XXIV

El detective Binder se empleó a fondo durante media hora más y al final logró salir de la Reisingerstrasse con otros cien marcos de anticipo para continuar sus investigaciones sobre los procesos en los que el fiscal Seidl ejercía la acusación en el momento de su muerte.

Cuando Magdalena Strahler llamó a la comisaría central para preguntar por el comisario Müller ya eran las siete y veinte de la tarde, y un agente de voz casi infantil le respondió que el comisario había tenido que salir y que no se sabía cuando volvería.

El sargento y el comisario se habían marchado juntos, y con tanta prisa que nadie en el edificio tenía la más remota idea de qué asunto los había podido requerir con tanta urgencia. Sólo sabían que un hombre pálido y sudoroso, medio palmo más alto que un enano de circo, se había presentado en la comisaría a eso de las cinco de la tarde y había preguntado por Müller o por el modo de encontrarlo inmediatamente donde quiera que estuviese.

Después de un par de minutos de espera, que aparentemente el hombrecillo tomó por años, el comisario le pidió que entrase, y poco después Müller y el sargento salieron a toda velocidad, obligando al otro a correr tras sus pasos.

Ya eran las siete y veinte, y aún no habían regresado. Media docena de personas había preguntado por ellos a lo largo de aquellas dos horas y pico, pero nadie sabía dónde habían ido.

El hombrecillo era Marius Kinkel, propietario, gerente y a veces mayordomo de la Hermandad de Armeros, el club social que ocupaba desde hacía casi un siglo varias dependencias en la armería del Palacio Real, en la Pilotystrasse.

Kinkel se había presentado en persona porque, más que la ayuda de la policía, necesitaba a toda costa la discreción de las fuerzas del orden. A los salones de su club acudía lo más selecto de la sociedad muniquesa y lo que menos le convenía al negocio, y por ende a Kinkel, era que trascendiese a la prensa lo que acababa de suceder en el jardín.

Por el camino había preparado un largo discurso para explicarse ante Müller y suplicarle que le ayudase, pero cuando se encontró ante el comisario no tuvo la presencia de ánimo necesaria para administrar la información y se lo contó todo rápidamente, como el que al fin puede librarse de un gran peso: dos hombres habían aparecido estrangulados con alambre de espino contra dos tilos del jardín, y a pesar del espantoso espectáculo de la sangre y los cuellos desgarrados por el alambre, podía observarse que quien quiera que hubiese cometido aquella salvajada había tenido tiempo de hacerlo a conciencia.

El comisario Müller le escuchó con atención y mandó llamar al sargento Meisinger, que estaba en el archivo. Müller le debía algunos favores a Marius Kinkel, que de vez en cuando lo ponía al corriente de las conversaciones que escuchaba en sus salones, y estaba dispuesto a ayudarlo todo lo que pudiese.

—¿Y se trata de sacarlos de allí discretamente? —preguntó, mostrando su disposición.

—¡Sin que los vea nadie en absoluto! —encareció Kinkel.

El comisario y el sargento cruzaron una mirada y poco después salieron hacia el garaje con Kinkel tras ellos. Por si acaso, irían en un camión. Luego ya se vería.

Meisinger se puso al volante y, ya de camino, el comisario trató de entrar en detalles.

—¿Sabe quienes eran esos dos hombres? —preguntó.

—Uno… Uno de ellos tenía un apellido inglés. Está en el registro. Allison, Samuelson o algo así. Debía de llamarse Wolfgang, porque todo el mundo le llamaba Wolf. Venía bastante por mi casa, pero no sé mucho de él. Sólo que era médico. Un médico importante que pagaba sus cuotas puntualmente y siempre tenía una buena propina a mano. Fue propuesto por algunos caballeros que en su día trabajaron en el extranjero.

—Bien. Basta con eso. Luego ya averiguaremos sobre él lo que sea necesario. ¿Y el otro?

—El otro era Paul Biedermeier.

—Me suena ese nombre —masculló Meisinger.

—Por las fiestas que organizaba, seguramente. Era un jugador de bolsa. El año pasado, cuando la gran inflación, consiguió hacer un dineral y mantuvo a flote a mucha gente. Era un advenedizo sin modales, de aquellos a los que les gustaba tirar los tapones de las botellas de champaña a los mendigos que pedían por la calle; nunca lo hubiese admitido en la Hermandad, pero venía avalado por demasiada gente importante, así que no me quedó más remedio.

—Un bolsista… —pensó Müller en voz alta.

Kinkel se removió en el asiento. Iba flanqueado por dos hombres mucho más corpulentos que él y no estarse quieto ni un momento le servía para mantener mínimamente su espacio, además de para calmar su nerviosismo.

—Bolsista y mucho más que eso. Tenía amigos en todas partes, y aunque ya no se comportaba como el año pasado, seguía viviendo a lo grande. Para muchos jóvenes era una especie de mito: se había hecho rico prácticamente desde la nada; era como una especie de modelo de aventurero: otros se van a África a buscar una mina de oro, y Biedermeier la había encontrado sin necesidad siquiera de salir de Munich. Los jóvenes le adoraban y los viejos le debían favores. No me imagino quién ha podido hacer algo así…

El sargento prefirió ir al grano.

—¿Y cómo sucedió? —preguntó mientras aguardaban en un cruce, ya cerca de la Armería.

—¡No lo sé!, ¡maldita sea! Sé que los encontré yo mismo y que cerré inmediatamente las puertas de acceso al jardín para que no entrase nadie. Por eso llevo tanta prisa.

—Será mejor que echemos un vistazo sobre el terreno —acotó Müller, mientras el camión entraba ya en la Pilotystrasse.

Kinkel les pidió que no aparcasen delante de la fachada, sino que entrasen con el camión en las antiguas caballerizas, donde ahora se dejaba el carbón. Tras bajarse del camión, los dos policías siguieron a Kinkel por un pasillo estrecho y alto, con ventanas a un lado. Aquella parte del edificio, tan distinta de resto, parecía implantada allí a la fuerza, como un libro con tapas de cartón que completase una serie de tomos de cuero.

Al final del pasillo había un pequeño aseo con varias toallas sucias y deshilachadas colgando de un gancho; del aseo se podía pasar al jardín por una puerta que resumía a la perfección el contraste entre la parte pública y la parte privada de la Hermandad de Armeros: sólo estaba pintada del lado del jardín, y sólo la parte exterior tenía tirador.

Por fortuna para Kinkel, los setos eran altos y los árboles frondosos, con lo que la fuente de las Náyades quedaba fuera de la zona de visión de las ventanas. De hecho, estaba tan escondida que los dos policías casi se sobresaltaron al doblar una curva del sendero y encontrarse de golpe con los cadáveres.

Antes de acercarse trataron de encontrar huellas de pisadas, pero el césped estaba recién cortado y había absorbido la presión del calzado sin conservar marca alguna; en cuanto a los senderos, eran de grava y no cabía esperar gran cosa de ellos.

El comisario torció el gesto y se acercó a uno de los cuerpos, tocándolo levemente para comprobar su rigidez.

—Llevarán dos o tres horas, aquí —aventuró.

Meisinger casi zarandeó al otro antes de asentir. Tampoco estaba rígido y de la espantosa herida de la garganta aún fluían algunos coágulos cuando se movía el cuerpo. El sargento vació los bolsillos del cadáver tocándolo lo menos que pudo, y pronto, sobre la hierba, quedó un manojo de llaves, un pañuelo, unas cuantas monedas y una gruesa cartera de piel. Aparecieron también siete envoltorios de papel; el comisario abrió uno de ellos y se lo tendió a Meisinger.

—Parece la misma mierda —comentó escuetamente.

El sargento se limitó a asentir. Luego abrió la cartera, y comprobó que además de una respetable cantidad de dinero, el muerto llevaba una pequeña agenda con nombres y direcciones, dos docenas de recetas médicas y unas cuantas facturas de restaurantes.

—Paul Biedermeir, efectivamente —masculló, antes de pasarle la cartera a Müller.

El comisario se guardó la pequeña agenda de la víctima en el bolsillo ante la atenta mirada de Kinkel, que esperaba que se guardase el dinero. Müller se dio cuenta y alargó los billetes al dueño del club.

—Cóbrese las molestias.

—¿A dónde debería ir a parar este dinero? —dudó Kinkel.

—A la familia del muerto, por supuesto. Pero en esta ciudad, los hombres que aparecen muertos nunca llevaban encima más de tres marcos —se permitió bromear el comisario.

—Salvo los que encontramos nosotros, por supuesto —apostilló Meisinger con un deje de rencor, haciendo un gesto al hombrecillo para que se guardase el dinero de una vez. No podía comprender que un hombre como Müller, capaz de pagar a soplones con botines de robos, detener ilegalmente a quien le daba la gana, registrar domicilios sin orden judicial alguna, o falsificar certificados de defunción y hasta los propios muertos si hacía falta, fuese tan escrupuloso con el tema del dinero. Una vez el comisario le había dicho que el dinero es un argumento que convierte en lógico cualquier razonamiento, pero no estaba muy seguro de haberle entendido. Llevaba ya cinco años trabajando con él y todavía no lo comprendía del todo.

—Eche un vistazo a esto —comentó alargándole las recetas al comisario.

Müller las revisó una a una y las guardó en el bolsillo, junto a los envoltorios con polvo blanco.

—Empiezo a hacerme una idea —rezongó con desgana.

Luego fue junto al otro cadáver y le vació también los bolsillos. Se llamaba Wolfgang Morrison, y en su cartera había unas cuantas tarjetas profesionales de su consulta. Tenía también un talonario de recetas y algo de dinero, pero no una cantidad importante. Aunque el comisario repasó concienzudamente todos los bolsillos, no encontró rastro de medicamentos ni de drogas.

—¿Dejaron dentro algún maletín o alguna bolsa de mano? —quiso saber.

Kinkel se frotó las manos con nerviosismo.

—No lo sé. No se me había ocurrido. Es posible, pero no sé si ahora es el mejor momento para ir a ver…

—Ya lo comprobará más tarde —concedió Müller.

El dueño del establecimiento se atrevió por primera vez a tocar los cadáveres. No había visto muchos hombres muertos, y menos aún asesinados, pero aún así aventuró una opinión.

—Posiblemente los mataron después de comer. No es raro que algunos socios salgan a dar un paseo por el jardín después de la comida, y menos en este tiempo.

—¿Cuántas personas comieron hoy aquí? —preguntó Müller.

—No se sirvió en la mesa grande así que tenían que ser menos de ocho. Cinco o seis, creo.

—Quiero una lista completa de los comensales —exigió el comisario.

—Pero… —trató de oponerse Kinkel.

—Hay que investigar esto. ¿Qué pasaría si mañana muriese otro socio?

—Eso… Eso no puede ser… No sé por qué iba a suceder tal cosa…

Müller miró atentamente al hombrecillo.

—¿Quiere decir que sí supone por qué ha ocurrido lo que tenemos aquí delante?

—No, no, ¡claro que no! —se opuso con vehemencia.

—Vamos a ver… ¿salían a menudo al jardín estos dos caballeros acompañados de otras personas? —preguntó el comisario.

Kinkel bajó la vista.

—Creo… creo que ya lo sabe…

—Hemos venido como amigos. Sólo espero que me lo confirme.

—Yo nunca lo supe a ciencia cierta… —repuso Kinkel cambiando su peso de un pie a otro.

Müller le puso una mano sobre el hombro para obligarlo a que lo mirase a la cara.

—Sólo le haré una pregunta más, y es muy importante, tanto para usted como para mí. Aunque sea sólo una sospecha dígame lo que sepa.

Kinkel permaneció expectante, con la mirada fija en los ojos del comisario.

—Pregunte —aceptó al fin.

—¿Algún otro socio salía con frecuencia al jardín acompañado por estos caballeros?

—No, no puedo asegurarlo…

Müller resopló.

—Kinkel, no me fastidie. En este club no entra una hormiga sin que usted se entere. No conozco a nadie que lleve su negocio con la minuciosidad con que usted lo hace. De hecho, estamos aquí, dispuestos a ayudarle con estos dos, porque usted ha demostrado en otras ocasiones tener tan buen instinto como oído. Sabe perfectamente lo que hacían estos hombres, y lo sabía desde hace tiempo. Y sabe que no son los únicos, así que dígame quién más se dedica a traficar con drogas y tengamos la fiesta en paz.

—No puedo lanzar acusaciones a la ligera. Es un asunto muy grave… —respondió Kinkel, mientras buscaba un pañuelo con que enjuagarse el sudor, que empezaba a cubrirle la cara.

La resistencia del dueño hizo pensar a Müller en un pez verdaderamente gordo. Tal vez demasiado grande incluso para él. De todos modos insistió:

—Otras veces ha hablado conmigo y nunca se ha arrepentido. No se arrepentirá ahora tampoco. ¿Quién más salía de vez en cuando al jardín para estos tratos?

—Hay un caballero que tiene frecuentes apartes con otros socios, pero no sé si sus intenciones son las mismas que las de estos dos… No sé… —cedió al fin el hombrecillo.

—Ya nos enteraremos nosotros —reforzó Müller.

—El barón Von Schuller. No sé si lo conocen.

—Me suena ese nombre —reconoció Müller, frunciendo el ceño—. ¿Y a usted? —preguntó dirigiéndose a Meisinger.

El sargento negó con la cabeza.

—Comió hoy también en la casa. Es todo un señor, al viejo estilo. Un noble de los de antes —aclaró Kinkel—. Me parece imposible que participe en estas porquerías, pero se lo cuento porque no quisiera que él fuese el próximo; espero que me mantengan al margen…

—Por supuesto —garantizó el comisario, tratando de recordar dónde había leído aquel nombre. Porque estaba seguro de que no conocía al personaje, pero había leído su nombre en alguna parte. ¿Pero dónde?

—¿Qué vamos a hacer ahora? —se interesó el dueño del club, cada vez más preocupado. Había esperado en cierto modo que los dos cadáveres desapareciesen, o se evaporasen como una mancha de agua, pero aún estaban allí, y seguirían en el mismo lugar, hasta que se hiciese algo para que dejasen de componer el macabro cuadro que formaban.

Müller se encogió de hombros.

—Vamos a llamar al juez y le pediré que diga a la prensa y a las familias que aparecieron en el Jardín Inglés. Si le digo que es importante para la investigación no pondrá muchos problemas, aunque en el sumario constará la verdad. Y a las familias tanto les va a dar un sitio como otro.

—¡Entonces estoy perdido! —se quejó Kinkel saltando con rabia sobre las punteras de sus zapatos. Luego se acuclilló, abrumado, llevándose las manos a la cabeza, como si le hubiesen dado un golpe.

—Descuide. Los periodistas trabajan con lo que les cuentan pero jamás se han leído un sumario —trató de tranquilizarlo Müller.

—Los mismo exactamente que los jueces —apuntaló Meisinger.

Cuando Kinkel volvió a incorporarse estaba rojo de ira. Esperaba que el trato de privilegio del que se había hecho acreedor llegase un poco más lejos.

—¿Y para qué demonios les he hecho venir entonces?, ¿y para qué diablos hemos venido en ese camión?, ¿no ven que esto puede ser mi perdición?

Müller perdió la paciencia.

—Hemos venido para que no tenga una docena de agentes en tres coches, con sirena, a la puerta de su Hermandad. Y hemos traído el camión para llevarnos los cadáveres al depósito en cuanto el juez lo permita. Aquí no vendrá nadie más. ¿O es que esperaba que los cogiéramos y los tirásemos al río, maldita sea?

—¡Pero eso no puede ser!

—¿Los hacemos filetes y los sirve mañana a la hora de comer? —preguntó Meisinger, con media sonrisa deformada por la cicatriz de su cara.

—Podíamos enterrarlos aquí… Creo que en todo este tiempo me he hecho merecedor de…

—¡No sea idiota, por favor! —lo interrumpió Müller—. ¿Quiere que mañana se presenten las familias en comisaría poniendo dos denuncias por desaparición?, ¿quiere que digan en todas partes que lo último que supieron de ellos era que pensaban ir a comer a la Hermandad de Armeros?, ¿quiere que pregunten luego a los demás comensales de este mediodía y declaren que comieron con ellos pero no los vieron salir?, ¿quiere que la cosa se enrede hasta que venga alguien a desenterrarlos? ¡No sea majadero!

Kinkel parecía haber menguado aún más hasta el punto de hacer temer que desapareciera del todo en cualquier instante.

—De acuerdo —se conformó con un suspiro—. Llamaremos al juez, por supuesto.

El comisario se llevó una mano a la cabeza en señal de saludo y se alejó en compañía del sargento para echar una ojeada al perímetro del jardín.

—¿No te suena de nada ese Von Schuller? —insistió Müller.

—De nada. Nunca había oído hablar de él.

El comisario chasqueó la lengua y se dio por vencido, de momento. Pocas cosas le molestaban más que un dato sin vincular con su origen correspondiente. Cada vez que le sucedía, sentía que ese dato era como una pieza suelta del mecanismo de un reloj, que golpeaba contra la caja poniendo en peligro al resto de la maquinaria. La sensación era tan intensa y tan desagradable que tenía la impresión de que si agitaba la cabeza algo sonaría dentro.

—Von Schuller… Von Schuller… ¡Bueno, a lo que estamos! —abandonó irritado.

En un par de minutos los dos policías recorrieron el muro exterior del jardín en busca de algún lugar por el que hubiesen podido entrar los asesinos. Ambos coincidían en que aquello tenía que haber sido obra de tres o cuatro personas, como mínimo.

Después de deliberar unos instantes, Müller y Meisinger concluyeron que había dos opciones plausibles: o los asesinos habían comido aquel día en la casa o habían entrado por la puerta de las cocheras, haciéndose pasar por obreros, repartidores, o incluso jardineros. Así se lo dijeron al dueño del club.

Kinkel se desentendió en principio, ansioso porque llamaran al juez de una vez y sacaran de allí aquellos dos cuerpos, pero luego les dio la razón. También a él le parecía más probable la posibilidad de la entrada de vehículos que ellos mismos habían utilizado.

—Suele quedar casi siempre abierta, y anque está Holler, una especie de conserje, portero, fogonero y ayudante para todo, pudieron esperar a que fuese a comer y colarse en ese momento.

—¿Y para salir? —dudó Meisinger.

—Pudieron hacerlo muy deprisa. Holler tarda a veces veinte minutos en ir a casa por su comida y volver. Media hora, incluso, si está su cuñado y toma un trago con él.

—Un momento —rogó Müller frunciendo el ceño.

Los otros dos lo miraron expectantes.

—¿Y dónde demonios estaba el portero cuando hemos entrado nosotros?

Kinkel abrió desmesuradamente los ojos y echó a correr en dirección a la entrada de servicio. A pesar de su corta estatura corría a toda velocidad y los dos policías tuvieron que correr también para seguirle.

Cuando llegaron junto al camión vieron que el periódico del día estaba caído al lado de la silla que habitualmente ocupaba el vigilante. Sólo les llevó unos instantes encontrar el cuerpo del hombre, que asomaba bajo un montón de carbón.

—¡Ojalá esté muerto!, ¡que esté muerto, por Dios!, ¡qué mala suerte! —gritaba Kinkel, desesperado.

Tampoco tuvo suerte en aquello. En cuanto los dos policías zarandearon al hombre, este comenzó a gemir. Lo desataron y le quitaron la mordaza, y después de unos instantes consiguió ponerse en pie con la ayuda de Meisinger.

—Me atacaron… sin mediar palabra. Eran varios tipos y uno de ellos me golpeó… —trató de explicarse sin quitarse una mano de la cabeza.

—¡Tú tendrías que estar muerto, miserable! —le gritó Kinkel.

—No se preocupe. ¿Cuántos eran? —preguntó Müller al viejo.

—Cuatro. Cuatro o cinco —respondió el vigilante entrecerrando los ojos por el dolor.

—¿Pudo verlos?

—Uno… Uno era un tipo alto y gordo, y otro era muy joven, como con cara de niño. A los otros no les vi la cara. No me dio tiempo. ¿Han robado algo? Yo… Yo no pude hacer nada. Estaba aquí dentro y ni siquiera pude levantarme de la silla. Yo…

—Tranquilícese —lo apoyó Meisinger.

—¿Vive usted muy lejos? —preguntó el comisario.

—Casi aquí mismo. Dos manzanas más allá por esa callejuela…

—¿Pero tú por qué no te has muerto? —gritó Kinkel de nuevo, pensando en lo difícil que le sería ya mantener en absoluto secreto toda la historia.

—Sargento, acompañe a este hombre a casa y haga la llamada que tenemos pendiente —ordenó Müller tratando de mantener la calma.

—A la orden —repuso el sargento, agarrando al viejo por debajo de los hombros para ayudarlo a caminar.

Müller esperó a que se hubieran ido y se dirigió al dueño del club, que aún temblaba.

—En cuanto a usted, Kinkel, dese la vuelta por favor.

El hombrecillo obedeció, sin adivinar el supremo esfuerzo de voluntad que tuvo que realizar el comisario para no propinarle la patada en el trasero que le había adjudicado cuando le pidió que se girara.