VIII

Frank Dullkraut era un hombre bajo y gordo, con papada replegada en tres volúmenes y una calvicie casi total que trataba de ocultar peinando hacia un lado el cabello que se dejaba crecer en las sienes. Solía vestir una bata gris de dependiente de ferretería, y sólo se levantaba de su asiento para asuntos verdaderamente graves. Si no surgía nada que exigiese especialmente su atención, permanecía en su mesa jugando un solitario de cartas, acompañado de una pinta de cerveza que le rellenaban automáticamente en cuanto se vaciaba. Dullkraut era capaz de beberse seis o siete de aquellas jarras sin levantarse, y sus amigos bromeaban con él diciéndole que cuando muriese debería donar su vejiga para construir un aerostato.

Desde hacía unos años se tomaba las cosas con calma, pero no siempre había podido pasarse las tardes sentado bebiendo cerveza. Dullkraut se había dedicado a todo lo que produjera un penique. A los catorce años había comenzado recogiendo papel y cartón viejo. Con quince descubrió que era más rentable hacer que otros muchachos recogieran el papel para él, pagárselo un poco por debajo del precio de mercado, y obtener toda la ganancia de la jornada en un sólo viaje hasta el almacén donde lo compraban. Algunos muchachos protestaron y Dullkraut tuvo que repartir beneficios con los que quisieron ayudarle a acallar al resto, pero no hubo más quejas.

Con dieciséis años recogía también chatarra y revendía el producto de los pequeños robos de su barrio. Los robos crecieron y así creció también su negocio. Hasta los veinte años nunca participó en atracos a tiendas, ni en robos en domicilios. Un día oyó decir que era un cobarde, cogió una barra de hierro y sin más arma que esa atracó dos joyerías en media hora. Luego le rompió los dientes de un puñetazo al que se había permitido semejante comentario y volvió a ejercer solamente la intermediación.

Nunca pudieron probar su autoría en aquellos dos atracos, pero la policía registró su casa y algunos de los lugares donde solía ocultar la mercancía y aparecieron varios relojes robados. Pasó un año en la cárcel, y cuando salió decidió que el oficio de perista no dejaba lo bastante. Como la policía no había conseguido encontrar su dinero, entró en el contrabando de tabaco, y con ayuda de algunos amigos patrocinó también a algunas chicas de la calle. El negocio marchaba bien y Dullkraut pensó que era el momento de dedicarse a las apuestas. Primero fueron los caballos y después también el boxeo.

Así siguió unos cuantos años más, hasta que compró algunos pequeños tugurios donde instaló sus mesas de poker. El juego dejaba mucho dinero, pero era también arriesgado: de vez en cuando, algunos de sus clientes no estaban de acuerdo con el modo de jugar de otros y salían a relucir las navajas y hasta las pistolas. Para evitar semejante incidentes, Dullkraut tuvo que hacerse con los servicios de hombres más duros de los que había tratado hasta entonces; como le parecía un desperdicio emplearlos sólo durante las noches, comenzó a imponer cuatro o cinco marcas de cerveza o de licores a unos cuantos establecimientos de la orilla oeste del río.

Luego empezó la guerra y el negocio se multiplicó por tres. Tras cuatro años de contienda, la derrota produjo aún más sed a los excombatientes, y acrecentó sus ansias de un abrazo mercenario, con lo que los negocios de Dullkraut siguieron prosperando. Cuando se enteró de que en los Estados Unidos el gobierno había prohibido el alcohol, Dullkraut casi rezó para que el gobierno alemán hiciese otro tanto. No tuvo suerte en eso, pero en 1921, a requerimiento de la comunidad internacional, la morfina, la cocaína y el opio quedaron fuera de la ley, y Dullkraut vio que esa era su ocasión para el gran salto. Sin abandonar del todo los otros negocios, reclutó un pequeño ejército de distribuidores y limpió de competencia una amplia zona de la ciudad. Desde entonces, sus ganancias no habían hecho más que crecer, e incluso durante el aciago año veintitrés, cuando los demás negocios iba irremisiblemente a pique uno tras otro, siguió cambiando morfina por joyas, relojes y cuantos objetos de valor podían encontrar los adictos.

Todo había marchado a la perfección hasta ese momento, pero algo comenzaba a torcerse. Por eso había llamado a sus hombres de confianza.

Dullkraut solía reunirse con los suyos en un pequeño local de las afueras, un tugurio llamado Aloisius que se arrogaba el pretencioso nombre de restaurante sólo porque contaba con media docena de mesas derrengadas y servía salchichas hervidas con chucrut como único menú. Al fondo, sobre una puerta estrecha y alta, un cartel de hojalata ponía la nota de extrañeza, anunciando un lavabo de señoras, algo de lo que muy pocos locales disponían. Por supuesto, era mentira.

Aquella puerta permanecía siempre cerrada hasta que al llegar un cliente conocido, el camarero accionaba un mecanismo bajo la barra para abrirla. Tras la puerta, unas escaleras casi palaciegas descendían hacia un local que era a la vez casino, sala de billar, cervecería, salón de dardos y fumadero de opio, todo en una amplia pieza que ocupaba el sótano del edificio entero.

Eran las seis de la tarde y hasta las ocho no empezarían a llegar los habituales. Dullkraut pidió una ronda para todos, encendió un puro y miró a sus hombres uno por uno, antes de hablar. Todo estaban muy serios, especialmente Hagen, que era amigo de Mathias Humm. Hagen iba siempre vestido de blanco y no se quitaba el sombrero ni para dormir.

—Nos han jodido bien —enunció Dullkraut simplemente, pasándose una mano por la cabeza para aplastar los cabellos que ocultaban la calva.

—Está claro quién ha sido —repuso Markus, un hombre cuadrado y alto, con la cabeza también cuadrada, como una pintura cubista. Markus había sido celador en un hospital psiquiátrico hasta que los médicos no supieron si internarlo o despedirlo. Finalmente optaron por lo segundo, y sólo porque no disponía de dinero para pagarse la estancia como paciente.

—Con saber quién ha sido no arreglamos nada —constató Dullkarut.

—Era nuestra ocasión de pasar al otro lado del río. Humm tenía contactos. Conocía gente. Nos iba bien con él —se lamentó Boden. Boden era un hombre alto y afilado como lo cuchillos que empleó durante años en el matadero municipal para filetear vacas. Allí, a fuerza de frío y humedad había contraído el reuma de que siempre se quejaba, y que a la vez le servía de coartada para su permanente mal humor.

—Repitiendo lo mucho que lo sentimos tampoco arreglamos nada —explicó Dullkrut con el tono del maestro que se dirige a un grupo de alumnos más duros de mollera de lo normal.

—¿Y qué propones, jefe? —preguntó Hagen haciendo girar su jarra de cerveza.

Dullkraut sacó una moneda del bolsillo de su chaqueta y la colocó de canto sobre la mesa.

—Podríamos lanzar esta moneda al alto y dejar que decidiese la suerte, pero creo que es mejor pensar un poco. Me gustaría tanto como a vosotros ir y llenarle el cuerpo de plomo a ese xpisaverde de Arkmann. Pero tenemos que reconocer que nos metimos en su terreno…

—¡No era su terreno! —gritó Markus.

—¡Él nunca vendió a la gente a la que servíamos nosotros! —se sumó Hagen.

Dullkraut eructó.

—Es igual. Pero vendíamos lo mismo que él a aquel lado del río. No le doy la razón, pero no nos conviene una guerra abierta.

Markus partió en dos el cigarrillo que estaba a punto de encender.

—¡Podríamos aplastarlos! —exclamó.

Dullkraut emitió un largo sonido gutural, como un mugido, antes de responder.

—No sería tan fácil. Nosotros disponemos de muchos más hombres, es cierto. Pero ellos tienen de su lado a los jueces, a los políticos y a muchos policías. Nos echarían encima a todos esos maricones a los que sólo se la ponen dura las putillas de ojos rasgados de Arkmann…

—Entonces qué tenemos que hacer, ¿aguantar?, ¿aguantar hasta que nos maten a todos? —se encaró Hagen.

Dullkraut lo agarró por el cuello la camisa y tiró de él hasta que sus narices se tocaron.

—Aguantar hasta que yo diga. Y cuando a mí se me hinchen las pelotas, ir a por ellos. Y el día que por fin se me hinchen las pelotas tú irás el primero, para que no te quejes. ¿Satisfecho?

—Sí, jefe.

—Y los demás, ¿estáis de acuerdo?

—Si, jefe —respondieron los otros dos.

—Pues que alguien traiga los dardos. No querréis que me levante yo a por ellos… —concluyó Dullkraut sonriendo con su mejor aire campechano.