XLVI

A las ocho y cuarto de la mañana, el comisario Müller recibió una llamada urgente del ministerio del interior citándolo a las nueve en el despacho del ministro. Era lo menos que podía esperar después de la matanza de aquella noche.

Müller pensó que era posible que lo destituyesen de modo fulminante y así se lo dijo a sus hombres, que aguardaban en la comisaría las órdenes del día. Con Hitler oficialmente retirado y los comunistas hibernando en sus oseras, ya no lo necesitaban como antes, y él tampoco estaba dispuesto a mantener el puesto a cualquier precio. De todos modos, intentaría conservar el cargo utilizando el viejo sistema, el único que de veras funcionaba: dar a entender a los políticos que tenían el control absoluto mientras en la calle seguía haciendo, o no haciendo, lo que le daba la gana. El orden y la ley también se mantienen cruzándose de brazos y mirando hacia otro lado.

Para Müller, la muerte de Arkmann y Dullkraut no era más que un mal menor, y eso sólo si lograba asumir su papel de defensor del orden, porque de otro modo no lograba considerarlo ni siquiera un mal. Aquellos dos miserables no podían estar en ninguna parte mejor que en el cementerio.

El ministro, por supuesto, pensaba de otro modo, y a Müller optó de nuevo por la actitud militar y la posición de firmes para soportar la reprimenda de su superior. Stützel estaba verdaderamente enfadado.

—Le encargo a usted que controle la violencia de las bandas organizadas y no solo no hace nada para reducirla sino que tengo que desayunar un día sí y otro también con crónicas de muertes violentas. ¿Cuantos han sido, comisario? ¿treinta en un mes?, ¿veinte?, ¿cuántos?

—Es difícil saberlo a ciencia cierta, señor ministro —respondió Müller.

—¿Quiere usted que Munich se convierta en una de esas ciudades americanas donde la gente se mata a diario?, ¿quiere usted que la ciudad entera se nos escape de las manos? Tiene usted la mente tan atiborrada de política que ya no es capaz de ver que la violencia en las calles, los tiroteos y los asesinatos constantes, son lo peor que podemos padecer.

—Podríamos padecer algo peor, señor ministro.

—¿Ah, sí?, ¿el qué? —se encaró Stützel.

—Podría ser el propio gobierno el que organizase las matanzas y los tiroteos. Contra esa posibilidad he luchado todo este tiempo.

—¡Además de un inútil es usted un insolente, comisario! ¡No toleraré ni una más de sus impertinencias! —bramó el ministro.

—Permítame que presente mi dimisión.

—¡No se lo permito!, ¡va a arreglar usted esto! Se van a terminar los asesinatos, y lo hago personalmente responsable de que así sea.

—Haré cuanto pueda, señor ministro.

Karl Stützel se quitó las gafas tratando de calmarse y de dar una mayor proximidad a su mirada en un intento casi desesperado de convencer a Müller. Su voz también bajó de tono.

—Mire comisario: dos destacados ciudadanos muniqueses han sido asesinados de la manera más atroz y a usted no parece importale un ardite. Uno de ellos en su propia casa, por un grupo de pistoleros que entró en su domicilio derribando la puerta a hachazos. ¿Se da cuenta de lo que eso supone?

—¿Destacados ciudadanos? —dudó Müller—. ¿No eran estos los mafiosos contra los que me ordenó que luchase?

—Le ordené que controlase sus actividades, no que los dejara matarse entre ellos. Por si le interesa, tanto el uno como el otro eran empresarios, tenían varios negocios en regla y muchos amigos: eran ciudadanos a los que había que reconducir al terreno de la legalidad, no inducirlos a una carnicería. La guerra entre bandas tenía que haber sido atajada desde el principio. No se puede dar a entender a los que vengan de fuera que Munich es una ciudad donde basta acabar físicamente con el contrario para hacerse dueño de los negocios. Lo que empieza por las actividades ilegales muy bien puede terminar en las legales: los empresarios pueden acabar combatiéndose a tiros en nuestra ciudad. Los tenderos. Hasta los profesores de música. Una vez que se permite que cambien las reglas del juego cualquier cosa es posible. En este país todo es posible después del veintitrés. ¿No se da cuenta de eso?, ¿no se da cuenta de que después de la catástrofe del año pasado la gente ha borrado la palabra imposible de su vocabulario?

—Con su permiso, señor ministro, creo que exagera. Se matan porque son facinerosos: es parte de su naturaleza.

—Me entiende usted de sobra, comisario, pero seré más claro: un miembro de la buena sociedad, un hombre de posibles, sea cual sea el modo en que ha obtenido su dinero, no puede ser asesinado por un grupo de gente que entra en su casa derribando la puerta a hachazos. Cuando pasan estas cosas y nos encogemos de hombros porque era un traficante o un mafioso, dejamos libre el paso a que mañana hagan lo mismo con otro y justifiquen el acto de cualquier manera. Porque el que tiene algo siempre será objeto de envidias, y el Estado debe defender sobre todo al que tiene algo.

Müller frunció el ceño.

—¿Me está diciendo que si Arkmann y Dullkraut hubiesen sido pobres todo sería distinto? —dudó Müller.

Stützel dio un puñetazo en la mesa.

—Por supuesto, comisario. Ser rico tiene que suponer una ventaja, porque una nación donde a la gente no le interese ganar dinero es una nación donde a la gente no le interesa, al cabo, ni pensar, ni inventar, ni trabajar. El que es rico debe poder disfrutar de su dinero, y de una larga serie de privilegios que conviertan la riqueza en algo deseable incluso para el que no tiene ganas de gastar un céntimo. Que hayamos tenido veinte muertos en un mes es grave, pero que algunos de esos muertos hayan sido prominentes miembros de nuestra sociedad resulta inadmisible.

—Señor ministro, algunos de esos prominentes miembros de nuestra sociedad, como usted los llama, están envueltos en las actividades más repugnantes que se pueda imaginar. Traté de investigar a uno de ellos y usted mismo me lo prohibió. No puede pedirme que combata las mafias y a la vez que defienda el estatus social de los poderosos, porque de un tiempo a esta parte hasta la aristocracia está metida en los peores fangos.

—Pero no son los que arman los peores jaleos, ¿verdad comisario?

—Los ricos no se matan entre sí… —dijo Müller tratando de mantener un tono neutro.

—Los ricos y los poderosos mandan a sus esbirros a que se maten, como es lógico. Si esto deja de ser así, son los esbirros los que se hacen ricos y poderosos, y entonces es cuando se desata el verdadero infierno.

Müller creyó que era el momento de plantear sus dudas.

—Señor ministro, debo insistir: como sabe, tengo razones para creer que un conocido miembro de la nobleza, el barón Von Schuller, está implicado en el tráfico de drogas. Se relacionaba con los dos caballeros que murieron en la Hermandad de Armeros y visita con frecuencia a un personaje…

—Déjenlo en paz —atajó el ministro—. Yo mismo hablaré con él, si las sospechas son tan graves.

—Pero, señor ministro, en ese caso es imposible… —empezó Müller.

Stützel apretó las labios y bajó la cabeza con gesto fatigado.

—¡No entiende nada, comisario! Está tan acostumbrado a ver la política con ojos destructivos, golpeando aquí y allá, que ya no entiende nada. Tenía que ser usted un bisturí y se ha convertido en un martillo. ¡En un maldito serrucho de matarife!

—¡Sí, señor ministro! —casi gritó Müller con un fuerte taconazo.

—Grábese bien esto en la cabeza, comisario: vivimos en una república que aparentemente ha deseado el pueblo alemán, pero que en realidad nos han impuesto los vencedores de Versalles. Los obreros salieron a las calles y derribaron al Kaiser; con ellos los estudiantes, y toda esa gente sin criterio alguno a la que le encanta llamarse intelectuales. Y el resultado es hermoso y hasta resulta conmovedor; pero comisario, a un hombre como usted no se le puede escapar que la república de Weimar se odia en cierto modo a sí misma. El país comienza a resucitar porque aunque han ganado las elecciones los socialistas, gobernamos los conservadores, a veces incluso con su apoyo. ¿Y sabe por qué nos apoyan, comisario? Porque ahí fuera, en Europa, no se fían de los socialistas aunque ellos mismos los voten. Y cuando los votan, votan a los de siempre, a políticos de buena familia recién afiliados al partido socialista.

—No veo qué relación tiene…

—Déjeme terminar, comisario: lo que quiero decirle es que la estabilidad y la credibilidad de Alemania dependen de que encontremos apoyos sólidos sobre los que construir un sistema económico próspero y unas instituciones vigorosas. Por razones que no hacen al caso, es posible que simpatice con la nobleza tan poco como usted, pero ahora mismo no tenemos nada mejor, porque la única estabilidad de que disponemos es la que puede aportar su secular alzamiento de nariz ante la historia. Necesitamos el prestigio de sus apellidos y el respeto que suscitan sus blasones. O dicho de otra manera: necesitamos prestigio y respeto y no tenemos otro lugar donde conseguirlo, así que deje en paz a Von Schuller, comisario. Déjelo en paz o en su lugar se encontrará de nuevo a los comunistas, o a los nazis, o a cualquiera que los sustituya con otro nombre.

—Sí, señor ministro.

—Y procure que los periódicos hablen de política y no de crímenes, por favor. Controle a los pistoleros, a los camorristas y a toda esa gente. Disfrácese de policía, si hace falta… —ironizó el ministro.

—Sí, señor —acató Müller antes de retirarse.