XVIII

—Sí, por supuesto que conozco a Hermann Göring. El aviador, sí. Cruz de Hierro. Blue Max. Su padre fue gobernador en África. Sí, ya ve que lo sé casi todo sobre Hermann Göring. Déjelo de mi mano. Lo he entendido perfectamente: no se preocupe de nada —garantizó Takacs antes de colgar.

Atila Takacs ejercía de lugarteniente del barón Von Schuller desde hacía cinco años. La tramoya de hermetismo que había conseguido articular en torno a su persona resultaba perfecta para el puesto que ocupaba en la pequeña organización del barón: oficialmente era periodista, y escribía algún artículo de vez en cuando para que su nombre no desapareciese completamente de los periódicos, pero todo el mundo sabía que se dedicaba al ocultismo. Llegados a ese punto, nadie se extrañaba ya de sus rarezas y podía permitirse cualquier tipo de comportamiento, por extravagante que hubiese resultado en cualquier otra persona. Su sistema funcionaba a la perfección: «dice que es periodista, pero en realidad es médium y adivino», solía escuchar sobre sí mismo con disimulada complacencia, porque en eso exactamente residía el meollo de su teoría: en cuanto la gente cree haber descubierto una verdad grotesca tras una pantalla ramplona, deja de indagar. Ser adivino era ya bastante disparate como para suponer que tras semejante actividad se pudiese ocultar el tráfico de morfina.

Además, era inválido de guerra, y la propaganda del Gobierno sobre la heroicidad de los inválidos y la generosidad de su sacrificio por la patria había calado lo bastante hondo para que, sólo con verlo en su silla de ruedas, se le considerase libre de toda sospecha.

En el ejército, precisamente, había conocido a Von Schuller. Lo vio por primera vez, impecable en su uniforme de gala, durante la ceremonia en la que le entregaron sus galones de suboficial, una semana después de que se declarase la guerra. El barón no tenía más experiencia militar que él mismo, pero su origen noble lo había puesto en el punto de partida con rango de comandante. Su mando real sobre las tropas era escaso, pero dejaba bien clara la tesis sobre la que se fundamentaba todo el viejo imperio: a quien es un caballero todo se le puede enseñar; el que no lo es, cuanto menos sepa, mejor. Era casi un milagro que alguien como Takacs, hijo de un pequeño artesano húngaro, hubiese podido llegar a oficial.

De todos modos era forzoso reconocer que Von Schuller, además de noble, era un buen militar. Cuando tenía que dar órdenes lo hacía con toda educación, y siempre se ponía del lado de sus hombres en las pequeñas disensiones con otras unidades. Su único defecto era su poca inclinación a cumplir la vieja norma prusiana según la cual una sola palabra debe bastar para mandar una compañía, o incluso a veces un regimiento: un mando nunca debe decir a sus hombres «id allí», o «defended esa posición»; sólo debe decir «seguidme».

Takacs cumplía a rajatabla la máxima y descubrió por qué es tan fácil ser un buen oficial alemán, querido y respetado por sus hombres. Un buen soldado debe pensar en Dios, en la Patria y en Nada, y llevar delante al oficial al mando no ayuda seguramente a pensar en Dios ni en la Patria, pero con frecuencia ayuda a no pensar en nada.

Takacs sabía que sus hombres le querían, y ese era su mejor premio. Cuando sólo unos meses después de iniciada la contienda recibió la Cruz de Hierro de Segunda y el ascenso a teniente, sólo supo encogerse de hombros: aunque lo degradasen a cabo o a soldado raso, la compañía seguiría haciendo lo que él mandase. En su caso, los galones eran lo de menos.

Todo el mundo se extrañó de que tras aquel asalto contra las líneas francesas no le concediesen la Cruz de Hierro de primera, e incluso él mismo no logró entenderlo hasta que un coronel anciano y bienintencionado le explicó que no era correcto que recibiese una condecoración de mayor rango que la de su superior directo.

Entonces entendió que siempre iría tras los pasos de Von Schuller. Aunque él se batiese el cobre en le frente y Von Schuller pasase la mayor parte del tiempo en retaguardia, desempeñando tareas de Estado Mayor. Von Schuller era un noble y él sólo el hijo de un panadero: el valor contaba, por supuesto, pero no tanto como para abolir de un plumazo las diferencias de clase.

Las batallas continuaron y en 1916 llegó el ascenso. En un sólo mes llegaron el ascenso, y aquel obús que lo dejó sentado en una silla para siempre. Sólo recordaba que se arrastraba por un terreno desigual y que algo cayó a su lado, levantando una erupción de lodo. Recordaba la tierra y las piedras subiendo a gran altura, ralentizadas por la gravedad anémica de un planeta sin fuerza para atraerlas, pero ya no recordaba haberlas visto caer. Aquellos cascotes se quedaron en el aire para siempre.

En su lugar vio una luz blanca al fondo de un gran túnel, y avanzó hacia ella con todo su empeño, pero cuando estaba a punto de alcanzarla algo lo atrajo de nuevo hacia la oscuridad y sintió el terror del que está a punto de ser devorado por una fiera prehistórica. Después de una larga lucha, las fauces se cerraron sobre él. Y el monstruo era el mundo, la tierra calcinada de Francia y los dos cadáveres que yacían a su lado. No sabía cuánto tiempo había pasado inconsciente, pero el asalto había comenzado al alba y el sol estaba ya muy alto. Intentó gritar pero no pudo. El brillo del sol comenzó a apagarse lentamente, como si lo hubiese cubierto una nube, o el humo de una hoguera gigantesca. Entonces cerró los ojos y trató de regresar al lugar donde era posible alcanzar la luz blanca al final del túnel.

No lo consiguió. Cuando recuperó la consciencia estaba en una sucia camilla, junto a otros hombres de gesto desencajado y muñones sanguinolentos. No hablaban, pero él les oía; oía las voces de los que se quejaban de sus heridas o charlaban tranquilamente sobre la vida en sus casas. Más tarde supo que lo habían tomado por muerto y que el lugar en que había estado era el improvisado depósito de cadáveres: todos los hombres a los que había oído hablar estaban muertos, pero Takacs recordaba algunas de las conversaciones y los enfermeros se maravillaron de que conociese los nombres de muchos de ellos, e incluso el nombre de sus madres o de sus novias. Entonces fue cuando supo que había aprendido el modo de asomarse al otro lado y que los muertos hablaban con él porque lo tomaban ya por uno de los suyos. Había aprendido su idioma y ya no lo olvidaría nunca.

Días después le informaron de que le habían concedido la Cruz de Hierro de primera clase.

El barón dirigía nominalmente aquel asalto y recibió también la Cruz de Hierro de primera. Nunca llego a saberse con certeza si apareció o no por las trincheras aquel amanecer, pero algunos declararon haber seguido al barón, ya teniente coronel, y eso bastó para que se le considerara implicado personalmente en la acción. Posiblemente fuese así, pero Takacs recordaba vagamente que después de que lo recogieran los sanitarios, el barón fue a visitarlo al inmundo agujero que hacía las veces de hospital y tenía el uniforme de campaña demasiado limpio. Aquel recuerdo no significaba nada, pues habían pasado muchas horas desde el fin de la batalla hasta que vio al barón y era normal que se hubiese cambiado de ropa, pero la instantánea que se quedó para siempre prendida a su retina era la de un uniforme de faena demasiado limpio para haberse arrastrado dos horas por el barro sorteando las alambradas enemigas. Aquella era la imagen, un fogonazo sin significado, pero también podía ser el mensaje, el dedo acusador de los que no tenían otro modo de señalar. Si no, ¿por qué se le había adherido aquel recuerdo en vez de otro cualquiera? Nada es casual cuando te hablan los que ya no tienen lengua.

El barón se interesó por él más allá del deber e incluso de la amistad; eso también era cierto. Movió todos los hilos necesarios para conseguir que lo trasladaran a un buen hospital en Munich, un lugar donde los médicos hicieron cuanto pudieron por recomponer su cuerpo destrozado. Tenía que estarle agradecido a Von Schuller, pero a pesar de que su naturaleza no se había inclinado nunca hacia vicios como la ingratitud o el resentimiento, en algunas ocasiones pensaba que el barón había sido de algún modo, por algún sutil camino, responsable de su desgracia. Y no sólo la de la morfina, a la que se había hecho adicto en el hospital, como tantos otros.

A veces percibía, casi olfateaba, que había sido sacrificado en vez de Von Schuller para que el orden pudiese permanecer inalterable. El Kaiser había sido sustituido por la República, pero el país continuaba igual que antes: mandaban los mismos, los mismos sufrían. El dolor era una herencia irrenunciable, y a él le correspondía ese indeseable patrimonio; a él y no a Von Schuller. Von Schuller seguiría disfrutando de las prebendas de su título, de sus rentas y de su hija, en la que él ni siquiera se atrevía a pensar.

Elisa.

Quizás la hubiese amado si no se lo hubiese prohibido terminantemente a sí mismo. Quizás si pudiese amarla no le hubiese recomendado a Hammerslein, un maniquí vacío, adicto a la morfina, ni le permitiría verse en su casa con su pretendiente, a espaldas de su padre. Quizás hubiese leído otra cosa en las cartas cuando ella le preguntó si los astros le recomendaban dar una oportunidad a aquel apuesto abogado. Quizás si pudiese amarla, si no lo tuviera estricta y terminantemente prohibido, podría agradecer de veras al barón lo que había hecho por él. Pero no podía amarla y todo estaba en su sitio. El barón tenía sus rentas y su hija, y él su silla de ruedas y sus charlas con los muertos. Y una Cruz de Hierro cada uno.

Cada cual estaba en supuesto, sí, y ninguno había hecho más de lo decoroso para encontrase donde los situó la lógica de la guerra, pero él cargaba con la desgracia de los dos, lo mismo que el escudero carga con las armas de su amo además de con su propia alforja.

El dolor y los mellados dientes de la metralla lo habían condenado a aquella silla, y el dolor y la metralla le habían permitido también aliviar sus penurias anteriores y hacer una pequeña fortuna. El dolor de los otros. Centenares de excombatientes se habían hecho adictos a la morfina y a otras drogas. Decenas de soldados necesitaban su dosis, algunos diaria, otros menos frecuente; el Gobierno no hablaba de ellos ni hablaría nunca: sólo había muertos y heridos, y los heridos, después de un tiempo, tenían la obligación insoslayable de convertirse en muertos, en inválidos, o en simples ciudadanos. Sobre el papel, en el papel grisáceo de los impresos o en el amarillento de la prensa, no existía el término medio: estar sólo medio vivo, o medio muerto; depender de una droga para aliviar un dolor que no desaparecía, o para olvidar todo el horror de los campos de batalla, los constantes entierros, la sangre amiga, propia o extranjera amasando barro junto a las púas de las alambradas.

Los adictos no existían para nadie. No se hablaba de ellos. Los que necesitaban su dosis para combatir el dolor de las heridas tenían que mezclarse con los que fumaban opio por vicio o indolencia. Los soldados eran rechazados en los hospitales después de que sus heridas curasen, y algunos, acuciados por la abstinencia, acababan por autolesionarse para poder conseguir lo que necesitaban.

Y todos necesitaban algo. Unos sedación, otros silencio y otros olvido. Y en el opio, y la morfina estaban las respuestas. O la ausencia de preguntas.

El opio y sus derivados: la venganza de las flores. La espina de la amapola.

Cada vez que lo pensaba, cobraban para él otro significado aquellas flores rojas creciendo en los improvisados cementerios, sobre las tumbas de los soldados muertos. Alguien dijo una vez que eran como gotas de sangre que no se resignaban a perderse en la tierra, pero él sabía que no era así, que aquellas amapolas eran pequeños receptáculos que contenían el sueño, el eterno sueño de los muertos.

—Las cinco y media, señor —casi gritó una voz a su lado sacando a Takacs de sus ensoñaciones.

—Gracias Florian. Vete preparando el coche mientras recojo mis cosas.

—El coche ya está listo, señor —respondió Florian, un hombre cuadrado y bajo, de pelo blanco, que ejercía las funciones de mayordomo, chófer, cocinero y lo que hiciese falta en casa de Takacs.

—¡Caray, qué prisa!

—Al señor Hitler no le gusta esperar.

Takacs se echó a reír.

—A cualquier hora que lleguemos, nos esperará. Te recuerdo que vamos a verlo a la cárcel, Florian. Y si el augur llega demasiado pronto, la confianza se debilita. El oráculo debe hacerse desear.

—Sí, señor.

—Sírveme una copa, Florian.

El criado fue hasta un mueble bajo, como todos los de la estancia, encargados a esa altura para que Takacs pudiese disfrutar de la mayor autonomía posible, y regresó con un vaso y una botella.

—Sírvete tú también, por favor —dijo el adivino al ver que sólo había un vaso—. Es triste beber solo —añadió.

Florian no se lo hizo repetir. Se sirvió una cantidad moderada y se sentó frente a su patrón.

—Por los que no tienen cementerios en la cabeza —brindó Takacs.

El criado hizo chocar su vaso con el de su amo, y agotó de un trago la bebida.

—¿Tú no tienes cementerios en la cabeza, Florian?

—No sé a que se refiere el señor.

Takacs chasqueó la lengua.

—A lugares que prefieres rodear porque sabes que has dejado allí los despojos de algo.

—Todos tenemos recuerdos ingratos, señor —respondió Florian escuetamente. Luego pensó que quizás debiera poner algo más de su parte en aquella conversación—. Y los enterramos donde podemos —añadió.

—Lo peor es que a veces los enterramos vivos y siguen gritando como condenados —repuso Takacs—. ¿Vamos a ver a Hitler?

El criado se levantó, y empujó la silla de su patrón hasta la calle, donde esperaba el coche. Con fuerza, pero con delicadeza, tomó a su amo en brazos y lo sentó en la parte de atrás; luego guardó la silla y se puso al volante.

Hasta Landsberg había casi media hora de viaje, pero no hablaron por el camino. Takacs seguía ensimismado y Florian sabía que no le gustaba ser molestado antes de ir a ver a un cliente. Aunque a veces se tomaba a broma su papel de futurólogo, Takacs creía profundamente en lo que hacía y la gente que se confiaba a él se daba cuenta de que, se cumpliesen o no sus pronósticos, provenían de alguien que no era un vulgar charlatán.

Llegaron a la prisión a las seis y cuarto. Las formalidades exigidas para la visita se limitaron a firmar en un libro de registro. Un funcionario de la prisión se ofreció a conducir la silla de Takacs hasta la celda de Hitler y Florian volvió al coche.

La celda parecía una habitación de hotel con todas las comodidades, y estaba llena de gente. Había al menos cinco o seis personas en aquel momento, pero cuando el político reaccionario vio llegar a Takacs lo recibió con grandes muestras de respeto y se ocupó él mismo de empujar su silla para colocarlo junto a la mesa. Luego anunció que tenía importantes asuntos que tratar y todos se fueron.

—Quédese usted, por favor —le pidió a Hess, un hombre de cabello revuelto y mirada soñadora que hacía las veces de secretario para todo.

—Como quiera —aceptó el aludido.

Se había entregado voluntariamente para compartir el destino de su líder y amigo, y este le correspondía otorgándole toda su confianza, incluso en los asuntos más privados.

Takacs pidió que le entregasen su maletín, que estaba bajo la silla, lo abrió y extrajo de él una caja de madera y un grueso cuaderno de tapas negras.

—Dígame antes que nada qué es lo que le preocupa —solicitó dirigiéndose al líder nazi.

Hitler entrecruzó los dedos de ambas manos, como si quisiera estirarlos.

—Me preocupa todo. Estoy pensando en abandonar y quisiera saber qué dicen los astros.

—Los astros no hablan a la gente que quiere abandonar —repuso el adivino.

Hitler apretó los labios.

—No quiero perder el tiempo ni arriesgar la vida inútilmente, y mucho menos deseo que sean los demás los que lo hagan. Han muerto ya muchos hombres y las cosas siguen igual, o peor aún, porque la corrupción democrática ha empezado a florecer también en nuestras filas. Miembros de nuestro partido van a ir a ensuciar nuestra causa al parlamento, y ya no sé qué pensar. Sólo quiero saber si es mejor que abandone, como es mi deseo en estos momentos, o si el Destino me tiene reservada alguna tarea más, por dolorosa que pueda resultar.

—Veamos lo que dicen las cartas —respondió Takacs extendiendo un paño negro de seda sobre la mesa y sacando ceremoniosamente el tarot de Marsella.