XXVII

El sargento Meisinger sí se alegró de que el ministro hubiese ordenado dedicar todos los esfuerzos a la lucha contra el crimen organizado en lugar de seguir presionando a comunistas y nazis.

A pesar de su trabajo, el sargento mantenía muy buenas relaciones con los nazis desde principios del año veintitrés, e incluso se había unido a ellos en la fatídica jornada del putsch de la cervecería. Llegó a presentar su dimisión por aquello, pero Müller la rechazó tajante diciéndole que ya lo había visto cuando dio la orden de disparar, y que lo habría matado sin el menor remordimiento. Los dos cumplieron con su conciencia y no había más que hablar.

Después de aquel día había vuelto a colaborar alguna vez con la gente de Strasser, pero sólo en casos de verdadera emergencia. El resto del tiempo procuraba dedicarlo a perseguir a los comunistas; esa era la mejor manera de conciliar sus ideas con su trabajo en la comisaría de asuntos políticos, y así lo había acordado con el comisario: los comunistas para él y los nazis para Müller.

—El día que organice una gran redada contra los nazis, empiezo por tu casa —le había dicho el comisario en una ocasión, medio en serio medio en broma.

Por eso, en cuanto supo que lo político quedaba relegado de momento a un segundo plano, el sargento se sintió tan aliviado que se lanzó con toda su energía a averiguar cuanto fuese posible sobre el tráfico de opiáceos en la ciudad.

Llevaba cinco días trabajando en ello sin descanso y empezaba a hacerse una idea de la situación, pero no lograba construir una teoría. Aquello era un lío monumental.

Los dos muertos de la Hermandad de Armeros parecían relacionados con Arkmann, y si el barón Von Schuller hacía tratos con ellos bien podía pertenecer a la misma banda. El médico que aparentemente había muerto de sobredosis también era invitado frecuentemente por Arkmann a su casa.

El hombre del puente pertenecía a la banda de Dullkraut y había sido asesinado desde un coche claro. El de la iglesia de San Matías también estaba con Dullkraut. Los dos Mathias, en cambio, habían muerto de varios disparos a quemarropa realizados con el mismo arma, pero el único testigo hablaba de un coche oscuro con bastidores de madera. Si los mató el mismo tipo del coche oscuro debían ser de la misma banda, pero el del gimnasio era un hombre de Dullkraut y el del café trabajaba para Arkmann. O si no era así, eso pensaban sus parientes y conocidos.

En cuanto a la primera víctima, le había costado más trabajo averiguarlo, pero el viajante de farmacia trabajaba para Arkmann. Su mejor logro había sido conseguir que la esposa de este le diera la agenda, y sin necesidad de amenazarla con extender la investigación a todas sus amistades, familiares y conocidos, como había propuesto Müller. En lugar de eso le sugirió que tenían informaciones sobre la posibilidad de que el asesino fuese un amante de ella y que el crimen había sido cometido de acuerdo entre ambos. Era una estupidez insostenible, pero Meisinger pensó que si a un francés hay que hablarle en francés para que te entienda, a una pobre tonta habría que decirle una tontería. El mecanismo lógico no era muy sólido, pero funcionó.

Lo que la mujer no rectificó fue lo que ya había declarado sobre el asesino. Se llamaba Joseph y su marido lo conocía.

En la agenda había cinco Josef y otras once jotas iniciales que podían significar cualquier cosa. Jürgen. Johannes. Joachim. Jakob… Como junto a cada nombre había un teléfono o una dirección, no podía llevar más de un par de días comprobarlos todos.

Con todo este material se presentó a primera hora de aquella tarde en el despacho de Müller. El ambiente parecía menos cargado que otras veces y el sol primaveral entraba por la ventana con más fuerza de la habitual, debido, sin duda, a que alguien se había molestado en limpiar los cristales por primera vez en dos años. El sargento se lo hizo notar al comisario, que respondió con un gesto displicente.

—Sí, ya ves. Con el trabajo que me había costado ahumarlos… Cualquier día pintan también las paredes y entonces pido el traslado —bromeó mientras abría la ventana para ofrecer unas migajas a los pájaros. De vez en cuando llevaba algún trozo de pan a comisaría para probar con distintas clases de venenos, en busca de uno que al menos alejase la plaga de ratas por un tiempo. Odiaba con toda su alma a aquellos bichos repugnantes.

—¿Cómo va tu campaña de exterminio? —preguntó Meisinger de buen humor al ver el rocoso mendrugo que el comisario trataba de desmenuzar.

—Mal. Les he dado estricnina, arsénico y hasta un periódico nazi, pero siguen haciéndose grandes como bueyes —repuso Müller guardando en un cajón la lata de los venenos—. ¿Y tú?, ¿has conseguido algo con tus ratas?

Meisinger desgranó en una docena de frases la información que había recopilado. El resumen sólo le costó tres palabras: un maldito embrollo.

Después de oír al sargento, el comisario desdobló un papel y extrajo un lápiz del casquillo de artillería donde los almacenaba.

—He mandado investigar a los médicos que habían firmado las recetas que encontramos a los muertos de la Hermandad de Armeros. Dirán que son falsas, o inventarán alguna patraña, pero ya es algo. Del bolsista, nada; sólo que parece que en los corros del mercado de valores hay más de uno y de dos adictos a distintas drogas. Parece ser que la necesitan para seguir trabajando.

—No me extrañaría —se burló Meisinger.

Müller compuso una mueca despectiva antes de continuar.

—El médico de apellido británico, Morrison, estaba relacionado con Arkmann, como tú dices. Su viuda reconoció que el señor Arkmann había acudido a cenar a su casa alguna noche. Los dos de la Hermandad de Armeros eran de la banda de Arkmann; ya no hay duda.

—¿Y el barón Von Schuller? —preguntó Meisinger.

—Sólo sabemos de él que aparece en la lista de visitantes de ese mago al que consulta Hitler. Fui a verlo y no estaba.

—¿Y qué esperas que te cuente?

—No lo sé. Creo que andamos a tientas. Algo se nos escapa, Joseph. Esto no encaja bien. Tenemos dos bandas pero ninguna prueba, un montón de sanitarios implicados, y quizás hasta un proveedor, pero algo no me cuadra.

—¿Un proveedor? —se interesó Meisinger.

—Mientras le sacabas la agenda a la esposa del que tiraron tras la verja del hospicio, yo fui a hablar con su jefe y me enteré de algunas cosas interesantes. Hacía once años que trabajaba como agente de farmacia. Según su jefe, era un individuo intachable. De hecho, insistió en que toda la porquería que le encontramos encima se la habían metido sus asesinos en el bolsillo con intención de despistar sobre sus verdaderos motivos.

El sargento se echó a reír y media docena de pájaros salieron volando, asustados.

—Apunta aparte el nombre de ese tipo.

El comisario levantó expresivamente las cejas mientras trataba de atraer de nuevo a los gorriones lanzando migas cada vez más cerca de la ventana.

—Voy a mandar que se levante la vigilancia al adivino y que no pierdan de vista la fábrica.

—¿Has sacado algo en claro del adivino?

—No lo sé aún. Fui a verle y aceptó decirle a Hitler que haría bien en abandonar la política. En su casa se reúnen demasiados nazis, demasiados extranjeros y demasiados aristócratas. Podría estar metido en espionaje, política, drogas o hasta en trata de blancas. Cualquier cosa. Y va por allí ese barón Von Schuller del que nos hablaron en la Hermandad de Armeros. Va por allí demasiada gente que aparece luego en mis papeles.

—Creo que estás obsesionado con él —se chanceó Meisinger.

—Mira tú mismo la lista —ofreció el comisario, tendiéndole tres folios grapados.

El sargento leyó rápidamente los nombres.

—Conozco a algunos de estos tipos y no creo que hayan ido a que les echen las cartas.

—¿Lo ves?, aquí hay algo raro —insistió Müller.

—Sí, ¿pero qué?

Müller frunció el ceño unos instantes. Luego buscó entre los papeles amontonados sobre su mesa hasta encontrar dos gruesas carpetas.

—Mira esto —añadió entregando los dos expedientes al sargento.

—¿Qué es?

—En el archivo había otros dos casos sin resolver de muertes por estrangulamiento con alambre de espino.

—¡Eso suena prometedor! —exclamo Meisinger.

El comisario esbozó una sonrisa aviesa.

—Uno era un comunista que se había cargado a un nazi en una pelea y el otro un nazi al que sus compañeros habían acusado de traición. ¿Adivinas a quién señala el asunto?

Meisinger se rascó la cabeza.

—Ya. ¿Pero qué pueden tener que ver los nazis con esta historia de las drogas?

Müller cerró la ventana aceptando su derrota: desde que había dejado de echarles migas, los gorriones habían perdido todo interés en su persona.

—¡Los puñeteros nazis están envueltos en esto de alguna manera! Te diré cómo lo imagino: el día antes de las elecciones una cuadrilla nazi apaleó convenientemente a un grupo del Partido Socialista, le quitó los carteles, y se fue a por este Hinkmann. Le rompieron el cuello y como son así de graciosos y de campechanos, tiraron el muerto al hospicio. Luego matan a otro hombre desde un coche con un bastidor para propaganda electoral, y por último en la Hermandad de Armeros, asesinan a dos hombres también con alambre de espino, y resulta que los culpables, según el portero, son un grupo de cuatro o cinco. Un grupo como el que iba pegando carteles. Coincide.

—Sí, ¿pero por qué?, ¿cuál fue el móvil?

—No lo sé, pero si conseguimos echarle mano a ese Josef que mató al viajante de farmacia seguro que se aclaran muchas cosas. Y ahora tenemos la agenda: tú, por lo pronto, busca todos los Josef y J inicial que haya en la agenda de Hinkmann y vamos a ver si alguno de ellos tiene algo que ver con el partido nazi… Y si es sanitario o algo similar, mejor. Hay demasiados sanitarios en este asunto.

—De acuerdo.

—Por lo demás, vamos a seguir a los proveedores a ver dónde nos conducen. Y vamos a interrogar a cuatro o cinco consumidores, por si logramos sacarles algo. No será muy difícil encontrar a media docena de adictos a la morfina…

—Supongo que no —refrendó Meisinger.

—Pero lo primero es lo de la agenda.

Los dos policías se sentaron, cada uno a un lado de la mesa del despacho, para completar inmediatamente esa tarea. No habían empezado aún cuando alguien llamó a la puerta.

—Hay una llamada para usted, comisario —anunció el policía que atendía el teléfono aquella tarde.

—Ya le dije que no quería que me molestara nadie —repuso Müller.

—Pero es una señora y es la tercera o cuarta vez que llama. Y me pareció que debía decírselo.

—Pásemela —aceptó Müller, que tenía un olfato casi infalible para captar significados ocultos en el tono de sus subordinados.

Descolgó el teléfono y respondió con el saludo oficial de su puesto.

—Sí. Sí señora. Cuando usted quiera, señora —respondió después de escuchar unos instantes—. Aquí en comisaría, o donde usted crea conveniente. Perfecto. En su casa entonces. Mañana. A las seis. Sí, sé dónde es, por supuesto. A su servicio, señora —concluyó con extremada cortesía antes de colgar.

—La señora Strahler. La viuda del secretario del alcalde —aventuró Meisinger.

—Buen oído, sí señor —alabó el comisario con media sonrisa.

—Di mejor buena vista. Casi te has puesto pálido cuando te dijo quién era.

—Entre brujos y psicoanalistas me tenéis hasta las narices —trató de bromear Müller antes de volver a la agenda de Hinkmann.