XXVIII

Por primera vez en mucho tiempo desde la muerte de su hermano, Gunther Strahler participaba en una reunión por algo más que complacer a su cuñada y tratar de ayudarla a superar su dolor. En su caso hubiese preferido olvidarlo todo cuanto antes y no pensar más en Lothar, pero comprendía que algunas personas necesitasen aclarar hasta el último detalle para poder pasar página. Además, Magda había estado también al borde de la muerte y era normal que quisiera saber lo que había ocurrido aquella tarde nefasta.

Hasta ese momento, todo había sido hacerse preguntas en voz alta, pagar anticipos al detective idiota que habían contratado y lamentarse de que Lothar no hubiese tenido más confianza con su hermano o con su esposa para hablarles del problema, fuera el que fuese, que acabó llevándolo a la tumba.

Pero después de la última visita de Binder, las cosas parecía que empezaban a cobrar sentido; demasiado, quizás. El descubrimiento de que el fiscal Seidl se ocupaba en el momento de su muerte de la acusación contra varios traficantes de drogas podía ser interesante. Había pensado mucho en ello y cuadraba: si la gente de Arkmann o el propio Arkmann querían negociar con el fiscal algún tipo de arreglo, era normal que no lo hiciesen en casa de Seidl. En ese caso, deberían buscar un lugar absolutamente discreto, y el domicilio privado del mejor amigo de Seidl era el sitio ideal. Además, tratándose de un asunto ajeno, era normal que Lothar no hubiese dicho nada, siendo como era la discreción personificada.

La hipótesis era buena. La realidad estaba demostrando en los últimos tiempos que la gente que se dedicaba a los estupefacientes era algo más que un grupo de vividores y delincuentes de poca monta y muy bien podían haber asesinado al fiscal y a su hermano. Todo empezaba a cuadrar.

Pero justo cuando tenían un hilo del que tirar y sólo había que esperar a que Binder encontrase algo más sólido que una simple sospecha, Magda había empezado a obsesionarse con aquel estúpido artículo en que se relacionaba a Lothar con el horrible asunto del estilete. Al principio, Gunther trató de convencerla de que eran fantasías del periodista, pero ella insistió tanto que el propio Gunther acabó hablando con el redactor y se convenció por sí mismo de que el rumor no era un invento más de la prensa para ayudarse a vender periódicos. Magda llegó incluso más allá: después de leer atentamente uno a uno los recortes que contenía el grueso cartapacio que había reunido Binder, comenzó a sospechar del comisario Müller, el mismo que había investigado el asunto del estilete, el mismo que se ocupaba de investigar la muerte de Lothar y el mismo que dirigía ahora la investigación sobre la ola de violencia ocasionada por las mafias de las drogas. Para la imaginación desbocada de Magda, nada podía ser más sospechoso que la continua aparición de aquel policía. En demasiados lugares y con demasiadas muertes. La prensa, de manera interesada, insistía también en esa tesis embrollándolo todo hasta formar un maldito barrizal donde nadie iba a salir limpio.

De todos modos, cuando ella se lo expuso tranquilamente, Gunther rechazó la idea de plano, pero tuvo que reconocer que eran muchas casualidades. Picado por la curiosidad, se leyó él mismo los artículos recopilados por el detective y comprendió que absolutamente nadie había creído que el hombre al que había detenido el comisario Müller fuese el asesino del estilete. Los periódicos celebraron la detención por todo lo alto, e incluso algunos grupos políticos solicitaron un ascenso o una condecoración para el comisario. Entre los solicitantes estaban los comunistas y los nazis. No podía estar más claro: trataban de elevar entre todos a aquel comisario Müller para que se rompiese de una vez la crisma el día que el asesino del punzón eligiese una nueva víctima, provocando su caída.

Magda pensaba que el comisario Müller seguía sospechando de Lothar y que pudo ser él quien ordenase su muerte o incluso quien apretase personalmente el gatillo. El propio Gunther habló también con el comisario Krebs y llegó a la misma conclusión que Magda: el comisario de la Thorplatz quería dejar entrever que sabía más de lo que podía decir y que el traslado del caso a las manos de Müller era un asunto poco claro. Nada claro.

Por todo esto, cuando Magda consiguió después de varios intentos una cita con el comisario Müller, Gunther canceló todos sus compromisos y se presentó en casa de su cuñada a las seis menos cuarto.

Pasaban ya diez minutos de las seis, la hora convenida, cuando al fin sonó la campanilla de la calle. Gunther fue a abrir, estrecho la mano del comisario dándole la bienvenida y lo hizo pasar hasta el salón, donde esperaba Magda.

La mujer miró fijamente al comisario y este le sostuvo la mirada. Para él era un penoso deber volver a aquella casa en semejantes circunstancias, pero estaba dispuesto a afrontarlo.

—Le agradezco mucho que haya venido, comisario —dijo al fin la mujer.

—No hay nada que agradecer. Me temo que el asunto de la muerte de su marido sigue atascado. De todos modos, me gustaría decirles que esta clase de casos no se cierran nunca: puede que dentro de un tiempo suceda algo que aporte luz sobre la muerte del señor Strahler y del fiscal Seidl, y entonces reactivaremos la investigación.

—Siéntese, por favor —invitó Magda, acomodándose a su vez.

Ella había elegido el asiento que ocupaba su marido el día que lo mataron, Gunther el que ocupaba Seidl y a Müller le dejaron el sillón que presumiblemente ocupó el asesino.

—Gracias. Como les digo, tengo poca cosa que contarles. Mi opinión de que podía tratarse de un asunto político ha ido perdiendo fuerza de día en día, y la verdad es que no tenemos nada mejor. Supongo que para decirles esto no valía la pena hacerles perder el tiempo, pero creía mi deber dar la cara y confesar mi fracaso personalmente.

—Gracias comisario. Estamos seguros de que hace cuanto puede y apreciamos sinceramente su amabilidad al haber venido. A nosotros se nos ha ocurrido una idea que pude ser interesante y nos gustaría comentarla con usted. Esa es una de las razones por las que le hemos pedido que venga —enunció Gunther.

—Pues díganme —solicitó Müller complacido por no prolongar los preámbulos y las cortesías.

—En realidad se le ha ocurrido al detective que contratamos para que investigase este asunto… —explicó Magda.

—Comprenderá que después de tanto tiempo… —empezó Gunther, en tono dubitativo.

—No se disculpe, por favor. La policía debería resolver estas cosas, y sólo faltaba que además de no hacerlo nos sintiésemos ofendidos porque la gente se busque sus propios medios. Soy yo el que se avergüenza de que haya tenido que ser así —se excusó Müller—. Hábleme de esa nueva línea que han abierto, por favor.

—Seré muy breve: en el momento de su muerte, el fiscal Seidl dirigía la acusación de Helmuth Arkmann y tres de sus hombres por tráfico de opiáceos. Creemos que Arkmann pudo intentar llegar a un arreglo con el fiscal, y como mi hermano era el mejor amigo de Seidl se ofreció de mediador. Por eso se celebró la reunión en esta casa. Luego algo salió mal y los mataron a ambos. Después de la muerte de Seidl, Arkmann quedó libre y sus esbirros recibieron multas o condenas menores.

El comisario Müller se quedó casi un segundo con la boca abierta.

—Confieso que me han dejado sin palabras —logró reaccionar al fin, pasándose ambas manos por la nuca.

—Nuestro detective trabaja ahora mismo en confirmar o desmentir esa hipótesis —concluyó Gunther.

La mirada del comisario se tornó enérgica.

—Su detective y todo mi departamento, en cuanto regrese a mi despacho. ¿Pueden decirme cómo se llama ese detective?

—Binder. Hans Binder.

—Díganle, por favor, que cuenta con todo el apoyo de mi comisaría. Si necesita información, material, algún permiso para entrar en alguna parte, un par de hombres para que lo acompañen, ¡o lo que sea!, que no deje de llamarme y haré cuanto pueda.

—Se lo diremos de inmediato. Muchas gracias. Seguro que ahora el caso irá mucho más rápido —celebró Gunther, sinceramente entusiasmado con la reacción del comisario.

Magda, en cambio, permanecía mucho más inexpresiva, reacia a conformarse con aquella versión de los hechos.

—De todos modos, hay alguna cosa más que quisiera preguntarle, comisario —terció con suavidad.

—Lo que sea, señora. Después de venir aquí a ver cómo hacen mejor que yo mi trabajo no puedo negarme a nada —repuso Müller con toda su cortesía.

La joven viuda agradeció la amabilidad con una sonrisa, antes de entrar en la materia que de veras le interesaba.

—Verá comisario: el caso es que ha llegado a mis oídos el rumor de que mi marido fue investigado por el caso del estilete, y como era usted el responsable de aquel caso, tan brillantemente resuelto, me gustaría preguntarle qué hay de cierto en ello.

Müller dudó con una larga vocal.

—Señora Strahler… el caso del estilete fue un asunto extremadamente desagradable. No se hace una idea de cuánto. Se mezclaron política, sexo, miseria y todas las porquerías que pueda usted imaginarse.

—He leído decenas de periódicos sobre él estos días —explicó Magda con aparente indiferencia.

Müller se frotó las manos como si quisiera entrar en calor, a pesar de que era verano y hacía un día espléndido.

—Sabrá entonces que fue todo muy sórdido… —trató de escabullirse buscando apoyo en Gunther, que permaneció impasible.

—Sí, terrible de veras, ¿pero en qué medida sonó el nombre de mi marido, como dice un periódico?

—No es que sonara. No hubo nada público en aquellos contactos. No sé de dónde han sacado esa información.

—¿Podría ser un poco más concreto, comisario? —insistió la mujer con un ligero toque de irritación en su voz.

El comisario la miró fijamente y su voz cambió de tono.

—Bien. No creo que importe ahora el origen de la filtración a la prensa. Creo que ya he cumplido con la delicadeza que le debo, así que le diré que sí, que me entrevisté varias veces con su marido, una de ellas en esta misma casa, por ese lamentable asunto del estilete.

—¿No es la primera vez que entra aquí?

—No, señora. La última vez que estuve en esta casa su marido se sentaba donde usted está hora y yo en este mismo sillón, y su marido era mi principal sospechoso para el caso del estilete. Lamento ser tan desconsiderado, pero creo que era lo que usted me pedía.

Magda suspiró.

—Le agradezco sinceramente su franqueza. ¿Puedo preguntarle por qué sospechaba de mi marido? Hasta ahora sólo me he enterado de rumores.

—Por supuesto. Habían muerto siete personas. La segunda víctima fue una peluquera y había aparecido desnuda, en su cama, con una estocada en la garganta, así que sospechamos que el asesino debía de ser su amante. Supimos por la familia de ella que tenía una especie de novio que se llamaba Lothar y le hacía regalos caros. En esa época no todo el mundo podía permitirse regalar medias de seda o pulseras de oro, así que pensamos que además de llamarse Lothar manejaba dinero.

—Salvo el detalle escabroso de la mujer desnuda, ya conocía el resto. Hicieron una lista de personas que coincidieran con esas premisas y llegaron así a mi marido, que además calzaba el mismo número que el asesino del impresor, ¿no? —preguntó Magda con dureza.

Müller entrecerró los ojos.

—Sí, señora. Cuando mataron al impresor quedaron perfectamente marcadas en el suelo las huellas de dos personas: las de la víctima y las de otro hombre que sin duda era el asesino. Así reunimos datos sobre las características físicas del criminal, porque la huella de un zapato puede decir muchas cosas.

—Y el número era el mismo que gastaba mi marido, ¿no? —repitió la mujer.

—Sí, señora. Pero había más.

Gunther se incorporó en su sillón.

Magda dio un respingo. Hasta ese punto era hasta donde ella estaba al corriente, y le parecía lo bastante como para tener un cabo del que tirar pero no tanto como para intranquilizarse.

—¿Quieren saberlo? —preguntó Müller.

—Por favor —respondió ella con un hilo de voz.

—Teníamos unos cuantos Lothar, pero no tantos que usaran un cuarenta y tres de calzado y tuviesen dinero. Pero es que, además, la sección de reclamaciones del Ayuntamiento, la misma donde trabajaba su marido antes de ascender a secretario del alcalde, encargaba sus formularios al impresor asesinado, así que el señor Strahler lo conocía o podía conocerlo. Y por si fuera poco, señora, su marido reconoció haberse hecho un traje en casa de la primera víctima, que era sastre.

Magda se tapó la boca con la mano y Gunther sacó un pañuelo para secarse la frente.

—Sí, señora. Se llamaba Lagerfeld y si aún conservan la ropa de su marido es posible que encuentren un traje de mezclilla negro con su etiqueta. Julius Lagerfeld. ¿Sigo? —preguntó Müller sin piedad.

—Siga, se lo ruego —contestó Gunther esta vez.

—Con todos estos datos, y teniendo en cuenta que el señor Strahler padecía graves problemas para dormir a causa de un golpe en la cabeza…

—¿También sabían eso? —interrumpió Gunther.

—También, señor Strahler. Lamento no saber tantas cosas de la muerte de su hermano como las que llegué a saber del caso del estilete.

—Continúe, por favor.

Müller frunció los labios.

—Sabíamos, como decía, que había sufrido un golpe en la cabeza que le había dejado alguna pequeña secuela. Es injusto, lo sé, pero eso no ayudó a que lo descartásemos. Y además, el diputado Eckermann murió en su casa y abrió personalmente la puerta a su asesino; y el diputado era un hombre profundamente clasista que jamás nos hubiese recibido en su casa a ninguno de nosotros, ni posiblemente a algunos de mis superiores. Sólo alguien muy importante podía trasponer su puerta, y se me ocurrió pensar que el secretario del alcalde podía ser considerado portador de noticias lo bastante relevantes para ello. Buscaba a un Lothar que pudiese comprar medias de seda y calzase un cuarenta y tres, pero ninguno de los otros conocía al impresor, ni se había hecho un traje en casa del sastre, ni hubiese sido recibido jamás en casa del diputado. ¿Aclara esto sus dudas, señora Strahler?

A Magda le corría una lágrima por la mejilla, pero no apartaba la vista de Müller.

—Es terrible. Si no lo hubiese conocido como lo conocí, creo que yo también hubiese pensado que podía ser él.

—Es espantoso. Nunca hubiese imaginado que las sospechas fueran tan graves —se sumó Gunther mientras trataba de aflojarse el nudo de la corbata para respirar mejor.

—Ya les advertí de que era preferible no hablar del tema…

Magda negó con la cabeza.

—Es mejor saberlo —aseguró—. ¿Y el hombre al que al final detuvo y se declaró culpable de todas las muertes cumplía también estas premisas?

Müller negó con la cabeza.

—Tenía una tienda de ropa. Hacía sus facturas en casa del impresor y había encargado algunos arreglos al sastre…

—¿Y cómo entró en casa del diputado? —preguntó Gunther.

—Imposible imaginarlo.

—La prensa no creía que fuese el culpable de todas las muertes —se atrevió a sugerir Magda.

—Y yo tampoco —respondió Müller— pero desde que lo detuvimos no hubo más crímenes.

—Desde que lo detuvieron o desde que murió mi marido… —consiguió articular la mujer.

—¡Magda, por Dios! —trató de mediar Gunther.

—Así es. ¿Cree usted que su marido era el hombre al que buscábamos?

—Lo conocía muy bien y estoy convencida de que era inocente. Estoy segura.

Müller asintió.

—Yo también —dijo después de unos instantes tensos.

La mirada de Magda se clavó con toda su intensidad en los ojos del policía.

—¿Y puedo preguntarle cómo llegó a la conclusión de que mi marido era inocente, comisario?

Müller respiró hondo.

—¿De veras quiere que responda a esa pregunta?

Magda apretó con fuerza la mandíbula antes de contestar.

—Sí, por favor.

—Porque alguien lo asesinó y los policías nunca tenemos la suerte de que maten a los culpables. Por eso. Y ahora, si me disculpan, voy a poner a trabajar a alguien en el tema de los casos que llevaba el fiscal Seidl antes de aquella trágica tarde.