XII

Los muebles cubiertos de lienzos blancos daban al salón un aspecto de asilo para fantasmas, náufragos en el mar de polvo que se emboscaba en todas partes, empañando las aristas, desluciendo los dorados, junto a las telas de araña y las arañas ya muertas, convertidas en filosas alegorías del hambre.

Sentado en una butaca de costuras fatigadas que dejaban entrever el relleno, un hombre empeñaba la mitad de sus fuerzas en intentar descansar y la otra mitad en tratar de mantenerse despierto, sin conseguir plenamente ninguna de las dos cosas.

En noches como aquella, recuerdos y ensoñaciones se mezclaban en incesto, demoliendo las represas que separaban sus reinos.

Fue en noviembre, el día después de Todos los Santos, cuando después de que lo trasladaran a una unidad de cazas, atacó a un bombardero, un Handley-Page inglés. En noviembre, el mes de los ojos grises. La escolta apareció de pronto, lo rodearon, y tras un breve combate tuvo que aterrizar de emergencia en un cementerio. Un cementerio lleno de flores y coronas, con sus cintas y sus promesas incumplidas de antemano. Sólo las cintas de las coronas fúnebres mienten más que los carteles electorales.

Bajo hacia allí. Hacia las flores. Nadie sabe lo que son esos instantes, mientras caes. De cabeza. Como una piedra. Nadie puede imaginarlo: según vas cayendo, buscas desesperado un lugar en el que tengas una posibilidad de sobrevivir al impacto: un prado, un camino no demasiado estrecho; lo que sea. Vas con el motor en llamas, como una bengala negra, y entonces ves un campo cuadrado con algunas protuberancias, y pones como puedes rumbo hacia él, rezando para que el avión no se haga pedazos por el camino, o no estalle de pronto. Un segundo antes te habías entusiasmado por encontrar un sitio tan bueno, pero cuando te acercas ves que es un cementerio y te ríes; te ríes porque te tienes que reír, y piensas que vas a dar poco trabajo si te matas, porque vas a quedar enterrado en el puñetero cementerio. Y te vuelves a reír. Y luego, según te vas acercando se te ocurre que con el impacto puedes abrir alguna tumba reciente y se te revuelven las tripas; pero más vale desperdigar los restos de otro que los tuyos, así que tratas de templar el pulso y sigues descendiendo; y ya ves las cruces, y aunque sabes que no son obstáculos que se puedan comparar con un árbol, con un sólo árbol, las ves enormes, y te vuelves a imaginar con el morro del avión clavado en la tierra, y rodeado de huesos y calaveras que saltan por todas partes. Y si no te ríes, acabas imaginando la tuya entre las que saltan por los aires, así que te ríes. ¡Vaya si te ríes! ¡No te has reído tanto en tu vida!

Después del impacto se palpó todo el cuerpo y aunque tenía algunos huesos rotos y le sangraba la cara, no pudo parar de reírse: estaba vivo. Le dolía espantosamente el pecho, y una pierna, y sangraba, pero lo único que pensó en aquellos momentos fue que ya quisieran todos aquellos vecinos casuales sangrar y que les doliera algo. Si te estrellas, estréllate en un cementerio y serás el que mejor esté. Cualquier ocasión es buena para suscitar envidias.

—¡Qué recuerdos, Dios!

El hombre se enderezó en el sillón y empezó a reírse. El esfuerzo le obligó a echarse la mano a la ingle y su gesto viró hacia una mueca de dolor.

Luego, con ojos adormecidos, trató de situarse de nuevo en la realidad echando un vistazo a su alrededor.

Flanqueando una ventana cerrada a perpetuidad, dos huellas claras delataban la ausencia de los cuadros, seguramente retratos, que habían ocupado aquellos huecos, mientras en el rincón, un calendario mal enterrado esponjaba su abandono frente a un espejo tan miope que ni se molestaba ya en reflejarlo.

El reloj de cualquier torre desgranó sus campanadas, pero el hombre no logró llevar la cuenta más allá de la tercera. Levantó los ojos del libro que estaba a punto de acabar y los posó en el calendario, forzando la vista para distinguir las cifras en la penumbra de bombillas mortecinas.

Mil novecientos catorce. El año en que todo era aún posible. Cuando aquel mismo salón brillaba en la plenitud de una familia con éxito. Entonces relucían los adornos de latón y la madera bien pulida de los suelos. Hasta él brillaba entonces.

En mil novecientos catorce tenía veintiún años y toda la vida por delante. Con treinta y uno sentía que la mayor parte de las cosas que le importaban habían ido quedando a sus espaldas, y cuando un hombre se entrega con mayor pasión a los recuerdos que a las esperanzas, o es un anciano o algo se ha roto en él.

Al pronunciar mentalmente la palabra «roto», el hombre se llevó la mano a la ingle izquierda y cerró los ojos para contener el dolor. Aquella maldita herida no curaría nunca: jamás podría librarse de la punzada que le destrozaba el cerebro, impidiéndole pensar.

Se frotó los ojos con intención de volver al libro, pero su mirada regresó a las gruesas cifras del calendario. No sabía por qué después de tanto tiempo seguía en aquella pared, sin que nadie lo hubiese cambiado por otro. Lo había sabido en algún momento y ya no conseguía recordarlo. Se golpeó la frente con las manos, hasta casi hacerse daño. Sí, claro, por eso era: porque desde entonces nadie había vuelto a aquella casa. En mil novecientos catorce había muerto su padre, él se unió a su regimiento y su madre se fue de Rosenheim para vivir en el campo.

¿Cómo se puede olvidar una cosa así? ¿Tan abajo había llegado? Apretó con fuerza los párpados y trató de sobreponerse a la desintegración de su mente reuniendo sus recuerdos como haría un cambista con las monedas desperdigadas sobre el tapete.

Recordaba el entierro de su padre, y la solemne ceremonia del funeral, con toda aquella gente de luto riguroso, y recordaba también la tumba, en la tierra húmeda. Recordaba cada pequeña piedra, cada delgada raíz que la tramaba. Pero estaba todo muy lejos. Demasiado. Recordaba aquella tierra como el rostro de los amigos muertos en la guerra, en el mismo plano de pérdida irremediable: a su padre lo habían enterrado en otro país. Estaba seguro de que si iba al cementerio a visitar su tumba no podría encontrarla. Sólo habría sepulturas posteriores a mil novecientos dieciocho, un puñado de ellas en medio de un terreno abandonado, como un páramo prehistórico. En sólo diez años Alemania se había convertido en otra cosa, en un país tan distinto y alejado de sí mismo que hasta las tumbas de los que habían muerto antes de la Gran Guerra habrían desaparecido. ¿Qué iban a hacer allí los muertos, en aquellos cementerios que ya no les pertenecían?

Recordaba la ceremonia. Al funeral habían acudido docenas de diplomáticos, y militares con uniformes coloniales del África alemana. Fueron a rendir su último homenaje al viejo gobernador del África Suroccidental, el mismo al que despidieron en Windhoek con banderas y banda de música.

África. Su padre había sido gobernador en África. Alemania había tenido también colonias allí, aunque ahora resultase increíble. Por eso los escuadrones de asalto nazis vestían de pardo, aunque nadie lo supiera: porque habían comprado una remesa en saldo de camisas coloniales africanas. Los escuadrones de asalto, las famosas SA, vestían los uniformes de los soldados que nunca fueron a África. Hasta los que pretendía resucitar el orgullo del país se cebaban en sus despojos. Parecía una broma. Pocos años después de aquellas exequias ya no habría África alemana, ni uniformes coloniales, ni hombres como su padre. Ni siquiera como él, como el que él era en mil novecientos catorce.

¿Pero había existido alguna vez aquel año? Miraba al calendario y tenía la sensación de encontrarse ante una ficción, como un mapa de los reinos explorados por Gulliver.

Existió, y fue el principio de una hecatombe. Un desastre terrible, más allá de la derrota militar. Sin embargo, los demás habían conseguido sobrellevarlo hasta construir algo semejante a una existencia, mientras él era una especie de muerto en vida. ¿Por qué? Quizás fuera por su origen: cuando te engendran en Haití naces para siempre con una sombra de leyendas terribles nublándote la mente. Quizás su madre había recibido alguna noche a uno de aquellos no muertos de los que hablaban los negros, como luego, tantas veces, vengó los veinte años de diferencia de edad con su marido recibiendo al padrino de todos sus hijos y acaso que padre de alguno de ellos. De él mismo. ¿Por qué no?, ¿no se llamaba Hermann por su padrino, Hermann Von Epenstein?

Von Epenstein. ¡Condenado judío! ¡Qué listo era! ¡Y qué miserable! ¡Y su padre qué idiota! ¡Qué maldito majadero!

¿Pero idiota por qué? Su padre sin duda lo sabía todo. Sabía que su mujer era mucho más joven que él y poco dada a sacrificios. Seguramente prefirió dejarse engañar por un amigo que le había ayudado en todo que por alguien que no estuviese a su altura. Mejor compartir un pastel que comerse una mierda a solas, decía a veces su padre, simulando referirse a otro. A otro cualquiera. ¿Idiota su padre? Hizo bien el judío Epenstein. Hizo bien su madre. Hizo bien su padre en no darse por enterado. Todos hicieron bien, menos a él, que se inventaba el agravio apelando a un orgullo herido.

Orgullo herido. Lo que tenía herido era la ingle. ¡Qué orgullo ni qué…! Mierda.

El hombre se pasó las manos por la cara y las retiró cubiertas de sudor. La morfina comenzaba a hacerle efecto y el dolor de la herida se iba convirtiendo poco a poco en una lejana palpitación, como un corazón descolocado que replicase al del pecho con medio segundo de retraso, igual que aquel niño del coro que siempre retrasaba un instante su entrada.

¿Cómo se llamaba aquel niño?, ¿Hermann también? No. No importaba. No se llamaba de ninguna manera. Había muerto en la guerra, en los primeros meses, justo después de que él se fuese al arma aérea.

Se hizo aviador porque sí. Lo mismo se podía haber hecho ingeniero, o zapador, pero lo que más le desagradaba de la guerra era la promiscuidad de las trincheras y pensó que si le tocaba morir prefería morir solo, o acompañado de otra persona a lo sumo, un amigo además. Loerzer. Bruno Loerzer, sí. Ese nombre sí conseguía recordarlo. Empezaba a recordar muchas cosas; la morfina debería adormecerle, pero en cambio, al comenzar a hacerse notar, su memoria se había aclarado y despedía un chorro de datos: volaban en un Albatros de ciento cincuenta caballos de potencia, matrícula B990, y fotografiaban las defensas enemigas, sus posiciones artilleras, y la disposición de sus trincheras. Cada metro que te acercabas al suelo con aquellas cámaras gigantescas aumentaba el peligro de ser alcanzado por los disparos de algún tirador particularmente diestro, pero cada detalle que apareciese en la imagen podía salvar cien, doscientas, quinientas vidas en el ataque del día siguiente. Se acercaban mucho, demasiado a veces, pero tenían suerte. Suerte y coraje. Les dieron a los dos la Cruz de Hierro de primera clase por aquello y se la impuso el Príncipe en persona. La Cruz de Hierro de primera por un trabajo importante, y no la de segunda, como Hitler, un cabo que se había portado con valentía, sí, pero sin que su valor aprovechase más que a unos pocos. Sus fotografías habían salvado a miles.

¡Qué poco valían entonces las vidas, maldita sea!

El hombre se recostó en el sillón y respiró profundamente. Tal vez lo mejor fuera irse a la cama, pero no se atrevía a levantarse todavía. No le importaba dormir allí, aunque a la mañana siguiente, o a la tarde, cuando despertase, sintiera todo el cuerpo dolorido. Ningún sufrimiento era comparable a aquel maldito dolor de la ingle.

Y además, tenía que esperar a que volviese Sepp de la misión. También eso lo había olvidado. Tenía que esperar.

El hombre miró su reloj y comprobó que eran las doce y veinte de la noche. Ya no podía tardar mucho.