LI

Müller regresó al trabajo con el firme propósito de no hacer pagar a sus hombres su mal humor, pero de todos modos, cuando entró en su despacho y se encerró con un portazo, todo el mundo supo que aquella mañana era mejor no molestar al comisario a no ser que se tuviera una razón de verdadero peso para ello.

Eso fue lo que le advirtió el agente de la puerta al sargento Meisinger en cuanto llegó, pero el sargento se consideró a salvo de las iras de Müller y se dirigió a su oficina. En primer lugar era amigo suyo y en segundo, tenía esa buena razón imprescindible para poder ir a molestarlo.

Llamó a la puerta y en cuanto recibió permiso para entrar, lo primero que vio fue el arma reglamentaria de Müller encima de su escritorio.

—Me habían dicho que no estabas para bromas, pero no me imaginaba que fuese para tanto —comentó el sargento.

Müller hizo girar la pistola encima de la mesa como si fuese una peonza.

—Vengo de ver al ministro —respondió tan sólo, como si eso lo explicase todo. De hecho, para Meisinger lo explicaba todo.

—¿Malas noticias?

—¡Bah! —despreció Müller.

—Las mías son muy buenas —contrapuso Meisinger.

—Habla tú primero, entonces, a ver si me alegras el día.

—Los tenemos. Todo. Con todo el equipo. Biller y Dorsch se quedaron vigilando el hotel Kempinski y a eso de las siete y media de la mañana salió Göring y se subió a un coche que lo estaba esperando. Lo siguieron hasta el aeropuerto Oberwiesenfeld y allí, desde la torre de control, vieron como cuatro hombres descargaban varias cajas de un avión correo procedente de Hamburgo y las guardaban en un hangar. Uno de los cuatro era Sepp Lammers, pero prefirieron no intervenir. Tenemos la matrícula del coche, la matrícula de la avión, el número del hangar y hasta el nombre del propietario de la carga.

—¡Magnífico! —exclamó Müller—. ¿Estaba también con ellos el barón Von Schuller?

—No, pero estaba su criado. Está todo muy claro. Los siguieron sin que llegaran a sospechar en ningún momento. Fue buena idea pedirle un coche a la Hermandad de Armeros. El propio Kinkel nos prestó la camioneta de reparto, y nada más normal que una furgoneta de reparto yendo al aeropuerto.

—Mientras no se sepa lo que pasó en su casa nos prestará hasta los tirantes, ya te lo dije —celebró Müller, pasándose las dos manos por la nuca.

—Ya son nuestros. Un par de órdenes de registro y seguro que aparece algo en casa de Von Schuller. O puede que cante su criado. Ahora, cuando quieras, vamos a por ellos. O podemos esperar a pillarlos allí con la mercancía. Como estabas en el ministerio he ordenado que dos hombres vigilen a Göring y otros dos permanezcan en el aeropuerto, sin perderle ojo al almacén. Creo incluso que los del hotel sobran, porque tarde o temprano Göring volverá a por su material, pero no quise arriesgarme a que se largara dejando ese trabajo a otros.

—Buen trabajo, Joseph. Inútil, pero buen trabajo —suspiró Müller.

—¿Inútil? —se extrañó el sargento.

—Ese es mi problema. ¡El ministro no quiere que detengamos a Göring!

—¡No puede ser! —gritó Meisinger.

—No sólo se opone a que investigue a Von Schuller, sino que me prohíbe expresamente detener a Göring.

—¿Y puede saberse qué demonios alega ese idiota…?

Müller alzó una mano pidiendo calma a su compañero.

—No es ningún idiota, te lo aseguro. Todo lo contrarío, me temo. No quiere que molestemos a Von Schuller porque entiende que cualquier desprestigio de las clases altas va a redundar automáticamente en un refuerzo de los marxistas. Y puede que tenga razón. Estamos en unos tiempos en los que el socialismo avanza por todas partes: han ganado en Francia por primera vez, en Inglaterra tienen un gobierno laborista y Mussolini, en Italia, procedía del partido socialista.

—¿Y qué pasa con Göring?, ¿también lo consideran aristócrata, sólo por ser hijo de un antiguo gobernador de África? —preguntó Meisinger.

—No. Lo de Göring es peor. Piensa que si detenemos a Göring los nazis tendrán la publicidad que ahora les falta. Me recordó el proceso contra Hitler y la repercusión que tuvo en todo el maldito país.

Meisinger se sentía cada vez más contagiado del mal humor de su jefe.

—¿Y entonces qué demonios quiere?

—Que incautemos la droga. Que echemos mano a tres o cuatro mequetrefes de poco peso y que presentemos el fin de la violencia de las drogas como un éxito, ya no sé si suyo o nuestro, pero me da igual. Al ministro no le importan la morfina ni el opio si no causan problemas en la calle. Estaba preocupado por las muertes y los ajustes de cuentas, pero no por la causa. Le preocupa, eso sí, que los nazis reúnan dinero y me dice que les confisque el material y les cause problemas de dinero.

—Pero las bandas… —empezó Meisinger.

—Las bandas no le importan en absoluto. Hasta que no empezaron a matarse entre ellos, o hasta que alguien no los indujo a hacerlo, Dullkraut y Arkmann traficaban con esa porquería sin que nadie los molestase. Al gobierno regional le da igual que sean Dullkrat y Arkmann o los turcos, los italianos, o los nazis. Incluso sospecho que prefieren a los nazis porque pueden presionarlos por otra parte. En el fondo le da todo igual mientras todo parezca normal y no se toque a sus amigos.

—No te lo tomes así, Heinrich —trató de amonestar Meisinger—. Haremos lo que nos mandan y listos.

El comisario volvió a hacer girar su pistola sobre la mesa.

—¿Cómo quieres que me lo tome?, ¿qué hacemos aquí, persiguiendo petimetres y confiscando los beneficios de una semana mientras los que se llevan la gran tajada se ríen de nuestros esfuerzos porque van a enriquecerse diez veces más el mes siguiente? Conseguirán dinero. Mucho dinero, Joseph: y luego comprarán jueces, y políticos y policías. Nos comprarán a ti y a mí antes de que lo sepamos incluso, porque recibiremos órdenes de alguien a quien tienen a sueldo. Y aprenderemos a convivir con ello encogiéndonos de hombros, diciendo que no se puede hacer nada. Y será todo una basura.

—¿Y qué quieres hacer?, ¿detener a Göring y que el ministro te destituya?

Müller sonrió con una mueca irónica.

—Si detengo a Göring, no sé si el ministro me destituiría a mí o yo a él. A los políticos les ocurre lo mismo que a los jueces: pueden combatir nuestra arrogancia, pero no nuestra incompetencia. Los jueces sólo pueden juzgar y condenar a los que nosotros les llevamos, y los políticos sólo pueden ignorar a los que nosotros no detenemos. Una vez que tenga a Göring entre rejas y la prensa avisada, el ministro ya no podrá hacer nada.

—Darte una patada que te ponga en los Alpes, como poco —contradijo Meisinger.

—¿Y qué? Casi sería mejor. No soportaría el bochorno de encontrarme a Göring por la calle y que me saludase con una palmada en la espalda. Porque podría hacerlo, ¿sabes? ¿Te das cuenta de que, con las órdenes del ministro, Göring es casi intocable? Al Gobierno no le interesa un juicio en estos momentos, así que Göring puede hacer lo que le dé la gana.

—Déjalo en paz. No te la juegues —aconsejó Meisinger.

Müller recogió su arma de encima de la mesa y se la guardó en el bolsillo de la chaqueta. Nunca la llevaba en la cartuchera.

—Prepara a la gente para esta tarde. De momento vamos a confiscarles la mercancía como dijo el ministro y luego ya se verá —ordenó tras respirar hondo.