban a él las drogas? Que cada cual se envenenara como le diese la gana. Y si se mataban entre ellos, mejor. Pero si a través de ese asunto podía apretarle las clavijas a Takacs para que desanimara a Hitler, podía valer la pena. Dijera lo que dijese el ministro sobre relajar la presión sobre los nazis, no iba a desaprovechar la oportunidad de deshacerse definitivamente de Hitler, si podía. Los políticos vienen y se van, y un disgusto parlamentario o un pacto inesperado puede ponerlos en la calle, pero la policía es siempre la misma: si dejaba cobrar bríos a los nazis, más tarde acabaría trabajando el doble para recuperar el tiempo perdido.
Le tendría que dedicar más tiempo y recursos al crimen organizado, pero iba a terminar lo que había empezado. Y el adivino era una buena baza. Lo había agarrado y no lo iba a soltar.
La lluvia arreció. Los canalones lograban a duras penas desaguar la tromba sobre el patio de la comisaría. Los sumideros no conseguirían evacuar semejante cantidad de agua y el patio entero se convertiría en una laguna en cuestión de minutos.
Tenía que conseguir que el mago le dijese a Hitler que lo mejor era dejar la política porque todo iba a acabar en un desastre, porque lo ordenaban los ángeles custodios o porque se lo había dicho la Providencia en persona.
La presión tenía que ser lo bastante fuerte como para que el mago no pensara siquiera en la posibilidad de rebelarse. Tenía que ganárselo. Conseguir su docilidad.
El comisario trató de pensar algo mientras afilaba los lapiceros, una docena larga, que se hacinaban dentro de en un casquillo de artillería. La lluvia amainó un momento pero enseguida volvió a arreciar, golpeando contra los cristales. En la calle sonó un trueno y Müller frunció el ceño. No eran frecuentes las tormentas a las once y pico de la mañana.
Si se rehacía era capaz de decirle a Hitler cualquier cosa. Tenía que evitar que soñara siquiera con reaccionar. Para eso no bastaría ningún ofrecimiento: tendría que utilizar una amenaza. Ser amado o temido; la vieja pregunta. Una pregunta sin sentido en aquel despacho, porque los que quieren ser amados no se hacen policías y menos aún llegan a comisarios.
Una amenaza. Algo devastador. ¿Pero qué? Las drogas. Para acusarlo de tráfico, o acusar a sus visitantes hacían falta pruebas, y eso llevaba tiempo. No servía: serviría luego, pero de momento necesitaba algo mucho más contundente. Instantáneo.
Podía amenazarlo con filtrar a la prensa los nombres de sus clientes, pero le parecía rastrero y un poco flojo. Seguramente, a alguno de aquellos condes, barones e industriales no le gustaría aparecer mencionado como aficionado a lo esotérico, pero a la mayoría les daría absolutamente igual. Además, no sería fácil que la prensa se interesase por tal cosa y a Müller no le gustaba emplear amenazas que no estaba seguro de poder cumplir.
El cielo se despejaba con la misma rapidez con la que se había cubierto. Müller acababa de convertir un lapicero en una mortífera arma punzante, cuando se le ocurrió de pronto la idea que necesitaba, dio un puñetazo sobre la mesa y salió de su despacho.
—Lippart, venga conmigo —ordenó a un policía que estaba ante una anciana tomando nota de una denuncia.
Müller salió a la calle a grandes pasos, seguido por el agente, que aunque no entendía qué estaba sucediendo sabía que en esos casos era mejor seguir al comisario sin rechistar. Ya atendería otro cualquiera a aquella mujer.
Los dos policías cruzaron la calle y se subieron a un coche destartalado, uno de los pocos a los que aún no le había tocado el turno de la revisión general que había provisto al fin el Ministerio del Interior.
—Espero que vayamos cerca, comisario —se permitió comentar Lippart.
—A la Brüderstrasse. Lo más rápido que pueda.
El agente, convencido de que aquel era el día de encogerse de hombros, repitió el gesto, arrancó el vehículo a los diez o doce intentos y se incorporó con prudencia al tráfico, ralentizado por las lagunas que se formaban sobre las alcantarillas obstruidas.
Antes de que lograsen llegar al final de la calle empezó a llover de nuevo. El agua se filtraba por alguna grieta del oxidado techo del automóvil y caía una veces sobre Müller y otras sobre el conductor. Era una gotera perfectamente democrática.
El comisario iba echando pestes en voz baja mientras el agente trataba de contener la risa. Cuando faltaban sólo un centenar de metros para llegar al domicilio de Takacs el coche se detuvo, negándose a arrancar de nuevo.
—Yo sigo andando —anunció el comisario, levantando los cuellos de la chaqueta para protegerse de la lluvia—. Usted trate de poner en marcha este cacharro y vuelva a comisaría.
Las grandes averías nunca son tan democráticas como las pequeñas.
Cuando Müller hizo sonar el timbre en la casa de Takacs había conseguido resguardarse de la lluvia lo bastante para no llegar totalmente empapado. Por eso agradeció especialmente que el criado saliera a abrirle casi de inmediato.
—Buenos días. Soy el comisario Müller…
—Lo sé, señor. El señor Takacs le espera. Tenga la bondad de pasar —ofreció el criado franqueando la puerta.
Müller pensó que el sirviente estaba muy bien instruido en su papel: seguramente su amo le había dicho que cuando volviese el comisario lo hiciera entrar de inmediato, y de ahí el pequeño número circense de la anticipación a la vista. Sin embargo el adivino estaba ya en su despacho, ante la mesa con tapete rojo y con la baraja en la mano. Iba a tenderle la mano a modo de saludo pero recordó que el mago no quería tocar a nadie para no contaminarse y rectificó el gesto.
—Gracias por recibirme —dijo tan solo.
—No me alegro de verle, comisario, pero procuro que esa sensación no se convierta en rechazo personal. Porque por su parte tampoco hay nada personal, ¿verdad?
Müller se dio perfecta cuenta del cambio operado en el tono y hasta en el semblante de Takacs desde el anterior encuentro y lo atribuyó a que ahora no estaba bajo el efecto inmediato de las drogas. Quizás así fuese más fácil mantener con él una conversación razonable, sin las reacciones neuróticas propias del opio, la morfina, o lo que fuera que consumiese el adivino.
—Nada personal, desde luego —refrendó el comisario—. Y créame que a mí tampoco me gusta venir a su casa a molestarle, pero aparece usted demasiado a menudo en mis papeles.
—Cambie de papeles, comisario.
—Nada me gustaría más, se lo aseguro. Pero de momento tengo que conformarme con insistir en lo mismo.
Takacs suspiró.
—O sea que vuelve usted a preguntarme de qué hablé con el señor Hitler y a indicarme qué le debo decir cuando vuelva a verlo, ¿no es así?
Müller intentó componer una expresión apesadumbrada, pero el teatro no era su fuerte y su gesto pareció aburrido.
—Me temo que sí.
—¿Y ha encontrado ya el delito que piensa imputarme si no colaboro con usted? —preguntó el adivino con despreocupación.
—Hay varios, pero esperaba que no me obligase a enumerarlos.
—Pues espera en balde, comisario: no tengo costumbre de perderme un sola acusación. Siempre es fascinante escuchar al que te acusa.
Müller entrelazó los dedos dejando sólo libres los pulgares para entrechocar entre sí.
—En primer lugar, es usted periodista, o columnista más bien, pero la casa en la que vive y todo lo que le rodea está muy por encima del nivel de ingresos que declara.
Takacs se echó a reír.
—¿Piensa denunciarme al Fisco? —preguntó.
—¿Por qué no? —repuso Müller tratando de unirse a la sonrisa de su interlocutor.
—Típico de un mequetrefe sarnoso, pero impropio de un hombre de su carácter. Pruebe con otra cosa, por favor.
Müller se pasó la lengua por los labios como si fuese la baqueta que prepara el cañón para la próxima andanada.
—Gracias. En el fondo estoy de acuerdo con usted. Ahora dígame: ¿quién es el marqués Seleszny?
—Un amigo. Pregúntele a él.
—¿Quién es el conde Von Kantzow?, ¿quién es el barón Von Schuller?
—Amigos también —respondió Takacs poniendo todo su empeño en disimular su nerviosismo.
—¿Quién es la señorita Von Schuller?
—La hija del barón Von Schuller —respondió Takacs, consiguiendo a duras penas ocultar la alarma que le produjo escuchar el nombre de Elisa.
—Puedo seguir con la lista. Tiene usted demasiados visitantes extranjeros —acotó el comisario.
—El barón Von Schuller y su hija son alemanes, y le recuerdo que yo mismo soy de origen húngaro —apuntó Takacs.
—Lo sé. Y además le visitan a usted unos cuantos tipos fichados por relacionarse demasiado estrechamente con el partido nazi.
—No le pregunto a la gente a quién vota, pero si el líder nazi está satisfecho con mis servicios no es de extrañar que me haya recomendado a otros miembros de su partido, ¿no le parece?
Müller pensó que era mejor volver al tema de los extranjeros y orilló mentalmente el exceso de visitantes nazis.
—Aristócratas rusos, húngaros, suecos y alguno alemán. Interesante. Quizás prefiera usted que no se moleste a todos esos visitantes y amigos suyos. Puede que a alguien, al servicio de contraespionaje, por ejemplo, le parezca curioso todo esto. O quizás no se trate de espionaje, sino de drogas.
Takacs sonrió, pero medio segundo demasiado tarde. La mención de las drogas lo había pillado por sorpresa. De todos modos, desde que había oído mencionar al conde Von Kantzow y al barón Von Schuller, y sobre todo el de Elisa, estaba dispuesto a hacer lo que aquel maldito policía le pidiese, pero tenía que desviar su atención a toda costa y darle a entender que temía cualquier otra cosa.
—¿Drogas? Las consumo algunas veces y no hay nada extraño en ello. Si a usted le hubiese roto la columna un casco de granada pensaría igual que yo —se defendió.
—Tengo razones para creer que en esta casa se trafica con drogas, señor Takacs.
—Y yo creo que en la suya acapara arenque ahumado, comisario. Puestos a decir tonterías sin fundamento ni prueba alguna no tengo por qué quedarme atrás —se rehízo el adivino—. ¿Tiene alguna carta más en la manga? —preguntó aparentando indiferencia.
—Sólo una, pero preferiría no usarla: es un poco sucia —anunció Müller con expresión desdeñosa.
Takacs se agarró a aquella posibilidad como a un clavo ardiendo. Cuanto más dura fuese la presión que el comisario estaba a punto de ejercer sobre él, más creíble resultaría que cediese. Lo que no podía permitir era que investigasen a Von Schuller, a Göring, o peor aún, a Elisa. Casi rezó para que fuese algo realmente asqueroso. Empezaba a sudar cuando respondió:
—Adelante, por favor.
—Pues verá, señor Takacs: lamentablemente está usted impedido en una silla de ruedas, y depende en gran medida de su sirviente para llevar una vida digna.
—Así es.
—Pues el caso es que su criado, Florian Stich, aparece como sospechoso en un crimen que estoy investigando y me temo que voy a tener que llevármelo detenido. Lamento tener que causarle tantas molestias.
—¡Maldito bastardo! —bramó Takacs, cumpliendo perfectamente su papel de víctima indignada. De hecho, estaba verdaderamente furioso por tener que ceder ante una bajeza semejante. Hubiese preferido doblegarse ante la amenaza del Fisco. No tenía que haber dejado pasar aquella oportunidad.
—¡Bastardo miserable! —repitió el adivino.
Müller aguardó con gesto flemático, y tal y como esperaba, apareció a los pocos segundos el fornido criado que lo había recibido en la entrada.
—¿Ocurre algo? —preguntó.
A Takacs le temblaba la barbilla y le costaba articular palabra.
—Nada, Florian, gracias. Puedes retirarte.
—Gracias —celebró el comisario—. Ya le dije que me parecía una porquería, así que, por favor, no me haga rebajarme de ese modo: sea comprensivo y colabore conmigo.
El adivino desenvolvió la baraja, la dejó sobre la mesa, y desplazándose trabajosamente en su silla de ruedas se acercó a una estantería y sacó un cuaderno de tapas negras.
—El caso es que creo que no puedo ayudarle, pero puedo intentar convencerle de que no está en mi mano lo que me pide.
Müller no respondió ni hizo gesto alguno. Era el momento de esperar y esperaba.
Takacs pasó rápidamente varias páginas, guiándose por el encabezamiento de cada anotación.
—Aquí tengo apuntadas las tiradas de cartas que han salido a mis clientes. Lo hago para no ser como algunos desaprensivos, que aprovechan la mala memoria de la gente para decir luego que todo lo sucedido se ajusta a lo predicho. Yo trabajo seriamente y guardo registro de mi trabajo.
—Lo celebro de veras.
—La primera tirada se realizó por el sistema de la cruz celta, que como usted sabrá, se realiza con once arcanos. Las cartas que salieron al señor Hitler…
—Dígame solamente la interpretación que usted le hizo, por favor —atajó el comisario.
—Cállese y escuche: la primera carta fue el mago, que habla del consultante y expresa extravagancia y voluntad. La segunda representa el ambiente, y salió el cinco de espadas. Eso significa degradación y decadencia. La tercera fue el cinco de oros, representa los obstáculos que se han de vencer y representa la miseria, la falta de dinero. La cuarta es lo mejor que puede sucederle a quien pregunta y salió el as de espadas, que significa el triunfo de la fuerza; la quinta es con lo que ya se cuenta y salió el diez de copas invertido, que debe leerse como indignación, justa cólera; la sexta es lo que está detrás y salió la luna, que es la decepción y el error; la séptima es el futuro próximo, y salió el nueve de bastos invertido, que significa obstáculos y adversidades; la octava es la actitud del que consulta, y salió el cinco de copas, que es una carta ambigua que habla de amargura y esperanza a la vez; la novena es el entorno del consultante y salió el ocho de espadas, que es el conflicto y el enfrentamiento, la décima son los proyectos que pueden realizarse y salió el juicio final, que es la renovación, la revolución, el gran cambio; la última es la conclusión de la consulta y salió el diablo, que es la fuerza y la fatalidad.
Müller había soportado estoicamente aquella perorata que no significaba nada para él, y aprovechó su turno para preguntar lo que de veras le interesaba.
—Esas fueron las cartas, pero supongo que usted las interpretó de alguna manera que significase algo, ¿no?
—El señor Hitler no es un lego en estos temas y no necesitó ninguna interpretación. Le bastó con ver las cartas. Me da igual si lo cree o no.
Müller frunció el ceño.
—Pero de todos modos, estoy seguro de que usted le dijo alguna cosa, porque la baraja es sólo una ayuda para el vidente, ¿no es así? En caso contrario podría haber realizado la tirada él mismo —opuso el comisario.
—No realizó la tirada él mismo porque el señor Hitler reconoce mi idoneidad como medio, o puente, o como quiera usted llamarlo. El tarot no es una máquina, sino una especie de ser vivo que sólo habla si lo manejan las manos adecuadas. En cuanto a nuestra conversación posterior, por supuesto que hablamos de las cartas que habían salido.
—Cuénteme eso, por favor.
Takacs resopló.
—Pues bien: le dije que no se haría rico jamás y que sin embargo no le faltaría el dinero, ni la riqueza. Le dije que tendría el poder y que el poder le conduciría a la destrucción. Le hablé de los sicarios y de cómo lograrían poco a poco acabar con su vida. Le hablé de un gran triunfo y de una catástrofe gigantesca. Le dije que tendría amor, y lo malgastaría. Que tendría amigos, y los malgastaría. Que no dejaría nunca de afanarse y que tanto afán no le conduciría a nada. Le juro por mi sangre que eso fue lo que le dije. Y si a pesar de todo se mostró eufórico y ha cambiado su decisión de alejarse de la política, ¿qué demonios quiere que yo le haga?
Müller negó con la cabeza.
—Vamos a ver… ¿Eso fue todo?
—No. Me preguntó cómo le veía dentro de diez años si abandonaba.
—¿Y bien?
—El siete de oros: negocios difíciles. Preocupación por las cosas materiales. También me preguntó cómo lo veía dentro de diez años si seguía adelante, y salió el rey de espadas, que es la autoridad, y la vehemencia. Aquí fue donde empezó a alegrarse y dijo que era su deber intentarlo a pesar de lo que tuviera que sufrir en el camino.
—¿Algo más? —quiso saber Müller.
—Hubo una pregunta más, echa casi al azar, pero tal vez le interese porque la respuesta fue en esta misma dirección.
—Dígame, por favor.
—Me preguntó cómo veía a Alemania dentro de cincuenta años si él seguía adelante hasta el final, y salió el as de oros, que es la opulencia, la mayor de las riquezas.
Müller se echó a reír.
—Entonces va a hacernos ricos a todos, ¿no? —bromeó.
—Así parece. ¿Satisface esto su curiosidad? —repuso el mago con acritud.
—Estaré aún más satisfecho si en el futuro lograse usted que saliesen cartas menos alentadoras.
—Lo lamento. No soy un tahúr y el señor Hitler sabe leer perfectamente lo que ve. No niego que le ayudo a penetrar más profundamente en sus intuiciones, pero no puedo cambiar lo que dicen los arcanos. Y sinceramente, dudo que salga nada peor de lo que ha salido.
—Tal vez un final horrible…
—¿Peor que el diablo? ¡No me haga reír!
—Cuento con su perspicacia —sugirió Müller mientras se levantaba de su asiento, aunque sabía que no podía contar con nada.
—Un momento, por favor —solicitó Takacs con los ojos medio cerrados. Su mirada se había convertido en una fina línea brillante.
—Digame.
—¿Me permite que lance las cartas para usted?
El comisario rechazó el ofrecimiento con un gesto.
—No creo en esas cosas, y además me parece que no puedo pagarle —lamentó echando mano a sus bolsillos—. Una cosa es tratar de obtener su colaboración y otra robarle su trabajo, opine lo que opine de él —se permitió bromear.
Takacs consiguió deshacerse de su mal humor y sonrió abiertamente.
—No se preocupe. Invita la casa. Una tirada simple, de cinco cartas —propuso el adivino mientras barajaba.
—Como quiera.
—La primera le representa a usted y lo que es, la segunda a los obstáculos con los que debe enfrentarse, la tercera es su pasado, la cuarta es su futuro inmediato y la quinta, la conclusión, el consejo que le dan del otro lado.
—De acuerdo.
La primera fue la reina de oros invertida, la segunda el rey de bastos, la tercera el diez de espadas, la cuarta el rey de espadas y la quinta el cinco de bastos invertido.
—¿Se las interpreto? —ofreció el mago con una sonrisa.
—No gracias. Ya imagino que no es nada bueno.
—¿Se da cuenta? Usted también intuye lo que ve. Ciertamente, no es nada bueno —reconoció Takacs.
—Consiga una tirada como esa para Hitler y no volverá a verme —propuso Müller ya de pie, justo antes de marcharse.