XXXVII
La búsqueda del sicario nazi del alambre de espino no estaba resultando fácil. En la ficha de Lammers figuraban al menos tres direcciones donde buscarlo y media docena de garitos y cervecerías que solía frecuentar, pero hacía semanas que no aparecía por ninguno de aquellos sitios. Sus amigos, muchos de ellos también fichados, juraban que no lo habían visto desde las elecciones, y aunque Müller no se creía una palabra de sus protestas de sinceridad, había podido contrastar la información con un par de soplones de confianza y parecía que a aquel maldito individuo se lo hubiese tragado la tierra. Lo último que se sabía de él era que había sido visto varias veces con una chica, una prostituta flaca y ojerosa a la que llamaban Karina. Cuando le dijeron que el chulo que explotaba a la muchacha se había caído accidentalmente desde un cuarto piso un par de semanas atrás, Müller estuvo seguro de que aquella era la pista buena.
Encontrar a la chica le llevó cinco minutos justos. Mandó vigilarla de cerca, pero en diez días no tuvo noticias de Lammers. Al parecer, desde el sospechoso accidente de su proxeneta trabajaba por su cuenta. Cuando se cansó de esperar, Müller la abordó en la calle, pero Karina negó conocer a ningún Joseph. Al comisario le hizo gracia el aplomo con que la muchacha era capaz de sostener algo semejante en una ciudad donde podía haber cien o doscientos mil Joseph. Se la llevó detenida y mandó registrar su casa.
El registro fue un fracaso. La amenaza de inculparla por la muerte de su chulo dio mejores frutos: después de un colapso nervioso reconoció que lo había hecho un cliente habitual y la descripción encajaba perfectamente con la de Lammers, pero no fue capaz de aportar ningún dato sobre su paradero salvo una dirección de la que el sicario nazi se había marchado hacía tiempo. En otro caso, Müller hubiese mantenido la presión, pero el hecho de que les hubiese dado una dirección correcta en pleno derrumbamiento anímico lo convenció de que ese era el único dato que conocía. Sólo sabía que el hombre al que buscaban era alto, fuerte, callado, lleno de cicatrices y que la trataba como a un ser humano. A veces había ido a buscarla al bar donde trabajaba habitualmente y la invitaba a cenar, o iban juntos a dar un paseo. La chica le contó también que el hombre al que buscaba había asesinado a otro tipo atravesándolo con un palo de billar. Contó todo lo que sabía, con detalle, pero a Müller no le importaba ya un muerto más o un muerto menos: sólo quería saber dónde se escondía Lammers y estaba claro que aquella pobre mujer no lo sabía. Cuando ordenó que la soltaran se encontraba en tal estado de abatimiento que casi tuvieron que echarla a patadas del calabozo.
—Ha conseguido que lo delatase porque no sé dónde está. Porque no ha vuelto. Si supiese dónde está nunca habría hablado. Si hubiese vuelto me habría dejado matar antes de decirle una palabra —aseguró con la vista perdida cuando el propio comisario le quitó las esposas.
Como la pista nazi y la prostituta no daban más de sí, Müller decidió probar con los morfinómanos. En la ficha de Lammers había escrito hacía tiempo la palabra «adicto», y aunque entonces no le dio ninguna importancia, el rumbo de los acontecimientos había convertido en crucial aquel apunte. Cuando cubría una ficha lo anotaba absolutamente todo, e incluso trataba de saber si los detenidos sabían nadar o si tenían miedo a las alturas, y a menudo aquellos datos que otros hubiesen desdeñado le abrían nuevas puertas cuando llegaba a un callejón sin salida.
Pero los adictos tampoco fueron una puerta. Sólo un muro, ciego y sordo.
Müller había oído hablar muchas veces del estado al que reducía la droga a sus víctimas, y había tenido en sus calabozos a varios adictos, retorciéndose de ansiedad por el síndrome de abstinencia. Los había visto balbucir, babear, y orinarse encima. Había visto hombres destruidos, sin orgullo ni voluntad; había tratado incluso con los que aseguraban saber lo que hacían y presumían de imponerse al vicio, de consumir drogas sólo cuando querían, o de haberlo dejado en su juventud; sabía que incluso los que lo habían dejado de verdad estaban podridos por dentro, como una nuez en la que es imposible encontrar el más mínimo orificio en la cáscara pero sólo ofrece nidos de hilacha cuando la abres. Müller los había visto en los cabarets, en los cafés, en las cervecerías, apoyados en la barra mirando al infinito, o durmiendo con los ojos abiertos, o exaltados por la euforia anestesiante de la heroína. Había visto incluso a uno de ellos seguir caminando con las dos piernas rotas, y a otro intentar derribar una puerta hasta llegar a romperse literalmente el cráneo.
Creía saber lo que eran las drogas y lo que eran los adictos, pero durante la búsqueda de Lammers se dio cuenta de que sólo tenía una idea parcial de la realidad. A Lammers había que buscarlo en los bajos fondos, en las casas pobres de las cercanías de las fábricas, y después de poner la mano encima a algunos pequeños traficantes locales se encontró allí a las madres de los adictos, sentadas en el suelo, con las habitaciones vacías, porque sus hijos habían vendido hasta las camas. Se encontró a hombres de pelo blanco con las cicatrices de los golpes de sus propios hijos; se encontró mujeres de un metro setenta que pesaban treinta kilos, y morirían en silencio, de pura hambre y miseria; niños desnudos llorando junto a hombres de mirada perdida y feliz, y ancianos de barbilla temblorosa maldiciéndose a sí mismos por carecer del valor para acuchillar a sus nietos mientras dormían.
Müller creía que ya lo había visto todo, pero aquello no pudo soportarlo. Podía registrar los bolsillos de un cadáver atado a un árbol con alambre de espino, como había hecho en la Hermandad de Armeros, o identificar un muerto encontrado flotando el río, o apalear a un indigente que participaba en su saqueo. Podía hacer todo aquello, e incluso cosas mucho peores, sin que las imágenes de la jornada le acompañasen a su casa cundo volvía para cenar. Pero la noche que regresó después de buscar a Lammers entre los adictos a los opiáceos la pasó en blanco, incapaz de desprenderse de aquellos ojos, de las miradas aterradas y sin esperanza de las madres, las esposas y los niños, de las miradas vacías de los propios drogadictos, enterrados en el aire putrefacto de sus covachas, colonos de un sueño inmundo.
Casi todos eran hombres, aunque también había alguna mujer. Müller trató de ponerles nombre y no encontró ninguno mejor que desertores. Eran los desertores de la vida que arrastraban tras de sí a los que los rodeaban y arrastrarían al país entero a una rendición incondicional. A otra. Con su propio Versalles de indolencia. Con sus propias reparaciones abusivas en forma de atenciones médicas y manicomios rebosantes.
El comisario pasó toda la noche dando vueltas en la cama. Al final se levantó para no molestar a su mujer y se fue al salón, un cuarto de ocho metros cuadrados al que llamaban así porque en vez de una cama había una armario estantería con un montón de libros, una mesa camilla y un par de sillones. Se sirvió una copa de algo que decía ser kirsch húngaro de cerezas y se sentó a pensar.
Intentó sentir piedad por aquel atajo de esclavos, o al menos por sus familias, pero lo único que consiguió fue que se le revolviese aún más el estómago. La adicción podía superarse con fuerza de voluntad, y conocía a muchos que lo habían logrado. Con ayuda o por sus propios medios, negándose simplemente a volver a inyectarse. Los que se dejaban triturar en aquel molino siniestro, arrastrando de paso a los suyos, no eran seres humanos sino basura. La adicción no era como una mutilación de guerra: a un mutilado no le basta con la voluntad de recuperar sus piernas para volver a andar, pero aún así, a fuerza de coraje, muchos lograban llevar una vida casi normal, absolutamente digna. ¿Cómo podían reclamar compasión los que no eran capaces de sobreponerse a su propia mano?
Pero ¿qué habían hecho sus madres, sus esposas o sus hijos?, ¿cuál era su delito? El peor seguramente: la mansedumbre. La tolerancia. Intentar comprender al germen que te mata, negociar con él, acercarse a sus razones. No se puede ser comprensivo con la lepra. No hay ecuanimidad ni compasión con ella que no equivalga al suicidio.
Él no se estrellaría en semejante escollo. El ministro podía decir lo que le diese la gana, pero él no movería un dedo para impedir que se siguieran masacrando los miserables de las bandas de traficantes. Los dejaría que siguieran matándose como chacales disputándose su carroña, y luego trataría de averiguar qué pintaba en todo aquello un rufián como Lammers.
Un sujeto como Lammers no acababa de encajar en todo el embrollo, por mucho que fuese también adicto y pudiera tener sus propios intereses y lealtades al margen de la política. Nada encajaba en su cabeza: un sicario nazi metido en la guerra entre bandas. Un tipo zafio y brutal que curiosamente había estado también en casa de Takacs, cuando solían visitar al adivino sobre todo aristócratas y personajes de la alta sociedad, como Von Schuller. Von Schuller estaba involucrado se algún modo. Extranjeros, nazis, aristócratas.
Existía otra posibilidad sin conspiraciones políticas. La versión simple, la que todos los demás se creerían sin dudarlo: se trataba de una simple guerra entre bandas por el control de la venta de opiáceos. Lammers trabajaba a sueldo de Dullkraut: Hinkmann, los dos estrangulados con alambre en la Hermandad de Armeros, y el tipo ensartado en un palo de billar eran hombres de Arkmann. No había nada raro en que un sicario adicto a la morfina se pusiera al servicio de uno de los contendientes. Que además fuese nazi era casual. Que pegasen carteles la noche antes de las elecciones, una simple pantalla. Que tanto Lammers como Von Schuller fuesen a ver a Takacs, lo más comprensible, siendo Von Schuller un probable proveedor y Takacs y Lammers consumidores habituales. Que Takacs le leyese las cartas a Hitler, una coincidencia inocua.
Eso creerían todos. Eso debería creer él también, probablemente.
Pero no había llegado a donde estaba por creer lo que los demás creían ni por hacer lo que hacían los demás.
Cualquier otro, en su puesto, se limitaría a detener a los elementos más violentos para detener la matanza, a la espera de que otro reyezuelo del crimen ocupara el lugar más lucrativo en la cadena de suministro. Y con eso daría por resuelto el asunto. Brillantemente resuelto.
Pero él no.
Él no.