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Afortunadamente para él, Müller había preferido esperar a hablar con el ministro antes de detener a Göring. Cuando llegó con Meisinger al hotel Kempinski ordenó a sus hombres que vigilaran el lugar las veinticuatro horas y que fuesen discretos hasta recibir instrucciones. Ni siquiera el recepcionista del hotel supo a quién estaban buscando ni si lo habían encontrado o no en su establecimiento. El cabo Polk y el agente que lo acompañaba hicieron la primera guardia hasta las cuatro de la madrugada, y después fueron relevados por otros dos agentes, vestidos de paisano, a los que pusieron al corriente de la importancia de no dejarse ver demasiado.

Pero cuando a primera hora de la mañana siguiente el comisario se presentó en el despacho del ministro del interior, resultó que sus novedades sobre la trama de las drogas no produjeron en Stützel la satisfacción que Müller esperaba.

—Explíqueme eso otra vez, comisario —pidió el ministro en tono de ruego, aunque dejando bien claro que era una orden.

—Hace años que permanecen sin resolver dos crímenes cometidos con alambre de espino. Las víctimas fueron un revoltoso comunista y un nazi al que luego supimos que sus compañeros tachaban de soplón. El arma utilizada es lo bastante característica para suponer que el asesino es el mismo que mató a los dos hombres de la Hermandad de Armeros. Por tanto, tenemos a un asesino político mezclado en el asunto de las drogas.

—Estoy de acuerdo. Prosiga —invitó Stützel.

—Gracias. Además, sabemos que los asesinos del hombre al que rompieron el cuello antes de arrojar su cadáver al hospicio eran cuatro o cinco, y que pegaban carteles electorales socialistas. Pienso que era el mismo grupo de la Hermandad de Armeros, aunque sigo buscando testigos de lo que sucedió aquella noche. La esposa de la víctima dice que su marido lo conocía y que se llamaba Joseph. Como tenemos fichado a un camorrista nazi un poco chiflado que también se llama Joseph y que es adicto a al opio y a la morfina, creemos que tenemos localizado al autor. Llevamos un tiempo buscándolo, pero aún no hemos dado con él. La conexión entre este individuo y las muertes de la guerra entre bandas de traficantes, parece demostrada.

—De acuerdo. Encuéntrelo y póngalo entre rejas. No tiene mucho, pero si pilla de buenas al juez puede conseguirlo.

—Eso espero, señor ministro. En casa de Helmuth Arkmann apareció el cadáver de otro sicario nazi al que conocíamos, muerto por el disparo de un revólver americano de gran calibre. El revólver era del guardaespaldas de Arkmann y fue utilizado para cometer otros crímenes que ahora quedan resueltos, pero lo que importa realmente es saber que el sicario nazi no formaba parte de los defensores como el resto de víctimas, sino de los atacantes. Sabemos que el muerto era amigo personal de este Joseph del que le hablaba. Si Joseph trabaja para los nazis y este tipo trabajaba también para los nazis, bien podemos entender que los nazis están relacionados de algún modo con la guerra entre bandas.

—De ningún modo —rechazó el ministro—. Los delincuentes pueden tener otros fines distintos de los políticos, y el hecho de que militen en uno u otro partido no convierte sus delitos en delitos políticos. Estos fueron delitos comunes.

Müller respiró hondo.

—Por supuesto, señor ministro. Pero la muerte casi simultánea de los dos líderes del tráfico de opiáceos en Munich nos hace pensar que había un tercer grupo implicado en esa guerra. Por lo que hemos podido saber, los nazis disponen repentinamente de mucho dinero para sus actividades, dinero que procede de un individuo al que mencionaban como el conde sueco. Ese conde sueco es en realidad Hermann Göring, huido de la justicia por el putsch de noviembre. No conocíamos su identidad pero sabíamos que se relacionaba con el barón Von Schuller. Sabíamos también que el barón Von Schuller está implicado de algún modo en el tráfico de opiáceos, aunque usted personalmente me ordenó que no lo molestase. Con todos estos datos, la conclusión más probable es que los nazis utilizaron a sus matones para provocar una guerra entre los traficantes y ocupar su lugar. De hecho, siguiendo esta pista, hemos hecho alguna averiguaciones y hemos constatado que desde la muerte de Arkmann y Dullkraut muchos pequeños delincuentes vinculados con el partido nazi trafican con drogas.

El ministro se quitó las gafas y se frotó el punte de la nariz.

—Es absolutamente insostenible, comisario. Su historia suena creíble, pero no puede ir con ella a ningún juez. El juez condenaría a ese horrible criminal del alambre de espino, como mucho, y siempre que usted encontrase alguna prueba más que lo inculpase. Algo más palpable que ese peculiar modus operandi.

—Ahora que lo hemos identificado, las pruebas aparecerán —aseguró Müller—. El año veintitrés fue tan duro que muchos de los casos de entonces siguen prácticamente sin revisar. Puede que sea tan sólo cuestión de consultar los sumarios y cotejar huellas.

—No lo dudo. ¿Pero cómo piensa vincular al partido nazi con eso?, ¿diciendo que algunos petimetres que alguna vez vistieron camisa parda venden opio en los tugurios más mugrientos?, ¿cómo va a evitar que los nazis digan que ese repugnante criminal del alambre de espino actuaba a sueldo de la banda de Dullkraut? ¿Cree que basta con decir que los nazis tienen dinero de pronto cuando antes no lo tenían?, ¿cómo evitará que apelen a una donación anónima?, ¿no sabe que en este país están permitidas las donaciones anónimas? ¡Pueden decir que el dinero se lo ha dado cualquiera! —concluyó el ministro, que se había ido acalorando cada vez más a medida que hablaba.

Müller guardó silencio unos instantes antes de responder.

—Tiene razón en absolutamente todo, señor ministro. Por eso he venido aquí en vez de ir al juzgado. Ningún juez lo aceptaría, pero si ahora que están empezando descabezamos a su organización deteniendo a Göring y a Von Schuller, evitaremos, a la vez, que el tráfico de drogas se extienda y que los nazis se hagan con unos recursos que los convertiría en muy peligrosos. Ahora están divididos y es la ocasión para aplastar a la facción más violenta.

El ministro negó con la cabeza.

—De ningún modo, comisario. En cuanto a Von Schuller, le repito que debe dejarlo en paz. Y respecto al otro, no sé si puedo ordenárselo, puesto que pesa sobre el señor Göring una orden judicial de búsqueda y captura, pero en todo caso le ruego, le conmino a que no lo detenga.

—¿Puedo saber por qué? —preguntó Müller con mal disimulada brusquedad.

—Aun en el dudoso caso de que lo sorprendiese usted con las manos en el opio habría que procesarlo por la sedición de noviembre, y ya vimos lo que sucedió con el juicio contra Hitler: publicidad, montones de propaganda gratuita para los nazis. ¿Se ha vuelto usted loco? Medio país pensando en concederle el indulto a Hitler para pasar aquella página cuanto antes y normalizar de una buena vez la vida política, y me viene usted con que quiere detener a Göring, el líder nazi con mejor imagen pública. ¿Pero es que no conoce usted a Göring?

—Fue mi jefe en la guerra. Serví en el arma aérea, señor.

—¿Entonces?, ¿cómo se atreve a proponerme algo así? Göring es elegante, cuenta en su haber con todas las condecoraciones imaginables y no es mal orador: no necesita más que un estrado para que toda Alemania esté pendiente de él. ¿Y usted se lo quiere dar? ¡A veces pienso que tengo una habilidad especial para rodearme de enemigos o de idiotas!

El comisario respondió a la reprimenda con un taconazo.

—Con su permiso, señor, me habla usted de política y yo no me dedico a eso —replicó.

—Usted no, pero yo sí. Y está usted a mis órdenes.

—Sí, señor —acató el comisario con un nuevo taconazo.

—Y dé gracias de que así sea, porque cuando en un país son los políticos los que están a las órdenes de los policías es el momento de hacer las maletas y marcharse —dijo Stützel tratando de dulcificar su gesto.

—Sin duda, señor. ¿Debo entender entonces que el asunto de las drogas ha dejado de ser una prioridad? —preguntó Müller.

—Debe entender, comisario, que la ley es un invento humano para mejorar la vida de la gente, y no para empeorarla. La justicia lleva una venda en los ojos precisamente porque no es ciega. En estos momentos tenemos que normalizar el país. Los nazis están en el parlamento y acatan las normas; los que no lo hacen, si de veras están divididos como usted cree, tienen que maldecir en voz baja sin acceso alguno a la prensa, ¡y no vamos a ser nosotros los que les proporcionemos la publicidad que les falta!

—Sí, señor. ¿Puedo preguntarle entonces qué hago con el tema de las drogas? —quiso saber Müller.

—Lo evidente, comisario; lo que se hace en todas partes: confisque usted todo el opio y la morfina que pueda. Detenga a los traficantes. Si le preocupa que consigan dinero, caúseles daño económico. Confísqueles lo que sea, pero déjeme a mí la política.

—A sus órdenes —aceptó Müller con un taconazo aún mayor que los anteriores.